LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR
1
Cuando Alan cerró la puerta y dejó solos a los dos hombres, Thad abrió el cuaderno que tenía delante y contempló la página en blanco unos instantes. Luego, cogió uno de los lápices Berol.
—Voy a empezar con el pastel —le dijo a Stark.
—Sí —respondió este. Una especie de ansiosa añoranza llenó su expresión—. Adelante.
Thad posó el lápiz sobre el papel en blanco. Este era siempre el mejor momento: justo antes de la primera letra. Se trataba de una especie de operación quirúrgica y, al final, el paciente casi siempre acababa muriendo, pero había que hacerlo de todos modos. Era preciso hacerlo, porque para eso estaba hecho uno. Solo por eso.
«Recuerda —se dijo—. Recuerda lo que estás haciendo».
Pero una parte de él, la parte que realmente quería escribir Máquina de acero, protestó.
Thad se inclinó hacia delante y empezó a llenar el espacio vacío.
MÁQUINA DE ACERO
por George Stark
Capítulo 1: La boda
Alexis Máquina rara vez se sentía antojadizo y el hecho de permitirse un pensamiento ocioso en una situación como aquella era algo que nunca le había sucedido hasta entonces. Sin embargo, se le ocurrió una idea: de todos los seres humanos de la tierra —¿cuántos?, ¿cinco mil millones?—, yo soy el único que se encuentra en este momento dentro de un pastel nupcial en movimiento, con una Heckler & Kock del 223 semiautomática en las manos.
Nunca había estado en un espacio tan reducido. El aire se había enrarecido casi enseguida, pero no habría podido aspirar a pleno pulmón en ningún caso. La cobertura del pastel de Troya era real, pero debajo no había más que una fina capa de un producto llamado Nartex, un yeso especial, algo así como cartón piedra de alta calidad. Si hinchaba el pecho, era probable que los novios de la cima del pastel se cayeran. Sin duda, la cobertura se agrietaría y…
Thad escribió durante casi cuarenta minutos, tomando velocidad según avanzaba y llenando gradualmente su cerebro con las imágenes y los sonidos de la fiesta nupcial que terminaría con aquel estallido.
Finalmente, dejó el lápiz sobre el escritorio. La punta estaba roma.
—Dame un cigarrillo —pidió.
Stark levantó las cejas.
—Sí —insistió Thad.
Había un paquete de Pall Mall sobre el escritorio. Stark sacó uno con una sacudida y Thad lo aceptó. El cigarrillo tenía un tacto extraño entre los labios, después de tantos años… Demasiado grueso, tal vez. Pero lo notó cómodo. Lo notó bien.
Stark prendió una cerilla y la sostuvo para que Thad encendiera. Aspiró con intensidad. El humo golpeó sus pulmones con su fuerza cruel y necesaria de siempre. Al momento se sintió mareado, pero la sensación no lo molestó en absoluto.
«Ahora necesito tomar una copa —pensó—. Y si cuando esto termine sigo con vida y de pie, es lo primero que voy a hacer».
—Pensaba que lo habías dejado —comentó Stark.
—Yo también. ¿Qué quieres que te diga, George? Me equivocaba. —Aspiró otra profunda calada y exhaló el humo por la nariz. Movió el cuaderno hacia Stark y le dijo—: Tu turno.
Stark se inclinó sobre el cuaderno y leyó el último párrafo que había escrito Thad; en realidad, no era preciso leer más. Los dos sabían de qué iba el argumento.
Dentro de la casa, Jack Rangely y Tony Westerman estaban en la cocina, y Rollick ya debía de estar en el piso de arriba. Los tres iban armados con Steyr-Aug semiautomáticas, el único subfusil de calidad que se fabrica en Norteamérica y, aunque alguno de los guardaespaldas disfrazados de invitados fuera muy rápido, los tres serían capaces de montar una barrera de fuego más que suficiente para cubrir su retirada. «Dejadme salir de este pastel —pensó Máquina—. Es lo único que pido».
Stark encendió otro Pall Mall para él, escogió uno de sus Berol, abrió el cuaderno… y se detuvo. Miró a Thad con absoluta sinceridad.
—Estoy asustado, muchacho —susurró.
Y Thad sintió una gran oleada de simpatía hacia Stark. A pesar de todo lo que sabía. «Asustado. Sí, claro que lo estás —pensó—. Solo los que están empezando (los niños) no tienen miedo. Los años pasan y las palabras de las páginas no se hacen más oscuras, pero el espacio en blanco sí que se hace más blanco. ¿Asustado? Estarías aún más loco de lo que estás si no tuvieras miedo».
