Sacrilegio
—El último día —susurró Drizzt, aliviado, mientras se vestía con la túnica de ceremonia.
Si los primeros seis meses de este último año, en los que había aprendido las sutilezas de la magia en Sorcere, habían sido los mejores, los seis finales pasados en la escuela de Lloth le habían resultado pesadísimos. Drizzt y sus compañeros habían tenido que aguantar horas de rezos a la reina araña, relatos y profecías de su poder y de las recompensas que otorgaba a los servidores leales.
Drizzt consideraba que la palabra «esclavo» era mucho más apropiada, porque en ninguna parte de esta gran escuela de la diosa drow había escuchado mencionar en ningún momento la palabra «amor». Su gente adoraba a Lloth. Las mujeres de Menzoberranzan dedicaban toda su vida a servirla. Sin embargo, su entrega era un acto absolutamente egoísta. Las novicias de la reina araña sólo aspiraban a llegar al más alto rango para obtener el poder personal que iba unido al título de gran sacerdotisa.
A Drizzt todo esto le parecía una tremenda equivocación. El joven drow había soportado los seis meses en Arach-Tinilith con su estoicismo habitual. Había mantenido la mirada baja y la boca cerrada. Ahora, por fin, había llegado al último día, la ceremonia de graduación, el momento más sagrado para los drows, en la que, según le había prometido Vierna, comprendería la verdadera gloria de Lloth.
Con paso vacilante, Drizzt salió del refugio que era su pequeño y sencillo cuarto. Le preocupaba el hecho de que esta ceremonia se hubiera convertido en una prueba personal. Hasta ahora, casi nada de la sociedad que lo rodeaba había tenido sentido y, a pesar de las afirmaciones de su hermana, no confiaba en que los hechos de este día le permitieran ver el mundo de la misma manera en que lo veían los demás. Los temores de Drizzt habían crecido como una espiral para atraparlo en una red de la que no podía escapar.
Quizá, se dijo, el origen de su miedo radicaba en la posibilidad de que los hechos de hoy cumplieran la promesa de Vierna.
Drizzt se protegió los ojos cuando entró en la gran sala circular de Arach-Tinilith. Una hoguera ardía en el centro del recinto, en un brasero de ocho patas que se parecía, como todo lo demás en este lugar, a una araña. La directora de la Academia, la dama matrona, y las otras doce grandes sacerdotisas que eran maestras de Arach-Tinilith, incluida la hermana de Drizzt, permanecían sentadas con las piernas cruzadas en un círculo alrededor del brasero, Drizzt y sus compañeros de la escuela de guerreros se acomodaron a lo largo de la pared.
—¡Ma Ku! —ordenó la dama matrona.
El silencio reinó en la sala, roto únicamente por el crepitar del fuego. La puerta del recinto se abrió una vez más para dar paso a una joven sacerdotisa. A Drizzt le habían comentado que era la número uno de la promoción de este año en Arach-Tinilith, la mejor estudiante de la escuela de Lloth, por lo que la habían recompensado con el mayor honor de esta ceremonia. La joven se quitó la túnica y avanzó desnuda a través del anillo formado por las grandes sacerdotisas sentadas para situarse delante de las llamas, de espaldas a la dama matrona.
Drizzt se mordió el labio inferior, avergonzado y también un poco excitado. Nunca había visto a una drow desnuda, y sospechaba que el sudor en su frente tenía otro origen aparte del calor del brasero. Una mirada rápida a sus compañeros le confirmó que ellos pasaban por la misma situación.
—Bae-go si’n’ee calamay —susurró la dama matrona, y una nube de humo rojo se derramó del brasero hasta envolver la sala en una bruma resplandeciente.
El humo tenía un intenso aroma dulzón. A medida que Drizzt respiraba el aire perfumado, tuvo la sensación de que perdía peso, y pensó si no acabaría por flotar.
Las llamas del brasero se elevaron con un rugido, y Drizzt entrecerró los párpados para protegerse de la intensidad de la luz. Las sacerdotisas comenzaron a entonar un cántico ritual cuyas palabras pertenecían a un idioma desconocido para el joven. De todos modos, casi no les prestó atención porque sólo pensaba en mantener el control de sus pensamientos frente al efecto embriagador del humo rojo.
