La vida de las personas —su vida auténtica, en contraposición a la mera existencia física— empieza en momentos diferentes. La vida real de Thad Beaumont, un niño que había nacido y crecido en el barrio de Ridgeway de Bergenfield, New Jersey, empezó en 1960. Durante ese año le sucedieron dos cosas. La primera definió su vida; la segunda, casi terminó con ella. Thad Beaumont tenía por entonces once años.

En enero, envió un relato corto a un concurso literario patrocinado por la revista para adolescentes American Teen. En junio, recibió una carta de los editores de la revista en la que se le informaba que su trabajo había sido galardonado con una mención de honor en el apartado de ficción del concurso. La carta añadía que el jurado le habría otorgado el segundo premio si su ficha de inscripción no hubiera dejado constancia de que todavía le faltaban dos años para poderlo considerar un genuino «adolescente americano». Pese a ello, decían los editores, el relato, Junto a la casa de Marty, era un trabajo de extraordinaria madurez y merecía sus felicitaciones.

Dos semanas más tarde llegó un diploma de mérito de American Teen. Llegó por correo certificado, con acuse de recibo. El diploma llevaba escrito su nombre con una caligrafía inglesa tan enrevesada que apenas pudo descifrarlo, y un sello dorado en la parte inferior con el logotipo de American Teen en relieve: las siluetas de un chico con el pelo al cepillo y una chica con coleta de poni bailando un jitterbug.

La madre de Thad, un niño tranquilo y formal que no parecía enterarse nunca de nada y que solía tropezar con sus largos pies, abrazó a su hijo y le colmó de besos.

Su padre no pareció impresionado.

—Si el condenado cuento era tan bueno, ¿por qué no se lo han pagado? —gruñó desde las profundidades de su sillón.

—Glen…

—Está bien. Y a ver si ese Ernest Hemingway tuyo me trae una cerveza cuando termines de achucharlo.

La madre no dijo más, pero hizo enmarcar la primera carta y el diploma que siguió, pagando el trabajo con sus propios ahorros, y los colgó en la habitación del pequeño, sobre la cama. Cuando iba un pariente o alguna visita, ella les hacía entrar para que los vieran.

«Algún día Thad será un gran escritor», decía a todo el mundo. Siempre había presentido que a su hijo le esperaba algo grande, y aquella era la primera prueba. Thad sentía vergüenza al escuchar estos comentarios, pero quería demasiado a su madre para decírselo.

Avergonzado o no, el pequeño decidió que su madre estaba en lo cierto, al menos en parte. No sabía si llevaba dentro a un gran escritor pero, en cualquier caso, se dedicaría a escribir. ¿Por qué no? Se le daba bien y, lo que era más importante, disfrutaba haciéndolo.

Cuando las frases le salían redondas, se sentía de maravilla. Además, no siempre podrían negarle el dinero por un tecnicismo. No siempre tendría once años.

El segundo suceso importante que le ocurrió en 1960 empezó en agosto. Fue por entonces cuando se iniciaron los dolores de cabeza. Al principio no eran muy fuertes, pero cuando la escuela empezó de nuevo a primeros de septiembre, los dolores leves y latentes en las sienes y detrás de la frente se habían convertido ya en mórbidas y monstruosas agonías maratonianas. Cuando lo dominaban aquellos dolores de cabeza, lo único que podía hacer era quedarse en cama, con la habitación a oscuras, deseando la muerte. A finales de septiembre, Thad tenía la esperanza de morir; a mediados de octubre, el sufrimiento había aumentado hasta tal punto que el pequeño empezó a temer que no le sobreviniera la muerte.

La aparición de aquellas terribles jaquecas solía ir precedida por un sonido fantasmal que solo él oía; parecía el lejano piar de un millar de pájaros. A veces casi podía ver aquellos pájaros, que le parecían gorriones, apiñándose por docenas en los cables del teléfono y en los tejados como hacían en primavera y en otoño.

Su madre lo llevó a la consulta del doctor Seward.

