VEINTICUATRO

LA LLEGADA DE LOS GORRIONES

1

Thad evitó la autopista en su viaje (Stark había ordenado a Liz que la tomara, con lo cual ganaban media hora en el trayecto), de modo que hubo de decidirse entre cruzar Oxford o Lewiston-Auburn. L.A., como la llamaban los residentes de la región, era una zona metropolitana mucho más extensa, pero la central de la policía del estado se encontraba en Oxford. Escogió Lewiston-Auburn.

Estaba esperando ante un semáforo de Auburn, lanzando constantes ojeadas por el retrovisor para ver si se acercaba algún coche de la policía, cuando le asaltó de nuevo la idea que había empezado a tomar forma clara mientras hablaba con Rawlie en el depósito de automóviles.

«Yo soy quien sabe. Yo soy el dueño. Yo soy quien los trae.

Lo que está sucediendo aquí es magia —pensó Thad—, y cualquier mago que se precie debe tener una varita mágica. Todo el mundo lo sabe. Por suerte, sé dónde puedo encontrar una. En realidad, sé dónde las venden por docenas».

La papelería más cercana estaba en Court Street y Thad se desvió en dirección a ella. Estaba seguro de que había lápices Berol Black Beauty en la casa de Castle Rock y tenía también la certeza de que Stark se habría llevado su propio suministro, pero no quería ninguno de aquellos. Lo que buscaba era unos lápices que Stark no hubiera tocado nunca, ni como parte de Thad ni como ente separado de él.

Encontró un hueco para aparcar a media manzana de la papelería, apagó el motor del Volkswagen de Rawlie (que se detuvo con un estornudo y varios resoplidos) y puso pie a tierra. Era un descanso alejarse del fantasma de la pipa de Rawlie y volver a respirar aire fresco durante un rato.

Compró una caja de lápices Black Beauty en la papelería. El encargado le dio permiso para utilizar el sacapuntas instalado en la pared. Se dedicó a afilar media docena de Berol y se los guardó en el bolsillo junto a la solapa, colocados uno al lado del otro. Las puntas sobresalían como las cabezas explosivas de unos pequeños misiles mortíferos.

«Presto y abracadabra —pensó—. Que empiece la función».

Volvió al coche de Rawlie y se quedó sentado tras el volante un momento, sudando y cantando por lo bajo John Wesley Harding. Había recordado casi toda la letra. Era realmente asombroso lo que conseguía la mente humana sometida a tensión.

«Esto podría ser muy peligroso», reflexionó. Y se dio cuenta de que no le preocupaba gran cosa lo que pudiera sucederle. Al fin y al cabo, él había dado vida a George Stark y suponía que ello le hacía responsable de su existencia. No lo encontraba justo, pues no pensaba haber creado a George con ningún propósito malévolo. No se veía como uno de esos perversos doctores, Jekyll y Frankenstein, a pesar de lo que pudiera estar sucediéndole a su esposa y a sus hijos. Tampoco se había propuesto escribir una serie de novelas que le dieran mucho dinero y, desde luego, no había tenido ninguna intención de crear un monstruo. Solo había tratado de tantear un camino para sortear el bloqueo que se había interpuesto en su carrera. Solo había querido encontrar el modo de escribir otra buena novela, porque escribir lo hacía feliz.

En lugar de ello, se había visto atrapado en una especie de enfermedad sobrenatural. Había enfermedades, un gran número de ellas, que encontraban cobijo en el cuerpo de personas que no habían hecho nada para merecerlas —dolencias como la parálisis cerebral, la distrofia muscular, la epilepsia o la enfermedad de Alzheimer—, pero, cuando uno las sufría, tenía que afrontarlas. ¿Cómo se llamaba el viejo concurso de la radio? ¿Nómbrelo y gane?

Su mente, sin embargo, insistía con bastante buen juicio en que aquello podía ser muy peligroso para Liz y los bebés.

Sí. La cirugía cerebral también podía ser peligrosa, pero cuando uno tenía un tumor creciéndole en el cráneo, ¿qué alternativa le quedaba?

«Él estará mirando, espiando. Los lápices están bien; puede que incluso se sienta halagado. Pero si percibe lo que te propones hacer con ellos, o si descubre lo del reclamo para pájaros, si adivina lo de los gorriones, ¡mierda!, solo con que intuya que le ocultas algo, estarás en un buen lío».

«Pero podría funcionar —susurró otra parte de su mente—. Maldita sea, sabes que podría funcionar».

Sí. Lo sabía. Y, como la parte más profunda de su mente insistía en que no tenía alternativa, Thad puso en marcha el Volkswagen y enfiló rumbo a Castle Rock.

Quince minutos más tarde había dejado Auburn tras él y estaba de nuevo en la carretera, en dirección oeste hacia la región de los lagos.

2

Durante los últimos sesenta kilómetros del trayecto, Stark estuvo hablando sin parar de Máquina de acero, el libro en el que iban a colaborar él y Thad. Ayudó a Liz con los niños —manteniendo siempre una mano libre y lo bastante cerca del arma que llevaba al cinto como para convencerla de que no intentara nada— mientras ella abría la puerta de la casa de verano y les franqueaba el paso. Liz había esperado que hubiera coches aparcados en alguno de los caminos particulares que salían de Lake Lane o escuchar el sonido de voces o de motosierras, pero solo había captado el zumbido soñoliento de los insectos y el potente ronroneo del motor del Toronado. Parecía que aquel hijo de puta tenía la suerte del diablo.