—Lo sé —respondió—. Pero ya sabes cómo son las cosas: la única manera de hacer algo es hacerlo.
Stark asintió y se inclinó sobre el cuaderno. Repasó dos veces más el último párrafo que había redactado Thad… y empezó a escribir.
Las palabras se formaron con dolorosa lentitud en la mente de Thad.
Máquina… no… había pensado nunca…
Una larga pausa y luego de corrido:
… cómo sería sufrir de asma, pero si alguien se lo preguntaba después de aquello…
Una pausa más corta.
… se acordaría del trabajo Scoretti.
Releyó lo que había escrito y luego miró a Thad, incrédulo. Thad asintió.
—Tiene sentido, George.
Se llevó los dedos a la comisura de los labios, que le habían empezado a escocer de pronto, y advirtió que le estaba saliendo una llaga. Observó a Stark y descubrió que una pústula similar había desaparecido de su boca.
«Está pasando. Está sucediendo de verdad».
—Adelante, George —lo animó—. Suéltalo todo.
Pero Stark ya se había volcado de nuevo sobre el cuaderno y cada vez escribía más deprisa.
2
Stark pasó casi media hora escribiendo hasta que, por último, dejó el lápiz con un leve jadeo de satisfacción.
—Es bueno —dijo con voz grave, llena de maliciosa satisfacción—. Es lo mejor que puede ser.
Thad cogió el cuaderno y empezó a leer. Al contrario que Stark, él leyó todo lo escrito. Lo que buscaba empezaba a aparecer en la tercera de las nueve páginas que George había llenado.
Máquina escuchó el ruido de algo que se arrastraba y se puso alerta. Cerró los dedos en torno a la Heckler & Gorrión y entonces comprendió de qué se trataba. Los invitados, unos doscientos, sentados a las largas mesas bajo la enorme marquesina de franjas azules y amarillas, estaban arrastrando hacia atrás los gorriones plegables sobre los tablones colocados en el suelo para proteger el césped de las perforaciones de los gorriones de tacón alto de las mujeres. Los invitados iban a recibir el gorrión nupcial en pie y con una maldita ovación.
«No lo sabe —se dijo Thad—. Está escribiendo la palabra “gorrión” una y otra vez y no tiene la más remota… y jodida… idea».
Los oyó moverse inquietos sobre su cabeza, arriba y abajo, y los gemelos habían mirado hacia el techo varias veces antes de quedarse dormidos, de modo que ellos también se habían dado cuenta.
George, en cambio, no.
Para George, los gorriones no existían.
Thad volvió al manuscrito. La palabra seguía asomando cada vez con más frecuencia y, en el último párrafo, ya aparecía la frase entera.
Máquina descubrió más tarde que los gorriones estaban volando y las únicas personas de aquel selecto grupo que realmente formaban parte de sus gorriones eran Jack Rangely y Lester Rollick. Todos los demás gorriones con los que había volado durante diez años, todos estaban metidos en aquello. Gorriones. Y echaron a volar antes de que Máquina pudiera gritar por su gorrión transmisor.
—¿Y bien? —preguntó Stark cuando Thad dejó el escrito sobre la mesa—. ¿Qué te parece?
—Me parece bien —respondió—. Pero eso tú ya lo sabías, ¿no?
—Sí… pero quería oírtelo decir, muchacho.
—También me parece que tienes mucho mejor aspecto.
Y era cierto. Mientras George había estado perdido en aquel mundo rabioso y violento de Alexis Máquina, había empezado a sanar.
Las llagas estaban desapareciendo. La piel agrietada y descompuesta recuperaba su tono rosado; los bordes de las zonas de piel nueva se extendían sobre las pústulas en curación, buscándose y, en ciertas partes, tejiendo ya una red. Las cejas, que habían desaparecido en un caldo de carne putrefacta, empezaban a reaparecer. Los regueros de pus que habían cubierto el cuello de su camisa de una repulsiva capa pastosa amarillenta se estaban secando.
Thad se llevó la mano izquierda a la llaga que le empezaba a aparecer en la sien izquierda y mantuvo las yemas de los dedos ante los ojos un instante. Estaban húmedas. Alzó la mano otra vez y se tocó la frente. La piel estaba lisa. La pequeña cicatriz blanca, recuerdo de la operación a que le habían sometido el año que empezó su vida real, había desaparecido.
Un extremo del columpio sube, el otro baja. Una ley más de la naturaleza, muchacho. Una ley más de la naturaleza.
¿Había oscurecido ya, fuera? Thad calculó que sí. En cualquier caso, debía de faltar muy poco. Consultó el reloj, pero no le sirvió de nada. Se había detenido a las cinco y cuarto. El tiempo carecía de importancia. Tendría que hacerlo pronto.
