Los sueños de las personas —sus sueños auténticos, en contraposición a esas alucinaciones de cuando están dormidas, que pueden presentarse o no según ellas decidan— terminan en diferentes momentos. Para Thad Beaumont, el sueño de George Stark terminó a las nueve y cuarto de la noche, cuando los psicopompos se llevaron a su mitad oscura al ignorado lugar que le había sido asignado. Y terminó con el Toronado negro, aquella tarántula negra en la que George y él habían llegado siempre a la casa en su repetida pesadilla.

Liz y los gemelos estaban en el extremo del camino particular, que desembocaba en Lake Lane. Thad y Alan se encontraban junto al coche negro de Stark, que ya no era de ese color. Ahora era gris por los excrementos de gorrión.

Alan no quería mirar hacia la casa, pero no podía apartar los ojos de ella. Era una ruina hecha astillas. El lado este, donde se encontraba el estudio, había soportado el ataque más duro, pero toda la casa había sufrido grandes destrozos. Por todas partes se abrían grandes agujeros. La barandilla colgaba del borde de la terraza por el lado del lago como una escala articulada de madera. Había enormes montones de pájaros muertos en un gran círculo en torno al edificio. Sus cuerpos colgaban de los ángulos del tejado y atascaban los desagües. La luz que había aparecido en el cielo se reflejaba con destellos plateados en los mil y un fragmentos de cristal hecho añicos. Chispas de aquella misma luz encantada se adivinaban en el fondo de los ojos vidriosos de los gorriones muertos.

—¿Está seguro de que esto le parece bien? —preguntó Thad.

Alan asintió.

—Lo pregunto porque esto es destruir pruebas.

—¿Creería alguien de qué son pruebas? —respondió Alan con una risa áspera.

—Supongo que no —asintió Thad. Luego añadió—: Escuche, Alan, en cierta ocasión me pareció que le caía bien a usted. Ahora, ya no me lo parece. En absoluto. Y no lo entiendo. ¿Acaso me considera responsable de… de todo esto?

—Me es totalmente indiferente —respondió Alan—. Ha terminado, y eso es lo único que me importa, señor Beaumont. Ahora mismo, es la única cosa que me importa en este maldito mundo.

Vio la expresión dolida en el rostro cansado y atormentado de Thad y realizó un gran esfuerzo.

—Mire, Thad. Esto es demasiado. Demasiado para asimilarlo de golpe. Acabo de ver a un hombre transportado por los aires por una bandada de gorriones. Deme un respiro, ¿de acuerdo?

Thad asintió.

—Comprendo.

«No, no comprendes —pensó Alan—. No comprendes lo que eres y dudo que nunca llegues a entenderlo. Tal vez tu esposa, aunque dudo que las cosas vuelvan a ser como antes entre vosotros, después de lo sucedido. Dudo que Liz quiera comprender alguna vez, o se atreva a amarte de nuevo. Tal vez tus hijos, algún día… pero tú no. Estar a tu lado es como rondar una caverna de la que ha salido una criatura de pesadilla. El monstruo ya no está, pero uno aún sigue reacio a acercarse demasiado al lugar de donde surgió. Porque podría haber otro. Probablemente no, y la mente lo sabe, pero las emociones… esas tocan una música distinta, ¿verdad? ¡Ah, muchacho! Y, aunque la cueva haya quedado vacía para siempre, están los sueños. Y los recuerdos. Está Homer Gamache, por ejemplo, golpeado hasta la muerte con su propio brazo ortopédico. Por culpa tuya, Thad. Todo por culpa tuya».

No era justo, y una parte de Alan lo sabía. Thad no había escogido tener un hermano gemelo, ni había destruido a este en el útero de su madre por un acto de maldad («No estamos hablando de un Caín que se rebela y mata a Abel con una piedra», había dicho el doctor Pritchard). Tampoco había sabido qué clase de monstruo estaba al acecho cuando empezó a escribir bajo el seudónimo de George Stark.

Pero, aun así, habían sido gemelos.

No podía olvidar la manera en que Thad y Stark se habían echado a reír al unísono.

Aquella carcajada desquiciada, lunática, y la expresión de sus ojos.

Se preguntó si Liz podría olvidar.

Se levantó una ligera brisa que llevó hasta él el desagradable olor del gas de la cocina.

—Quemémosla —dijo de pronto—. Quemémoslo todo. No me importa lo que piense nadie después. Apenas hay viento y los bomberos llegarán antes de que el fuego se extienda en ninguna dirección. Si quema algunos de los árboles que rodean la casa, mucho mejor.

—Yo me encargaré —asintió Thad—. Usted vaya con Liz. Ayúdela con los geme…

—Lo haremos juntos —replicó el comisario—. Deme los calcetines.

—¿Qué?

—Ya me ha oído; deme sus calcetines.

