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El debido respeto

Avanzaban por el laberinto de túneles con la levedad de la brisa; cada paso era ejecutado con sigilo y acababa en una posición de alerta. Eran los estudiantes del décimo curso, su último año en Melee-Magthere, y realizaban sus prácticas tanto dentro como fuera de Menzoberranzan. Ya no llevaban palos a guisa de armas; de sus cinturones colgaban ahora armas de adamantita, finamente forjadas y con filos como navajas.

En ocasiones, los túneles se estrechaban, y sólo quedaba espacio para permitir el paso de un elfo oscuro a la vez. En otras, los estudiantes se encontraban en cavernas enormes con las paredes y techos más allá del alcance de su vista. Eran guerreros drows, entrenados para actuar en cualquier tipo de terreno de la Antípoda Oscura y conocedores de las técnicas de combate de sus posibles oponentes.

El maestro Hatch’net consideraba estos ejercicios como una simple práctica, si bien había advertido a los estudiantes que la patrulla a menudo se encontraba con monstruos muy reales y poco amistosos.

Drizzt, por ser el mejor de la clase, iba a la cabeza del grupo, escoltado por el maestro Hatch’net y otros diez estudiantes en formación. Sólo quedaban veintidós de los veinticinco jóvenes que habían entrado con Drizzt en la Academia. Uno había sido expulsado —y en consecuencia ejecutado— por un intento de asesinato en la persona de un estudiante de un curso superior; el segundo había resultado muerto en unas maniobras de combate, y el tercero había fallecido en su cama por causas naturales (pues, a juicio de la Academia, una daga en el corazón acababa naturalmente con la vida de cualquiera).

En otro túnel cercano al primero, Berg’inyon Baenre, segundo de la clase, guiaba al maestro Dinin y a la otra mitad de alumnos en un ejercicio similar.

Día tras día, Drizzt y los demás se habían esforzado por estar siempre preparados. A lo largo de tres meses de patrullar, el grupo sólo había encontrado a un monstruo; un pescador cavernícola, un repugnante engendro de la Antípoda Oscura con aspecto de cangrejo gigante. Pero aquel encuentro sólo había sido una distracción momentánea, sin ningún resultado práctico, porque el pescador cavernícola se había escapado por los rebordes superiores antes de que la patrulla pudiese atacarlo.

Sin embargo hoy Drizzt percibía algo diferente. Quizás era el tono de la voz del maestro Hatch’net o un zumbido en las piedras de la caverna, una vibración sutil que alertaba al subconsciente de Drizzt de la presencia de otras criaturas en el laberinto de túneles. El joven había aprendido a confiar en sus instintos y no se sorprendió cuando con el rabillo del ojo captó el brillo delator de una fuente de energía en un pasadizo lateral. Hizo una señal al grupo para detener su marcha, y después trepó velozmente para situarse en un pequeño repecho que le permitía ver por encima de la salida del pasaje lateral.

Cuando el intruso apareció en el túnel principal, se encontró de pronto tendido de espaldas y retenido por el cuello por las hojas cruzadas de dos cimitarras. Drizzt se apartó en el acto al ver que su prisionero era otro estudiante drow.

—¿Qué haces aquí? —lo interrogó el maestro Hatch’net—. ¡Sabes que nadie excepto las patrullas pueden recorrer los túneles fuera de Menzoberranzan!

—Os suplico perdón, maestro —rogó el estudiante—. Traigo noticias de una alarma.

Los integrantes del grupo se apretujaron alrededor del mensajero, pero Hatch’net los hizo retroceder con una mirada furiosa y ordenó a Drizzt que los dispusiera en las posiciones de defensa.

—¡Ha desaparecido una niña! —añadió el estudiante—. ¡Una princesa de la casa Baenre! ¡Han visto monstruos en los túneles!

—¿Qué clase de monstruos? —preguntó Hatch’net.

Un sonoro castañeteo, como si golpearan dos piedras entre sí, respondió a su pregunta.

