MÁQUINA DE ACERO
1
La casa de verano de los Beaumont quedaba a kilómetro y medio de la carretera 5 por Lake Lane, pero Thad se detuvo apenas cien metros después de tomado el desvío y contempló desconcertado e incrédulo lo que tenía delante.
Había gorriones posados por todas partes.
Cada rama de cada árbol, cada roca, cada palmo de campo abierto estaba cubierto de gorriones. El mundo que tenía ante sí era grotesco, alucinante: era como si a aquel rincón de Maine le hubieran salido alas. Delante del coche, el camino había desaparecido. Por completo. Donde había estado Lake Lane, solo se veía ahora una alfombra de pájaros silenciosos y apretados entre los árboles sobrecargados de aquellas aves.
En alguna parte oyó quebrarse una rama. Aparte de este, el único ruido era el del Volkswagen. Al empezar la carrera hacia Castle Lake, el silenciador del coche ya estaba en malas condiciones, pero ahora ya no funcionaba en absoluto. El motor rugía y petardeaba con un estrépito que debería haber espantado a aquella monstruosa bandada haciéndola remontar el vuelo, pero los gorriones no se inmutaron.
La concentración de pájaros empezaba cuatro pasos más adelante de donde estaba el Volkswagen con el cambio de marchas en punto muerto. Había una línea de demarcación tan clara que habría podido trazarse con una regla.
«Nadie ha visto una bandada semejante en años —se dijo—. Al menos, desde la exterminación de palomas migratorias a finales del siglo pasado… si acaso. Parece una escena sacada de una novela de Daphne du Maurier».
Un gorrión se posó en el capó del coche y pareció contemplarlo por el parabrisas. Thad percibió una curiosidad desapasionada, atemorizadora, en los ojillos negros del pájaro.
«¿Hasta dónde llegan? ¿Hasta la casa? Si es así, George los habrá visto… y el precio que me hará pagar será muy alto, si no se lo ha cobrado ya. Pero, aunque los gorriones no lleguen hasta la casa, ¿cómo diablos podré cruzar hasta ella? No es que estén en el camino; ellos son el camino».
Pero, por supuesto, Thad conocía la respuesta. Si quería alcanzar la casa, tendría que pasar por encima de los gorriones.
«No —casi gimió su mente—. No puedes hacer eso». Su imaginación conjuró imágenes terribles: el crujido de miles de cuerpos al quebrarse, los chorros de sangre salpicando bajo las ruedas, los grumos pastosos de plumas pegadas a los neumáticos y girando con estos…
—Pero voy a hacerlo —murmuró—. Voy a hacerlo porque debo llegar.
Una sonrisa temblorosa empezó a transformar su rostro en una feroz mueca de concentración medio desquiciada. En aquel momento, su expresión se parecía pavorosamente a la de George Stark. Metió la primera y empezó a tararear por lo bajo John Wesley Harding. El Volkswagen de Rawlie carraspeó, estuvo a punto de ahogarse y soltó tres sonoros petardeos antes de empezar a moverse hacia delante.
El gorrión del capó levantó el vuelo y Thad contuvo la respiración esperando que toda la bandada le imitara, como sucedía en sus visiones o trances: una gran nube oscura alzándose, acompañada de un fragor como un huracán en una botella.
En lugar de ello, la superficie del camino delante del coche empezó a agitarse y a moverse. Los gorriones —algunos de ellos, al menos— empezaron a retirarse y dejaron libres dos líneas a lo largo de Lake Lane… dos líneas que coincidían exactamente con el ancho de las ruedas del Volkswagen y con la distancia entre ellas.
—Cielo santo… —susurró Thad.
Al cabo de un momento, se encontró entre los pájaros. De pronto, pasó del mundo que había conocido siempre a otro distinto, que únicamente estaba poblado por aquellos centinelas que guardaban la frontera entre la tierra de los vivos y el reino de los muertos.
«Ahora estoy allí —pensó mientras avanzaba cuidadosamente por las líneas paralelas que los pájaros le iban abriendo—. Estoy en el mundo de los muertos vivientes, que Dios se apiade de mí».
El camino siguió abriéndose delante de él. En todo momento tenía cuatro metros de vía despejada y, según los recorría, iban abriéndose otros cuatro. La plancha inferior del chasis del Volkswagen pasaba por encima de los gorriones que se apretaban entre las franjas abiertas para las ruedas, pero a Thad le dio la impresión de que no atropellaba a ninguno; al menos, no había visto ningún pájaro muerto las veces que había mirado por el retrovisor. De todos modos, resultaba difícil saberlo porque las aves volvían a cerrar el camino a su paso, volviendo a crear aquella alfombra lisa y plumosa.
Percibió su olor. Un olor ligero, desmenuzado, que parecía depositarse en el pecho como polvo de huesos. En una ocasión, de niño, había metido la cabeza en una bolsa de pieles de conejo y había inhalado profundamente. El olor se parecía a aquel. No era atroz ni repulsivo, pero resultaba abrumador. Y extraño, irreal. Empezó a preocuparle la idea de que aquella enorme masa de aves estuviera consumiendo todo el oxígeno del aire, de asfixiarse antes de llegar a su destino.
Empezó a oír, al mismo tiempo, unos leves ruidos, tac-tac-tac, encima de él e imaginó a los gorriones apiñándose también en el techo del Volkswagen, comunicándose de algún modo con sus compañeros, guiándolos, señalándoles cuándo apartarse y crear el carril para la rueda, indicándoles cuándo podían volver a ocupar el espacio.