Stark aplastó un cigarrillo en el cenicero rebosante.
—¿Quieres seguir o descansamos?
—¿Por qué no sigues tú? —propuso Thad—. Creo que puedes hacerlo.
—Sí —respondió Stark. No estaba mirando a Thad. Solo tenía ojos para las palabras, las palabras, las palabras. Se pasó una mano por el cabello rubio, que ya estaba recuperando el lustre—. Yo también creo que puedo. De hecho, sé que puedo.
Se puso a garabatear de nuevo. Alzó la mirada un momento cuando Thad se levantó de la silla y fue hasta el sacapuntas, pero enseguida volvió al papel. Thad afiló uno de los Berol hasta dejarlo como una cuchilla. Y, al darse la vuelta, sacó del bolsillo el reclamo para aves que le había dado Rawlie. Lo ocultó en la mano y volvió a sentarse, mientras observaba el cuaderno que tenía ante él.
Ahora. Era el momento. Lo supo con la certeza y seguridad con que reconocía las formas de su propio rostro al tocarlo con la mano. La única cuestión que quedaba por decidir era si tendría o no valor para intentarlo.
Una parte de él se revelaba; una parte de él aún codiciaba aquel libro. Sin embargo, le sorprendió descubrir que aquel sentimiento no era tan fuerte como cuando Liz y Alan habían salido del estudio, y creyó saber la razón. Se estaba produciendo una separación. Una especie de obsceno nacimiento. Ya no era su libro. Alexis Máquina estaba con quien lo había poseído desde el principio.
Con el reclamo para pájaros apretado con fuerza en el hueco de la mano izquierda, Thad se inclinó sobre el cuaderno.
«Yo soy quien los trae», escribió.
Sobre su cabeza, el inquieto movimiento de los pájaros cesó.
«Yo soy quien sabe», escribió.
Todo el mundo pareció detenerse y prestar atención.
«Yo soy el dueño».
Hizo una pausa y miró a sus hijos dormidos.
«Cinco palabras más —pensó—. Solo cinco más».
Y descubrió que quería escribirlas como no había deseado escribir otras en toda su vida.
Deseaba escribir novelas, pero más aún que eso, más de lo que deseaba las exquisitas visiones que a veces le ofrecía aquel tercer ojo, Thad quería ser libre.
«Cinco palabras más». Se llevó la mano izquierda a la boca y apretó el reclamo para pájaros entre los labios como un habano.
«No se te ocurra mirar, George. No levantes la vista, presta atención solo al mundo que estás creando. Ahora, no. Por favor, Dios santo, que no se le ocurra mirar ahora el mundo de las cosas reales».
Posó de nuevo el lápiz en el papel y escribió la palabra PSICOPOMPOS en impersonales letras mayúsculas. Las rodeó con un círculo. Trazó una flecha debajo de ella y debajo escribió: LOS GORRIONES ESTÁN VOLANDO.
Fuera, empezó a levantarse una ventolera, salvo que no era viento; era la vibración de millones de plumas. Y sonaba en el interior de la cabeza de Thad. De pronto, aquel tercer ojo se abrió en su mente, se abrió más de lo que había hecho nunca y Thad vio Bergenfield, New Jersey: las casas vacías, las calles desiertas, el suave cielo de primavera. Descubrió los gorriones por todas partes, más de los que había visto nunca. El mundo en el que había crecido se había convertido en un inmenso aviario.
Pero no era Bergenfield.
Era Terminal.
Stark interrumpió su tarea. Abrió los ojos con una expresión de súbita y tardía alarma.
Thad aspiró profundamente y sopló. El reclamo para aves que le había dado Rawlie de Lesseps emitió una nota extraña, como un chillido.
—¿Thad? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo?
Stark alargó la mano para arrebatarle el silbato pero, antes de que pudiera tocarlo, se produjo un estampido y el reclamo se partió en dos en la boca de Thad, cortándole los labios. El sonido despertó a los gemelos y Wendy se echó a llorar.
Fuera, el rumor de las plumas de los gorriones se convirtió en un fragor.
Estaban remontando el vuelo.
3
Liz había echado a correr hacia la escalera al oír que Wendy estallaba en sollozos. Alan se quedó un momento donde estaba, paralizado por lo que veía en el exterior. La tierra, los árboles, el lago, el cielo… todo había desaparecido. Los gorriones habían formado un gran telón ondulante, oscureciendo la cristalera por completo.
Cuando los primeros cuerpos menudos empezaron a golpear el cristal reforzado, Alan salió por fin de su parálisis.
—¡Liz! —gritó—. ¡Liz, al suelo!