—¡Oseogarfios! —le transmitió Hatch’net a Drizzt, que estaba a su lado.

El joven no había visto nunca a esas bestias, pero sabía lo suficiente para comprender por qué el maestro Hatch’net había pasado bruscamente al código manual. Los oseogarfios cazaban valiéndose de un sentido del oído mucho más agudo que cualquier otra criatura de la Antípoda Oscura. Drizzt retransmitió inmediatamente la señal al resto de los estudiantes, que mantuvieron un silencio absoluto a la espera de las instrucciones de su maestro. Esta era la clase de situaciones para las que se habían entrenado durante nueve años, y sólo el sudor en las palmas de sus manos traicionaba la calma aparente de los jóvenes drows.

—Las bolas de oscuridad no detendrán a los oseogarfios —señaló Hatch’net a sus tropas—. Ni tampoco estas.

Señaló la ballesta que empuñaba y el dardo envenenado listo para disparar, el arma habitual de los drows en el ataque inicial. Hatch’net guardó la ballesta y desenvainó su espada.

—Debéis buscar una brecha en la armadura ósea de la criatura —les recordó Hatch’net—, y deslizar la espada hasta la carne.

El maestro tocó el hombro de Drizzt, y reanudaron la marcha juntos, escoltados por los estudiantes formados de uno en fondo.

El castañeteo se escuchaba con claridad, pero al resonar en las paredes de piedra de los túneles, resultaba difícil precisar de dónde provenía. Hatch’net dejó que Drizzt los guiara y se sintió impresionado por la rapidez demostrada por el joven en descubrir el rumbo correctamente. Drizzt avanzó con toda confianza, a pesar de que otros integrantes de la patrulla no dejaban de mirar nerviosos a su alrededor, porque no sabían dónde estaba el peligro ni la distancia que los separaba.

Entonces un sonido particular, que se destacó entre el estrépito del castañeteo y sus ecos, los inmovilizó. El sonido sonó cada vez más fuerte hasta envolver a la patrulla en un alarido de terror. Era el grito de un niño.

—¡La princesa de la casa Baenre! —le transmitió Hatch’net a Drizzt.

El maestro comenzó a dar las órdenes para que los estudiantes adoptaran la formación de combate, pero Drizzt no esperó a saber cuáles eran. El alarido le había provocado un estremecimiento de repulsión, y, cuando volvió a sonar, el fuego de la cólera ardió en sus ojos lila.

Drizzt corrió por el túnel, con el frío metal de sus cimitarras señalando el camino.

Hatch’net ordenó al resto del grupo que lo siguiera. Odiaba la posibilidad de perder a un estudiante tan capacitado como Drizzt, pero también se podía sacar provecho de la temeridad de las acciones del joven. Si los demás presenciaban cómo el mejor de la clase moría por haber cometido una estupidez, sería una lección que los demás tardarían mucho en olvidar.

Drizzt desapareció en un recodo muy cerrado y fue a salir a un pasillo largo y estrecho de paredes rotas. Ahora no se escuchaba eco alguno, sólo el hambriento castañeteo de los monstruos agazapados y los ahogados sollozos de la niña.

Su fino oído captó el suave rumor de la patrulla a su espalda, y comprendió que, si él podía escucharlo, también podían hacerlo los oseogarfios. Drizzt no quería renunciar a su cólera ni a la urgencia de su empresa. Subió hasta una cornisa, a tres metros de altura, confiado en que seguiría a todo lo largo del pasillo. Cuando pasó por la última vuelta, apenas si pudo distinguir el calor de los monstruos a través de la borrosa frialdad de sus exoesqueletos, caparazones de hueso que tenían casi la misma temperatura de la piedra.

Las bestias eran cinco. Dos de ellas vigilaban el pasillo apretadas contra las rocas y las otras tres, metidas en un rincón, jugaban con una cosa que gemía.