—Glabrezu —gimió la dama matrona.
Drizzt reconoció el tono de una invocación, el nombre de un engendro de los planos inferiores. Volvió a prestar atención a la ceremonia y vio que la dama matrona empuñaba un látigo de una sola cabeza de serpiente.
—¿De dónde lo habrá sacado? —murmuró Drizzt.
Entonces se dio cuenta de que había hablado en voz alta y rogó para que su imprudencia no perturbara el rito. Se consoló al comprobar que muchos de sus compañeros murmuraban y que algunos apenas si podían mantener el equilibrio.
—¡Llámalo! —le ordenó la dama matrona a la estudiante desnuda. La joven obedeció la orden aunque sin mucha confianza, y abrió los brazos de par en par.
—Glabrezu —musitó.
Las llamas bailaron junto al borde del brasero. El humo se agitó ante el rostro de Drizzt, como si quisiera obligar al joven a que lo respirase. Notó que tenía las piernas entumecidas, pero también las notaba mucho más sensibles y vivas que antes.
Drizzt escuchó cómo la estudiante repetía su grito con más fuerza, y también el rugir de las llamas. La intensidad de la luz fue como un ataque brutal, pero eso no pareció importarle. Su mirada recorrió la sala, incapaz de encontrar un foco, incapaz de ver una relación entre las extrañas figuras de la danza y los sonidos del rito.
Escuchó el jadeo de las grandes sacerdotisas y sus exhortaciones a la estudiante, consciente de que la invocación estaba a punto de realizarse. Escuchó el chasquido del látigo —¿otro incentivo?— y los gritos de ¡«Glabrezu!» de la joven. Tan primitivos, tan poderosos eran estos gritos que sacudían a Drizzt y a los demás varones presentes en la sala con un frenesí que nunca hubieran imaginado.
Las llamas obedecieron la llamada. Se elevaron cada vez más y comenzaron a tomar forma. Una visión captó la atención de todos los presentes, la atrapó y la mantuvo. Una cabeza gigante, un perro con cuernos de cabra, apareció entre las llamas, al parecer dispuesto a admirar a la hermosa joven desnuda que se atrevía a pronunciar su nombre.
En algún lugar más allá de la forma perteneciente a otro plano, volvió a chasquear el látigo con cabeza de serpiente; la estudiante repitió su grito, que esta vez sonó como un ruego, como una invitación.
El gigantesco engendro de los planos inferiores salió del brasero. El tremendo poder sacrílego de la criatura asombró a Drizzt. Glabrezu medía tres metros de altura pero parecía todavía más alto; sus enormes brazos musculosos acababan en grandes pinzas en lugar de manos y una segunda pareja de brazos más pequeños, brazos normales, crecían en su pecho.
Los instintos de Drizzt lo urgían a lanzarse contra el monstruo y a rescatar a la estudiante; pero cuando miró a su alrededor en busca de apoyo, descubrió que la dama matrona y las demás maestras de la escuela habían reanudado el canto ritual, y esta vez sus palabras tenían un acento lascivo.
En medio de la bruma y el mareo, el tentador aroma dulzón del humo rojo continuaba su asalto a la realidad. Drizzt se estremeció, casi a punto de perder el control, y utilizó toda su ira para luchar contra el desconcertante efecto del humo. Como un acto reflejo, sus manos buscaron las empuñaduras de sus cimitarras.
Entonces una mano le rozó la pierna.
Miró hacia abajo y descubrió a una maestra que, recostada en el suelo, lo invitaba a unirse a ella, una escena que se repetía por toda la sala.
El humo continuó el ataque contra sus sentidos.
La maestra repitió la invitación, y sus uñas le rascaron suavemente la piel de la pierna.
Drizzt se pasó una mano por la espesa cabellera en un intento de concentrarse en un punto y superar el mareo. No le gustaba esta pérdida de control, este aturdimiento mental que adormecía su atención y sus reflejos.
Todavía menos le gustaba el espectáculo que tenía lugar en el recinto. Le parecía algo vil y repugnante. Se apartó de la maestra y cruzó la sala tropezando con las parejas abrazadas, que ni siquiera advirtieron su paso. Avanzó todo lo deprisa que le permitían sus piernas entumecidas, y abandonó la sala, sin olvidarse de cerrar la puerta.
