11

Una siniestra preferencia

Zak sacó una de sus espadas de la vaina y admiró los maravillosos detalles del arma. Esta espada, como la mayoría de las armas drows, había sido forjada por los enanos grises, y después vendida en Menzoberranzan. La artesanía de los duergars era exquisita, pero era el trabajo hecho con el arma tras su adquisición por los elfos oscuros lo que la convertía en algo tan especial. Ninguna de las razas de la superficie o de la Antípoda Oscura podía superar a los elfos oscuros en el arte de encantar las armas. Imbuidas con las extrañas emanaciones de la Antípoda Oscura, el poder mágico exclusivo del mundo oscuro, y bendecidas por las blasfemas sacerdotisas de Lloth, no había espadas más dispuestas a matar que estas.

Las otras razas, sobre todo los enanos y los elfos de la superficie, también se enorgullecían de su capacidad para fabricar armas. Magníficas espadas y soberbios martillos descansaban sobre trozos de terciopelo como piezas de muestra, y siempre había cerca un bardo dispuesto a relatar la leyenda correspondiente, que solía comenzar: «Erase una vez…».

Las armas de los drows eran diferentes; nunca servían como piezas de exposición. Participaban en las necesidades del presente, y su utilidad no desaparecía mientras conservaran el filo suficiente para la batalla, suficiente para matar.

Zak levantó la espada a la altura de sus ojos. En sus manos, la espada se había convertido en algo más que un instrumento de guerra. Era una prolongación de su cólera, su respuesta a una existencia que no podía aceptar.

Quizá también podía ser la respuesta a otro problema que parecía no tener solución.

Entró en la sala de entrenamiento, donde Drizzt practicaba una serie de movimientos de ataque contra un muñeco. Zak contempló el rigor de Drizzt en la ejecución de sus movimientos, y se preguntó si el joven volvería a considerar alguna vez el baile de las armas como una forma de juego. ¡Con qué fluidez cortaban el aire las cimitarras de Drizzt! Se intercalaban con una precisión asombrosa; cada hoja parecía prever el movimiento de la otra y se apartaba en una complementación perfecta.

Su joven alumno no tardaría en convertirse en un guerrero insuperable, un maestro por encima del propio Zaknafein.

—¿Serás capaz de sobrevivir? —susurró Zak—. ¿Acaso tienes el corazón de un guerrero drow?

Zak deseó que la respuesta fuera un no rotundo, pero daba igual. Drizzt estaba condenado a su destino.

Zak volvió a contemplar su espada y comprendió qué debía hacer. Desenvainó la otra espada y avanzó con paso decidido hacia el joven.

Drizzt lo vio venir y se puso en guardia.

—¿Un último duelo antes de que vaya a la Academia? —preguntó, y soltó una carcajada.

Zak hizo una pausa para tomar nota de la sonrisa de Drizzt. ¿Era falsa? ¿O es que el joven drow se había perdonado a sí mismo por sus acciones contra el campeón de Maya?

«No tiene importancia», pensó Zak. Incluso si Drizzt se había recuperado de los tormentos de su madre, la Academia lo destrozaría. El maestro de armas no respondió, y lanzó una serie de estocadas y golpes que pusieron a Drizzt a la defensiva. El joven se adaptó al ritmo, sin comprender que este último encuentro con su tutor era mucho más que un entrenamiento de rutina.

—Recordaré todo lo que me has enseñado —prometió Drizzt, que eludió un golpe sesgado y respondió con varias estocadas a fondo—. Conseguiré que escriban mi nombre en las salas de Melee-Magthere, y te sentirás orgulloso de mí.

La expresión agria en el rostro de Zak sorprendió a Drizzt, y el joven drow se sintió todavía más desconcertado cuando el siguiente ataque de su maestro buscó directamente su corazón. Drizzt se apartó de un salto y, llevado por la desesperación, descargó un golpe de plano contra la hoja que lo salvó de morir traspasado.

—¿Tan seguro estás de ti mismo? —gruñó Zak, sin dejar de acosar al muchacho.

—Soy un luchador —gritó Drizzt, en medio del estrépito del choque de los aceros—. ¡Un guerrero drow!

—¡Eres un bailarín! —le reprochó Zak con tono burlón, y golpeó su espada contra la cimitarra defensora con tanta furia que torció el brazo del joven drow—. ¡Un impostor! —añadió Zak—. ¡Aspiras a un título que ni siquiera sabes qué representa!

Drizzt pasó a la ofensiva. El fuego de la cólera brillaba en sus ojos lila, y un nuevo impulso guió los movimientos de sus cimitarras.