Drizzt controló sus nervios y continuó su avance por la cornisa, con todo el sigilo de que era capaz, para deslizarse más allá de los centinelas. Entonces vio a la princesa, hecha un ovillo a los pies de uno de los monstruosos bípedos. Las sacudidas de los sollozos le indicaron que aún vivía. Drizzt no tenía intención de trabar combate con las bestias si podía evitarlo, y confiaba en poder acercarse y rescatar a la niña.

Entonces la patrulla apareció por el recodo del pasillo, y Drizzt se vio forzado a la acción.

—¡Centinelas! —gritó a voz en cuello, y su advertencia salvó la vida de los cuatro primeros del grupo.

Drizzt volvió su atención de inmediato a la niña herida al ver que uno de los oseogarfios levantaba uno de sus pesados pies armados con garras para aplastarla.

La bestia tenía casi el doble de la estatura de Drizzt y pesaba unas cinco veces más. Estaba protegida de pies a cabeza con el duro caparazón de su exoesqueleto y provista de un largo y poderoso pico además de unas garras como guadañas. Tres de estos monstruos se interponían entre Drizzt y la niña.

Drizzt no hizo caso a todos estos detalles en aquel horrible y crítico momento. Sus temores por la niña superaban cualquier preocupación por el peligro que se erguía ante él. Era un guerrero drow, un luchador preparado y equipado para la batalla, mientras que la niña se encontraba indefensa.

Dos de los oseogarfios corrieron hacia la cornisa, y Drizzt aprovechó la oportunidad. Dio un salto y voló por encima de ellos para ir a caer delante de la tercera bestia, a la que atacó sin perder un segundo. El monstruo se olvidó de la niña en cuanto las cimitarras lanzaron una lluvia de golpes contra su pico para destrozar su armadura facial en busca de una grieta por donde asestar una estocada mortal.

El oseogarfio retrocedió, espantado por la furia de su oponente e incapaz de seguir el velocísimo movimiento de las cimitarras.

Drizzt sabía que tenía ventaja en el combate contra este monstruo, pero también era consciente de que los otros dos no tardarían en atacarlo por la espalda. Prosiguiendo con su ataque implacable, se apartó de su posición al lado de la bestia y la rodeó para cortarle la retirada. Después se dejó caer al suelo y utilizó su cuerpo como una palanca entre las gruesas piernas del monstruo para hacerlo caer. En cuanto consiguió su propósito se encaramó sobre el corpachón y buscó una brecha en la armadura de hueso.

El oseogarfio intentó defenderse como pudo, pero su enorme peso le impedía moverse con la rapidez suficiente para evitar el asalto.

El joven drow sabía que su situación todavía era más desesperada. En el corredor se libraba una batalla contra los centinelas, aunque Drizzt dudaba que Hatch’net y los demás pudieran acabar con ellos a tiempo para detener a los dos oseogarfios que avanzaban para rescatar a su compañero. La prudencia dictaba que Drizzt abandonara su posición sobre la bestia caída y pasara a una postura defensiva.

Sin embargo, el grito de agonía de la niña borró cualquier idea de prudencia. La cólera brilló en los ojos de Drizzt con tanta fuerza que incluso el oseogarfio, un ser casi sin inteligencia, comprendió que su vida llegaba a su fin. Drizzt formó una «V» con las puntas de sus cimitarras y las hundió con todas sus fuerzas en la nuca del monstruo. Al ver una pequeña hendidura en el caparazón, cruzó las empuñaduras de sus armas, invirtió las puntas, y partió el hueso. Entonces unió las empuñaduras y hundió las hojas como si fuesen una sola en la carne blanda hasta alcanzar el cerebro de la bestia.

Una pesada garra cortó el piwafwi y la carne de Drizzt entre los omóplatos. El joven se zambulló de un salto y rodó por el suelo hasta levantarse al otro lado del corredor, con la espalda cubierta de sangre contra la pared. Sólo uno de los oseogarfios avanzó hacia él, el otro recogió a la niña.

