Menzoberranzan
Un habitante de la superficie no habría notado su presencia a un paso de distancia. Las pisadas del lagarto que montaba eran demasiado leves para ser oídas, y las armaduras que protegían al jinete y a su montura, flexibles y perfectamente engarzadas, se ondulaban y torcían al compás de sus movimientos con tanta precisión, que parecían una segunda piel.
El lagarto de Dinin avanzaba al trote con un paso elástico y vivo, y casi parecía flotar sobre el suelo quebrado, las paredes, e incluso los techos de los túneles interminables. Los lagartos subterráneos, con sus patas de tres dedos adhesivos, eran las monturas preferidas precisamente por su capacidad de escalar la piedra con la misma facilidad de una araña. En el luminoso mundo exterior, el paso por superficies duras no deja huellas, pero casi todas las criaturas de la Antípoda Oscura poseen infravisión, es decir, la capacidad de ver el espectro de los rayos infrarrojos. Las pisadas dejan un calor residual que puede ser rastreado sin muchas dificultades si aquellas mantienen un curso más o menos previsible por el suelo de un corredor.
Dinin se sujetó con firmeza a la silla mientras el lagarto recorría un tramo del techo, y después descendía zigzagueando por la pared. De ese modo no lograrían rastrear su paso.
No tenía luz para ver su camino, pero no la necesitaba. Él era un elfo oscuro, un drow, un primo de piel negra de aquellos seres del bosque que bailaban a la luz de las estrellas en la superficie del mundo. Gracias a las dotes de su visión, que podía interpretar las sutiles variaciones del calor en imágenes de brillante colorido, la Antípoda Oscura no era para Dinin un lugar carente de luz. Los colores de toda la gama del espectro aparecían ante él en la piedra de las paredes y del suelo calentados por alguna fisura distante o por una corriente cálida. El calor de los seres vivos era el más reconocible, y permitía al elfo oscuro ver a sus enemigos con una nitidez de detalles equiparable a la que podía tener un habitante del mundo exterior a plena luz del día.
En una situación normal, Dinin no hubiese salido de la ciudad sin un acompañante; el mundo de la Antípoda Oscura resultaba demasiado peligroso para un viaje a solas, incluso para un elfo oscuro. Pero en esta ocasión, necesitaba la seguridad de que ningún drow rival viese su paso.
Un suave resplandor azul más allá de un arco esculpido en la roca le advirtió que se aproximaba a la entrada de la ciudad, por lo que acortó el paso del lagarto. Muy pocos utilizaban este túnel angosto que desembocaba en Tier Breche, la parte norte de Menzoberranzan destinada a la Academia, y sólo los instructores de la Academia podían pasar por allí sin despertar sospechas.
Dinin siempre se sentía nervioso cuando llegaba a este punto. De los cien túneles que se abrían en la caverna principal de Menzoberranzan, este era el más vigilado. Más allá de la arcada, dos estatuas gemelas que representaban a dos arañas gigantescas mantenían una defensa silenciosa. Si un enemigo cruzaba la entrada, las arañas cobraban vida y atacaban, al tiempo que sonaban las alarmas en toda la Academia.
Dinin desmontó, y el lagarto trepó por la pared sin esfuerzo, hasta quedar colgado a la altura del pecho del drow. Este metió una mano por debajo del cuello de su piwafwi, la capa mágica que lo protegía, y sacó una bolsa, de donde extrajo la insignia de la casa de Do’Urden: una araña que blandía diversas armas en cada una de sus ocho patas, y en la que podían leerse las letras «DN» correspondientes a Daermon N’a’shezbaernon, el antiguo nombre oficial de la casa de Do’Urden.
—Esperarás mi regreso —le susurró al lagarto, mientras pasaba la insignia delante de los ojos del reptil.
Como todas las demás insignias de las casas drows, la de Do’Urden tenía varios dones mágicos, entre ellos el de otorgar a los miembros de la familia un control absoluto sobre los animales domésticos. El lagarto obedecería la orden sin flaquear, y mantendría su posición como si estuviese pegado a la piedra, aun cuando una rata —su bocado favorito— se pusiese a un palmo de sus fauces.