Llegó a lo alto de la primera cuesta y contempló todo el valle de gorriones que se extendía ante su vista: gorriones por todas partes, gorriones que cubrían cada objeto y que llenaban cada árbol, convirtiendo el paisaje en un dantesco mundo de aves que superaba con mucho cuanto era capaz de crear su imaginación. Aquello quedaba mucho más allá de su capacidad de entendimiento.
Thad se notó al borde del desmayo y se propinó un enérgico cachete en la mejilla. Fue un sonido insignificante —¡paf!— en comparación con el áspero rugido del motor del Volkswagen, pero observó que una gran oleada recorría la masa de pájaros apiñados, una oleada como un escalofrío.
«No puedo bajar ahí. No puedo.
»Tienes que hacerlo. Tú eres quien sabe. Tú eres quien los trae. Tú eres el dueño».
Además, ¿adónde, si no, podía ir? Recordó a Rawlie diciendo: «Ten mucho cuidado, Thaddeus. Ningún ser humano controla a los agentes del otro mundo. No por mucho tiempo». ¿Y si intentaba dar marcha atrás hasta la carretera? Los pájaros le habían abierto camino para avanzar, pero no creía que hicieran lo mismo para retroceder. Se convenció de que las consecuencias de cambiar de idea en aquel momento serían inconmensurables.
Thad empezó a descender la pendiente y los gorriones volvieron a abrirle una senda.
Del resto del trayecto le quedó un recuerdo confuso; su mente corrió un piadoso velo sobre él tan pronto como lo hubo efectuado. Recordó haber pensado una y otra vez: «Solo son gorriones, por el amor de Dios… no son tigres, ni cocodrilos, ni pirañas… ¡Solo son gorriones!».
Y era cierto, pero ver tantos juntos, verlos por todas partes, apretados sobre cada rama y haciéndose sitio a empujones sobre cada tronco caído…, aquella visión afectaba la mente de cualquiera. Dañaba la mente de cualquiera.
A la salida de una curva pronunciada, apareció a la izquierda el prado de la escuela. Pero no estaba. El prado y el edificio de la escuela habían desaparecido, ahora eran dos formas negras de gorriones. Dañaba la mente de cualquiera.
¿Cuántos? ¿Cuántos miles? ¿O eran millones?
Otra rama crujió y se quebró en algún lugar del bosque, con un ruido como de trueno lejano. Pasó ante la casa de los Williams, pero el tejado en forma de A era solo un bulto confuso bajo el peso de los gorriones. Thad no vio que el coche patrulla de Alan Pangborn estaba aparcado en el camino de la casa, solo distinguió un montículo de plumas.
Pasó ante las casas de los Saddler, los Massenburg, los Payne y otros a los que no conocía o no recordaba. Luego, a más de cuatrocientos metros de su casa, los gorriones desaparecían. Había un punto en el que el mundo se reducía a una alfombra de pájaros; un palmo más allá, no había ni uno solo. De nuevo, parecía como si alguien hubiera trazado una línea con una regla a través del camino. Las aves saltaron y revolotearon haciéndose a un lado y abriendo unas roderas que daban paso por fin a la tierra apisonada y desnuda de Lake Lane.
Thad avanzó un poco por el camino libre, se detuvo de pronto, abrió la portezuela y descendió del coche. Emitió un gemido y se pasó el brazo por la frente para enjugar un sudor frío. Delante de él volvía a haber árboles a ambos lados del camino y brillantes destellos azules de las aguas del lago a la izquierda.
Miró atrás y vio un mundo negro, silencioso, expectante.
«Los psicopompos —pensó—. Que Dios me ampare si esto sale mal, si él consigue de algún modo hacerse con el control de esos pájaros. Que Dios nos ampare a todos».
Cerró la portezuela y los ojos.
«Domínate, Thad. No has pasado por todo eso para estropearlo ahora, domínate. Olvida a los gorriones».
«¡No puedo olvidarlos! —gimió una parte de su mente. Una parte que estaba horrorizada, ofendida, tambaleándose al borde de la locura—. No puedo. ¡No puedo!»
Pero podría. Lo haría.
Los gorriones estaban esperando. Él también esperaría. Esperaría hasta que llegara el momento oportuno. Confiaba en saber cuándo había llegado ese instante. Si no era capaz de hacerlo por sí mismo, lo haría por Liz y los gemelos.
«Imagina que es una novela. Una simple novela que estás escribiendo. Una novela sin gorriones».
—Está bien —murmuró—. Está bien, lo intentaré.
Inició de nuevo la marcha. Al mismo tiempo, tras el volante del escarabajo, empezó a canturrear John Wesley Harding.
2
Thad apagó el motor del Volkswagen, que expiró con un triunfante petardeo final, y salió del coche lentamente. Estiró los músculos. George Stark apareció en la puerta con Wendy en brazos y se detuvo en el porche, frente a Thad.
Stark también se estiró.
Liz, al lado de Alan, notó que se le formaba un grito no en la garganta, sino detrás de la frente. Lo que más deseaba en el mundo era apartar los ojos de los dos hombres, pero le resultaba imposible.
Era como mirar a alguien haciendo ejercicios de estiramiento ante un espejo.
No se parecían en nada, incluso sin tener en cuenta el proceso de descomposición acelerado de Stark. Thad era delgado y moreno; Stark, corpulento y rubio, pese al bronceado (de lo poco que quedaba de este). Sin embargo, a pesar de todo, eran dos imágenes reflejadas. El parecido resultaba sobrecogedor precisamente porque no había nada que la vista, horrorizada y quejosa, pudiera captar; era algo íntimo, profundamente escondido bajo las facciones, pero tan real que se proclamaba a gritos: el gesto de cruzar los pies al estirarse, de extender los dedos muy tiesos al lado de los muslos, la expresión tensa en los ojos.