Sólo lo siguieron los gritos de la estudiante. No había ninguna barrera material o mental capaz de apagar aquel sonido.
Drizzt se apoyó contra la pared de piedra y se llevó las manos al estómago. No había tenido ocasión de pensar en las consecuencias de su acción. Sólo sabía que no podía permanecer más en aquella sala.
Entonces apareció Vierna a su lado, con su túnica abierta por la parte delantera. Drizzt, con la cabeza un poco más clara, había comenzado a pensar en el precio de sus acciones. Lo desconcertó ver que la expresión en el rostro de su hermana no era de rechazo.
—¿Prefieres la intimidad? —dijo Vierna, que apoyó su mano en el hombro de Drizzt sin molestarse en cubrirse el cuerpo—. Te comprendo.
—¿Qué locura es esta? —preguntó Drizzt, apartando la mano de su hermana con un gesto brusco.
El rostro de Vierna se retorció de ira al comprender los motivos que habían llevado a su hermano a salir de la sala.
—¡Has rechazado a una gran sacerdotisa! —gritó—. ¡Te has vuelto loco! ¡Estaba en su derecho de matarte por tu insolencia!
—Ni siquiera la conocía —replicó Drizzt—. ¿Acaso se supone que…?
—¡Tienes que comportarte tal como te han enseñado!
—No siento nada por ella —tartamudeó Drizzt.
Descubrió que le temblaban las manos.
—¿Crees que Zaknafein sentía algo por la matrona Malicia? —contestó Vierna, consciente de que la referencia al héroe de Drizzt le molestaría. Al ver que la pulla había herido a su hermano, Vierna suavizó su expresión, lo cogió del brazo y con voz arrulladora añadió—: Regresa a la sala. Todavía hay tiempo.
La gélida mirada de Drizzt la detuvo como si fuese la punta de una cimitarra.
—La reina araña es la diosa de nuestra gente —le recordó Vierna, severa—. Yo soy una de las que manifiestan su voluntad.
—Yo en tu lugar no me sentiría muy orgulloso —replicó Drizzt, que apeló a su cólera para contrarrestar el miedo que amenazaba con hacerle renunciar a sus principios.
—¡Vuelve ahora mismo a la ceremonia! —gritó Vierna, acompañando sus palabras con un sonoro bofetón.
—Vete a besar a una araña —contestó Drizzt, furioso—. Y ojalá sus pinzas te arranquen tu asquerosa lengua de la boca.
Esta vez fue Vierna la que no pudo controlar el temblor de sus manos.
—Tendrías que tener más cuidado cuando hablas a una gran sacerdotisa —le advirtió.
—¡Maldita sea tu reina araña! —exclamó Drizzt—. ¡Aunque estoy seguro de que Lloth vive maldecida desde hace milenios!
—¡Ella nos da el poder! —aulló Vierna.
—¡Ella nos quita todo aquello que pueda ser digno! —respondió el joven—. ¡Valemos menos que la piedra que pisamos!
—¡Sacrilegio! —afirmó Vierna, con un tono idéntico al chasquido del látigo de la dama matrona.
Un grito de éxtasis surgió del interior de la sala.
—¡La unión del mal! —murmuró Drizzt, asqueado.
—También hay un beneficio —señaló Vierna, mucho más calmada.
—¿Has pasado por esta experiencia? —le preguntó Drizzt, con una mirada acusadora.
—Soy una gran sacerdotisa —repuso Vierna.
Drizzt tuvo la sensación de que lo envolvía un manto de negrura y se tambaleó de la ira.
—¿Te satisfizo? —la interrogó, despreciativo.
—Me dio poder —gruñó Vierna—. Un valor que no comprendes.
—¿Y cuál fue el precio?
La bofetada de Vierna casi lo tumbó al suelo.
—Acompáñame —dijo la gran sacerdotisa, sujetando a Drizzt por la pechera de su túnica—. Hay un lugar que quiero que conozcas.
Salieron de Arach-Tinilith y cruzaron el patio de la Academia. El joven vaciló cuando llegaron a los pilares que marcaban la entrada de Tier Breche.
