Este enemigo. «Ellos»
Vestido con las prendas adecuadas al hijo de una casa noble, y con una daga oculta en una de las botas —un consejo de Dinin—, Drizzt subió la amplia escalinata de piedra que conducía a Tier Breche, la Academia de los drows. Drizzt llegó a lo alto y pasó entre los enormes pilares, ante la mirada impasible de los dos centinelas, alumnos del último curso de Melee-Magthere.
Una veintena de jóvenes drows paseaban por el patio del recinto, pero Drizzt apenas si se fijó en ellos. Toda su atención se concentraba en los tres edificios que tenía ante sus ojos. A su izquierda se erguía la torre de Sorcere, la escuela de hechicería. Drizzt pasaría allí los seis primeros meses de su décimo y último año de estudios.
Delante, se alzaba la más impresionante de las tres estructuras: Arach-Tinilith, la escuela de Lloth, tallada en la piedra con la forma de una araña gigantesca. Para los drows, este era el edificio más importante de la Academia y estaba reservado para las mujeres. Los estudiantes varones sólo se alojaban en Arach-Tinilith durante los últimos seis meses de estudios.
Si bien Sorcere y Arach-Tinilith eran las construcciones más bellas, la más importante para Drizzt en aquellos primeros momentos se levantaba a su derecha, junto a la pared: la silueta piramidal de Melee-Magthere, la escuela de los guerreros. Este edificio sería el hogar de Drizzt durante los próximos nueve años. Entonces advirtió que sus compañeros eran los otros elfos oscuros que se encontraban en el patio, guerreros como él, dispuestos a comenzar su preparación en las artes marciales. La clase, con un total de veinticinco alumnos, era más numerosa de lo que era habitual en esta escuela.
Aún le resultó más extraño ver que muchos de los novicios eran nobles. Drizzt se preguntó si sus conocimientos podrían medirse con los de ellos, si sus sesiones con Zaknafein resistirían la comparación con los duelos que sin duda todos habían librado con los maestros de armas de sus respectivas familias.
Estos pensamientos acabaron por empujar a Drizzt a recordar el último encuentro con su maestro. Se apresuró a borrar de la memoria aquel episodio tan doloroso, y, sobre todo, las preguntas que las observaciones de Zak lo habían obligado a plantearse. No era este el momento para tener dudas. Melee-Magthere se erguía ante él, la mayor de las pruebas y la más importante lección de su vida.
—Salud —dijo una voz a sus espaldas.
Drizzt dio media vuelta y se encontró frente a otro novicio, que llevaba una espada y un puñal mal sujetos a la cintura. El muchacho parecía más nervioso todavía que él, y esto lo animó.
—Kelnozz de la casa Kenafin, casa decimoquinta —manifestó el novicio, a modo de presentación.
—Drizzt Do’Urden de Daermon N’a’shezbaernon, casa de Do’Urden, casa novena de Menzoberranzan —contestó Drizzt automáticamente, tal cual le había enseñado la matrona Malicia.
—Un noble —comentó Kelnozz, al escuchar que el apellido de Drizzt correspondía al nombre de su casa, y saludó a Drizzt con una reverencia—. Me siento honrado.
A Drizzt comenzó a gustarle este lugar. Con el tratamiento que normalmente recibía en su casa, nunca se había considerado a sí mismo como un noble. Pero cualquier ilusión de grandeza que pudo haber despertado el respetuoso saludo de Kelnozz se disipó casi al instante cuando aparecieron los maestros.
Drizzt vio a su hermano, Dinin, en el grupo pero hizo ver —tal como le había advertido Dinin, además de señalarle que no esperase un tratamiento de favor— que no lo conocía. Drizzt corrió hacia el interior de Melee-Magthere con el resto de los estudiantes cuando se escuchó el chasquido de los látigos y los gritos amenazadores de los maestros. Los guiaron como un rebaño por unos pasillos laterales hasta llegar a una habitación oval.
—Os podéis sentar o quedar de pie —gruñó uno de los maestros.
Al ver que dos estudiantes susurraban entre ellos a un lado del grupo, empuñó su látigo y de un trallazo hizo caer a uno de los jóvenes. En el acto reinó un silencio sepulcral.
—Soy Hatch’net —anunció el maestro, con una voz de trueno—, maestro de historia. Esta sala será vuestra aula durante cincuenta ciclos de Narbondel. —El instructor echó una mirada a los cinturones de sus alumnos—. ¡No está permitido traer armas a este lugar!