El doctor le examinó los ojos con un oftalmoscopio y movió la cabeza en un gesto de negativa.

Después, echó las cortinas, apagó la luz e indicó a Thad que fijara la vista en un espacio vacío de la pared de la consulta. Tomó una linterna y la enfocó hacia ella, formando un brillante círculo luminoso, que apagó y encendió rápidamente varias veces mientras Thad lo miraba.

—¿Te sientes raro cuando ves esto, hijo?

Thad negó con un gesto.

—¿No te sientes aturdido, como si fueras a marearte?

Thad repitió el ademán.

—¿Hueles algo? ¿Como a fruta podrida o a trapos quemándose?

—No.

—¿Qué me dices de tus pájaros? ¿Los has oído mientras mirabas el parpadeo de la luz?

—No —insistió Thad, desconcertado.

—Son los nervios —refunfuñó más tarde su padre, mientras Thad aguardaba en la antesala—. Ese condenado crío es un manojo de nervios.

—Creo que es migraña —les dijo el doctor Seward—. No es corriente en una persona tan joven, pero existen antecedentes. Y el muchacho parece muy… intenso.

—Lo es —asintió Shayla Beaumont, no sin un tono de aprobación.

—Bien, tal vez algún día se encuentre algún remedio. Por ahora, me temo que tendrá que seguir padeciéndolas hasta que se le pasen.

—Sí, y nosotros con él —añadió Glen Beaumont.

Pero no se trataba de nervios ni de migrañas, y tampoco se le pasaron.

Cuatro días antes de la noche de Difuntos, Shayla Beaumont oyó que uno de los niños con los que Thad esperaba el autobús escolar cada mañana empezaba a gritar. Cuando se asomó a la ventana de la cocina, vio a su hijo tendido en medio del camino particular de la casa, preso de convulsiones. Junto a él estaba la fiambrera del almuerzo, con su contenido de fruta y bocadillos esparcido por la superficie asfaltada del camino. Shayla salió corriendo, hizo que los demás niños se apartaran y se quedó de pie junto a su hijo, impotente y temerosa de tocarlo.

Si el gran autobús amarillo que conducía el señor Reed hubiera tardado un poco más en llegar, Thad probablemente habría muerto allí mismo. Pero el señor Reed había sido enfermero en Corea y atinó a echar la cabeza del pequeño hacia atrás para desobstruir las vías respiratorias antes de que se asfixiara con su propia lengua. Thad fue conducido en ambulancia al hospital del condado de Bergenfield donde, casualmente, un doctor llamado Hugh Pritchard estaba en el servicio de urgencias —tomando un café e intercambiando mentiras sobre jugadas de golf con un amigo— cuando el chico ingresó. También casualmente, resultaba que Hugh Pritchard era el mejor neurólogo del estado de New Jersey.

Pritchard pidió que se le hicieran unas radiografías y las examinó. Después las mostró a los Beaumont y les pidió que prestaran especial atención a una sombra difusa que había señalado con un lápiz de cera amarillo.

—Esto —indicó—. ¿Qué es?

—¿Cómo diablos vamos a saberlo? —replicó Glen Beaumont—. ¡El médico es usted, no le fastidia!

—De acuerdo —asintió Pritchard con sequedad.

—Mi esposa dice que fue como si al chico le hubiera dado un telele —añadió Glen.

—Si se refiere a un ataque, así fue, en efecto. Si quiere usted decir un ataque epiléptico, estoy bastante seguro de que no se trata de eso. Un ataque tan agudo como el de su hijo correspondería al grand mal, y Thad no ha demostrado ninguna reacción al test de luz de Litton. De hecho, si Thad padeciera el grand mal epiléptico, no necesitarían ustedes que ningún doctor se lo revelara, pues lo habrían visto hacer el batutsi en la alfombra del salón cada vez que la imagen del televisor empezara a hacer tonterías.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó Shayla con timidez.

Pritchard volvió a las radiografías colocadas ante la pantalla iluminada.