Pero Liz no iba a arrojarse al suelo; su hijita estaba llorando y no podía pensar en otra cosa.
Alan cruzó la estancia a toda velocidad, empleando aquella agilidad casi sobrenatural que era su don secreto, y derribó a Liz como un jugador de rugby en el preciso instante en que la cristalera estallaba hacia el interior bajo el empuje de veinte mil gorriones. A estos siguieron otros veinte mil, y veinte mil más, y veinte mil más. En un momento, el salón se llenó de pájaros, que ocuparon hasta el último rincón.
Alan se arrojó sobre Liz y la arrastró bajo el sofá. El mundo era un constante gorjeo chillón de gorriones. De inmediato, oyeron que reventaban las otras ventanas, todas las de la casa. Esta vibraba con los impactos de los minúsculos bombardeos suicidas. Alan se asomó desde debajo del sofá y vio un mundo que solo era un movimiento pardo y negruzco.
Los detectores de humos se conectaron cuando los pájaros se estrellaron contra ellos. En alguna parte se oyó un enorme estallido cuando la pantalla del televisor saltó en pedazos. También oyeron caer los cuadros de las paredes, acompañados de una serie de notas metálicas de xilófono cuando los gorriones chocaban con los cazos colgados de la pared sobre los fogones y los derribaban al suelo.
Y, a pesar del estruendo, seguía oyendo el llanto de los bebés y los gritos de Liz.
—¡Suéltame! ¡Mis hijos! ¡Suéltame! ¡Tengo que proteger a mis hijos!
Consiguió zafarse a medias de Alan y asomó medio cuerpo de debajo del sofá. Al momento, quedó cubierta de gorriones que se le posaron en el cabello y, agarrados a él, batieron alas con furia. Liz golpeó a los pájaros con rabia histérica. Alan la agarró y volvió a introducirla bajo el sofá. En el aire arremolinado del salón distinguió una enorme columna negra de gorriones que fluía escaleras arriba, hacia el estudio.
4
Stark agarró a Thad cuando los primeros pájaros empezaron a golpear contra la puerta secreta. Beaumont oyó detrás de la pared los golpes sordos de los posapapeles al caer entre un tintineo de cristales rotos. Ahora, los dos gemelos estaban llorando. Sus voces agudas se fundían con el enloquecedor piar de los gorriones y juntos formaban una especie de armonía infernal.
—¡Basta! —aulló Stark—. ¡Detén eso, Thad! ¡Sea lo que sea, haz que pare!
Su mano buscó la pistola y Thad le clavó en la garganta el lápiz que tenía en la mano.
La sangre manó a chorro. Stark lo miró, lanzó un jadeo y se llevó la mano al cuello. El lápiz se movía arriba y abajo en sus esfuerzos por tragar. Stark cerró una mano en torno al lápiz y lo extrajo.
—¿Qué haces? —exclamó con voz ronca—. ¿Qué está pasando?
Por fin oía los pájaros; no entendía qué significaban, pero los oía. Volvió los ojos hacia la puerta cerrada y por primera vez Thad vio en ellos un destello de auténtico terror.
—Estoy escribiendo el final, George —respondió Thad en un susurro que ni Liz ni Alan captaron desde el piso de abajo.
—Muy bien —masculló Stark—. Entonces, escribámoslo para todos.
Y se volvió hacia los gemelos con el lápiz ensangrentado en una mano y la pistola del 45 en la otra.
5
En un extremo del sofá había un cubrecamas de estambre doblado. Alan sacó la mano para alcanzarlo y notó lo que le pareció una docena de agujas de coser al rojo vivo.
—¡Maldita sea! —exclamó, retirando la mano.
Liz seguía tratando de escapar de él. El monstruoso piar parecía estar llenando ahora todo el universo y Alan no alcanzaba a oír a los niños; pero Liz Beaumont sí. Y se retorcía y tiraba y empujaba intentando zafarse. Alan la asió por el cuello de la blusa y notó que la tela se desgarraba.
—¡Estate quieta un momento! —le gritó, pero era inútil.
Nada de cuanto dijera podría detenerla cuando sus hijos estaban llorando. Annie habría hecho lo mismo. Alan sacó de nuevo la mano, esta vez sin hacer caso de los dolorosos picotazos, y arrastró el cubrecamas al suelo. Cuando lo tuvo bajo el sofá, lo extendió como pudo. Se escuchó un tremendo estrépito en el dormitorio principal, donde alguna pieza de mobiliario de gran tamaño —la cómoda, tal vez— había sido derribada. La cabeza sobrecargada y aturdida de Alan intentó imaginar cuántos gorriones eran necesarios para volcar una cómoda, pero no lo logró.