Los dos se relajaron al mismo tiempo.
—Hola, Thad. —Stark parecía casi cohibido.
—Hola, George —respondió Thad con sequedad—. ¿La familia?
—Muy bien, gracias. ¿Vas a hacerlo? ¿Vienes dispuesto?
—Sí.
Detrás de ellos, en la carretera 5, crujió una rama. Los ojos de Stark saltaron en esa dirección.
—¿Qué ha sido eso?
—Una rama —respondió Thad—. Hace unos cuatro años hubo un tornado, George. Las ramas muertas todavía van cayendo. Pero ya sabes eso.
Stark asintió.
—¿Cómo estás, muchacho?
—Estoy bien.
—Pareces un poco demacrado. —Los ojos de Stark se clavaron en el rostro de Thad, quien notó cómo trataban de sondear los pensamientos ocultos.
—Tú tampoco tienes muy buen aspecto.
Stark se rió ante el comentario, pero en su risa no había el menor humor.
—Supongo que no.
—¿Los dejarás en paz? —preguntó Thad—. Si hago lo que quieres, ¿los dejarás en paz de verdad?
—Sí.
—Dame tu palabra.
—Está bien —contestó Stark—. La tienes. La palabra de un hombre del sur, que no se da a la ligera.
Su acento falso, casi paródico, de blanco pobre del sur había desaparecido por completo. Hablaba con una sencilla y espeluznante dignidad.
Los dos hombres quedaron cara a cara bajo el último sol de la tarde, tan brillante y dorado que parecía irreal.
—Muy bien —murmuró Thad tras una larga pausa, y pensó: «No lo sabe. Realmente, no lo sabe. Los gorriones siguen ocultos para él. El secreto es mío»—. Muy bien, manos a la obra.
3
Mientras los dos se encontraban ante la puerta, Liz se dio cuenta de que había tenido la oportunidad de oro para hablar a Alan del cuchillo oculto bajo el sofá y que la había dejado escapar.
¿O todavía no?
Se volvió hacia él en el preciso instante que Thad decía:
—¿Liz?
La voz sonaba aguda. Tenía un leve tono autoritario que Thad rara vez utilizaba; casi parecía como si supiera lo que se proponía… y no quisiera que lo hiciese. Pero eso era imposible. ¿O no? Liz no lo sabía. Ya no entendía nada.
Miró a Thad y vio que Stark le entregaba el bebé. Thad abrazó a Wendy, quien pasó los bracitos alrededor del cuello de su padre con la misma alegría que los había cerrado en torno al de Stark.
«¡Ahora! —le gritó a Liz su cerebro—. ¡Díselo ahora! ¡Dile que corra! ¡Que lo haga ahora que tenemos a los dos gemelos!»
Pero, por supuesto, Stark tenía un arma, y Liz no creía que ninguno de ellos pudiera correr más que una bala. Además, conocía muy bien a Thad; nunca lo diría en voz alta pero, de pronto, se le ocurrió que Thad sería capaz de tropezar con sus propios pies en plena carrera.
Thad estaba ahora muy cerca de ella y Liz no podía ni siquiera engañarse a sí misma diciéndose que no captaba el mensaje de sus ojos.
«Olvídalo, Liz —decían—. Esto es asunto mío».
Luego, él le pasó el brazo por la cintura y toda la familia se fundió en un torpe pero ferviente abrazo a cuatro.
—Liz —musitó Thad, besándole los fríos labios—. Liz, Liz, lo siento, siento muchísimo todo esto. No tenía intención de que sucediera nada parecido. No lo sabía. Pensaba que era… que era un juego inocente. Una broma.
Ella lo abrazó con fuerza, lo besó y dejó que los labios de Thad calentaran los suyos.
—Está bien. Todo saldrá bien, ¿verdad, Thad?
—Sí —dijo él. Se apartó un poco para poder mirarla a los ojos y declaró—: Todo saldrá bien, Liz.
Volvió a besarla y luego miró a Alan.
—Hola, comisario —le saludó. Y, con una leve sonrisa, añadió—: ¿Ha cambiado de idea en algo?
—Sí. En bastantes cosas. Hoy he hablado con un viejo conocido suyo. —Se volvió hacia Stark y añadió—: Y tuyo, también.
Stark alzó lo que le quedaba de cejas.
—No sabía que Thad y yo tuviéramos amigos comunes, comisario Alan.
—¡Ah!, tú mantuviste una relación muy estrecha con él —insistió Alan—. De hecho, él te mató en una ocasión.
—¿De qué está hablando? —preguntó Thad, desconcertado.
—Ese hombre con quien he hablado es el doctor Pritchard. Os recordaba muy bien a los dos. Veréis, fue una operación muy poco corriente. Lo que le extrajo a usted, Thad, fue a él —y señaló a Stark con la cabeza.
—¿De qué está hablando? —preguntó Liz, y la voz se le quebró en la última palabra.
Alan expuso, pues, lo que le había contado Pritchard, pero en el último momento omitió la referencia a los gorriones lanzándose en picado contra el hospital. La omitió porque Thad no había mencionado nada de ellos… pero tenía que haber pasado ante la casa de los Williams para llegar hasta allí. Aquel silencio apuntaba dos posibilidades: o que los gorriones ya se habían marchado cuando Thad había llegado, o bien este no quería que Stark supiera que los pájaros estaban allí.
Alan miró a Thad con mucho detenimiento. «Aquí hay algo más. Algún plan. Quiera Dios que sea bueno».