Alan abrió la portezuela del Toronado e inspeccionó el interior. Sí, un cambio de marchas manual, como había imaginado. Un tipo duro como George Stark no se contentaría nunca con un cambio automático; esto quedaba para hombres casados estilo Walter Mitty, como Thad Beaumont.

Con la portezuela abierta, se sostuvo sobre un pie y se quitó el zapato y el calcetín del pie derecho. Thad lo observó e imitó sus movimientos. Alan se puso de nuevo el zapato y repitió la operación con el pie izquierdo. No tenía la menor intención de apoyar el pie desnudo sobre la masa de pájaros muertos, ni por un instante.

Cuando hubo terminado, ató con un nudo ambos calcetines de algodón. Después, cogió los de Thad y los añadió a los primeros. Rodeó el coche hasta la parte trasera del lado del acompañante; los cuerpos de los gorriones muertos crujieron bajo sus pies como papel de periódico. Abrió el depósito de gasolina del vehículo e introdujo la improvisada mecha en el orificio. Cuando la sacó, estaba empapada. Le dio la vuelta, introdujo el extremo seco y dejó el que ya estaba empapado colgando sobre la carrocería salpicada de materia excrementicia. Después se volvió hacia Thad, que lo había seguido. El comisario rebuscó en el bolsillo de la camisa del uniforme y sacó un paquete de cerillas de propaganda. No recordaba de dónde había salido aquel, pero en la cubierta había un cromo coleccionable.

El cromo mostraba el grabado de un pájaro.

—Prenda los calcetines cuando el coche se ponga en marcha —le indicó Alan—. Ni un momento antes, ¿entendido?

—Sí.

—Reventará con una explosión y prenderá fuego a la casa. Luego volará el deposito de gas del otro lado. Cuando lleguen los inspectores de incendios, parecerá que su amigo perdió el control y chocó con la casa y el coche estalló. Al menos, eso espero.

—Muy bien.

Alan rodeó de nuevo el coche.

—¿Qué sucede ahí? —preguntó Liz, nerviosa—. ¡Los bebés están cogiendo frío!

—¡Solo un minuto más! —respondió Thad.

Alan introdujo el brazo en el interior del Toronado, impregnado de un hedor insoportable, y liberó el freno de mano.

—Espere a que se ponga en marcha —repitió por encima del hombro.

—Sí.

Alan pisó el pedal del embrague y puso el cambio de marchas en punto muerto.

El Toronado empezó a moverse al instante.

Se apartó del coche y, por un momento, pensó que Thad no había conseguido hacer su parte… y entonces la mecha empezó a arder contra la parte trasera de la carrocería del coche en una brillante línea de llamas.

El Toronado avanzó lentamente los últimos cinco metros de camino, dio contra el pequeño bordillo de asfalto y se desvió cansinamente hacia el pequeño porche trasero. Chocó con el costado de la casa y se detuvo. Alan alcanzó a leer con claridad el adhesivo del parachoques trasero bajo la luz anaranjada de la mecha: HIJO DE PUTA DE CATEGORÍA.

—Ya no —murmuró.

—¿Qué?

—Nada. Volvamos atrás. El coche va a estallar.

Apenas habían retrocedido diez pasos cuando el Toronado se convirtió en una bola de fuego. Las llamas se alzaron en el lado este de la casa, astillado y picoteado, y convirtieron el hueco de la pared del estudio en una pupila negra de mirada fija.

—Vamos —dijo Alan—. Volvamos al coche patrulla. Ahora que ya está hecho, hemos de dar la alarma. No es preciso que toda la gente del lago pierda su casa por esto.

Pero Thad se quedó un momento más y Alan permaneció con él. La casa era de madera seca bajo las planchas de cedro y estaba prendiendo muy deprisa. Las llamas hervían en el agujero que correspondía al estudio de Thad y, ante la mirada de los dos hombres, unas cuantas hojas de papel se alzaron en la corriente de aire que había creado el incendio y flotaron en torno al fuego. Bajo el resplandor de este, Alan distinguió que estaban cubiertas de palabras escritas a mano. Las hojas de papel se arrugaron por los bordes, ardieron, se chamuscaron o quedaron ennegrecidas, y continuaron ascendiendo en el aire nocturno por encima de las llamaradas como una bandada de aves negras.

«Cuando estuvieran en lo más alto de aquella corriente de aire —pensó Alan—, otras brisas más normales las impulsarían». Las impulsarían y se las llevarían, tal vez hasta los confines de la tierra.

«Estupendo», pensó, y echó a andar por el camino con la cabeza gacha hacia donde aguardaban Liz y los bebés. Detrás de él, Thad Beaumont alzó lentamente las manos y se cubrió el rostro.

Y se quedó allí, sin moverse, durante un largo rato.

3 de noviembre de 1987 - 16 de marzo de 1989