Dinin hizo una inspiración profunda y avanzó con precaución hacia la arcada. Podía ver a las arañas que lo observaban burlonas desde una altura de cinco metros. Él no era un enemigo sino un drow de la ciudad, y podía pasar sin preocupaciones por cualquier otro túnel, pero la Academia era un lugar especial. Dinin había escuchado que a menudo las arañas impedían el paso —de una manera cruel— a los drows que carecían de permiso.
Se recordó a sí mismo que no podía demorarse por culpa de temores o posibles consecuencias. Su misión tenía una importancia fundamental para los planes de su familia. Con la mirada al frente, cruzó la arcada entre las arañas, y entró en Tier Breche.
Se apartó a un lado de la calzada y se detuvo, primero para estar seguro de que nadie acechaba, y después para admirar la vista panorámica de Menzoberranzan. Nadie, ya fuera drow o de cualquier otra raza, podría contemplar la ciudad desde ese lugar sin sentir una profunda admiración. Tier Breche era el punto más alto en el suelo de la caverna, y desde allí se podía ver toda la ciudad. El recinto de la Academia era estrecho, y contenía sólo las tres estructuras que formaban la escuela drow: Arach-Tinilith, la escuela de Lloth, con forma de araña; Sorcere, la torre de altos y esbeltos minaretes donde se enseñaba la hechicería, y Melee-Magthere, una sencilla pirámide donde los guerreros varones aprendían su oficio.
Más allá de las estalagmitas talladas que marcaban la entrada de la Academia, el suelo de la caverna se hundía bruscamente y se extendía a lo largo y a lo ancho, hasta donde no alcanzaba la aguda visión de Dinin. Los sensibles ojos del drow podían ver los colores de Menzoberranzan divididos en el espectro primario. Las ondas de calor liberadas por varias fisuras y surtidores calientes se expandían por toda la caverna. El púrpura y el rojo, el amarillo brillante y el azul claro, se cruzaban y mezclaban, cubrían las paredes y las estalagmitas, o trazaban singulares líneas horizontales sobre el telón grisáceo de la piedra. Las regiones de magia intensa —como las arañas entre las que había pasado Dinin, que resplandecían cargadas de energía— aparecían en el espectro infrarrojo mejor delimitadas que las gradaciones naturales de color. Por último, estaban las luces de la ciudad, el fuego mágico y las esculturas iluminadas de las casas. Los drows se sentían orgullosos por la belleza de su diseño, y sobre todo por las columnas talladas o las gárgolas exquisitamente labradas que relucían bañadas por una luminosidad mágica.
Incluso desde esta distancia Dinin podía ver la casa Baenre, la casa primera de Menzoberranzan. Abarcaba veinte pilares de estalagmitas y diez estalactitas gigantes. La casa Baenre tenía cinco mil años de existencia, desde la fundación de Menzoberranzan, y durante todos estos siglos había perfeccionado incansablemente su arte. Prácticamente toda la superficie de la inmensa estructura estaba iluminada, de azul en las torres y púrpura brillante en la enorme cúpula central.
La intensa luz de las velas, un objeto ajeno a la Antípoda Oscura, aparecía en las ventanas de algunas casas lejanas. Dinin sabía que sólo las sacerdotisas o los hechiceros encendían aquellos fuegos, una molestia necesaria en su mundo de papeles y pergaminos.
Esto era Menzoberranzan, la ciudad de los drows. Aquí vivían veinte mil elfos oscuros, veinte mil soldados del ejército del mal.
Una sonrisa perversa apareció en la boca de Dinin cuando pensó que algunos de aquellos soldados morirían esa misma noche.
Dinin estudió Narbondel, el enorme pilar central que servía de reloj a Menzoberranzan y único medio a disposición de los drows para marcar el paso del tiempo en un mundo que no tenía días ni estaciones. Al final de cada día, el archimago de la ciudad echaba sus fuegos mágicos en la base del pilar de piedra. El hechizo duraba todo un ciclo —un día completo en la superficie— y de forma gradual extendía su calor por toda la estructura hasta que resplandecía en el espectro infrarrojo. El pilar aparecía ahora totalmente oscuro y frío, señal de que se habían apagado los fuegos. El hechicero se encontraría en estos momentos en la base, pensó Dinin, ocupado en renovar el ciclo.
