El cuarto trasero
—Saludos, Sin Rostro —dijo la gran sacerdotisa mientras entraba en las habitaciones privadas de Alton en Sorcere.
—Lo mismo digo, dama Vierna —replicó Alton, que a duras penas consiguió impedir que el miedo apareciera en su voz. La presencia de Vierna Do’Urden en sus aposentos y en este momento no podía ser algo casual—. ¿A qué debo el honor de la visita de una maestra de Arach-Tinilith?
—Ya no soy una maestra de la Academia —le informó Vierna—. He regresado a mi casa.
Alton hizo una pausa para considerar la novedad. Estaba al corriente de que Dinin Do’Urden también había renunciado a la Academia.
—La matrona Malicia ha reunido otra vez a la familia —añadió Vierna—. Corren rumores de guerra. Sin duda, los habréis escuchado.
—Sólo son rumores —tartamudeó Alton, al entrever la razón de la visita de Vierna.
La casa Do’Urden había utilizado al Sin Rostro en su complot anterior, ¡en su intento de asesinar a Alton! Ahora, con los rumores de guerra que se escuchaban por todo Menzoberranzan, la matrona Malicia pretendía reorganizar su red de espías y asesinos.
—¿Sabes qué dicen? —le preguntó Vierna, imperiosa.
—He oído algunas cosas —susurró Alton, muy atento a no provocar la ira de la poderosa dama—. Nada con la importancia suficiente como para informar a vuestra casa. Reconozco que ni siquiera pensaba en que la casa Do’Urden pudiese estar involucrada hasta ahora mismo, cuando me lo habéis dicho.
Alton sólo podía confiar en que Vierna no tuviera preparado un hechizo detector de mentiras.
—Escuchad los rumores con más atención, Sin Rostro —dijo Vierna, al parecer satisfecha con la explicación—. Mi hermano y yo hemos dejado la Academia; por lo tanto, sois los ojos y los oídos de la casa Do’Urden en este lugar.
—Pero… —balbució Alton, que se interrumpió al ver que la gran sacerdotisa levantaba una mano para hacerlo callar.
—Sabemos que fracasamos en nuestra última transacción. —Vierna acompañó sus palabras con una reverencia, un gesto que casi nunca se tenía con un hombre y mucho menos por parte de una sacerdotisa de Lloth—. La matrona Malicia os presenta sus más humildes disculpas porque el ungüento que os envió en pago del asesinato de Alton DeVir no os devolvió las facciones.
Alton casi sufrió un sofoco al escuchar estas palabras; ahora comprendía por qué un mensajero desconocido le había entregado un frasco de ungüento hacía cosa de unos treinta años atrás. La figura embozada había sido un agente de la casa Do’Urden encargado de pagar al Sin Rostro el asesinato de Alton. Desde luego, Alton ni siquiera había probado el ungüento. Con la suerte que tenía, probablemente le habría restituido las facciones de Alton DeVir.
—Esta vez el pago no fracasará —prosiguió Vierna, aunque Alton, demasiado atrapado por la ironía de la situación, apenas si la escuchaba—. La casa Do’Urden posee la vara de un mago pero no el mago capaz de utilizarla. Perteneció a Nalfein, mi hermano, que murió en la victoria sobre los DeVir.
Alton deseó poder matarla en aquel mismo momento; no obstante, se controló porque su estupidez no podía llegar a tanto.
—Si podéis descubrir cuál es la casa que intriga contra la casa Do’Urden —prometió Vierna—, la vara será vuestra. Todo un tesoro por un acto tan modesto.
—Haré todo lo que esté a mi alcance —contestó Alton, estupefacto por la increíble oferta.
—Es lo único que os pide la matrona Malicia —afirmó Vierna.
Y abandonó los aposentos del mago, convencida de que la casa Do’Urden acababa de asegurarse los servicios de un espía capaz en la Academia.
—Dinin y Vierna Do’Urden han renunciado a sus cargos —dijo Alton, entusiasmado, cuando la pequeña madre matrona acudió a verlo aquella misma noche.
—Es una información que ya conocía —replicó SiNafay Hun’ett.