—¡No! —gritó Drizzt.

Se lanzó al ataque, pero su adversario lo rechazó de un manotazo. Entonces, paralizado por el horror, observó cómo la otra bestia acababa con la vida de su víctima.

La rabia reemplazó al horror en los ojos de Drizzt. Su rival se abalanzó sobre él, dispuesto a aplastarlo contra la pared. El guerrero drow adivinó su intención y no se apartó de donde estaba. En cambio, apoyó las empuñaduras de sus cimitarras contra la pared por encima de sus hombros.

Con la inercia de los casi cuatrocientos kilos del monstruo, ni siquiera su armadura de hueso podía proteger al oseogarfio de las hojas de adamantita. El choque aplastó a Drizzt contra la pared y lo dejó sin resuello, pero la bestia acabó con las cimitarras hundidas en el vientre.

La criatura retrocedió, en un intento desesperado por verse libre de las cimitarras, sin darse cuenta de que no podía escapar de la cólera de Drizzt Do’Urden. El joven retorció sus armas en las heridas. Después se apartó de la pared con todas sus fuerzas y de un empellón derribó al monstruo, que cayó de espaldas.

Drizzt había acabado con dos de sus enemigos, y la patrulla había tumbado a los dos centinelas, aunque esto no resolvía sus problemas. El tercer oseogarfio inició su ataque mientras él intentaba sacar sus cimitarras de las entrañas de su última víctima. Drizzt no tenía salvación.

En aquel momento apareció la segunda patrulla, y Dinin, acompañado por Berg’inyon Baenre, penetró en el corredor sin salida, por la misma cornisa que había utilizado Drizzt. El oseogarfio se apartó del joven para hacer frente a la nueva amenaza.

Drizzt ignoró la herida en la espalda y las magulladuras en las costillas. Apenas si podía respirar, pero tampoco tenía mucha importancia. Por fin consiguió sacar una de sus cimitarras, y cargó contra la espalda del monstruo. Atrapado entre tres expertos espadachines, el oseogarfio cayó muerto en un par de minutos.

Por fin el corredor quedó despejado, y los demás elfos oscuros se reunieron con los otros. Sólo habían perdido a un estudiante en el combate contra los centinelas.

—Una princesa de la casa Barrison’del’armgo —comentó uno de los estudiantes de la patrulla de Dinin, al ver el cadáver de la niña.

—Nos dijeron que era una princesa de la casa Baenre —replicó otro, perteneciente al grupo de Hatch’net.

Drizzt no pasó por alto la discrepancia.

Berg’inyon Baenre se apresuró a comprobar si efectivamente la víctima era su hermana menor.

—No es de mi casa —dijo con evidente alivio después de una rápida inspección. Después soltó una carcajada cuando observó otros detalles y añadió—: ¡Ni siquiera es una princesa!

Drizzt observó con curiosidad el comportamiento de sus compañeros, sorprendido por su aparente indiferencia ante la muerte de una niña. Otro estudiante confirmó las palabras de Berg’inyon.

—¡Es un varón! —exclamó—. Pero ¿de qué casa?

El maestro Hatch’net se acercó al cadáver y se apoderó de la bolsa que colgaba del cuello del niño. Vació el contenido sobre la palma de su mano, y encontró el emblema de una casa menor.

—Un inocente extraviado —informó a sus estudiantes con una risotada mientras arrojaba la bolsa vacía al suelo y guardaba los objetos en un bolsillo—. Su muerte no tiene ninguna importancia.

—Una excelente pelea —se apresuró a señalar Dinin—, con una sola baja. Podéis volver a Menzoberranzan orgullosos del trabajo que habéis realizado hoy.

Drizzt golpeó las hojas de sus cimitarras entre sí como una sonora manifestación de protesta.