Era medianoche, la hora señalada.
Dinin se alejó de las arañas y la salida del túnel, y se deslizó por un costado de Tier Breche, buscando las «sombras» de los esquemas de calor en la pared, que servían para ocultar la silueta dibujada por su propia temperatura corporal. Por fin llegó a Sorcere, la escuela de hechicería, y se metió por un estrecho callejón entre la base curva de la torre y la pared exterior de Tier Breche.
—¿Estudiante o maestro? —susurró una voz.
—Sólo un maestro puede caminar por Tier Breche durante la muerte negra de Narbondel —respondió Dinin.
Una figura encapuchada apareció junto al arco de la estructura para situarse delante de Dinin. El extraño mantuvo la postura habitual de los maestros de la Academia drow, con los brazos extendidos, doblados por los codos, y las manos delante del pecho, una sobre la otra. Este gesto era lo único que Dinin encontraba normal en el personaje.
—Te saludo, Sin Rostro —dijo, por medio del código de los drows, un lenguaje tan detallado como el oral.
El temblor de las manos de Dinin desmentía su serenidad aparente, pues la presencia del hechicero lo inquietaba casi hasta los límites del terror.
—Segundo hijo de Do’Urden —replicó el hechicero de la misma manera—, ¿has traído mi paga?
—Tendrás tu recompensa —señaló Dinin, que recuperó su compostura con el primer asomo de enfado—. ¿Cómo te atreves a dudar de la promesa de Malicia Do’Urden, madre matrona de Daermon N’a’shezbaernon, casa décima de Menzoberranzan?
El Sin Rostro retrocedió, consciente de su equivocación.
—Mis disculpas, segundo hijo de la casa de Do’Urden —respondió, con una rodilla en tierra en señal de sumisión.
Desde que había entrado a formar parte de la conspiración, el hechicero tenía miedo de que su impaciencia pudiera costarle la vida. Había sufrido las consecuencias de una de sus propias experiencias mágicas, y el accidente le había borrado las facciones. Ahora en lugar de rostro tenía una masa lisa de color blanco y verde. La matrona Malicia Do’Urden, que dominaba como nadie la preparación de elixires y pociones, le había ofrecido una esperanza de recuperación que no podía dejar pasar.
Dinin no se apiadó del drow, pero la casa de Do’Urden necesitaba los servicios del hechicero.
—Tendrás tu poción —le prometió Dinin, sereno— cuando Alton DeVir esté muerto.
—Desde luego —dijo el hechicero—. ¿Esta noche?
Dinin cruzó los brazos mientras consideraba la pregunta. La matrona Malicia le había dicho que Alton DeVir debía morir aun a riesgo de una guerra entre sus familias; pero ahora que reflexionaba sobre ello, Dinin lo encontró demasiado sencillo. El Sin Rostro no pasó por alto la chispa que apareció de pronto en el resplandor rojizo de los ojos del joven Do’Urden.
—Espera a que la luz de Narbondel se acerque a su cenit —contestó Dinin, en el lenguaje mudo.
Ejecutaba los signos excitado, con todo el rostro retorcido en una expresión malvada.
—¿El muchacho condenado ha de saber el destino de su casa antes de morir? —preguntó el hechicero, que había adivinado las perversas intenciones detrás de las órdenes de Dinin.
—Mientras cae el golpe asesino —respondió Dinin—, que Alton DeVir muera sin esperanza.