Cuando Alan terminó su explicación, Liz parecía confundida y Thad asentía. Stark, de quien Alan esperaba la reacción más intensa, no pareció demasiado afectado en ningún sentido. La única expresión que captó Alan en aquel rostro descompuesto fue de cierta ironía.
—Eso explica muchas cosas —declaró Thad—. ¡Gracias, Alan!
—¡A mí no me explica absolutamente nada! —chilló Liz en un tono tan agudo que los gemelos empezaron a llorar.
Thad miró a George Stark.
—Eres un fantasma —le dijo—. Una extraña clase de fantasma. Estamos todos aquí, viendo un fantasma. ¡No es asombroso! No se trata de un simple incidente paranormal, ¡esto es una auténtica epopeya!
—No creo que eso importe —replicó Stark con calma—. Cuéntales esa anécdota de William Burroughs, Thad. La recuerdo bien. Yo estaba dentro, por supuesto… pero escuchaba.
Liz y Alan interrogaron a Thad con la mirada.
—¿Sabes de qué está hablando? —preguntó Liz.
—Claro que sí —respondió Thad—. Los gemelos piensan lo mismo.
Stark echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Los gemelos dejaron de gimotear y se rieron con él.
—¡Exacto, muchacho! ¡Exacto!
—Veréis, fue en un seminario en el que estuve (o tal vez debería decir estuvimos) con Burroughs, en 1981, en la New School de Nueva York. En el turno de preguntas y respuestas, un chico preguntó a Burroughs si creía en la vida después de la muerte. Burroughs dijo que sí, que pensaba que todos estábamos viviendo en ella.
—Un tipo listo —comentó Stark con una sonrisa—. No podría disparar una pistola, pero es listo. Bueno, ¿lo veis? ¿Veis lo poco que importa todo esto?
«Pero sí que importa —pensó Alan, estudiando detenidamente a Thad—. Importa mucho. La expresión de Thad lo dice y los gorriones, de los que no sabes nada, también lo dicen».
Lo que Thad sabía era más peligroso de lo que él mismo sospechaba, concluyó Alan. Sin embargo, tal vez era su única oportunidad. Se dijo que había hecho bien en callarse el final de la historia de Pritchard pero continuó sintiéndose como un hombre al borde del abismo que tratara de hacer juegos malabares con demasiadas antorchas llameantes a la vez.
—Ya basta de charlas, Thad —interrumpió Stark.
—Sí, ya basta. —Thad miró a Liz y a Alan—. No quiero que ninguno de los dos intente nada; en fin, nada inconveniente. Voy a seguir sus órdenes.
—¡Thad, no! ¡No puedes hacer eso!
—Silencio, Liz. —Thad puso un dedo sobre los labios de su esposa—. Puedo, y voy a hacerlo. Sin trucos y sin efectos especiales. Si Stark fue creado mediante la palabra escrita, solo la palabra escrita puede librarnos de él. —Señaló a Stark con un gesto de cabeza y añadió—: Liz, ¿crees que él está seguro de que esto va a funcionar? En absoluto. Solo tiene la esperanza.
—Exacto —asintió Stark—. La esperanza mana eternamente de los pezones humanos.
Soltó una carcajada que sonó desquiciada, lunática, y Alan comprendió que también George estaba jugando con antorchas llameantes al borde del abismo.
Por el rabillo del ojo captó un súbito movimiento. Volvió un poco la cabeza y vio un gorrión posándose en la barandilla de la terraza, al otro lado de la cristalera corrediza que formaba la pared oeste del salón. Al primer pájaro se unieron un segundo y un tercero. Alan miró a Thad y vio que este movía los ojos ligeramente. ¿Los había visto él también? Alan supuso que sí. Por tanto, había acertado en sus sospechas: Thad sabía algo, pero no quería que Stark lo descubriera.
—Los dos vamos a escribir un poco y luego George se despedirá de nosotros —dijo Thad. Sus ojos recorrieron el rostro en ruinas de Stark—. Eso es lo que vamos a hacer, ¿verdad, George?
—Exacto, muchacho.
—Por tanto, dime la verdad, Liz —continuó Thad—: ¿Estás ocultando algo? ¿Has tramado algún plan?
Liz lo miró a los ojos con aire desesperado, sin darse cuenta de que, entre ambos, William y Wendy se habían cogido las manos y se miraban complacidos, como si fueran parientes separados durante mucho tiempo, que acabaran de encontrarse por casualidad.
«No quieres que lo haga, ¿verdad, Thad? —preguntaron sus ojos—. Es un truco, ¿verdad? Un truco para tranquilizar a Stark, para aplacar sus suspicacias, ¿no es eso?»
«No —respondió la mirada gris de Thad—. Quiero la verdad completa».
Y… ¿no había algo más en su mirada, algo tan oculto y profundo que tal vez ella era la única que lo captaba?
«Voy a ocuparme de él, cariño. Sé que puedo hacerlo».
«¡Oh, Thad, espero que tengas razón!»
—Hay un cuchillo bajo el sofá —murmuró ella en un susurro, mirándolo a la cara—. Lo he traído de la cocina mientras Alan y… y él… estaban en el vestíbulo hablando por teléfono.
—¡Dios santo, Liz! —exclamó Alan casi a gritos, sobresaltando a los bebés.
En realidad, el comisario no se sentía tan trastornado como esperaba que diera a entender su voz. Había llegado a la conclusión de que si aquel asunto podía terminar de alguna manera que no significara un horror completo para todos, Thad tendría que encargarse de ello. Él había creado a Stark y tendría que ser él quien lo borrara de la existencia.
Liz volvió la mirada hacia Stark y observó una vez más aquella odiosa sonrisa aflorando en los restos de su rostro.