—¿Que qué es eso? —respondió mientras señalaba de nuevo la zona marcada con el círculo amarillo—. La súbita aparición de dolores de cabeza y la ausencia de ataques previos a ella apuntan, en mi opinión, a que su hijo tiene un tumor cerebral, probablemente pequeño todavía y cabe esperar que benigno.

Glen Beaumont miró al doctor con aire insensible mientras su esposa se ponía en pie a su lado y escondía el llanto tras un pañuelo. Sollozó sin producir el menor ruido, con lágrimas silenciosas que eran el resultado de años de entrenamiento conyugal. Los puños de Glen eran rápidos y dolorosos, casi nunca dejaban señales y, tras doce años de lágrimas calladas, la mujer probablemente no habría sido capaz de gritar, aunque hubiese querido.

—¿Pretende decir que le quiere cortar el cerebro al chico? —preguntó Glen con su tacto y delicadeza habituales.

—Yo no lo expresaría así, señor Beaumont, pero considero necesaria una intervención exploratoria, en efecto —respondió el médico, y pensó para sí: «Si de verdad existe un Dios y nos ha hecho a su imagen y semejanza, no quiero ni pensar por qué andan sueltos tantos hombres como este con el destino de tantas otras personas en sus manos».

Glen permaneció en silencio un largo instante, con la cabeza gacha y el ceño fruncido, reflexionando. Por fin, alzó la vista e hizo la pregunta que más le preocupaba.

—Dígame la verdad, doctor… ¿cuánto va a costar todo esto?

La enfermera ayudante de quirófano fue la primera en verlo.

Su grito sonó agudo y alterado en la sala de operaciones donde, durante los últimos quince minutos, los únicos ruidos habían sido el murmullo de las órdenes del doctor Pritchard, el siseo de las voluminosas máquinas de soporte vital y el gemido breve y agudo de la sierra de Negli.

La enfermera retrocedió tambaleándose, tropezó con una bandeja de Ross, donde había dos docenas de piezas de instrumental cuidadosamente ordenadas, y la volcó. La bandeja golpeó el suelo embaldosado con un estrépito acompañado por otros tintineos más agudos.

—¡Hilary! —exclamó la enfermera jefe con voz de sorpresa y desconcierto, olvidándose de dónde estaba hasta el punto de avanzar un paso hacia la mujer que huía con la bata verde entreabierta.

El doctor Albertson, el médico asistente, dio un leve puntapié en la pantorrilla a la enfermera jefe.

—Recuerde dónde estamos, por favor.

—Sí, doctor. —La enfermera se volvió al instante, sin mirar siquiera hacia la puerta del quirófano mientras esta se abría de par en par y Hilary hacía mutis, gritando sin cesar como un coche de bomberos con la sirena puesta.

—Coloque el instrumental en el esterilizador —indicó Albertson—. Vamos, vamos, dese prisa.

—Sí, doctor.

La enfermera empezó a recoger los instrumentos entre jadeos, visiblemente azorada pero dominándose.

El doctor Pritchard no parecía haberse percatado de nada y contemplaba con arrebatada atención la abertura que acababa de realizar en el cráneo de Thad Beaumont.

—Increíble —murmuró—. Sencillamente increíble. Esto merecería pasar a los anales de la medicina. Si no lo estuviera viendo con mis propios ojos…

El siseo del esterilizador pareció despertarlo y miró al doctor Albertson.

—Succión —ordenó con aspereza. Se volvió hacia la enfermera jefe y añadió—: ¿Qué diablos está haciendo usted? ¿El crucigrama del periódico? ¡Venga enseguida con todo eso!

La mujer se apresuró a acercarse con el instrumental en una bandeja nueva.

—Dame succión, Lester —dijo Pritchard a Albertson—. Ahora mismo. Luego te enseñaré algo que solo suele verse en las casetas de monstruos de las ferias.

Albertson acercó la bomba de succión a la camilla sin fijarse en la enfermera jefe; esta tuvo que saltar hacia atrás para apartarse y, con destreza, logró mantener en equilibrio el instrumental.

Pritchard miró al anestesista.