Dinin fue en busca de su montura y se alejó a toda prisa por los pasillos vacíos, para después tomar una ruta transversal que lo llevaría a la ciudad por otra entrada. El camino lo dejó en la zona este de la gran caverna, la sección productiva de Menzoberranzan, donde ninguna familia drow descubriría que había estado fuera de los límites de la ciudad. Dinin guió a su lagarto por las orillas de Donigarten, el pequeño lago de la ciudad con su isleta cubierta de musgo que albergaba a un rebaño no muy numeroso de unas reses llamadas rotes. Un centenar de goblins y orcos dedicados a cuidar del ganado y a pescar observaron el rápido paso del drow. Conocedores de las restricciones impuestas por su condición de esclavos, evitaron mirar a Dinin a los ojos.
De todos modos, el elfo no les habría hecho caso, pues llevaba demasiada prisa. En cuanto llegó a las lisas y sinuosas avenidas entre los resplandecientes castillos drows, espoleó a su lagarto y cabalgó hacia la parte sur de la región central de la ciudad, hacia el bosque de setas gigantes que marcaban el sector de las mejores casas de Menzoberranzan.
En una curva cerrada, casi se llevó por delante a un grupo de cuatro peludos errantes. Los goblins gigantes se detuvieron por un momento a estudiar al drow, y después se apartaron de su camino con deliberada lentitud.
Dinin sabía que los peludos lo habían reconocido como un noble, miembro de la casa de Do’Urden e hijo de una gran sacerdotisa. De los veinte mil drows que vivían en Menzoberranzan, sólo un millar o poco más eran nobles —los hijos de las sesenta y siete familias reconocidas de la ciudad—; el resto eran soldados comunes.
Los peludos no eran criaturas estúpidas. Distinguían a un noble de un soldado común, y, si bien los elfos drows no llevaban sus insignias familiares a la vista, el característico peinado de los blancos cabellos de Dinin y el dibujo de rayas violeta y rojas en su piwafwi negro denotaban su rango.
La urgencia de su misión lo presionaba, pero Dinin no podía perdonar la provocación de los peludos. ¿Se habrían dispersado a la carrera si él hubiese sido un miembro de la casa Baenre o de alguna otra de las siete casas gobernantes?
—¡Ya aprenderéis a respetar la casa Do’Urden! —murmuró el elfo oscuro, mientras giraba y cargaba contra el grupo.
Los peludos echaron a correr por un callejón sembrado de piedras y escombros.
Apelando a los poderes innatos de su raza, Dinin lanzó un globo de oscuridad —impenetrable a la infravisión y a la visión normal— por delante de las criaturas que escapaban. Pensó que no era prudente llamar la atención sobre sí mismo, pero un momento más tarde, cuando escuchó los golpes y las maldiciones de los peludos que corrían a ciegas entre las piedras, consideró que había valido la pena.
Calmada su cólera, se alejó. Escogió con cuidado su ruta a través de las sombras de calor. Como miembro de la décima casa de la ciudad, Dinin podía ir a donde quisiera dentro de los límites de la gran caverna sin dar explicaciones, pero la matrona Malicia había dejado bien claro que nadie vinculado a la casa Do’Urden debía dejarse sorprender cerca del huerto de setas.
No se debía contrariar a la matrona Malicia; aunque, después de todo, esto sólo era una regla, y en Menzoberranzan existía una regla que precedía a todas las demás: que no te pillen.
En el extremo sur del huerto de setas, el impetuoso drow encontró lo que buscaba: un grupo de cinco enormes pilares que iban del suelo al techo. Las columnas habían sido vaciadas para convertirlas en un enjambre de habitaciones, y estaban unidas entre sí con puentes y parapetos metálicos y de piedra. Un centenar de gárgolas, el estandarte de la casa, bañadas en un resplandor rojizo, descansaban en sus pedestales como centinelas silenciosos. Esta era la casa DeVir, la cuarta casa de Menzoberranzan.
Una empalizada de setas muy altas rodeaba el lugar, y una de cada cinco setas era una aulladora, un hongo muy apreciado como guardián que recibía este nombre por los estridentes aullidos de alarma que emitía cada vez que un ser vivo pasaba a su lado. Dinin mantuvo una distancia prudencial para no provocar la respuesta de alguna de las setas, consciente además de que otros hechizos más poderosos protegían la fortaleza. La matrona Malicia se encargaría de eliminarlos.