—Confíe en mí, Alan —le pidió Thad—. Sé lo que me hago. Liz, coge ese cuchillo y arrójalo por la barandilla de la terraza.
«Yo tengo un papel en esta obra —pensó Alan—. Es un papel menor, pero recuerdo lo que decía ese tipo en la clase de arte dramático en el instituto: no existen papeles pequeños, sino actores pequeños».
—¿Cree que nos soltará sin más? —inquirió con incredulidad—. ¿Cree que desaparecerá tras la cuesta tranquilamente y nos dejará en paz? Thad, usted está loco.
—Sí, claro que estoy loco —asintió Thad, y se echó a reír. Su carcajada sonó espantosamente parecida a las de Stark; era la risa de un hombre que bailaba al borde del abismo. Señaló a Stark y continuó diciendo—: Él está loco y salió de mí, ¿no es verdad? Como un demonio barato surgido de la cabeza de un Zeus de pacotilla. Pero sé cómo tiene que hacerse esto. —Por primera vez, Thad dirigió una mirada intensa a Alan—. Sé cómo debe hacerse esto —repitió con voz lenta y cargada de énfasis—. Adelante, Liz.
Alan emitió un sonido ronco de disgusto y se volvió de espaldas, como si quisiera separarse de todos ellos.
Liz atravesó la estancia como en sueños, se arrodilló y sacó el cuchillo de debajo del sofá.
—Ten cuidado con eso —apuntó Stark. Su voz sonaba ahora muy alerta, muy seria—. Los bebés te recomendarían lo mismo si pudieran hablar.
La mujer miró alrededor, se apartó el cabello de la cara y vio que Stark apuntaba con el arma a Thad y a William.
—¡Ya tengo cuidado! —replicó con voz temblorosa, al borde de las lágrimas. Abrió la puerta acristalada que conducía a la terraza y salió al exterior. Media docena de gorriones ocupaba ahora la baranda. Cuando Liz se acercó y se asomó al precipicio que se abría al otro lado, los pájaros se hicieron a un lado en dos grupos de tres, pero no echaron a volar.
Alan la vio detenerse por un instante con el mango del cuchillo entre los dedos y la punta de la hoja apuntando hacia el fondo del precipicio como una plomada. El comisario observó los pájaros, volvió la mirada hacia Thad y vio que este vigilaba a su esposa con gesto tenso. Por último, Alan miró a Stark.
George escrutaba a Liz, pero en su rostro no había el menor rastro de sorpresa o de sospecha y, de pronto, un loco pensamiento cruzó como un rayo por la mente de Alan Pangborn: «¡No los ve! ¡No recuerda lo que escribió en las paredes de los apartamentos y ahora no ve a los gorriones! ¡No sabe que están aquí!».
De repente, el comisario advirtió que Stark le devolvía la mirada, taladrándole con aquellos ojos descompuestos y sin brillo.
—¿Por qué me miras así? —preguntó Stark.
—Porque quiero asegurarme que recuerdo bien tu repugnante cara —respondió el comisario—. Quizá algún día se lo cuente a mis nietos.
—Si no llevas cuidado con tu condenada boca, no tendrás que preocuparte por tus nietos —amenazó Stark—. Será mejor que te dejes de miraditas, comisario Alan. No es muy inteligente por tu parte.
Liz arrojó el cuchillo de cocina por encima de la barandilla. Cuando lo oyó caer entre los arbustos, diez metros más abajo, rompió a llorar.
4
—Vamos al piso de arriba —dijo Stark—. Ahí es donde Thad tiene el despacho. Supongo que querrás la máquina de escribir, ¿verdad, muchacho?
—Para lo que vamos a hacer, no —respondió Thad—. Ya lo sabes.
—¿De verdad? —Una sonrisa apareció en los labios cuarteados de Stark. Thad señaló los lápices que asomaban del bolsillo de su chaqueta.
—Siempre uso esto cuando quiero ponerme en contacto con Alexis Máquina y con Jack Rangely.
—Sí, tienes razón. Sí, señor. —Stark parecía absurdamente complacido—. Aunque pensaba que esta vez querrías que las cosas fueran distintas.
—No. Quiero que todo sea igual, George.
—Yo también he traído lápices. Tres cajas enteras. Comisario Alan, ¿por qué no te portas como un buen chico y vas al coche a buscarlos? Están en la guantera. Los demás nos quedaremos cuidando a los bebés. —Dirigió una mirada a Thad, soltó una de sus locas risotadas y meneó la cabeza—. Qué canalla eres. Qué perro.
—Exacto, George —asintió Thad con una sonrisa—. Soy un perro. Y tú también. Y perro viejo no aprende gracias nuevas.
—Estás ansioso por ponerte a trabajar, ¿verdad, muchacho? Digas lo que digas, una parte de ti está impaciente por empezar. Lo veo en tus ojos. Lo deseas.
—Sí —se limitó a replicar Thad. Alan no creyó que estuviera mintiendo.
—Alexis Máquina —murmuró Stark con un nuevo brillo en sus ojos amarillentos.
—Exacto —asintió Thad. Y en sus ojos apareció también un renovado fulgor—. «Rájalo mientras me quedo aquí mirando».
—¡Eso es! —exclamó Stark, y soltó una carcajada—. «Quiero ver cómo brota la sangre. No me lo hagas decir dos veces».
A continuación, los dos se echaron a reír a coro.
Liz miró a Thad, a Stark y de nuevo a su esposo. El color desapareció de sus mejillas porque no captó ninguna diferencia entre las dos carcajadas.
De repente, el borde del precipicio pareció más cercano que nunca.