Hatch’net dio una vuelta por la sala, vigilando que todas las miradas estuvieran pendientes de sus movimientos.
—Sois drows —exclamó de pronto—. ¿Sabéis lo que significa? ¿Sabéis cuál es vuestro origen, y la historia de nuestro pueblo? Menzoberranzan no ha sido siempre nuestro hogar, ni tampoco otra alguna caverna de la Antípoda Oscura. Existió un tiempo en que caminábamos por la superficie del mundo.
Se giró como una peonza y se enfrentó a Drizzt.
—¿Conoces la superficie? —le preguntó Hatch’net de sopetón.
Drizzt dio un respingo y sacudió la cabeza.
—Un lugar horrible —aseguró Hatch’net, que se volvió hacia el resto del grupo—. Cada día, a medida que el resplandor sube por la columna de Narbondel, una gran bola de fuego se eleva en el cielo abierto de la superficie, y se suceden horas de una luz mucho más intensa que los hechizos de castigo de las sacerdotisas de Lloth.
El maestro extendió los brazos y miró hacia las alturas, con una tremenda expresión de odio.
Las exclamaciones de los alumnos sonaron a su alrededor.
—Incluso de noche, cuando la bola de fuego ha desaparecido por debajo del borde del mundo —añadió Hatch’net, que imponía a sus palabras el tono de un cuento de terror—, nadie puede escapar los innumerables horrores de la superficie. Como un aviso de lo que traerá el día siguiente, puntos de luz… y algunas veces una bola de fuego plateado más pequeña… salpican la bendita oscuridad del cielo.
»Existió un tiempo en que caminábamos por la superficie del mundo —repitió, esta vez con un tono quejumbroso—, en épocas muy remotas, incluso más lejanas que el inicio de las grandes casas. En aquel entonces caminábamos junto a los elfos de piel blanca.
—¡No puede ser cierto! —gritó uno de los estudiantes.
Hatch’net lo miró atentamente, mientras consideraba si sería mejor azotar al estudiante por su intempestiva interrupción o permitir al grupo que participara.
—¡Lo es! —replicó, tras decidirse por la última opción—. ¡Creímos que los elfos blancos eran nuestros amigos: los llamábamos hermanos! En nuestra inocencia no podíamos saber que eran la encarnación del engaño y la maldad. ¡No podíamos saber que de pronto se volverían contra nosotros para expulsarnos, para matar a nuestros hijos y a los mayores de nuestra raza!
»Carentes de toda piedad, los malvados elfos nos persiguieron por toda la faz de la tierra. Les implorábamos la paz, y siempre nos respondían con sus espadas y flechas asesinas. —El orador hizo una pausa, y su rostro se retorció en una sonrisa malévola—. ¡Entonces encontramos a nuestra diosa!
—¡Alabada sea Lloth! —exclamó una voz anónima.
Una vez más Hatch’net dejó pasar el desliz, consciente de que cada comentario ayudaba a sumergir a sus oyentes en las redes de su retórica.
—¡Así es! —replicó el maestro—. ¡Alabada sea la reina araña! Porque fue ella quien acogió bajo su manto protector a nuestra raza huérfana y nos ayudó a luchar contra nuestros enemigos. Fue ella quien guió a las matronas de nuestra raza hasta el paraíso de la Antípoda Oscura. Es ella —rugió, con un puño en alto— quien nos da la fuerza y la magia para vengarnos de nuestros enemigos.
»¡Nosotros somos los drows! —proclamó Hatch’net—. ¡Vosotros sois los drows, a los que nunca nadie volverá a pisotear, amos de vuestros deseos, conquistadores de las tierras que escojáis habitar!
—¿La superficie? —preguntó una voz.
—¿La superficie? —repitió Hatch’net con una carcajada—. ¿Quién quiere volver a aquel lugar tan vil? ¡Que se lo queden los elfos blancos! ¡Que se quemen con el fuego del cielo abierto! ¡Nosotros tenemos la Antípoda Oscura, donde podemos sentir el latido del mundo debajo de nuestros pies, y donde las piedras de las paredes muestran el calor del poder del mundo!
Drizzt permaneció en silencio, atento a cada palabra del discurso que el orador había repetido durante tantos años. Como todos los nuevos estudiantes, se vio atrapado en las hipnóticas variaciones de tono y los gritos de ánimo del maestro. Hatch’net llevaba más de dos siglos como maestro de historia en la Academia, y tenía más prestigio en Menzoberranzan que cualquier otro drow varón, y más que muchas mujeres. Las matronas de las familias gobernantes comprendían muy bien el valor de su oratoria.