Un silencio expectante reinaba en este sector de la ciudad. En todo Menzoberranzan se sabía que la matrona Ginafae, de la casa DeVir, había perdido el favor de Lloth, la reina araña de todos los drows y la auténtica fuente de poder de las casas. Estas circunstancias nunca se discutían abiertamente entre los drows, pero todos sabían que alguna familia situada en un escalón más bajo de la jerarquía de la ciudad no tardaría en atacar a la debilitada casa DeVir.
La matrona Ginafae y su familia habían sido los últimos en enterarse del disgusto de la reina araña —Lloth siempre actuaba de esta forma artera— y, con sólo observar el exterior de la casa DeVir, Dinin pudo constatar que la familia condenada no había tenido tiempo de preparar sus defensas. Los DeVir contaban con casi cuatrocientos soldados, la mayoría mujeres, pero aquellos que Dinin podía ver en sus puestos a lo largo de los parapetos parecían nerviosos e inseguros.
La sonrisa de Dinin se acentuó cuando pensó en su propia casa, que ganaba en poder a diario bajo la astuta guía de la matrona Malicia. Con sus tres hermanas a punto de convertirse en grandes sacerdotisas, su hermano, un hechicero de renombre, y su tío Zaknafein, el mejor maestro de armas de todo Menzoberranzan, dedicado a entrenar a trescientos soldados, la casa Do’Urden era una fuerza muy poderosa. Y la matrona Malicia, a diferencia de Ginafae, gozaba de todos los favores de la reina araña.
—Daermon N’a’shezbaernon —murmuró Dinin, empleando el nombre oficial de la casa Do’Urden—. ¡Casa novena de Menzoberranzan!
Le complació cómo sonaba.
En el centro de la ciudad, más allá del resplandeciente balcón plateado y el arco de entrada de seis metros de altura en la pared oeste de la caverna, los miembros más importantes de la casa Do’Urden se habían reunido para ultimar los planes para esa noche. En un estrado, al fondo de la pequeña sala de audiencias, se encontraba la venerable matrona Malicia, con el vientre muy hinchado en las horas finales de su embarazo. La acompañaban sus tres hijas, Maya, Vierna y la mayor, Briza, que acababa de convertirse en gran sacerdotisa de Lloth. Maya y Vierna eran idénticas a su madre, delgadas y menudas, aunque poseían una fuerza tremenda. Briza, en cambio, casi no tenía ninguno de los rasgos familiares. Era grande —enorme para el tamaño normal de los drows— y de hombros y caderas redondeadas. Quienes la conocían opinaban que su tamaño era sencillamente consecuencia de su temperamento. Un cuerpo más pequeño no habría podido contener toda la cólera y la brutalidad de la flamante gran sacerdotisa de la casa Do’Urden.
—Dinin no tardará en regresar —comentó Rizzen, el actual señor de la familia—, y nos informará si es el momento apropiado para el asalto.
—¡Atacaremos antes de que Narbondel alcance el resplandor de la mañana! —le replicó Briza, con su voz gruesa pero cortante.
Se volvió hacia su madre con una sonrisa retorcida, buscando su aprobación por poner al macho en su lugar.
—El bebé nacerá esta noche —explicó la matrona Malicia a su ansioso marido—. No importan las noticias que traiga Dinin, atacaremos igual.
—Será un varón —gruñó Briza, sin ocultar su desilusión—. El tercer hijo vivo de la casa Do’Urden.
—Que será sacrificado a Lloth —intervino Zaknafein, un antiguo señor de la casa que ahora ostentaba la importante posición de maestro de armas.
El famoso guerrero drow parecía muy satisfecho con la idea del sacrificio, y lo mismo ocurría con Nalfein, el hijo mayor de la familia, que permanecía junto a Zak. Nalfein era el primogénito, y ya tenía bastante competencia con Dinin dentro de la casa Do’Urden como para desear más complicaciones.
—De acuerdo con la costumbre —exclamó Briza, orgullosa, y el rojo de sus pupilas brilló con más fuerza—. ¡Para ayudar a nuestra victoria!