Observó desdeñosa el cuarto desordenado y las paredes tiznadas de hollín, y después se sentó en un taburete junto a una mesa pequeña.
—Hay algo más —añadió Alton a toda prisa, poco dispuesto a irritar a SiNafay con noticias viejas—. Hoy he tenido una visita inesperada, la gran sacerdotisa Vierna.
—¿Sospecha de nosotros? —gruñó la matrona SiNafay.
—¡No, no! —aseguró Alton—. Todo lo contrario. La casa Do’Urden quiere emplearme como espía, de la misma manera que una vez empleó al Sin Rostro para asesinarme a mí.
SiNafay hizo una pausa, desconcertada, y entonces soltó una carcajada que le sacudió todo el cuerpo.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Las vueltas que da la vida!
—He oído comentar que Dinin y Vierna fueron enviados a la Academia sólo para vigilar la educación del hermano menor —añadió Alton.
—Una excelente tapadera —contestó SiNafay—. Vierna y Dinin fueron enviados como espías de la ambiciosa matrona Malicia. La felicito por su astucia.
—Ahora sospechan que habrá problemas —afirmó Alton, sentándose a la mesa en el lado opuesto a la madre matrona.
—Así es —asintió SiNafay—. Masoj y Drizzt están en la misma patrulla, pero la casa Do’Urden también ha conseguido colocar a Dinin en el grupo.
—Entonces, Masoj está en peligro —razonó Alton.
—No —respondió SiNafay—. La casa Do’Urden no sabe que la casa Hun’ett conspira contra ella. En caso contrario no habrían venido a verte en busca de información. La matrona Malicia conoce tu identidad.
Una expresión de terror apareció en el rostro de Alton.
—No tu verdadera identidad —lo tranquilizó SiNafay con una carcajada—. Sabe que el Sin Rostro es Gelroos Hun’ett, y no habría recurrido a un Hun’ett si sospechase de nuestra casa.
—¡Entonces esta es nuestra oportunidad para sembrar el caos en la casa Do’Urden! —gritó Alton—. Si sugiero que está implicada alguna otra casa, incluso la Baenre, nuestra posición se fortalecerá. —El mago soltó una risita al pensar en las posibilidades—. Malicia me recompensará con una varita de gran poder. ¡Un arma que volveré contra ella en el momento adecuado!
—¡La matrona Malicia! —lo corrigió SiNafay, bruscamente. Si bien ella y Malicia no tardarían en enfrentarse en una guerra, SiNafay no podía permitir que un varón se mostrara irrespetuoso con una madre matrona—. ¿Te ves capaz de realizar semejante superchería?
—Cuando la dama Vierna regrese…
—DeVir, eres un imbécil. Una información tan valiosa no podrás negociarla con una sacerdotisa menor. Tendrás que enfrentarte con la mismísima matrona Malicia, una enemiga formidable. Si descubre tus mentiras, ¿sabes lo que hará con tu cuerpo?
—Estoy dispuesto a correr el riesgo —afirmó Alton apoyando los brazos sobre la mesa, después de tragar el nudo que se le había hecho en la garganta.
—¿Y qué pasará con la casa Hun’ett cuando se descubra la gran mentira? —preguntó SiNafay—. ¿Cuál será nuestra ventaja cuando la matrona Malicia conozca la verdadera identidad del Sin Rostro?
—Lo comprendo —respondió Alton, desilusionado aunque incapaz de rebatir la lógica de SiNafay—. Entonces ¿qué vamos a hacer? ¿Qué voy a hacer?
La matrona SiNafay permaneció en silencio mientras consideraba los próximos pasos.
—Renunciarás a tu puesto —contestó por fin—. Volverás a la casa Hun’ett y estarás bajo mi protección.
—Pero si lo hago, la matrona Malicia también tendrá motivos para sospechar de la casa Hun’ett —protestó Alton.
—Quizá —replicó SiNafay—, pero es la opción más segura. Iré a ver a la matrona Malicia y me mostraré enfadada. Le diré que no involucre a la casa Hun’ett en sus problemas. Si tenía la intención de convertir en espía a un miembro de mi familia, entonces tendría que haber solicitado mi permiso, aunque esta vez no se lo habría dado.