—Deme la presión sanguínea, amigo mío. Una buena lectura de la presión, es lo único que pido.

—Está en diez y medio y seis coma ocho, doctor. Estable como una roca.

—Bueno, su madre dice que tenemos aquí a un futuro William Shakespeare, de modo que mantengámoslo así. ¡Succiona, Lester… no le hagas cosquillas con el maldito aparato!

Albertson aplicó succión, despejando de sangre la zona. Al fondo del quirófano, el equipo de monitores emitía sus pitidos rítmicos, monótonos, reconfortantes. De pronto, fue su propia respiración lo que succionaba. Fue como si le hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago.

—¡Oh, Dios mío! ¡Jesús! ¡Dios santo! —Albertson se encogió un momento, para volver a acercarse después. Sobre la mascarilla y tras las gafas de concha, abrió unos ojos como platos, brillantes de súbita curiosidad—. ¿Qué es esto?

—Me parece que ya lo ves —replicó Pritchard—. Solo que se necesita un momento para acostumbrarse. He leído acerca de casos como este, pero no esperaba encontrármelos nunca.

El cerebro de Thad Beaumont mostraba el color del borde externo de una concha, un gris intermedio con un levísimo toque rosado.

Sobresaliendo de la fina superficie de la duramadre había un único ojo humano, ciego y deforme. El cerebro latía ligeramente y el ojo con él. Parecía como si tratara de hacerles un guiño. Era esto —la visión del guiño— lo que había hecho huir del quirófano a la enfermera.

—Dios santo, ¿qué es? —preguntó de nuevo Albertson.

—Nada —respondió Pritchard—. En algún momento debió de formar parte de un ser humano vivo, pero ahora no es nada. Nada más que un problema. Afortunadamente, se trata del tipo de problema que podemos solucionar.

El doctor Loring, el anestesista, dijo:

—¿Me da permiso para mirar, doctor Pritchard?

—¿Sigue estable?

—Sí.

—Venga, pues. Es algo digno de contar a los nietos. Pero dese prisa.

Mientras Loring echaba un vistazo, Pritchard se volvió hacia Albertson.

—Dame la Negli. Voy a abrir un poco más. Así podremos explorar. No sé si conseguiré sacarlo entero, pero haré todo lo que pueda.

Les Albertson, en funciones de enfermera jefe, puso la sonda recién esterilizada en la mano enguantada de Pritchard cuando este se la pidió. El cirujano —que ahora tarareaba entre dientes el tema musical de Bonanza— actuó sobre la abertura rápidamente y casi sin esfuerzo, mientras consultaba solo de forma esporádica el espejuelo de tipo dental montado al final de la sonda y trabajaba casi exclusivamente al tacto. Albertson explicaría más tarde que nunca había presenciado una intervención sobre la marcha tan escalofriante como aquella.

Además del ojo, encontraron parte de un tabique nasal, tres uñas y dos dientes. Uno de los dientes presentaba una pequeña cavidad. El ojo siguió latiendo y tratando de hacer guiños hasta el momento en que Pritchard aplicó el escalpelo de aguja para pincharlo primero, y extirparlo a continuación. Toda la intervención, desde la trepanación inicial hasta la extirpación, duró apenas veintisiete minutos. Cinco pedazos de tejido cayeron con un chapoteo en el platillo de acero inoxidable de la bandeja de Ross, junto a la afeitada cabeza de Thad.

—Creo que lo hemos dejado limpio —anunció por fin Pritchard—. Todo el tejido extraño parece conectado mediante unos ganglios rudimentarios y, aunque haya otros cuerpos, es probable que los hayamos neutralizado.

—Pero… ¿cómo puede ser, si el chico aún está con vida? Quiero decir… todo eso es parte de él, ¿no? —preguntó Loring, perplejo.

Pritchard señaló la bandeja.

—Hemos encontrado un ojo, varios dientes y un puñado de uñas en la cabeza del niño y ¿crees que formaban parte de él? ¿Has visto que le falte alguna uña? ¿Quieres comprobarlo?