Los discursos se repitieron a lo largo de los días; una retórica interminable de odio contra un enemigo que ninguno de sus estudiantes había visto jamás. Los elfos de la superficie no eran el único objetivo de las historias de Hatch’net. Enanos, gnomos, humanos, halflings y todas las demás razas de la superficie —e incluso las razas subterráneas como los enanos duergars, con quienes los drows mantenían relaciones comerciales y acostumbraban luchar unidos— eran fustigados por el ponzoñoso verbo del maestro.
Drizzt comprendió por fin por qué no permitían la entrada de armas en la sala oval. Cuando acababa cada nueva clase, descubría sus manos agarrotadas contra las caderas, buscando inconscientemente las empuñaduras de sus cimitarras. Resultaba obvio, por las disputas que surgían entre los estudiantes, que muchos otros tenían la misma ansia. La única cosa que permitía mantener un poco de control era el torrente de mentiras que pronunciaba el maestro acerca de los horrores del mundo exterior y el reconfortante vínculo de la herencia común de todos los estudiantes; una herencia que, tal como los estudiantes no tardarían en creer a pies juntillas, les daba enemigos suficientes para no tener la necesidad de combatir entre ellos.
Las largas y agotadoras horas en la sala oval dejaban poco tiempo libre para que los estudiantes se relacionaran. Compartían el alojamiento, pero sus muchas tareas aparte de asistir a las clases de Hatch’net —servir a los estudiantes mayores y maestros, preparar comidas y limpiar el edificio— apenas si les dejaba tiempo para descansar. A final de la primera semana rondaban el agotamiento, una condición, como pudo ver Drizzt, que incluso reforzaba el efecto de las disertaciones de Hatch’net.
Drizzt aceptó este nuevo ritmo de vida sin rechistar, porque lo consideraba una mejora evidente en comparación con los seis años dedicados a servir a su madre y a sus hermanas como príncipe paje. Aun así, sufrió una gran desilusión en sus primeras semanas en Melee-Magthere, pues echaba de menos sus sesiones de entrenamiento.
Una noche se sentó en el borde de su camastro, y contempló una de sus cimitarras, mientras recordaba las muchas horas de esgrima con Zaknafein.
—Tenemos que ir a clase dentro de dos horas —le advirtió Kelnozz, desde su cama—. Descansa.
—Noto que mis manos pierden el toque —contestó Drizzt en voz baja—. La hoja me parece más pesada, desequilibrada.
—Sólo faltan diez ciclos de Narbondel para el gran duelo —dijo Kelnozz—. ¡Allí tendrás oportunidad de practicar todo lo que quieras! No temas, no tardarás en recuperar el toque que puedas haber perdido en las clases del maestro de historia. ¡Durante los próximos nueve años esa magnífica cimitarra tuya casi nunca abandonará tu mano!
Drizzt deslizó el arma en su vaina y se recostó en su camastro. Como con muchos otros aspectos de su vida hasta el momento —y, según comenzaba a temer, con muchos más de su futuro en Menzoberranzan— no tenía otra opción que aceptar las circunstancias de su existencia.
—Esta parte de vuestro entrenamiento ha llegado a su fin —anunció el maestro Hatch’net por la mañana del quincuagésimo día.
Otro maestro, Dinin, entró en la sala, seguido por una caja de hierro sostenida en el aire por un hechizo mágico, llena de palos de madera acolchados de diversas medidas y con un diseño similar al de las armas drows.
—Escoged el palo que más se parezca a vuestra arma preferida —explicó Hatch’net mientras Dinin recorría la sala.
Llegó junto a su hermano, y la mirada de Drizzt se dirigió de inmediato a los objetos escogidos: dos palos ligeramente curvos de poco más de un metro de longitud. El muchacho los empuñó y lanzó un par de golpes. Su peso y equilibrio se parecían bastante a sus preciosas cimitarras.
—Por el orgullo de Daermon N’a’shezbaernon —susurró Dinin, antes de pasar al siguiente alumno.
Drizzt ejecutó otro par de movimientos con sus armas de madera. Había llegado el momento de conocer el valor de las clases de Zak.
—¡Vuestra clase necesita tener un orden! —decía Hatch’net cuando Drizzt dejó de examinar sus armas—. Este es el motivo del gran duelo. Recordadlo: ¡sólo puede haber un vencedor!