SiNafay sonrió al imaginar cómo sería el encuentro.
—Mi enfado, mi miedo, bastarán para implicar a una casa más importante en la amenaza contra la casa Do’Urden, incluso la posibilidad de una alianza con alguna otra casa —agregó la matrona, obviamente complacida por los beneficios añadidos—. La matrona Malicia tendrá mucho en que pensar y muchos motivos de preocupación.
Alton ni siquiera escuchó los últimos comentarios de SiNafay. Las palabras acerca de conceder su permiso «esta vez» le habían provocado una profunda inquietud.
—¿Lo había pedido antes? —se atrevió a preguntar, aunque en un murmullo casi inaudible.
—¿A qué te refieres? —inquirió SiNafay, sin entender sus palabras.
—¿La matrona Malicia fue a veros? —continuó Alton, que a pesar del miedo necesitaba saber la respuesta—. Hace treinta años…, ¿la matrona SiNafay dio su permiso para que Gelroos Hun’ett se convirtiera en un agente, en un asesino, para completar la eliminación de la casa DeVir?
Una amplia sonrisa apareció en el rostro de SiNafay, pero se esfumó un instante después mientras arrojaba la mesa al otro lado de la habitación, sujetaba a Alton por la pechera de su túnica, y lo acercaba bruscamente hasta que su cara casi tocó la de la matrona.
—¡Jamás confundas los sentimientos personales con la política! —le aconsejó la diminuta pero fuerte matrona, en un tono de amenaza inconfundible—. ¡Y nunca más vuelvas a formularme esa pregunta!
Arrojó al mago al suelo como si fuese un muñeco, sin apartar de él su fulgurante mirada.
Alton había sabido desde el principio que sólo era un peón en las intrigas entre la casa Hun’ett y la casa Do’Urden, un vínculo necesario para que la matrona SiNafay pudiese ejecutar sus siniestros planes. De vez en cuando, la deuda pendiente que tenía Alton con la casa Do’Urden le hacía olvidar lo poco que contaba en este conflicto. Enfrentado ahora con el poder de SiNafay, comprendió que había sobrepasado los límites de su posición.
Al fondo del huerto de setas, en la pared sur de la caverna que albergaba a Menzoberranzan, había una pequeña cueva fuertemente protegida. Detrás de las puertas de hierro había una sola habitación, utilizada exclusivamente para las reuniones de las ocho madres matronas que gobernaban la ciudad.
El humo de un centenar de velas perfumadas llenaba la atmósfera, obedeciendo a un deseo expreso de las madres matronas. Después de casi medio siglo de estudiar pergaminos a la luz de las velas de Sorcere, Alton no tenía problemas para soportar la intensidad de la iluminación, pero en cambio lo inquietaba encontrarse en este cuarto. Se había sentado en una pequeña silla común destinada a los invitados del consejo, en un extremo de la mesa con forma de araña. Entre las ocho patas peludas de la mesa aparecían los tronos de las ocho madres matronas regentes, todos adornados con gran profusión de joyas que resplandecían con la luz de las velas.
Las matronas entraron en el cuarto con andar pomposo y dirigieron miradas de desprecio al varón presente. SiNafay, junto a Alton, puso una mano sobre la rodilla del mago y le hizo un guiño de aliento. La matrona de la casa Hun’ett no se habría atrevido a solicitar una reunión del consejo regente de no estar convencida de la importancia de sus noticias. Las madres matronas regentes consideraban los cargos como algo honorario y no eran partidarias de reunirse excepto en tiempos de crisis.
A la cabecera de la mesa araña se sentó la matrona Baenre, la figura más poderosa de todo Menzoberranzan, una mujer muy anciana de mirada maliciosa y una boca poco acostumbrada a sonreír.
—Ya estamos reunidas, SiNafay —anunció Baenre en cuanto las demás acabaron de acomodarse en sus tronos—. ¿Cuál es la razón para convocar al consejo?
—Discutir un castigo —respondió SiNafay.