—Matrona Malicia —dijo Rizzen, tras unos momentos de vacilación—, conoces muy bien las dificultades del parto. El dolor podría distraerte…
—¿Te atreves a cuestionar a la madre matrona?
Briza se irguió furiosa, y echó mano al látigo con cabezas de serpiente que pendía de su cinturón. La matrona Malicia la detuvo con un gesto.
—Ocúpate de la pelea —le indicó a Rizzen—. Deja que las mujeres de la casa atiendan a las cosas importantes de esta batalla.
Rizzen se movió incómodo y bajó la mirada.
Dinin llegó a la verja que unía el alcázar de la pared oeste de la ciudad con las dos pequeñas torres de estalagmitas de la casa Do’Urden. La verja era de adamantita, el metal más duro del mundo, y la adornaban un centenar de tallas de arañas que blandían armas, protegidas mágicamente con runas y jeroglíficos mortales. El poderoso portón de la casa Do’Urden era la envidia de muchas casas drows, pero después de haber contemplado sólo unos minutos antes las espectaculares mansiones en el huerto de setas, Dinin no pudo menos que sentirse desilusionado al ver su propia casa. El recinto era sencillo y un tanto pelado, como lo era el trozo de pared, con la excepción del magnífico balcón de mitril y adamantita que se extendía a lo largo del segundo nivel, junto al portal en arco reservado a los nobles de la familia. Cada balaustrada mostraba un millar de tallas que se unían en una única pieza artística.
La casa Do’Urden, a diferencia de la gran mayoría de las casas de Menzoberranzan, no se alzaba independiente entre las estalactitas y las estalagmitas. La mayor parte de la estructura se encontraba dentro de una cueva, y, si bien esta ubicación tenía sus ventajas defensivas, Dinin deseaba muy a menudo que su familia pudiese mostrar un poco más de esplendor.
Un soldado casi eufórico corrió a abrir el portón para dejar paso al segundo hijo. Dinin pasó a su lado sin siquiera saludarlo y atravesó el patio, consciente del centenar largo de miradas que lo observaban llenas de curiosidad. Los soldados y esclavos sabían que Dinin había salido a cumplir una misión relacionada con la inminente batalla.
No había escaleras hasta el balcón plateado de la casa Do’Urden, lo cual constituía otra medida de precaución destinada a separar a los líderes de la casa de la soldadesca y los esclavos. Los nobles drows no necesitaban escaleras, pues sus habilidades mágicas innatas les permitían disfrutar del poder de levitar. Casi sin darse cuenta del acto, Dinin se elevó en el aire con toda facilidad y se posó en el balcón.
Cruzó a toda prisa la arcada y bajó por el corredor central de la casa, que aparecía iluminada con los suaves tonos de los fuegos fatuos, que permitían la visión en el espectro de luz normal aunque sin la intensidad suficiente para entorpecer la infravisión. La puerta de bronce decorada, al final del pasillo, marcaba el destino del segundo hijo, que se detuvo el tiempo necesario para acomodar sus ojos a la gama infrarroja. A diferencia del corredor, la estancia al otro lado de la puerta no estaba iluminada. Se trataba de la sala de audiencias de la suma sacerdotisa, la antecámara a la gran capilla de la casa Do’Urden. Las habitaciones de las sacerdotisas drows, en consonancia con los ritos oscuros de la reina araña, no eran lugares de luz.
Cuando se consideró preparado, Dinin abrió bruscamente la puerta, se abrió paso sin vacilar entre las dos guardias atónitas, y avanzó con atrevimiento hasta detenerse delante de su madre. Las tres hijas de la familia entrecerraron los párpados ante su descarado y pretencioso hermano. Él adivinó sus pensamientos. ¡Entrar sin permiso! ¡Era a él al que tendrían que sacrificar esta noche!