5
Alan salió a por los lápices. Su cabeza solo permaneció un instante en el interior del coche, pero le dio la impresión de que estaba mucho más tiempo y se alegró de volver a sacarla. En el interior del vehículo reinaba un olor turbio y desagradable que lo aturdió un poco. Husmear en el interior del Toronado de Stark era como meter la cabeza en un desván donde alguien hubiera derramado un frasco de cloroformo.
«Si este es el olor de los sueños —pensó Alan—, no quiero volver a tener ninguno».
Se detuvo un momento al lado del coche negro, con las cajas de lápices Berol en las manos, y alzó la vista hacia el camino.
Los gorriones habían llegado.
El camino de la casa estaba desapareciendo bajo una alfombra de pequeños pájaros. Ante su mirada, un nuevo grupo tomó tierra. Los árboles estaban llenos de ellos. Los gorriones se limitaron a posarse y contemplarlo en un silencio espeluznante, formando un apretado misterio viviente.
«Vienen a por ti, George», pensó, e inició el regreso hacia la casa. Pero, a medio camino, se detuvo de pronto mientras otra pregunta se formaba en su mente.
«¿O vienen a por nosotros?»
Volvió a contemplar los pájaros durante un largo momento, pero los gorriones no le revelaron ningún secreto y Alan entró de nuevo en la casa.
6
—Vamos arriba —indicó Stark—. Tú primero, comisario Alan. Camina hasta el fondo de la habitación de invitados. Hay una vitrina llena de fotos, pisapapeles de cristal y pequeños recuerdos, que ocupa parte de la pared. Si empujas la parte izquierda de la vitrina, el mueble gira hacia dentro sobre un pivote central. Detrás está el despacho de Thad.
Alan miró a Thad, quien asintió.
El comisario murmuró:
—Sabes muchas cosas de esta casa, para no haber estado nunca aquí.
—Por supuesto que he estado —replicó Stark con seriedad—. He estado aquí muchas veces, en sueños.
7
Un par de minutos más tarde, todo el grupo estaba congregado ante la original entrada al pequeño estudio de Thad. La vitrina estaba abierta por el eje central y creaba un doble pasadizo de acceso, dividido por el grueso de la vitrina. En el estudio no había ninguna ventana; «ponme una ventana aquí, con vistas al lago —le había dicho Thad a Liz en cierta ocasión—, y lo único que conseguirás será que escriba dos palabras y luego me quede dos horas embobado con el paisaje y viendo pasar las barcas».
Una lámpara de pantalla orientable con una brillante bombilla halógena bañaba el escritorio con un círculo de luz blanca. Detrás del escritorio, una al lado de la otra, se alineaban una silla de despacho y otra plegable, de tijera. Delante de ellas había dos cuadernos de notas en blanco, colocadas uno junto a otro en el círculo iluminado. Encima de cada cuaderno había dos Berol Black Beauty de punta afilada. La máquina de escribir eléctrica que Thad utilizaba en ocasiones estaba ahora desenchufada y arrinconada.
El propio Thad había traído la silla plegable del armario del vestíbulo y la estancia expresaba en aquel momento una dualidad que a Liz le resultaba a la vez desconcertante y tremendamente desagradable. Era, en cierto modo, una repetición de la figura reflejada en el espejo que había imaginado tras la llegada de Thad: dos sillas donde siempre había habido una sola; dos reducidos equipos de escritura donde solo debería haber habido uno. La máquina de escribir que siempre había asociado con la identidad
«mejor»
normal de Thad, arrinconada en el escritorio. Cuando se sentaron, Stark en la silla de oficina y Thad en la de tijera, Liz se sintió casi mareada por la desorientación.
Cada uno de ellos tenía a un mellizo en las rodillas.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que alguien se inquiete y decida venir a echar un vistazo por aquí? —preguntó Thad a Alan, que los miraba desde la puerta junto a Liz—. Diga la verdad y sea lo más exacto posible. Tiene que creerme cuando le digo que es la única alternativa que tenemos, comisario.
—¡Pero, Thad, míralo! —estalló Liz, sin poder controlarse—. ¿No ves qué le está sucediendo? ¡No solo quiere que le ayudes a escribir ese libro! ¡Quiere robarte la vida! ¿No te das cuenta?
—Ya sé lo que quiere —respondió él—. Creo que lo he sabido desde el principio. Pero este es el único remedio. Sé muy bien lo que estoy haciendo. ¿Cuánto tiempo, Alan?
El comisario meditó cuidadosamente la respuesta. Le había dicho a Sheila que iba a comprar comida para llevar y ya había llamado para ponerse en contacto, de modo que pasaría un buen rato antes de que se pusiera nerviosa. De haber estado en la comisaría Norris Ridgewick, quizá las cosas se habrían acelerado.
—Tal vez hasta que llame mi esposa preguntando dónde estoy —respondió—. Puede que más, porque ya lleva mucho tiempo casada con un policía. Está acostumbrada a largas horas de espera y a noches movidas.
A Alan no le gustó hacer aquellos comentarios. Se suponía que no debía actuar así, sino más bien al contrario.
Los ojos de Thad insistieron. Stark no parecía prestar la menor atención; había cogido el pisapapeles de pizarra que remataba un montón desordenado de viejos manuscritos en la esquina del escritorio y estaba jugueteando con él.
—Creo que al menos cuatro horas —precisó el comisario. Luego, a regañadientes, añadió—: Quizá toda la noche. He dejado a Andy Clutterbuck en la oficina, y Clut no es precisamente una lumbrera. Si alguien intuye algo raro, tendrá que ser ese Harrison, al que consiguió despistar para venir aquí, o un conocido mío del cuartel de la policía del estado en Oxford. Un tal Henry Payton.