—¿Un castigo? —exclamó la matrona Baenre, desconcertada.
Los últimos años habían sido demasiado tranquilos en la ciudad drow, sin ningún incidente desde el conflicto entre las casas Teken’duis y Freth. La primera matrona no tenía conocimiento de que se hubiesen cometido actos que pudiesen merecer un castigo, al menos ninguno tan flagrante como para motivar la intervención del consejo.
—¿Quién es el individuo merecedor del castigo?
—No es un individuo —explicó la matrona SiNafay. Miró a sus pares y vio el interés reflejado en sus rostros—. Es una casa —afirmó, tajante—, Daermon N’a’shezbaernon, la casa Do’Urden.
Tal como había esperado SiNafay se oyó un coro de exclamaciones.
—¿La casa Do’Urden? —preguntó la matrona Baenre, sorprendida de que alguien se atreviera a implicar a la matrona Malicia. Por lo que sabía, Malicia gozaba de la consideración de la reina araña, y la casa Do’Urden había colocado a dos de los suyos como maestros en la Academia.
—¿De qué crimen te atreves a acusar a la casa Do’Urden? —quiso saber una de las otras matronas.
—¿Acaso hablas impulsada por el miedo, SiNafay? —inquirió la matrona Baenre.
Varias de las matronas regentes se habían mostrado preocupadas por la casa Do’Urden. Era bien sabido que la matrona Malicia ambicionaba tener un puesto en el consejo regente, y, a la vista del creciente poderío de su casa, parecía destinada a conseguirlo.
—Tengo una causa justa —insistió SiNafay.
—Las demás parecen dudar de tus palabras —replicó la matrona Baenre—. Es necesario que expliques los motivos de la solicitud, y deprisa si valoras tu reputación.
SiNafay sabía que había en juego algo más que la reputación: en Menzoberranzan, una falsa acusación era un crimen equiparable al asesinato.
—Todas recordamos la caída de la casa DeVir —comenzó SiNafay—. Siete de las aquí reunidas nos sentábamos junto a la matrona Ginafae DeVir.
—La casa DeVir ya no existe —le recordó la matrona Baenre.
—Por culpa de la casa Do’Urden —afirmó SiNafay, con toda claridad.
Esta vez las exclamaciones fueron de cólera.
—¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? —la acusó una voz.
—¡Treinta años! —dijo otra—. ¡Ya nadie se acuerda de aquel hecho!
La matrona Baenre las hizo callar antes de que el clamor diera paso a las acciones violentas, algo que ocurría con una cierta frecuencia en la cámara del consejo.
—SiNafay —dijo, con una mueca casi burlona—, nadie puede hacer esta acusación. Nadie puede hacer estas afirmaciones cuando han pasado tantos años. Ya conoces las reglas. Si la casa Do’Urden cometió aquel acto, como tú dices, merece nuestras felicitaciones, no nuestro castigo, porque lo realizó a la perfección. ¡La casa DeVir no existe!
Alton se movió inquieto, atrapado entre la cólera y la desesperación. En cambio, SiNafay no parecía preocupada en lo más mínimo; esta era precisamente la situación que había imaginado y deseado.
—¡Ah, pero es que existe! —replicó, mientras se ponía de pie y arrancaba la capucha que cubría la cabeza de Alton—. ¡En esta persona!
—¿Gelroos? —preguntó la matrona Baenre, que no veía la relación.
—No es Gelroos —le informó SiNafay—. Gelroos Hun’ett murió la misma noche del ataque a la casa DeVir. Este varón, Alton DeVir, asumió la identidad de Gelroos y su posición en la Academia para librarse de cualquier ataque de la casa Do’Urden.
Baenre susurró unas instrucciones a la matrona que tenía a su derecha y después esperó a que ella pusiera en práctica un hechizo. La primera matrona indicó con un gesto a SiNafay que volviera a su trono y a continuación se volvió hacia Alton.
—Di tu nombre —le ordenó.
—Me llamo Alton DeVir —respondió el mago con una confianza renovada por la recuperación de su identidad, que había ocultado durante tanto tiempo—. Soy hijo de la matrona Ginafae y era estudiante en Sorcere la noche en que mi casa fue atacada por los Do’Urden.