Por mucho que disfrutara poniendo a prueba los límites de su condición inferior como varón, Dinin no podía hacer caso omiso de las amenazantes miradas de Vierna, Maya y Briza. Al ser mujeres, eran más grandes y fuertes que Dinin y habían aprendido durante toda su vida el uso de los malvados poderes de las sacerdotisas drows y sus armas. Dinin observó cómo las extensiones encantadas de las sacerdotisas —los temibles látigos con cabezas de serpiente colgados de los cinturones de sus hermanas— se agitaban ansiosas por el castigo que iban a infligir. Las empuñaduras de adamantita no tenían nada fuera de lo común, pero las colas de los látigos y las múltiples cabezas eran serpientes vivas. El látigo de Briza, un artefacto especialmente siniestro, saltaba y se enroscaba en el cinturón que lo retenía. Briza siempre era la primera en castigar.
La matrona Malicia, en cambio, parecía complacida con la insolencia de Dinin. A su juicio, el segundo hijo sabía muy bien cuál era su sitio y obedecía sus órdenes sin miedo y sin hacer preguntas.
Dinin se reanimó con la expresión de calma en el rostro de su madre, que contrastaba con las caras de sus hermanas, blancas de furia.
—Todo está preparado —le informó a Malicia—. La casa DeVir se refugia detrás de su verja. Todos excepto Alton, desde luego, que continúa con sus estudios en Sorcere.
—¿Te has reunido con el Sin Rostro? —preguntó la matrona Malicia.
—Esta noche había mucha tranquilidad en la Academia —contestó Dinin—. Nuestro encuentro se realizó sin tropiezos.
—¿Aceptó nuestro contrato?
—Se encargará de Alton DeVir tal como queríamos.
Dinin soltó una risita. Entonces recordó el pequeño cambio que había hecho en los planes de la matrona Malicia, que demoraba la ejecución de Alton sólo para satisfacer su propia crueldad. Y también recordó otra cosa: la suma sacerdotisa de Lloth tenía un talento incomparable para leer el pensamiento de los demás.
—Alton morirá esta noche —añadió Dinin a toda prisa, para evitar que los demás le hicieran preguntas acerca de los detalles.
—Excelente —gruñó Briza.
Dinin respiró más tranquilo.
—Unámonos —ordenó la matrona Malicia.
Los cuatro drows varones se arrodillaron delante de la matrona y sus hijas. Rizzen frente a Malicia; Zaknafein, frente a Briza; Nalfein, frente a Maya, y Dinin, frente a Vierna. Las sacerdotisas cantaron al unísono, al tiempo que apoyaban delicadamente la mano sobre la frente de sus respectivos soldados, para entrar en sintonía con sus pasiones.
—Conocéis vuestros puestos —dijo la matrona Malicia cuando acabó la ceremonia. Hizo una mueca al sentir el dolor de una nueva contracción—. Que comience nuestro trabajo.
Una hora más tarde, Zaknafein y Briza permanecían juntos en el balcón de la entrada superior de la casa Do’Urden. Más abajo, en el suelo de la caverna, la segunda y tercera brigadas del ejército familiar, al mando de Rizzen y Nalfein, se afanaban en los preparativos finales, consistentes en la colocación de las correas de cueros calientes y placas metálicas destinadas a servir de camuflaje ante la visión infrarroja de los drows. El grupo de Dinin, reforzado con un centenar de esclavos goblins y que constituía la primera fuerza de asalto, se había puesto en marcha mucho antes.
—Después de esta noche nos conocerán —afirmó Briza—. Nadie podría haber imaginado nunca que una décima casa se atrevería a atacar a otra tan poderosa como los DeVir. ¡Cuando corran los rumores tras esta noche sangrienta, hasta Baenre tomará en cuenta a Daermon N’a’shezbaernon!
Briza se asomó por encima de la balaustrada para observar cómo formaban las dos brigadas e iniciaban su marcha silenciosa, por senderos separados, que las llevarían a través de los vericuetos de la ciudad hasta el huerto de setas y el edificio de cinco pilares de la casa DeVir.
Zaknafein contempló la espalda de la hija mayor de la matrona Malicia sin desear otra cosa que hundirle su daga entre los omóplatos. Como siempre, prevaleció el sentido común de Zak, y su mano no empuñó el puñal.