«¿Cuántos gorriones son necesarios para desenroscar una bombilla? —preguntó su mente enloquecida—. ¡Tres para sujetar la bombilla y tres billones para hacer girar la casa!» Soltó una risa desquiciada, en falsete; momentos después, el gran globo que colgaba del techo en el centro del salón estalló como una bomba. Liz soltó un grito y se encogió por un instante; Alan aprovechó para cubrirle la cabeza con la tela. Él también se metió debajo. Ni siquiera así estaban solos; media docena de gorriones los acompañaban bajo el cubrecamas. Alan notó el aleteo de unas plumas rozándole la mejilla y una ardiente punzada de dolor que le tatuaba la sien izquierda. Se golpeó a sí mismo a través de la tela; el gorrión rodó hasta su hombro y cayó al suelo.
Sacudió a Liz enérgicamente y le gritó al oído.
—¡Vamos a caminar! ¡A caminar, Liz! ¡Debajo del cubrecamas! ¡Si intentas echarte a correr, te dejaré sin sentido! ¡Asiente con la cabeza si has entendido!
Ella intentó liberarse. El cubrecamas se estiró. Unos gorriones se posaron un instante sobre la tela, rebotaron en ella como si fuera un trampolín y saltaron al aire otra vez. Alan volvió a atraer a Liz contra sí y la sacudió por un hombro. La sacudió con fuerza.
—¡Asiente si me has entendido, maldita sea!
El cabello de la mujer le cosquilleó en la cara al asentir. Salieron gateando de debajo del sofá. Alan mantuvo el brazo firme en torno a los hombros de Liz, temiendo que reaccionara de forma imprevista. Poco a poco, empezaron a avanzar por la estancia invadida por los gorriones, abriéndose paso entre las ligeras y enloquecedoras nubes de pájaros chillones. Parecían un animal de carbón en una feria rural, un asno bailarín formado por dos gemelos, uno en la cabeza y otro en la cola.
El salón de la casa de los Beaumont era espacioso, con un techo alto, catedralicio, pero ahora parecía no quedar sitio en él ni para el aire. Avanzaban a través de una atmósfera blanda, cambiante, gomosa, compuesta de pájaros.
Los muebles se rompían. Los gorriones golpeaban paredes, techos y aparatos. El mundo entero se había convertido en olor a pájaros y extrañas percusiones.
Por fin llegaron a las escaleras y empezaron a subir trabajosamente los peldaños bajo el cubrecamas, que ya estaba cubierto de plumas y excrementos de gorrión. Cuando apenas habían subido dos escalones, sonó un disparo en el estudio.
Alan volvió a oír entonces a los gemelos. Estaban chillando.
6
Thad buscó a tientas encima del escritorio mientras Stark dirigía el arma hacia William, y encontró el pisapapeles con el que había estado jugueteando Stark. Era un pedazo de pizarra gris negruzco y bastante pesado, plano por uno de los lados. Lo lanzó contra la muñeca de Stark un instante antes de que este disparase, con lo cual le rompió el hueso y desvió el cañón del arma hacia abajo. El estampido del disparo resultó ensordecedor en la pequeña estancia. La bala horadó el suelo a dos dedos del pie izquierdo de William, haciendo saltar astillas sobre las perneras de su pijama azul afelpado. Los gemelos empezaron a chillar y Thad, mientras se enzarzaba en un cuerpo a cuerpo con Stark, los vio abrazándose en un gesto espontáneo de mutua protección.
«Hansel y Gretel», pensó. En ese momento, Stark le clavó el lápiz en el hombro.
Soltó un alarido de dolor y apartó a Stark de un empujón. Este tropezó con la máquina de escribir del rincón y cayó de espaldas contra la pared. Trató de pasarse la pistola a la mano derecha, pero se le cayó.
El sonido de los pájaros contra la puerta formaba ahora un trueno constante. Poco a poco, la vitrina empezó a girar sobre el pivote central. Un gorrión con un ala aplastada se coló por el resquicio y cayó al suelo retorciéndose.
Stark se llevó la mano al bolsillo trasero y sacó la navaja barbera. Abrió la hoja con los dientes. Sus ojos tenían un brillo desquiciado sobre el acero.
—¿Es esto lo que quieres, muchacho? —exclamó, y Thad observó que la podredumbre volvía a adueñarse de su rostro en un instante, como si se desmoronara una pared de ladrillos—. ¿Es esto? Muy bien, aquí lo tienes.
7
A mitad de las escaleras, Liz y Alan se vieron detenidos por una sólida muralla de aves suspendidas en el aire que, sencillamente, les impedía seguir avanzando. El aire palpitaba y zumbaba, atestado de gorriones. Liz soltó un alarido de furia y de terror.