—No puedo pasar por aquí —le recordó a su hermana—. Todavía no me he graduado en Melee-Magthere.
—Una formalidad sin importancia —contestó Vierna, sin demorar el paso—. Soy maestra de Arach-Tinilith. Tengo la potestad de graduarte.
Drizzt no sabía si creer en la afirmación de su hermana, pero quizás era algo que sí podía hacer. En cualquier caso, y a pesar del respeto que sentía por las normas de la Academia, no quería enfadar todavía más a Vierna.
La siguió por la ancha escalera de piedra y por las intrincadas calles de la ciudad.
—¿Vamos a casa? —se atrevió a preguntar al cabo de unos minutos.
—Todavía no —contestó Vierna sin entrar en detalles, y Drizzt decidió no insistir.
Se desviaron hacia el sector este de la gran caverna, que se extendía al otro lado de la pared que sostenía la casa Do’Urden, y llegaron a las entradas de tres pequeños túneles vigilados por las resplandecientes estatuas de escorpiones gigantes. Vierna hizo una corta pausa para orientarse, y después entró en el túnel más pequeño.
Los minutos se convirtieron en una hora, y todavía continuaban la marcha. El túnel se hizo más amplio y muy pronto llegaron a una zona de catacumbas que era un auténtico laberinto de pasillos entrecruzados.
Entonces, más allá de una arcada no muy alta, el suelo desapareció y se encontraron en una estrecha cornisa que se abría a un profundo abismo. Drizzt dirigió a su hermana una mirada de curiosidad pero contuvo su pregunta al ver que estaba en trance. La sacerdotisa murmuró unas cuantas órdenes sencillas y a continuación tocó con la punta de los dedos la frente de Drizzt y la suya.
—Ven —dijo Vierna, y ella y Drizzt saltaron de la cornisa para levitar hasta el fondo del abismo.
Una niebla muy tenue, procedente de un manantial caliente o un pozo invisible de brea, cubría la piedra. Drizzt notó la proximidad del peligro y del mal. En el aire flotaba algo perverso, tan tangible como la niebla.
—No tengas miedo —le transmitió Vierna con el código manual—. Nos protege un hechizo. No pueden vernos.
—¿Quiénes? —preguntaron las manos de Drizzt, pero mientras transmitía su pregunta, escuchó algo que se movía.
Siguió la mirada de Vierna hasta un peñasco lejano y la cosa que había encima.
En un primer momento, Drizzt pensó que se trataba de un elfo oscuro. Y lo era desde la cintura para arriba, aunque hinchado y pálido; en cambio, la parte inferior de su cuerpo se parecía al de una araña, con ocho patas que soportaban el tronco. La criatura sostenía en las manos un arco tensado pero parecía confusa, como si no pudiese descubrir a los intrusos.
Vierna se complació al ver la expresión de repugnancia en el rostro de su hermano mientras contemplaba la cosa.
—Míralo bien, hermano menor —le señaló—. Contempla el destino de aquellos que provocan la ira de la reina araña.
—¿Qué es? —se apresuró a transmitir Drizzt.
—Una draraña —susurró Vierna a su oído. Después volvió al código mudo para añadir—: Lloth no es una diosa misericorde.
Drizzt observó, hipnotizado, cómo la draraña se movía sobre el peñasco en busca de los intrusos. Drizzt no podía distinguir si era varón o hembra, por culpa de la hinchazón del torso, pero comprendió que no tenía importancia.
La criatura no era creación natural y no tendría descendencia. No era más que un cuerpo atormentado, que probablemente se odiaba a sí mismo más que a cualquier otra cosa a su alrededor.
—Yo sí soy misericordiosa —continuó Vierna por gestos, aunque sabía que la atención de su hermano se centraba únicamente en la draraña, y se apoyó con todo el cuerpo contra la piedra.
Drizzt se volvió hacia ella, al comprender súbitamente cuál era su intención.
—Adiós, hermano menor —se despidió Vierna mientras se hundía en la roca—. Este es un destino mucho mejor del que te mereces.
—¡No! —gritó Drizzt, arañando en vano la desnuda piedra.