Pero Zak era implacable. Detenía todos los ataques al tiempo que continuaba con su lección.

—¿Conoces la emoción que produce un asesinato? —le espetó—. ¿Te has reconciliado contigo mismo por el acto que cometiste?

Las únicas respuestas de Drizzt fueron un gruñido de frustración y un nuevo ataque.

—¡Ah, el placer de hundir la espada en el pecho de una gran sacerdotisa! —lo provocó Zak—. ¡Qué delicioso es ver cómo se apaga el calor de su cuerpo mientras sus labios te escupen maldiciones silenciosas a la cara! ¿Has tenido ocasión de escuchar los gritos de los niños cuando los matan?

Drizzt renunció a su ataque, pero Zak no quería detener el combate. El maestro de armas recuperó la ofensiva, y cada uno de sus golpes buscaba una zona vital.

—¡Qué gritos tan potentes! —prosiguió Zak—. Suenan en tu cabeza durante siglos. Te persiguen durante todo el resto de tu vida.

Zak detuvo por un momento la acción para que Drizzt no se perdiera ni una sola de sus palabras.

—Nunca los has oído, ¿no es así, bailarín? —El maestro de armas abrió los brazos de par en par, como una invitación—. Adelante, consigue tu segunda muerte. —Zak puso una mano sobre su vientre—. Aquí, en los intestinos, donde el dolor es más terrible, para que mis gritos puedan sonar para siempre en tu memoria. Demuéstrame que eres el guerrero drow que dices ser.

Las puntas de las cimitarras de Drizzt bajaron lentamente hasta tocar el suelo de piedra. La sonrisa había desaparecido de su rostro.

—Vacilas. —Zak se le rio en la cara—. Esta es tu oportunidad para labrarte un nombre. Un solo golpe, y tu reputación te precederá en la Academia. Otros estudiantes, incluso maestros, susurrarán tu nombre a tu paso. «Drizzt Do’Urden —dirán—. ¡El muchacho que mató al más noble maestro de todo Menzoberranzan!» ¿No es esto lo que deseas?

—¡Maldito seas! —exclamó Drizzt, aunque sin hacer ningún movimiento de ataque.

—¿Guerrero drow? —se burló Zak—. Ni siquiera sabes qué representa.

Entonces Drizzt reanudó el duelo, con una furia que nunca antes había experimentado. Su propósito no era el de matar sino el de derrotar a su maestro, arrancarle el gesto burlón de su boca con una demostración impresionante.

Drizzt se mostró brillante, y atacó a Zak por arriba y por abajo, por dentro y por fuera. El maestro se encontró más veces apoyado sobre sus tacones que sobre las plantas de sus pies, demasiado ocupado en mantenerse distanciado de las estocadas de su alumno como para pensar en una ofensiva. Permitió que el joven mantuviera la iniciativa durante un buen rato, preocupado por el resultado final que había escogido como el más adecuado.

De pronto Zak descubrió que no podía soportar más la demora. Lanzó un golpe sin mucha fuerza, y la respuesta de Drizzt le arrancó el arma de la mano.

Pero mientras su alumno se acercaba dispuesto a rematar su victoria, Zak deslizó la mano libre en su bolsa y cogió una de las bolas de cerámica mágicas, las mismas que tantas veces había empleado en los combates reales.

—¡Esta vez no, Zaknafein! —gritó Drizzt, sin perder el control de sus ataques, porque recordaba muy bien las muchas ocasiones en que Zak había sacado partido de una falsa desventaja.

Zak manoseó la bola, disgustado por lo que iba a hacer.

Drizzt avanzó con otra secuencia de ataque, y después otra, para medir la ventaja que había conseguido al quitarle una espada a su rival. Confiado en su posición, Drizzt lanzó una estocada baja y a fondo.

A pesar de estar distraído, Zak consiguió parar el ataque con su espada. La segunda cimitarra de Drizzt golpeó de plano sobre la punta de la espada enemiga, y la bajó hasta el suelo. En el mismo movimiento vertiginoso, Drizzt retiró la primera hoja de la parada de Zak y la levantó para descargar un golpe que detuvo a un centímetro de la garganta de su maestro.

—¡Te tengo! —gritó el joven drow.

La respuesta de Zak fue una explosión de luz tan intensa que Drizzt ni siquiera habría sido capaz de imaginar.

Zak había cerrado los ojos en previsión del estallido, pero Drizzt, sorprendido, no pudo soportar el cambio brusco. Fue como si hubiesen encendido una hoguera en el interior de su cabeza, y retrocedió tambaleante, desesperado por alejarse de la luz.