Thad se volvió hacia Stark.
—¿Será suficiente?
Los ojos de Stark, dos joyas brillantes en el paisaje devastado de su rostro, tenían un aire distante, nebuloso. Su mano vendada jugaba con el pisapapeles con gesto ausente. Dejó el objeto en su sitio y sonrió a Thad.
—¿Qué piensas tú? Sabes de esto tanto como yo.
Thad pensó en ello. «Los dos sabemos a qué nos referimos, pero creo que ninguno de los dos puede expresarlo con palabras. En realidad, no hemos venido aquí para escribir. Eso es solo el ritual. En realidad se trata de pasar una especie de testigo. De un cambio de poderes. O, más exactamente, de un trueque: la vida de Liz y los gemelos a cambio de… ¿a cambio de qué, exactamente?»
Pero Thad también sabía eso. Habría sido extraño que no lo supiera, porque había estado cavilando sobre aquella cuestión no hacía muchos días. Lo que Stark quería —no, lo que exigía— era su ojo. Aquel extraño tercer ojo que, enterrado en su cerebro, solo podía mirar hacia el interior.
Notó una vez más la sensación de hormigueo y luchó por librarse de ella. «No vale mirar, George. Tú llevas una pistola y lo único que yo tengo es un puñado de escuálidos pájaros, así que no vale mirar».
—Yo diría que bastará —respondió al fin—. Lo sabremos cuando llegue el momento, ¿no?
—Ajá.
—Como el columpio, cuando un extremo de la tabla sube… y el otro baja.
—¿Qué estás ocultando, Thad? ¿Qué me escondes?
Hubo un instante de silencio eléctrico en la estancia. El lugar resultaba de pronto demasiado pequeño para las emociones que se desencadenaban en su interior.
—Yo podría hacerte la misma pregunta —replicó al fin Thad.
—No —declaró Stark con voz ronca—. Yo he puesto todas las cartas sobre la mesa. Dímelo, Thad. —Su mano fría y putrefacta se cerró en torno a la muñeca de Thad con la fuerza inexorable de una esposa de acero—. ¿Qué me estás ocultando?
Thad se obligó a volver la cabeza y mirar a Stark a los ojos. La sensación de hormigueo se extendía ahora por todo su cuerpo, pero se concentraba en la herida de la mano.
—¿Quieres escribir el libro, sí o no? —masculló.
Por primera vez, Liz apreció un cambio en la expresión de Stark. No en su superficie, sino por dentro. De pronto, captó en él cierta indecisión. ¿Y no había también algo de temor? Tal vez. O tal vez no. Pero, incluso en el segundo caso, era algo muy parecido al temor, que esperaba el momento de convertirse en este.
—No he venido aquí para comer la sopa boba contigo, Thad.
—Entonces, adivina tú mismo lo que me propongo —replicó Thad. Liz escuchó un jadeo y se dio cuenta de que había salido de sus propios labios.
Stark la miró un instante y se concentró de nuevo en Thad.
—No me tomes el pelo, Thad —advirtió sin alzar la voz—. Será mejor que no me tomes el pelo, muchacho.
Thad se echó a reír. Era un sonido frío y desesperado, pero no del todo desprovisto de humor. Aquello era lo peor. No estaba enteramente desprovisto de humor y Liz oyó en aquella risa la voz de George Stark, al igual que había visto a Thad Beaumont en los ojos de Stark mientras jugaba con los gemelos.
—¿Por qué no, George? Sé muy bien lo que puedo perder. Todo eso también está sobre la mesa. Te lo repito, ¿quieres escribir o prefieres seguir hablando?
Stark reflexionó un largo instante, mientras su mirada amenazadora y desabrida recorría el rostro de Thad. Por fin, exclamó:
—¡Bah, a la mierda! Vamos allá.
—¿Por qué no? —dijo Thad con una sonrisa.
—Tú y el policía, marchaos —ordenó Stark a Liz—. Ahora, esto es cosa nuestra. Vamos a poner manos a la obra.
—Me llevaré a los niños —se oyó decir la mujer. Stark soltó una risotada.
—Eres muy graciosa, Beth, pero no. Los bebés son un seguro. Como la protección contra reproducciones de un disquete de ordenador, ¿verdad, Thad?
—Pero… —empezó a decir Liz.
—Está bien —la interrumpió Thad—. No les pasará nada. George se ocupará de ellos mientras yo empiezo con el texto. Les cae bien, ¿te has fijado?
—Por supuesto que me he fijado —replicó ella con voz ronca, llena de odio.
—Limítate a recordar que están aquí, con nosotros —advirtió Stark a Alan—. Tenlo muy presente, comisario Alan. No intentes ningún truco. Si se te ocurre alguna tontería, te aseguro que nos sacarán a todos con los pies por delante. ¿Lo has entendido?
—Perfectamente —asintió Alan.
—Y cierra la puerta al salir. —Se volvió hacia Thad y añadió—: Ya es la hora.
—Sí —respondió Thad, y cogió un lápiz. Se volvió hacia Liz y Alan, y la mirada de George Stark pasó del rostro de Thad a las figuras de los otros dos—. Vamos, marchaos.
8
Liz se detuvo en mitad de la escalera. Alan casi se le echó encima. La vio mirar por la puerta acristalada del salón.
El mundo era todo pájaros. La terraza estaba enterrada bajo los gorriones; la ladera hasta el lago se extendía negra con sus cuerpos bajo la luz crepuscular; sobre la superficie de agua, el cielo estaba oscuro de gorriones que volaban mientras nuevas bandadas confluían por el oeste hacia la casa del lago de los Beaumont.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Liz.