—Formad y emprended el camino de regreso —ordenó Hatch’net sin hacerle caso—. Os habéis comportado muy bien. —Entonces se fijó en Drizzt, que se disponía a cumplir la orden—. ¡Excepto tú! —rugió Hatch’net—. No puedo pasar por alto el hecho de que has matado a dos de las bestias y ayudado a liquidar a una tercera, pero has puesto en peligro a todo el resto de la patrulla con tu estúpida osadía.

—Os avisé de los centinelas —tartamudeó Drizzt.

—¡Al demonio con tu advertencia! —gritó el maestro—. ¡Atacaste sin esperar la orden! ¡No hiciste caso de las tácticas de combate aceptadas! ¡Nos guiaste hasta aquí a ciegas! ¡Mira el cuerpo de tu compañero caído! —chilló Hatch’net, señalando el cadáver del estudiante—. ¡Su muerte pesará sobre tu conciencia!

—Pretendía salvar al niño —protestó Drizzt.

—Todos queríamos salvarlo —replicó Hatch’net.

Drizzt no estaba tan seguro. ¿Qué hacía un niño solo en estos corredores? No dejaba de resultar curioso que un grupo de oseogarfios, unas criaturas muy poco habituales en la zona de Menzoberranzan, aparecieran para servir de entrenamiento en una práctica de patrulla. Demasiado curioso, pensó Drizzt, porque los corredores más apartados de la ciudad estaban vigilados por auténticas patrullas de guerreros veteranos, magos e incluso sacerdotisas.

—Sabíais lo que se ocultaba más allá del recodo del túnel —afirmó Drizzt, sin alzar la voz, con la mirada puesta en el rostro del maestro.

El golpe de una espada sobre la herida de la espalda hizo que el joven se retorciera de dolor, y estuvo a punto de caer al suelo. Se volvió para enfrentarse a la furiosa mirada de Dinin.

—Guarda tus estúpidas palabras para ti —le advirtió Dinin con voz ahogada—, o te cortaré la lengua.

—El niño era un cebo —insistió Drizzt cuando se encontró con su hermano en la habitación de Dinin.

La respuesta de Dinin fue un sonoro revés en el rostro de Drizzt.

—Lo sacrificaron como parte del ejercicio —gruñó el joven Do’Urden sin amilanarse.

Dinin lanzó una segunda bofetada, pero Drizzt le detuvo la mano en el aire.

—Sabes que digo la verdad —afirmó Drizzt—. Lo sabías desde el primer momento.

—Aprende de una vez cuál es tu lugar, segundo hijo —replicó Dinin, con un tono de amenaza—, en la Academia y en la familia.

Se apartó de su hermano.

—¡A los Nueve Infiernos con la Academia! —gritó Drizzt, furioso—. Si la familia mantiene las…

El joven se interrumpió al ver que Dinin empuñaba una espada y un puñal. Retrocedió de un salto y desenvainó sus cimitarras.

—No deseo luchar contigo, hermano —dijo—. Pero debes saber que si atacas me defenderé. Sólo uno de nosotros saldrá vivo de aquí.

Dinin pensó su próximo movimiento con mucho cuidado. Si atacaba y vencía, desaparecía la amenaza a su posición en la familia. Desde luego nadie, ni siquiera la matrona Malicia, objetaría el castigo impuesto a la insolencia de su hermano menor. Sin embargo, Dinin había visto combatir a su hermano. ¡Dos oseogarfios! Incluso Zaknafein habría tenido dificultades para conseguir la victoria. Por otra parte, Dinin sabía que, si no cumplía su amenaza, si dejaba impune el reto, quizá Drizzt se sintiera envalentonado en sus enfrentamientos futuros, y acabara tentándolo la traición que siempre había esperado del segundo hijo.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó una voz desde la puerta de la habitación. Los dos hermanos se volvieron para encontrarse con su hermana Vierna, una maestra de Arach-Tinilith—. Guardad vuestras armas. ¡La casa Do’Urden no puede permitirse ahora ninguna lucha interior!