—Pero incluso el cáncer es parte del paciente…

—Esto no es un cáncer —le respondió Pritchard en tono indulgente. Mientras hablaba, sus manos revoloteaban sobre su obra—. En muchos partos donde la mujer da a luz a un solo hijo, en realidad ha engendrado gemelos, amigo mío. Puede suceder hasta en dos casos de cada diez. ¿Qué sucede con el otro feto? El más fuerte absorbe al más débil.

—¿Lo absorbe? ¿Te refieres a que se lo come? —exclamó Loring. Tenía la tez un poco verdosa—. ¡No me estarás hablando de canibalismo in utero!

—Llámalo como quieras. Sucede con bastante frecuencia. Si algún día desarrollan ese aparato de sonografías del que no paran de hablar en las conferencias médicas, podremos descubrir el porcentaje exacto. Pero, sea cual fuere, lo que hemos visto hoy es mucho más raro. Parte del gemelo de este muchacho no fue absorbido y terminó instalándose en el lóbulo frontal. Igual podía haberlo hecho en los intestinos, el bazo, la médula espinal o en cualquier otra parte. Por lo general, los únicos médicos que ven cosas parecidas son los forenses; se descubren en las autopsias y no sé de ningún caso en que el tejido extraño provocara la muerte.

—Entonces, ¿qué ha sucedido aquí? —quiso saber Albertson.

—Por alguna causa, esta masa de tejido, que probablemente era de tamaño microscópico hace un año, empezó a crecer de nuevo. El reloj de crecimiento del gemelo absorbido, que debería haberse detenido definitivamente al menos un mes antes de que la señora Beaumont rompiera aguas, volvió a ponerse en marcha, no sé cómo, y empezó a hacerlo a marchas forzadas. Lo que sucedió luego no tiene nada de misterioso: la presión craneal por sí sola bastó para provocar los dolores de cabeza del chico y las convulsiones que lo han traído aquí.

Loring asintió y murmuró:

—Sí, pero ¿por qué ha pasado esto?

—Pregúntamelo dentro de treinta años, si para entonces practico algo más que mis golpes de golf —respondió Pritchard, sacudiendo la cabeza—. Hoy por hoy, solo sé que he localizado y extirpado un tumor muy especializado, de un tipo muy poco frecuente. Un tumor benigno. Además, salvo complicaciones, esto es lo único que necesita saber la familia del chico. Al lado del padre, el hombre de Neanderthal parecería un tipo brillante. No me veo capaz de explicarle que he sometido a su hijo de once años a una especie de aborto. Vamos, cerremos ya.

Y, como si se le acabara de ocurrir, añadió con voz suave, dirigiéndose a la enfermera jefe:

—Quiero que despidan ahora mismo a esa estúpida zorra que salió de aquí de estampida. Tome nota, por favor.

—Sí, doctor.

Thad Beaumont dejó el hospital nueve días después de la intervención. Durante los seis meses siguientes experimentó una penosa debilidad en el costado izquierdo del cuerpo y, de vez en cuando, si estaba muy cansado, veía ante sus ojos extraños dibujos de luces destellantes, trazados no del todo al azar.

Su madre le había comprado una vieja máquina de escribir, una Remington 32, como regalo de convalecencia, y estos destellos de luz se producían con más frecuencia cuando estaba encorvado sobre ella un rato antes de acostarse, luchando con la manera de expresar algo o al intentar imaginar la siguiente escena en el relato que estaba escribiendo. Finalmente, también esas luces desaparecieron.

El misterioso sonido del piar fantasmal —el ruido de escuadrones de gorriones batiendo alas— no se repitió nunca más tras la operación.

Thad continuó escribiendo, ganando confianza en sí mismo y puliendo su naciente estilo. Vendió su primer relato —a American Teen— seis años después de que empezara su vida real. Si alguna vez recordaba el episodio (lo que cada vez hizo menos con el paso de los años), solo pensaba en la suerte que había tenido de salir con vida.

En esos tiempos pioneros, muchos pacientes sometidos a operaciones cerebrales no fueron tan afortunados como él.