Los pájaros no se volvieron contra ellos, no los atacaron; simplemente, les bloquearon el paso. Parecía como si todos los gorriones del mundo estuvieran reunidos allí, en el piso superior de la casa de campo de los Beaumont, en Castle Rock.
—¡Al suelo! —gritó Alan—. ¡Tal vez podamos arrastrarnos por debajo!
Se pusieron de rodillas. Al principio consiguieron progresar, aunque el avance no resultaba agradable, pues se encontraron gateando sobre una alfombra ensangrentada y crujiente de casi dos palmos de altura formada por pequeños gorriones. Sin embargo, pronto volvieron a topar con la muralla. Alan se asomó bajo el borde del cubrecamas y observó una masa abigarrada y confusa que superaba toda descripción. Los gorriones de los escalones estaban siendo aplastados. Capas y capas de gorriones vivos —pero que pronto morirían— ocupaban el aire encima de los pájaros muertos. Más arriba, a tal vez un metro de los escalones, los gorriones volaban por una especie de zona de tráfico suicida, chocando y cayendo, unos levantándose para seguir volando y otros, con las patas o las alas quebradas, agitándose entre la masa de parientes caídos. «Los gorriones —recordó Alan—, no podían permanecer suspendidos en el aire».
De algún lugar encima de ellos. Al otro lado de la sobrenatural barrera viviente, se oyó gritar a un hombre.
Liz se agarró a Alan, se apretó contra él.
—¿Qué podemos hacer? —gritó—. ¿Qué podemos hacer, Alan?
Él no contestó. Porque la respuesta era nada. No podían hacer nada.
8
Stark avanzó hacia Thad con la navaja en la mano diestra. Este retrocedió hacia la puerta del estudio, que se abría lentamente, con los ojos fijos en la hoja. Su mano agarró uno de los lápices del escritorio.
—Esto no te va a servir de nada, muchacho —dijo Stark—. Ya no.
Entonces, sus ojos se volvieron hacia la puerta. Esta se había abierto lo suficiente y los gorriones empezaron a entrar como un torrente… y el torrente fluyó hacia George Stark.
Al instante, su expresión horrorizada dejó entrever que al fin comprendía.
—¡No! —gritó, y empezó a lanzarles cuchilladas con la navaja barbera de Alexis Máquina—. ¡No, no quiero! ¡No quiero volver! ¡No podéis obligarme!
La hoja cortó limpiamente por la mitad a uno de los gorriones, que cayó convertido en dos fragmentos aleteantes. Sin detenerse, Stark continuó repartiendo navajazos a diestro y siniestro.
Y Thad comprendió de pronto
(«no quiero volver»)
qué estaba sucediendo.
Los psicopompos, por supuesto, habían venido para servir de escolta a George Stark. Para conducirlo de vuelta a Terminal, al mundo de los muertos.
Thad dejó caer el lápiz y retrocedió hacia sus hijos. El aire se llenó de gorriones. La puerta se había abierto casi por completo y el torrente se convirtió en una inundación.
Los gorriones se posaron en los hombros de Stark, en sus brazos, en su cabeza. Los gorriones se lanzaron contra su pecho, decenas de ellos al principio, luego cientos. Stark se retorció a un lado y a otro entre una nube de plumas sueltas y de picos centellantes y despiadados, en un intento de devolver los golpes que recibía.
Los pájaros cubrieron la navaja barbera; su perverso destello plateado desapareció enterrado bajo las plumas pegadas al filo.
Thad miró a los bebés. Habían dejado de llorar y contemplaban el aire abarrotado, hirviente, con idéntica expresión de asombro y placer. Tenían las manitas en alto, como para comprobar si llovía. Sus deditos estaban extendidos y sobre ellos se posaron los gorriones… y no los picotearon.
En cambio, a Stark, sí.
La sangre rezumaba de su rostro por cien orificios. Uno de sus ojos azules mostraba un guiño permanente. Un gorrión se le posó en el cuello de la camisa y hundió el pico en el agujero de la garganta que le había abierto Thad con el lápiz. El pájaro repitió un movimiento tres veces seguidas, ra-ta-ta, como una ametralladora, antes de que la mano de Stark lo atrapara y lo estrujara hasta convertirlo en un guiñapo.
Thad se agachó junto a los gemelos y los pájaros empezaron a posarse también sobre él. No lo picotearon; simplemente, se asentaron sobre él.
Y observaron la escena.
Stark había desaparecido. Se había convertido en una escultura viviente y contorsionada, formada por pájaros. La sangre rezumaba entre las alas y plumas que ocupaban su lugar. Thad oyó que abajo, en alguna parte, la madera cedía con un sonido chirriante.