Una flecha se clavó entonces en una de sus piernas. Las cimitarras aparecieron en sus manos, y dio media vuelta para enfrentarse al peligro. La draraña se disponía a lanzar la segunda flecha.
Drizzt pretendió zambullirse detrás de un peñasco cercano que le podía ofrecer protección, pero su pierna herida no lo sostuvo. La notó entumecida y sin fuerzas. Veneno.
El joven consiguió levantar una espada justo a tiempo para desviar la trayectoria de la segunda flecha, y se dejó caer sobre la rodilla sana para atender su herida. Podía sentir cómo el veneno helado subía por la pierna, pero decidió que lo único que podía hacer era quitar la flecha, y sin perder un segundo la arrancó de un tirón. Volvió su atención al atacante y comprendió que tendría que dejar la cura para más tarde. Lo más urgente era escapar del abismo.
Se volvió para buscar un lugar aislado desde el cual poder levitar hasta la cornisa, pero se encontró cara a cara con otra draraña.
Un hacha se abatió contra su hombro y falló el blanco por un par de centímetros. Drizzt paró el golpe de retorno y lanzó una estocada con la segunda cimitarra, que la draraña desvió con su segunda hacha.
Drizzt se sentía recuperado, y confió en poder derrotar a este enemigo, incluso con la desventaja de la pierna herida, hasta que una flecha lo golpeó en la espalda.
El joven se vio impulsado hacia delante por la fuerza del impacto, aunque tuvo tiempo para detener otro ataque de la draraña que tenía enfrente. Después cayó, primero de rodillas y a continuación de bruces contra el suelo.
Cuando la draraña armada con las hachas avanzó convencida de que el joven había muerto, Drizzt rodó sobre sí mismo hasta situarse directamente debajo del colgante abdomen de la criatura. Levantó la cimitarra y la hundió con todas sus fuerzas; después se acurrucó para protegerse de los fluidos arácnidos.
La draraña herida intentó alejarse pero cayó de costado, con las tripas desparramadas por el suelo. Sin embargo, Drizzt no tenía salvación. Ahora tenía los brazos entumecidos por la ponzoña, y cuando la otra criatura avanzó hacia él ya no tenía fuerzas para defenderse. Luchó para no desmayarse y buscó una salida, algo que le permitiera escapar a este espantoso final. Le pesaban los párpados…
Entonces Drizzt sintió que una mano le sujetaba la túnica, lo levantaba sin miramientos y lo aplastaba contra la pared de piedra.
Abrió los ojos y vio el rostro de su hermana.
—Está vivo —escuchó que decía—. Tenemos que sacarlo de aquí deprisa y atender sus heridas.
Otra figura se movió ante sus ojos.
—Creí que era la mejor solución —se disculpó Vierna.
—No podemos permitirnos el lujo de perderlo —dijo una voz fría.
Drizzt reconoció la voz del pasado. Luchó contra el velo que le cubría los ojos y forzó la mirada.
—Malicia… —susurró—. Madre…
La bofetada le devolvió la claridad mental.
—¡Matrona Malicia! —gruñó la matrona con el rostro casi pegado al de Drizzt—. ¡No lo olvides nunca!
Para Drizzt, la frialdad de su madre rivalizaba con la del veneno, y su alivio al verla desapareció con la misma rapidez con que aquel se había propagado por su interior.
—¡Debes aprender cuál es tu lugar! —rugió Malicia, reiterando la orden que había perseguido a Drizzt durante toda su adolescencia—. Escucha mis palabras —le ordenó, y Drizzt le prestó toda su atención—: Vierna te trajo a este lugar para que te mataran. Se mostró misericordiosa.
Malicia dirigió una mirada de desilusión a su hija.
—Conozco la voluntad de la reina araña mejor que ella —continuó la matrona, cuya saliva rociaba el rostro de Drizzt con cada palabra—. Si alguna vez vuelves a insultar a Lloth, nuestra diosa, yo misma me encargaré de traerte a este lugar. Pero no para matarte. Eso sería demasiado fácil.
Sujetó a Drizzt de la barbilla y lo obligó a mirar hacia los restos de la draraña que había matado.
—Te traeré aquí —le prometió Malicia— para convertirte en una draraña.