Al comprender que se había librado del aprieto, Dinin se apresuró a cumplir con la exigencia, y Drizzt hizo lo mismo.

—Os podéis considerar afortunados —añadió Vierna—, porque no informaré a la matrona Malicia de vuestra estupidez. Ella no se mostraría tan bondadosa.

—¿Por qué has venido a Melee-Magthere sin anunciarte? —preguntó Dinin, preocupado por la actitud de su hermana.

Él también era maestro de la Academia y, aunque fuese varón, se merecía un cierto respeto.

Vierna echó una mirada al pasillo para asegurarse de que no había nadie cerca, y después cerró la puerta.

—Para poner sobre aviso a mis hermanos —explicó en voz baja—. Circulan rumores de venganza contra nuestra casa.

—¿De qué familia se trata? —exclamó Dinin. Desconcertado, Drizzt se apartó un poco y dejó que los otros dos llevaran el peso de la conversación—. ¿Cuál es el motivo?

—Supongo que debe de ser la eliminación de la casa DeVir —respondió Vierna—. Se sabe muy poco. Los rumores son vagos. De todos modos, os quería advertir a ambos para que os mantengáis muy atentos en los próximos meses.

—Han pasado muchos años desde la destrucción de la casa DeVir —dijo Dinin—. ¿Quién puede estar interesado en la venganza después de tanto tiempo?

—No son más que rumores —insistió Vierna—, pero no podemos bajar la guardia.

—¿Nos acusan de haber cometido una acción injusta? —preguntó Drizzt—. Nuestra familia tendría que desmentir de inmediato esta falsa acusación.

Dinin y Vierna intercambiaron una sonrisa al escuchar las palabras de su hermano menor.

—¿Injusta?

Vierna no pudo contener la risa.

La expresión de Drizzt reveló su desconcierto.

—La misma noche en que tú naciste —le explicó Dinin—, la casa DeVir se extinguió. Un excelente ataque.

—¿De la casa Do’Urden?

Drizzt se sintió aturdido ante la increíble noticia. Desde luego, estaba al corriente de estas batallas, pero había mantenido la ilusión de que su propia familia no participaba en estas acciones criminales.

—Uno de los mejores ataques de todos los tiempos —se vanaglorió Vierna—. No quedó ni un testigo vivo.

—¿Tú…, nuestra familia… asesinó a otra familia?

—Vigila tus palabras, segundo hijo —le advirtió Dinin—. La tarea se ejecutó a la perfección. Por lo tanto, a los ojos de Menzoberranzan nunca existió.

—Pero la casa DeVir desapareció —protestó Drizzt.

—Hasta el niño más pequeño —afirmó Dinin, muy satisfecho.

Un millar de posibilidades asaltaron a Drizzt en aquel momento, un millar de preguntas que reclamaban una respuesta inmediata. Una en particular le dio la sensación de que se ahogaba en su propia bilis.

—¿Dónde estaba Zaknafein aquella noche?

—En la capilla de las sacerdotisas de la casa DeVir, desde luego —contestó Vierna—. Como siempre, Zaknafein cumplió con su cometido de una manera brillante.

Drizzt sintió que se le iba la cabeza, incapaz de creer en las palabras de su hermana. Sabía que Zak había matado a otros drows, que había matado a sacerdotisas de Lloth, pero siempre había dado por supuesto que el maestro de armas lo había hecho obligado por las circunstancias, en un acto de legítima defensa.

—Tendrías que mostrar más respeto por tu hermano —le reprochó Vierna—. ¡Empuñar tus armas contra Dinin! ¡Tú que le debes la vida!

—¿Lo sabes?

Dinin dirigió una mirada de curiosidad a su hermana y soltó una risita.

—Aquella noche tú y yo estábamos fusionados —le recordó Vierna—. Claro que lo sé.

—¿De qué habláis? —preguntó Drizzt, asustado por lo que podía ser la respuesta.