«Han irrumpido en la cocina y han roto las paredes», se dijo. Por un instante, pensó en las conducciones de gas del horno, pero el pensamiento resultaba remoto, carente de importancia.
Y entonces empezó a oír el chapoteo fláccido y húmedo de la carne viva que los gorriones arrancaban de los huesos de George Stark.
—Vienen a por ti, George —oyó que susurraba su propia voz—. Han venido a por ti. Que Dios te ampare, ahora.
9
Alan sintió que había un poco de espacio sobre él y se asomó por uno de los agujeros en forma de rombo del cubrecamas de estambre. Le cayeron en la mejilla unos excrementos de pájaro y se los limpió con la mano. La escalera aún estaba llena de gorriones, pero su número había disminuido. La mayoría de los que aún seguían vivos había llegado, al parecer, a donde se proponía.
—Vamos —dijo a Liz, y los dos juntos empezaron a subir, pisando de nuevo la espantosa alfombra de aves muertas. Ya habían conseguido llegar al rellano del piso superior cuando escucharon el grito de Thad:
—¡Lleváoslo, pues! ¡Lleváoslo! ¡Devolvedlo al infierno donde debe estar!
Y el aleteo de los gorriones se convirtió en un huracán.
10
Stark hizo un último esfuerzo convulsivo por escapar de ellos. No tenía adónde huir, adónde ir, pero lo intentó de todos modos. Era su estilo.
La columna de aves que lo había envuelto avanzó con él; unos brazos gigantescos, abultados, cubiertos de plumas, cabezas y picos, se alzaron y batieron su torso, volvieron a alzarse y se cruzaron sobre el pecho. Muchos pájaros, unos heridos y otros muertos, cayeron al suelo. Por un instante, Thad tuvo una visión que lo perseguiría el resto de sus días.
Los gorriones se estaban comiendo vivo a Stark. Sus ojos habían desaparecido; en su lugar solo quedaban dos enormes cuencas oscuras. La nariz había quedado reducida a un muñón ensangrentado. La frente y la mayor parte del cuero cabelludo habían sido arrancadas a picotazos, dejando al descubierto la superficie cubierta de mucosa del cráneo. El cuello de la camisa aún bailaba sobre sus clavículas, pero el resto de la tela había desaparecido. Las costillas le sobresalían de la piel como protuberancias blancas. Los pájaros le habían abierto el vientre. Un puñado de gorriones estaba posado a sus pies con la cabeza levantada y el brillo de atención en los ojos, peleándose por las tripas que caían rezumando, despedazadas.
Y vio algo más.
Los gorriones intentaban levantarlo. Lo intentaban… y muy pronto, cuando hubieran reducido el peso del cuerpo lo suficiente, lo conseguirían.
—¡Lleváoslo, pues! —gritó—. ¡Lleváoslo! ¡Devolvedlo al infierno donde debe estar!
Los gritos de Stark cesaron cuando su garganta se desintegró bajo un centenar de picos martilleantes, horadantes. Los gorriones se arracimaron bajo sus axilas y, por un segundo, sus pies se alzaron de la alfombra sanguinolenta.
Stark bajó los brazos —lo que quedaba de ellos— y los apretó a los costados en un gesto fiero. Decenas de pájaros murieron aplastados, pero otros tantos acudieron a ocupar su lugar.
A la derecha de Thad, el ruido de picoteos y de madera astillándose se hizo de pronto más potente, más hueco. Volvió la cabeza en aquella dirección y vio cómo se desintegraba la madera de la pared oriental del estudio como si fuera papel. Por un instante, estuvo ante mil picos amarillos que irrumpían a la vez, agarró a los gemelos y rodó sobre ellos, arqueando el cuerpo para protegerlos. Quizá por única vez en su vida, sus movimientos estuvieron llenos de agilidad.
La pared estalló hacia el interior en una nube polvorienta de astillas y serrín. Thad cerró los ojos y apretó a sus hijos contra sí.
No vio más.
11
Pero Alan Pangborn, sí. Y Liz, también.
Cuando la nube de pájaros que les envolvía se aclaró, asomaron la cabeza manteniendo los hombros bajo el cubrecamas. Liz entró con paso vacilante en la habitación de invitados y se dirigió hacia la puerta abierta del estudio, seguida por Alan.
Durante unos momentos, este no vio nada en el estudio; solo una masa confusa, parda y negruzca. Entonces reconoció una silueta, una espantosa silueta acolchada. Era Stark. Estaba cubierto de gorriones, devorado vivo por las aves, y sin embargo continuaba con vida.