Hatch’net y Dinin sacaron a los estudiantes de la sala oval y, una vez en el exterior del edificio de Melee-Magthere, los guiaron por el túnel que se extendía más allá de las dos estatuas de arañas que marcaban el final de Tier Breche. Esta era la primera vez que los estudiantes traspasaban los límites de Menzoberranzan.
—¿Cuáles son las reglas? —le preguntó Drizzt a Kelnozz, que marchaba a su lado.
—¡Si un maestro dice que te han vencido, te han vencido y se acabó! —contestó Kelnozz.
—Me refiero al combate —explicó Drizzt.
—Ganar —repuso Kelnozz, que lo miró incrédulo por formular una pregunta cuya respuesta era obvia.
Al cabo de poco tiempo entraron en una caverna bastante grande, el escenario del gran duelo. Las puntiagudas estalactitas colgaban como puñales sobre sus cabezas, y los montículos formados por las estalagmitas transformaban el suelo en un complicado laberinto donde abundaban los rincones ciegos y los lugares para tender emboscadas.
—Escoged vuestra estrategia y buscad el punto de partida —les avisó el maestro Hatch’net—. ¡El gran duelo comenzará cuando acabe de contar hasta cien!
Los veinticinco participantes se pusieron en marcha; algunos hicieron una pausa para estudiar el terreno, mientras que otros corrían a sumergirse en las tinieblas del laberinto.
Drizzt decidió buscar un pasillo estrecho para no correr el riesgo de tener que enfrentarse a más de un rival a la vez, y apenas había iniciado su búsqueda cuando fue cogido por detrás.
—¿Formamos un equipo? —le preguntó Kelnozz.
Drizzt no respondió porque dudaba de la capacidad guerrera del joven y de lo que las normas del encuentro aceptarían.
—Hay otros que han buscado un compañero —insistió Kelnozz—. Incluso han formado tríos. Juntos podríamos tener mayores probabilidades.
—El maestro dijo que sólo podía haber un vencedor —contestó al fin.
—¿Quién más indicado que tú, si es que no soy yo? —opinó Kelnozz, con un guiño de picardía—. Derrotemos a los demás. Después podemos dirimir quién será el vencedor entre nosotros.
El razonamiento parecía prudente, y, dado que la cuenta de Hatch’net se aproximaba al setenta y cinco, Drizzt tenía muy poco tiempo para analizar posibilidades. Dio una palmada en el hombro de Kelnozz y guió a su nuevo aliado por el laberinto.
Había pasarelas que rodeaban todo el interior de la caverna, e incluso la atravesaban de un lado a otro por encima del laberinto, para proporcionar a los jueces del duelo una visión sin obstáculos de lo que ocurría abajo. Una docena de maestros esperaban ansiosos en las pasarelas el comienzo de los primeros combates para poder evaluar los talentos de este nuevo curso.
—¡Cien! —gritó Hatch’net desde una de las pasarelas.
Kelnozz se puso en marcha, pero Drizzt lo detuvo y lo hizo permanecer en el estrecho pasillo entre dos grandes estalagmitas.
—¡Que vengan ellos a buscarnos! —le indicó con el código mudo de manos y muecas. Adoptó una postura de combate—. Dejemos que se cansen con otros rivales. ¡La paciencia es nuestra mejor aliada!
Kelnozz se tranquilizó, convencido de su acierto en la elección.
En cualquier caso, no tuvieron que esperar mucho, porque un momento más tarde un alto y agresivo estudiante atacó su posición defensiva, armado con la réplica de una lanza. Se lanzó directamente contra Drizzt y descargó un golpe con la parte inferior del arma, para después girar esta en un molinete que pretendía rematar con un solo golpe a su rival, una maniobra muy bien ejecutada.
Sin embargo, Drizzt consideró que era un plan de ataque elemental, casi demasiado básico, y en un primer momento no creyó que un estudiante entrenado pudiera atacar a otro de una forma tan abierta. Cuando se convenció de que el ataque era real y no un amago, contestó con la parada correcta. Movió sus cimitarras de madera en dos círculos de sentidos opuestos para golpear la lanza por debajo, y la desvió por encima de la trayectoria elegida.
El atacante, sorprendido por esta imprevista parada seguida por un avance, se encontró descubierto y sin equilibrio. Una fracción de segundo después, antes de que su vehemente rival tuviese siquiera tiempo de recuperarse, Drizzt le tocó el pecho con la punta de su arma y a continuación hizo lo mismo con la otra.