—Silencio —le ordenó Alan, agarrándola del brazo—. Que no la oiga Stark.
—Pero ¿qué…?
El comisario la condujo hasta el piso inferior sin dejar de sujetarla con energía. Cuando estuvieron en la cocina, le contó el resto de la historia que el doctor Pritchard le había revelado aquella misma tarde, aunque parecían haber transcurrido mil años.
—¿Qué significa todo eso? —susurró ella. Su rostro adquirió una palidez grisácea—. Alan, tengo muchísimo miedo.
Él la abrazó y, a pesar de que también estaba terriblemente asustado, se dio cuenta de que era una mujer íntegra.
—No lo sé —respondió—. Pero estoy seguro de que esos pájaros están aquí porque uno de los dos, Thad o Stark, los ha llamado. Me inclino a pensar que es Thad, porque ha tenido que verlos cuando venía. Los ha visto, pero no ha hecho el menor comentario al respecto.
—Alan, no es él mismo.
—Lo sé.
—Una parte de él quiere a Stark. A una parte de él le encanta la… la negrura de Stark.
—Lo sé.
Se acercaron a la ventana del vestíbulo cercana a la mesilla del teléfono y miraron a través de ella. El camino de la casa estaba lleno de gorriones, y los árboles y el pequeño espacio de césped en torno al cobertizo, donde seguía encerrada la carabina del 22. El Volkswagen de Rawlie había desaparecido bajo sus cuerpos.
En cambio, en el Toronado de George Stark no había un solo pájaro. Y se observaba un círculo perfecto de terreno despejado en torno al vehículo, como si estuviera en cuarentena.
Un gorrión golpeó el cristal de la ventana con un ruido sordo. Liz lanzó un gritito. Los demás pájaros se movieron inquietos —un enorme movimiento como una ola que recorrió la colina— y volvieron a quedarse inmóviles.
—Aunque sean de Thad —insistió Liz—, tal vez no los use contra Stark. Una parte de Thad se ha vuelto loca, Alan. Una parte de él ha estado siempre desquiciada. Le… le gusta.
Alan no dijo nada, pero él también lo había visto. Lo había percibido.
—Todo esto es una horrible pesadilla —continuó la mujer—. Ojalá pudiera despertar. Ojalá despertara y las cosas volvieran a ser como antes. No como eran antes de Clawson; como eran antes de Stark.
Alan asintió.
Liz lo miró.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Lo más difícil —dijo él—. Esperar.
9
La tarde pareció durar eternamente. La luz fue desangrándose lentamente en el cielo cuando el sol desapareció tras las montañas de la ribera oeste del lago, aquellas montañas que se extendían hasta unirse a la sierra de Presidential Range, en la «chimenea de New Hampshire».
En el exterior de la casa, nuevas bandadas de gorriones continuaron llegando para sumarse a la principal. Alan y Liz los percibían ahora en el techo de la casa, convertida en un cúmulo de gorriones, pero las aves permanecían en silencio. Esperaban.
En su deambular por el salón, los dos volvían la cabeza a un lado y a otro, girándola como radares concentrados en una señal. El núcleo de atención era el estudio del piso superior y lo más enloquecedor de todo era la ausencia de ruido tras la puerta oculta que conducía a él. Ni siquiera se oía a los bebés balbuceando o arrullándose mutuamente. Liz esperaba que se hubieran quedado dormidos, pero no conseguía acallar la voz que repetía que Stark los había matado a los dos, y también a Thad.
Silenciosamente.
Con aquella navaja que llevaba.
Se dijo que si algo semejante sucedía, los gorriones lo sabrían, harían algo, y eso la alivió un poco. No mucho. Los gorriones eran un gran misterio que envolvía la casa y que la mente se negaba a aceptar. Solo Dios sabía qué harían… o cuándo.
El crepúsculo iba rindiéndose poco a poco a la oscuridad nocturna cuando Alan murmuró con voz áspera:
—Thad y Stark invertirán sus lugares si esto dura lo suficiente, ¿verdad? Thad empezará a enfermar mientras Stark se recupera.
Liz se sobresaltó tanto que estuvo a punto de derramar la amarga taza de café que tenía en las manos.
—Sí. Creo que sí.
La llamada de un somorgujo sonó en el lago. Un sonido aislado, doliente, solitario. Alan pensó en los de arriba, en los dos pares de gemelos, uno dormido, el otro empeñado en una lucha terrible en el difuso crepúsculo de su imaginación compartida.
Fuera, los gorriones observaban y esperaban mientras el crepúsculo se desvanecía.
«El columpio está en movimiento —pensó Alan—. El extremo donde está Thad sube, el extremo de Stark baja». Allá arriba, tras la puerta que formaba dos pasillos al abrirse, el cambio se estaba produciendo.
«Ya casi es el final —pensó Liz—. Sea el que fuere».
Y, como si este pensamiento lo hubiera provocado, oyó que se levantaba una ventolera, un viento extraño, zumbante. Sin embargo, el lago permanecía liso como un espejo.
Se incorporó con los ojos abiertos y las manos alrededor del cuello. Tenía la mirada fija en la cristalera. «¡Alan!», intentó decir, pero no le salió la voz. No importaba.
Arriba se oyó una especie de pitido extraño, sobrenatural, como una nota de una flauta mal afinada. De pronto, oyeron la voz de Stark, estridente, en un grito:
—¡Thad! ¿Qué haces? ¿Qué estás haciendo?
Sonó un seco estampido, como el disparo de una pistola de juguete. Un momento después, Wendy se echó a llorar.
Y fuera, en la creciente oscuridad, un millón de gorriones continuó batiendo las alas, disponiéndose a volar.