—Tú eras el tercer hijo varón de la familia —respondió Vierna—, el tercer hijo vivo.

—He escuchado hablar de mi hermano Nal…

El nombre se atascó en la garganta de Drizzt cuando comprendió la realidad. Hasta ahora lo único que sabía de Nalfein era que había muerto a manos de otro drow.

—Ya aprenderás en tus estudios en Arach-Tinilith que el tercer hijo vivo es sacrificado a Lloth —añadió Vierna—. Por lo tanto, tú estabas destinado al sacrificio. La noche de tu nacimiento, la misma noche en que la casa Do’Urden luchó contra la casa DeVir, Dinin pasó a ocupar la posición de hijo mayor.

La mujer dirigió una mirada astuta a su hermano, que se erguía orgulloso con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Ahora ya puedo hablar de este tema. —Vierna sonrió a Dinin, que con una inclinación de cabeza expresó su conformidad—. Ocurrió hace tanto tiempo que nadie puede pensar en imponer un castigo a Dinin.

—¿De qué habláis? —exclamó Drizzt, casi dominado por el pánico—. ¿Qué hizo Dinin?

—Hundió su espada en la espalda de Nalfein —respondió Vierna, muy tranquila.

Drizzt creyó que vomitaría. ¿Sacrificio? ¿Asesinato? ¿La aniquilación de una familia, incluidos los niños? ¿De qué hablaban sus hermanos?

—Muestra más respeto por tu hermano —insistió Vierna—. Le debes la vida.

»Os advierto a los dos —continuó suavemente Vierna, con una mirada que estremeció a Drizzt y arrebató la confianza que exhibía Dinin—: la casa Do’Urden puede estar en el camino de una guerra. ¡Si os peleáis entre vosotros, la cólera de vuestras hermanas y de la matrona Malicia, cuatro grandes sacerdotisas, caerá sobre vuestras despreciables almas!

En la seguridad de que su amenaza tenía suficiente peso, dio media vuelta y salió de la habitación.

—Yo también me voy —susurró Drizzt, que sólo deseaba poder ir a esconderse en algún rincón oscuro.

—¡Te irás cuando te dé permiso! —lo regañó Dinin—. Recuerda cuál es tu lugar, Drizzt Do’Urden, en la Academia y en tu familia.

—¿Como tú recordaste el tuyo con Nalfein?

—Ganamos la batalla contra los DeVir —contestó Dinin, sin ofenderse—. El acto no significó ningún peligro para la familia.

Otro ataque de náusea sacudió a Drizzt. Le pareció que el suelo se alzaba para engullirlo, y casi deseó que así fuese.

—Vivimos en un mundo difícil —comentó Dinin.

—Nosotros lo hemos hecho así —replicó Drizzt, que reprimió prudentemente su deseo de acusar a la reina araña y su religión amoral que sancionaba estas acciones destructivas y traicioneras, advertido de que Dinin deseaba su muerte.

También comprendió que, si le daba ocasión a su taimado hermano de poner a las mujeres de la familia en contra suya, Dinin la aprovecharía.

—Tienes que aprender —añadió Dinin, más tranquilo— a aceptar la realidad que te rodea. Tienes que aprender a reconocer a tus enemigos y a derrotarlos.

—Con todos los medios a mi alcance —dijo Drizzt.

—¡Es lo que caracteriza a un auténtico guerrero! —afirmó Dinin, con una risa malvada.

—¿Nuestros enemigos son los elfos oscuros?

—Somos guerreros drows —declaró Dinin, severo—. Hacemos lo que sea necesario para sobrevivir.

—Como tú lo hiciste la noche de mi nacimiento —razonó Drizzt, aunque esta vez ya no quedaba ni rastro de ira en su tono—. Fuiste lo suficientemente astuto para salir bien librado.

La respuesta de Dinin, pese a que la esperaba, hirió al joven drow en lo más íntimo.

—Nunca ocurrió tal cosa.