EPÍLOGO

Henry no besó a Mary Lou ese día, pero tampoco la dejó sin una palabra, como podría haber hecho. La vio, contuvo su cólera y esperó a que remitiera hasta convertirse en aquel silencio rotundo que conocía tan bien. Había terminado por aceptar que aquellas penas eran solo de ella, y no cuestiones que compartir o tan solo que discutir. Mary Lou siempre había bailado mejor sola.

Por fin cruzaron el campo a pie y contemplaron una vez más la casa de juegos donde había muerto Evelyn tres años atrás. No era un gran adiós, pero era el mejor posible. Henry pensó que bastaba.

Puso las bailarinas de papel de Evelyn en la hierba alta junto al porche en ruinas, consciente de que el viento se las llevaría muy pronto. Luego, él y Mary Lou abandonaron el viejo lugar por última vez. No era bueno, pero estaba bien. Bastaba. No era hombre que creyera en finales felices. La poca serenidad que conocía procedía principalmente de ello.

THADDEUS BEAUMONT,

Las súbitas bailarinas