Una suave luz azul iluminó el rostro del estupefacto estudiante, y tanto él como Drizzt siguieron la trayectoria del rayo hasta uno de los maestros, que los observaba desde la pasarela con una varita en la mano.
—Te han vencido —le dijo el maestro al estudiante—. ¡Déjate caer donde estás!
El estudiante alto dirigió una mirada furibunda a Drizzt y obedeció la orden.
—Ven —le dijo Drizzt a Kelnozz, con otra mirada a la luz del maestro—. Los demás que están en este sector conocen ahora nuestra posición. Tenemos que buscar otra zona defensiva.
Kelnozz se retrasó un instante para observar el paso ágil y silencioso de su camarada. Había hecho bien en escoger a Drizzt, pero ahora, después del rápido encuentro, ya sabía que si él y este experto espadachín tenían que enfrentarse entre sí —algo más que probable— no podía aspirar a la victoria.
Juntos se desviaron por otro pasillo al topar con un muro, y se encontraron de frente con dos nuevos rivales. Kelnozz persiguió a uno, que echó a correr asustado, y Drizzt plantó cara al otro, que esgrimía una espada y un puñal.
Una sonrisa de confianza apareció en el rostro de Drizzt cuando su oponente se lanzó a la ofensiva, con los mismos movimientos básicos utilizados por el anterior alumno a quien había vencido con tanta facilidad.
Unos cuantos cortes y reveses de sus cimitarras, y un par de golpes horizontales en los filos interiores de las armas de su rival, consiguieron separar la espada del puñal. El ataque de Drizzt se coló entre los brazos abiertos del oponente, y una vez más el joven repitió el doble golpe contra el pecho. La luz azul apareció en el acto.
—Te han vencido —avisó el maestro—. ¡Déjate caer donde estás!
Enfurecido, el empecinado estudiante descargó un golpe malévolo. Drizzt paró el ataque con una cimitarra y golpeó con la otra la muñeca de su rival, obligándolo a soltar la espada.
El atacante se sujetó la muñeca herida, pero este resultó ser su problema menos importante. Un resplandeciente rayo de luz azul brotó de la varita del observador, alcanzó al estudiante en el pecho y lo lanzó como un pelele contra una estalagmita a unos tres metros de distancia. El muchacho cayó al suelo con un grito de agonía, y una onda de calor surgió de su cuerpo abrasado.
—Te han vencido —repitió el maestro. Drizzt dio un paso adelante, dispuesto a socorrer al caído, pero el observador se lo impidió con un enfático—: ¡No!
En aquel momento Kelnozz regresó de su persecución. Por un instante pareció extrañado de no ver al rival de Drizzt caído a sus pies.
—¿Se ha escapado? —le preguntó. Entonces descubrió el cuerpo tumbado unos metros más allá, y con una carcajada añadió—: ¡Si un maestro dice que te han vencido, te han vencido y se acabó!
»¡Ven! —agregó—. La batalla está en su apogeo. ¡Vamos a divertirnos un poco!
Drizzt pensó que su compañero era demasiado bravucón por ser alguien que todavía no había utilizado sus armas. Se encogió de hombros y fue tras él.
Su siguiente encuentro no resultó tan fácil. Penetraron por un pasaje doble que pasaba entre diversas formaciones rocosas y se encontraron frente a frente con un trío. Drizzt y Kelnozz comprendieron que eran nobles de las casas principales.
Drizzt atendió a los dos que tenía a su izquierda, armados con una espada cada uno, mientras Kelnozz se ocupaba del tercero. El joven no tenía experiencia de combate contra varios rivales a la vez, pero Zak le había enseñado a conciencia las técnicas para esta clase de duelos. Al principio sus movimientos se limitaron a la defensa. Adoptó un ritmo fácil de mantener y dejó que sus oponentes se cansaran, a la espera de que cometieran un error.
Pero se trataba de dos espadachines astutos que conocían muy bien los movimientos que realizaba el compañero. Sus ataques se complementaban, y lanzaban sus estocadas desde ángulos casi opuestos.
«Dos manos», lo había llamado Zak en una ocasión, y ahora Drizzt demostró que se merecía el título. Sus cimitarras se movían de forma independiente, aunque en perfecta armonía, y rechazaban todos los ataques.
Desde una de las pasarelas, los maestros Hatch’net y Dinin presenciaban el desarrollo del combate: Hatch’net muy impresionado, y Dinin henchido de orgullo.
Drizzt observó la frustración en los rostros de sus enemigos, y supo que su oportunidad para el contraataque no tardaría en llegar. Entonces hicieron un cruce, y atacaron al unísono con golpes idénticos, las puntas de sus espadas de madera casi juntas.