Con los ojos bien cerrados, Zak ya se había aislado a sí mismo de la necesidad de ver. Dejó que su agudo sentido del oído lo guiara. El joven drow, que hacía mucho ruido con sus continuos traspiés, resultaba un blanco fácil de ubicar. El maestro echó mano a su látigo y descargó un golpe que alcanzó a Drizzt en los tobillos y lo hizo caer al suelo.

Poco a poco, el maestro de armas se acercó. Aunque sabía que su decisión era la correcta se odiaba a sí mismo con cada nuevo paso.

Drizzt comprendió que lo acechaban, si bien no podía adivinar el motivo. La luz había sido una sorpresa muy desagradable, pero todavía lo era más el hecho de que Zak continuara con el combate. El joven se preparó. No podía escapar de la trampa y tenía que encontrar la manera de compensar la falta de visión. Tenía que sentir el flujo de la batalla, escuchar los ruidos del atacante y prever cada uno de sus golpes.

Levantó las cimitarras justo a tiempo para detener un mandoble que le hubiese hendido el cráneo.

Zak no había esperado la parada. Retrocedió y entró desde otro ángulo. Una vez más fue interceptado.

Llevado más por la curiosidad que por su deseo de matar a Drizzt, el maestro de armas realizó una serie de ataques capaces de superar las defensas de muchos rivales con la vista perfecta.

A pesar de la ceguera, Drizzt no falló ni un solo quite, y la espada de Zak se estrelló inútilmente contra sus cimitarras.

—¡Traición! —gritó Drizzt, atormentado por la luz que parecía no querer borrarse de su cabeza.

Detuvo otro golpe e intentó ponerse de pie, consciente de que no podía sostener una defensa adecuada desde el suelo durante mucho más tiempo.

Sin embargo, el dolor del aguijón luminoso era muy intenso, y el muchacho, que estaba a punto de desmayarse, no pudo soportar el esfuerzo y se desplomó otra vez; el golpe le hizo soltar una de las cimitarras. En cuanto tocó la piedra, rodó sobre sí mismo desesperado, atento a la embestida de Zak.

El golpe de espada le arrancó de la mano la otra cimitarra.

—Traición —repitió Drizzt con voz ahogada—. ¿Tanto te disgusta perder?

—¿Es que no lo comprendes? —le gritó Zak—. ¡Perder es morir! ¡Puedes ganar mil combates, pero sólo puedes perder uno!

Colocó su espada en línea con la garganta de Drizzt. Sería un corte limpio. Tenía que hacerlo como un acto de misericordia, antes de que los maestros de la Academia se apropiaran de su alumno.

Zak arrojó su espada a través de la sala y, tendiendo las manos vacías, sujetó a Drizzt por la pechera de su camisa, y lo levantó del suelo.

Permanecieron cara a cara, sin poder verse muy bien por el fuerte resplandor de la luz mágica, y ninguno de los dos se atrevió a ser el primero en romper el silencio. Después de unos minutos que parecieron eternos, el duomer de la bola encantada se apagó y la sala recuperó la iluminación normal. Por fin, los dos elfos oscuros se pudieron mirar bajo una luz muy diferente.

—Es un truco de las sacerdotisas de Lloth —explicó Zak—. Siempre tienen preparados estos hechizos de luz. —Una sonrisa tensa apareció en su rostro mientras intentaba apaciguar la ira de Drizzt—. Aunque debo admitir que en más de una ocasión he utilizado el truco no sólo contra ellas sino también con sumas sacerdotisas.

—Traición —afirmó Drizzt por tercera vez.

—Es nuestra forma de ser —contestó Zak—. Ya aprenderás.

—Es tu forma de ser —lo acusó Drizzt—. Sonríes cuando hablas de asesinar a las sacerdotisas de la reina araña. ¿Tanto te gusta matar? ¿Matar drows?

Zak no pudo encontrar una respuesta a la acusación. Las palabras de Drizzt lo hirieron profundamente porque decían la verdad, y porque Zak había llegado a considerar su deseo de matar a las sacerdotisas de Lloth como una respuesta cobarde a sus propias frustraciones.

—Estabas dispuesto a matarme —afirmó Drizzt.

—Pero no lo hice —replicó Zak—. Y ahora estás vivo para ir a la Academia, para que te claven una daga en la espalda porque eres demasiado estúpido para ver la realidad de nuestro mundo, porque te niegas a aceptar cómo es tu gente.

»Quizá te conviertas en uno de ellos —añadió Zak—. En cualquier caso, el Drizzt Do’Urden que he conocido acabará por morir.

Drizzt se estremeció de dolor, y le resultó imposible encontrar las palabras para rebatir las afirmaciones de Zak. Sintió que la sangre abandonaba su rostro a pesar de la fuerza de los latidos de su corazón. Se alejó sin dejar de observar a Zak con una mirada furiosa.