Llegaron más pájaros, más todavía. Alan creyó que su piar agudísimo, espeluznante, lo iba a volver loco. Entonces vio lo que estaban haciendo.
—¡Alan! —gritó Liz—. ¡Alan, lo están levantando!
La figura que había sido George Stark, una figura que ahora solo parecía vagamente humana, se alzó en el aire sobre un almohadón de gorriones. Se movió por el estudio, casi cayó y volvió a levantarse, inestable. Avanzaba hacia el enorme agujero de bordes astillados de la pared oriental de la habitación.
Por el agujero entraban más pájaros. Los que aún quedaban en la habitación de invitados irrumpieron en el estudio.
Del esqueleto en movimiento de Stark se desprendía la carne en una lluvia nauseabunda.
El cuerpo atravesó flotando el agujero, con los gorriones volando a su alrededor y arrancándole los últimos cabellos.
Alan y Liz avanzaron trabajosamente sobre la alfombra de aves muertas y penetraron en el estudio. Thad estaba incorporándose lentamente, con un gemelo lloroso en cada brazo. Liz corrió hacia ellos y se los arrebató. Sus manos volaron sobre los cuerpecitos buscando alguna herida.
—Creo que están bien —dijo Thad.
Alan se acercó al agujero abierto en la pared del estudio. Se asomó y vio una escena digna de un malévolo cuento de hadas. El cielo estaba negro de pájaros, pero en un punto era de color ébano, como si se hubiera abierto un agujero en el tejido de la realidad.
Y el agujero negro tenía la forma inconfundible de un hombre que se debatía.
Los pájaros alzaron el cuerpo más y más. Alcanzó las copas de los árboles y pareció detenerse allí. Alan creyó oír un grito agudo, inhumano, que procedía del centro de esa nube. Luego, los gorriones se pusieron en marcha otra vez. En cierto modo, era como estar viendo una película marcha atrás: negras corrientes de gorriones salían de todas las ventanas destrozadas de la casa, se alzaban como pequeños ciclones del camino, de los árboles y del techo curvo del Volkswagen de Rawlie.
Todas confluían hacia aquella oscuridad central.
La forma humana empezó a moverse otra vez sobre los árboles hacia el cielo en sombras hasta desaparecer de la vista.
Liz estaba sentada en el rincón, meciendo a los gemelos en el regazo, consolándolos… pero ninguno de los dos parecía ya demasiado agitado. Miraban con animación el rostro macilento y lloroso de su madre. Wendy le dio una palmadita en la mejilla, como para consolarla. William extendió la mano, desprendió una pluma de su cabello y la examinó detenidamente.
—Se ha ido —dijo Thad con voz ronca. Estaba ahora al lado de Alan, junto al agujero de la pared.
—Sí —respondió el comisario. Y, de pronto, Alan estalló en lágrimas. No se dio cuenta de que llegaban; simplemente, empezaron a brotar.
Thad intentó pasarle el brazo por los hombros, pero Alan se apartó. Sus botas pisaron los montones de gorriones muertos y produjeron secos crujidos.
—No —dijo—. Ya estoy bien.
Thad volvió a asomarse al agujero astillado y contempló la noche. Un gorrión surgió de aquella oscuridad y se posó en su hombro.
—Gracias —le dijo Thad—. Gra…
El gorrión le lanzó un picotazo, inesperado y malintencionado, que le hizo saltar sangre justo debajo del ojo.
Después, echó a volar para reunirse con sus camaradas.
—¿Por qué? —preguntó Liz, mirando a Thad con estupor—. ¿Por qué ha hecho eso?
Thad no respondió, pero pensó que conocía la respuesta. Pensó que Rawlie de Lesseps también la habría sabido. Lo que acababa de suceder era bastante mágico, pero no había sido ningún cuento de hadas. Quizá aquel último gorrión se había visto impulsado por alguna fuerza que consideraba preciso recordárselo a Thad. Recordárselo violentamente.
«Ten cuidado, Thaddeus. Ningún ser humano controla a los agentes del otro mundo. No por mucho tiempo… y siempre hay que pagar un precio».
«¿Qué precio tendré que pagar?», se preguntó con frialdad. Y añadió: «¿Y cuándo tendré que saldar la cuenta?».
Pero aquella era una pregunta para otro momento, para otro día. Y también estaba eso último… Tal vez la cuenta había quedado saldada ya.
Tal vez estaba en paz.
—¿Está muerto? —preguntaba, casi suplicaba, Liz.
—Sí —declaró Thad—. Está muerto, Liz. A la tercera va la vencida. Se ha cerrado el libro de la vida de George Stark. Vamos, salgamos de aquí.
Y eso fue lo que hicieron.