—¿Tienes los objetos? —preguntó Briza, con un tono mucho más respetuoso que el que empleaba cuando tenía a su madre a su lado.
Zak sólo era un varón, un plebeyo al que se le permitía utilizar el nombre de la familia únicamente porque en algunas ocasiones había cumplido para la matrona Malicia las funciones de marido y también porque una vez había sido el amo de la casa. De todos modos, Briza tenía miedo de provocar su ira. Zak era el maestro de armas de la casa Do’Urden, un varón alto y musculoso, más fuerte que muchas mujeres, y aquellos que habían tenido ocasión de ver su furia en el combate lo consideraban entre los mejores guerreros de todo Menzoberranzan. Aparte de Briza y su madre, las dos sumas sacerdotisas de la reina araña, Zaknafein, con su insuperable capacidad como espadachín, era la mejor baza de la familia Do’Urden.
Zak levantó la capucha negra y abrió la pequeña bolsa colgada de su cinturón, para mostrar un puñado de pequeñas bolas de cerámica.
Briza sonrió con maldad y se frotó las delgadas manos.
—La matrona Ginafae se llevará un disgusto —susurró la mujer.
Zak le devolvió la sonrisa y se volvió para contemplar la marcha de los soldados. Nada le producía mayor placer al maestro de armas que matar a elfos drows, sobre todo a las sacerdotisas de Lloth.
—Prepárate —dijo Briza al cabo de unos pocos minutos.
Zak se apartó la espesa cabellera del rostro y permaneció en posición de firmes, con los ojos bien cerrados. Briza empuñó su varita lentamente al tiempo que comenzaba la salmodia destinada a poner en marcha el hechizo. La mujer tocó con la vara un hombro de Zak, después el otro y a continuación mantuvo el bastón inmóvil por encima de la cabeza del hombre.
Zaknafein sintió el rocío helado que caía sobre él y penetraba sus prendas y su coraza, incluso su carne, hasta que todo su cuerpo y atavíos se enfriaron a una temperatura uniforme. Zak odiaba el helor mágico —le parecía que era como la sensación de estar muerto—, pero sabía que gracias a este hechizo ahora resultaba invisible para la visión infrarroja de las criaturas de la Antípoda Oscura, tan gris como la piedra de la caverna.
El maestro de armas abrió los ojos y se estremeció; flexionó los dedos para asegurarse de que todavía podía moverlos. Miró a Briza, que había comenzado con el segundo hechizo, la invocación. Como tardaría unos minutos en completarlo, Zak se recostó contra la pared y pensó una vez más en la agradable aunque peligrosa tarea que tenía por delante. La matrona Malicia había sido muy considerada al dejarle todas las sacerdotisas de la casa DeVir para él.
—Ya está —anunció Briza después de un rato, e indicó a Zak que mirara hacia lo alto, hacia la oscuridad que cubría el invisible techo de la inmensa caverna.
Zak vio de inmediato el resultado del hechizo: una corriente de aire, amarillenta y más cálida que el aire normal de la caverna; una corriente de aire viva.
La criatura, proveniente de un plano elemental, llegó casi hasta el mismo borde del balcón, y esperó obediente las órdenes del invocante.
El guerrero no vaciló. Se arrojó de un salto en el seno de la corriente, que lo mantuvo suspendido por encima del suelo.
Briza lo saludó por última vez y con un ademán indicó a la cosa que se pusiera en marcha.
—Suerte en el combate —le deseó, aunque Zak ya había desaparecido en el espacio.
Zak se rio ante la ironía de sus palabras, mientras los edificios de Menzoberranzan desfilaban por debajo de su cuerpo. La mujer deseaba la muerte de las sacerdotisas de la casa DeVir tanto como él, pero por razones muy diferentes. El maestro de armas habría obtenido el mismo placer si sus próximas víctimas hubiesen sido sacerdotisas de la casa Do’Urden.
El guerrero tocó una de sus espadas de adamantita, un arma drow forjada mágicamente y dotada con un filo agudísimo. «Suerte en el combate», repitió para sí mismo, como una burla a Briza.