—¡Adelante, Drizzt Do’Urden! —le gritó Zak—. Ve a la Academia y disfruta con la gloria de tus progresos. Pero no olvides las consecuencias que te depararán tus logros. ¡Siempre hay consecuencias!

Zak se retiró a la seguridad de su habitación privada. La puerta se cerró detrás del maestro de armas con un golpe lapidario que le hizo dar media vuelta y enfrentarse a la piedra desnuda.

—Ve, Drizzt Do’Urden —susurró con voz dolida—. Ve a la Academia y descubre de una vez quién eres.

Dinin acudió a buscar a su hermano a primera hora de la mañana siguiente. Drizzt abandonó la sala de entrenamiento sin prisa, a la espera de que Zak saliera de su habitación para atacarlo una vez más o decirle adiós.

En el fondo de su corazón sabía que su maestro no aparecería.

Drizzt había pensado que eran amigos, había creído que el vínculo entre él y Zaknafein era mucho más profundo que la relación habitual entre un maestro y su alumno. El joven drow no tenía respuestas para las muchas preguntas que rondaban en su mente, y la persona que había sido su maestro durante los últimos cinco años tampoco podía dárselas.

—El calor sube en Narbondel —comentó Dinin cuando salieron al balcón—. No debemos llegar tarde a tu primer día en la Academia.

Drizzt contempló la multitud de colores y formas que componían Menzoberranzan, y comprendió lo poco que sabía acerca del mundo que había más allá de las paredes de su casa. Las palabras de Zak —y su cólera— calaron en su mente mientras permanecía en el balcón, para recordarle su ignorancia e insinuarle la tenebrosidad del camino que tenía por delante.

—¿Qué es este lugar? —susurró.

—Este es el mundo —contestó Dinin, aunque Drizzt no había buscado una respuesta—. No te preocupes, segundo hijo. —Soltó una carcajada mientras subía a la balaustrada—. Aprenderás todo lo necesario sobre Menzoberranzan en la Academia. Aprenderás quién eres y quién es tu gente.

La afirmación intranquilizó a Drizzt. Quizá, se dijo a sí mismo al recordar su último y amargo encuentro con su maestro, esto era exactamente lo que le daba miedo descubrir.

Hizo un gesto de resignación y siguió a Dinin por encima de la balaustrada en un descenso mágico hasta el patio de armas: los primeros pasos por el sendero de las tinieblas.

Otros ojos vigilaron atentamente la salida de Dinin y Drizzt de la casa Do’Urden.

Se trataba de Alton DeVir, que, sentado junto a una seta gigante, como había hecho cada día de la última semana, observaba la residencia de los Do’Urden.

Daermon N’a’shezbaernon, casa novena de Menzoberranzan. La casa que había asesinado a su matrona, a sus hermanas y hermanos, y todo lo que había sido la casa DeVir, con la excepción de Alton.

Alton recordó el esplendor de la casa DeVir, y el momento en que la matrona Ginafae había reunido a los miembros de la familia para discutir sus ambiciones. Alton, tan sólo un estudiante cuando cayó la casa DeVir, podía ahora reflexionar sobre lo ocurrido con mayor claridad. Los veinte años transcurridos lo habían dotado de una gran experiencia.

Ginafae había sido la matrona más joven entre las familias regentes, y sus posibilidades parecían ilimitadas. Entonces había ayudado a una patrulla de gnomos; había utilizado los poderes otorgados por Lloth para obstaculizar a los elfos oscuros que habían tendido una emboscada a la gente pequeña en las cavernas de las afueras de Menzoberranzan, y todo por el deseo de Ginafae de matar a un único miembro del grupo atacante, el hijo mago de la tercera casa de la ciudad, la casa escogida como la próxima víctima de la casa DeVir.

La reina araña no perdonó la elección de armas hecha por Ginafae. Los gnomos de las profundidades eran los peores enemigos de los elfos oscuros en toda la Antípoda Oscura. Cuando Ginafae perdió el favor de la diosa, la casa DeVir quedó condenada.

Alton había dedicado veinte años a averiguar el nombre de sus enemigos, a descubrir cuál de las familias drows se había aprovechado del error de su madre y había masacrado a los suyos. Veinte largos años, y entonces su matrona adoptiva, SiNafay Hun’ett, había acabado con su búsqueda tan bruscamente como él la había iniciado.

Ahora, mientras Alton contemplaba la casa culpable, sólo sabía una cosa: veinte años no habían sido suficientes para calmar sus deseos de venganza.