Drizzt hizo un quite y lanzó un velocísimo golpe hacia arriba con su cimitarra izquierda, que desvió el ataque. A continuación, invirtió el impulso de su cuerpo y, dejándose caer sobre una rodilla, en línea con sus oponentes, tiró dos estocadas sucesivas con la mano derecha. La punta de su cimitarra golpeó primero a uno y después al otro, en plena ingle.
Los rivales soltaron sus armas al mismo tiempo, se llevaron las manos a las partes heridas, y cayeron de rodillas. Drizzt se incorporó de un salto, dispuesto a pedirles disculpas.
Hatch’net hizo un gesto de asentimiento a Dinin, y los dos maestros dirigieron la luz azul de sus varitas a los dos perdedores.
—¡Ayúdame! —gritó Kelnozz desde el otro lado de la barrera de piedra que unía las estalagmitas.
Drizzt se agachó para zambullirse a través de un hueco en la pared, se irguió a toda velocidad, y con un golpe de revés en el pecho derribó a un cuarto oponente que había estado oculto para atacar por la espalda. Drizzt hizo una pausa y observó a su última víctima. No se había dado cuenta de la presencia del rival emboscado, pero su puntería había sido perfecta.
Hatch’net soltó un silbido de admiración mientras dirigía su luz al último perdedor.
—¡Es bueno! —comentó.
Drizzt vio a Kelnozz un poco más allá, prácticamente acorralado por las hábiles maniobras de su oponente. Drizzt se interpuso entre los duelistas y desvió un ataque que habría derrotado a su compañero.
Este nuevo contrincante, que utilizaba dos espadas, demostró ser el más calificado. Se enfrentó a Drizzt con una serie de fintas y giros, que en más de una ocasión lo hicieron retroceder.
—Berg’inyon de la casa Baenre —le susurró Hatch’net a Dinin, que comprendió la importancia del duelo y deseó que su hermano saliese airoso de este difícil compromiso.
Berg’inyon no resultó una desilusión para el pupilo de Zak. Sus movimientos eran siempre fluidos y precisos, y el duelo se prolongó durante varios minutos sin que ninguno obtuviese ventaja. Entonces Berg’inyon arriesgó un patrón de ataque que Drizzt ya conocía: el doble golpe bajo.
Drizzt ejecutó la cruz invertida a la perfección, la parada adecuada que Zaknafein le había enseñado con sangre. De pronto, siguiendo un impulso, lanzó un puntapié entre las empuñaduras de sus cimitarras cruzadas contra el rostro de su oponente. El golpe arrojó al hijo de la casa Baenre contra la pared.
—¡Sabía que la parada era errónea! —gritó Drizzt, que ya se imaginaba a sí mismo venciendo a Zak en cuanto tuviesen la oportunidad de compartir una sesión de entrenamiento.
—¡Es bueno! —repitió Hatch’net para mayor satisfacción de su compañero.
Atontado por el golpe, Berg’inyon no estaba en condiciones de superar la desventaja. Lanzó un globo de oscuridad para defenderse, pero su rival se sumergió en las tinieblas, dispuesto a combatir a ciegas.
Drizzt acorraló al hijo de la casa de Baenre con una serie de rápidos ataques, y el duelo se acabó cuando una de las cimitarras del joven se apoyó en el cuello de Berg’inyon.
—Me rindo —exclamó el joven Baenre, en cuanto el palo tocó su carne.
Al escuchar la llamada, el maestro Hatch’net disipó la oscuridad. Berg’inyon depositó las dos espadas sobre la piedra y después se tendió en el suelo. La luz azul le rozó la cara.
Drizzt no pudo reprimir una sonrisa triunfal. ¿Es que había algún enemigo al que no pudiese derrotar?
En aquel momento sintió un estallido en la nuca que lo hizo caer de rodillas. Alcanzó a echar una mirada sobre el hombro y vio a Kelnozz que se alejaba.
—Un tonto —se burló Hatch’net, y alumbró a Drizzt. Después se volvió hacia Dinin—. Un tonto muy diestro.
Dinin se cruzó de brazos, con el rostro enrojecido por la vergüenza y la rabia.
Drizzt sintió el frío de la piedra contra su mejilla, pero en aquel momento sólo pensaba en el pasado, en la sarcástica afirmación de Zaknafein, absolutamente cierta:
«¡Es nuestra manera de ser!»