Baenre miró a la matrona de la derecha en cuanto Alton completó la respuesta.
—Es verdad —declaró la matrona.
Los susurros se multiplicaron alrededor de la mesa araña, y su tono era más que nada divertido.
—Esta es la razón por la que solicité una reunión del consejo —se apresuró a explicar SiNafay.
—Muy bien, SiNafay —dijo la matrona Baenre—. Y mis felicitaciones para ti, Alton DeVir, por tus recursos y capacidad para sobrevivir. Para ser un varón, has demostrado mucho coraje y sabiduría. Sin duda los dos sabéis que el consejo no puede imponer un castigo a una casa por algo cometido hace tanto tiempo. ¿Qué ganaríamos con ello? La matrona Malicia Do’Urden cuenta con el favor de la reina araña, y su casa promete mucho. Debéis darnos una razón mucho más poderosa si pretendéis algún castigo contra la casa Do’Urden.
—No pretendo tal cosa —contestó SiNafay en el acto—. Este asunto, ocurrido treinta años atrás, ya no es de la incumbencia del consejo. Es muy cierto que la casa Do’Urden promete mucho, compañeras matronas, con cuatro grandes sacerdotisas y un grupo de magníficos guerreros, entre ellos el segundo hijo, Drizzt, que fue el primero de su clase.
SiNafay había mencionado a Drizzt con toda intención, consciente de que el nombre tocaría la herida de la matrona Baenre. Su hijo, Berg’inyon, del que se sentía tan orgullosa, había sido durante nueve años el eterno segundo del joven Do’Urden.
—Entonces ¿por qué nos has molestado? —inquirió la matrona Baenre, con una insinuación de cólera en la voz.
—Para pedir que cerréis los ojos —susurró SiNafay—. Alton es ahora un Hun’ett, que goza de mi protección. Reclama venganza por el acto cometido contra su familia, y, como miembro superviviente de la familia atacada, tiene derecho de acusación.
—¿La casa Hun’ett lo respaldará? —quiso saber la matrona Baenre, tan curiosa como divertida.
—¡Desde luego! —exclamó SiNafay— ¡La casa Hun’ett asume el compromiso!
—¿Venganza? —preguntó otra de las matronas, con un tono risueño—. ¿O es miedo? Por lo que he podido escuchar, la matrona de la casa Hun’ett pretende utilizar a esta desgraciada criatura de la familia DeVir para beneficio propio. La casa Do’Urden tiene grandes ambiciones, y la matrona Malicia quiere ocupar un puesto en el consejo regente. ¿Quizás es una amenaza para la casa Hun’ett?
—Se trate de venganza o prudencia, mi petición…, la petición de Alton DeVir, debe considerarse legítima —respondió SiNafay—, para beneficio de todos. —Una sonrisa malvada apareció en su rostro y miró de frente a la primera matrona—. Quizá para beneficio de nuestros hijos en la búsqueda del reconocimiento.
—Muy cierto —dijo la matrona Baenre, con una carcajada que sonó como una tos.
La guerra entre Hun’ett y Do’Urden podría ser en beneficio de todos pero, a juicio de Baenre, no como creía SiNafay. Malicia era una matrona poderosa, y su familia se merecía tener un rango por encima del noveno. Si por fin tenía lugar la guerra, Malicia probablemente conseguiría su puesto en el consejo, reemplazando a SiNafay.
La matrona Baenre miró a las demás, y adivinó por sus expresiones de esperanza que compartían sus pensamientos. Que los Hun’ett y los Do’Urden pelearan entre ellos: el resultado daba igual porque se acabaría la amenaza de la matrona Malicia. Quizá, deseó Baenre, aquel joven Do’Urden moriría en los combates y su hijo ocuparía la posición que se merecía.
Entonces la primera matrona pronunció las palabras que SiNafay deseaba escuchar, el permiso tácito del consejo regente de Menzoberranzan.
—El asunto está resuelto, hermanas —declaró la matrona Baenre con el asentimiento general—. Es una buena cosa que nos hayamos reunido hoy.