Mientras descargaban el equipaje y lo llevaban adentro, Stark continuó hablando. No se detuvo ni siquiera mientras utilizaba la navaja barbera para cercenar los cables de todas las clavijas de teléfono, excepto una. Y la obra no sonaba mal. Aquello era lo más horrible: que el libro sonaba muy bien, en realidad. Sonaba como si pudiera tener tanto éxito como Vida de Máquina o incluso más.

—Tengo que ir al baño —dijo Liz cuando tuvieron todas las bolsas dentro, interrumpiéndolo a media frase.

—Está bien —respondió Stark en voz baja, al tiempo que se volvía a mirarla. Se había quitado las gafas de sol cuando habían llegado y Liz tuvo que apartar la vista. Aquella mirada sepulcral, espeluznante, era más de lo que la mujer podía soportar—. Te acompañaré.

—Me gusta tener un poco de tranquilidad cuando voy al baño. ¿A ti no?

—A mí no me importa mucho tenerla o no —respondió Stark con tranquilo regocijo. Era el estado de ánimo que había mostrado desde que dejara la autopista en Gates Falls; tenía el aire inconfundible de quien está seguro de que las cosas van a salir bien.

—Pues a mí, sí —insistió ella, como si hablara con un niño especialmente obtuso.

Notó que los dedos se le cerraban como si fueran garras e imaginó que saltaba sobre él de improviso y le arrancaba de las cuencas en descomposición aquellos globos oculares de mirada repulsiva, pero cuando se atrevió a levantar la vista hacia él y advirtió su sonrisa divertida, Liz comprendió que él sabía lo que estaba pensando y sintiendo.

—Me quedaré en el umbral del baño —murmuró Stark con fingida humildad—. Seré un buen chico y no miraré.

Los bebés gateaban a sus anchas sobre la alfombra del salón. Estaban alegres, ruidosos y llenos de energía. Parecían encantados de estar en aquel lugar, que solo habían visitado una vez con anterioridad, un fin de semana de invierno.

—No pueden quedarse solos —dijo Liz— y el baño está junto al dormitorio principal. Si se quedan aquí, les puede pasar algo.

—No hay problema, Beth —respondió Stark, levantando a los mellizos y sujetándolos uno bajo cada brazo. Solo unas horas antes, Liz habría estado convencida de que si alguien que no fuera ella o Thad intentaba algo semejante, William y Wendy protestarían a voz en grito. En cambio, cuando Stark los cogió, los bebés balbucearon de contento, como si fuera la cosa más divertida del mundo—. Los llevaré al dormitorio y los vigilaré yo, en lugar de hacerlo tú. —Stark se volvió y la miró con súbita frialdad—. No te preocupes, me ocuparé de ellos. No me gustaría que les sucediera nada malo, Beth. Me caen bien. Si les pasa algo, no será por culpa mía.

Liz entró en el baño y él se quedó en el umbral, de espaldas a ella como había prometido, contemplando a los gemelos. Mientras se levantaba la falda y se bajaba las bragas para sentarse, Liz deseó ser hombre. No iba a morirse porque Stark se volviera y la viese sentada en la taza… pero si George descubría las tijeras de costura ocultas en la ropa interior, tal vez sí que podría darse por muerta.

Y, como de costumbre, cuando tenía prisa por terminar, la vejiga se negaba obstinadamente a vaciarse. «Vamos, vamos —pensó con una mezcla de miedo y de irritación—. ¿Qué sucede? ¿Crees que te van a dar intereses por ese líquido?»

Por fin. Qué alivio.

—Pero cuando intentan salir del establo —estaba diciendo Stark—, Máquina prende fuego a la gasolina que habían vertido por la noche en la zanja que lo circunda. ¿No sería magnífico? Se podría hacer una película, Beth… A esos idiotas del cine les encantan los incendios.

Liz usó el papel higiénico y se subió las bragas con mucho cuidado. Mantuvo los ojos fijos en la espalda de Stark mientras se ordenaba la ropa, rogando que no se le ocurriera volverse. George no lo hizo; estaba absorto en su historia.

—Westerman y Jack Rangely vuelven adentro con la idea de subir al coche para atravesar el fuego. Pero Ellington se deja llevar por el pánico y…

Se interrumpió de improviso y ladeó la cabeza. A continuación, se volvió hacia Liz en el momento en que ella terminaba de arreglarse la falda.

—Fuera —dijo con brusquedad. Su voz había perdido todo rastro de buen humor—. Sal de ahí ahora mismo.

—¿Qué…?

Stark la asió por el brazo con aspereza y la empujó al dormitorio. Luego entró en el baño y abrió el armario.

—Tenemos compañía, y es demasiado pronto para que sea Thad.

—Yo no…

—Un motor de coche —le informó escuetamente—. Un motor potente. Podría ser una patrulla de la policía. ¿Lo oyes?

Stark cerró el armario de un golpe y abrió el cajón a la derecha del lavabo. Encontró un rollo de esparadrapo y abrió el envoltorio.

Liz no oía nada y se lo dijo.

—Está bien —respondió él—. Yo lo oigo por los dos. Pon las manos en la espalda.

—¿Qué vas a…?

—¡Cállate y pon las manos en la espalda!

Liz obedeció y se encontró con las muñecas atadas en un abrir y cerrar de ojos.

—Acaban de apagar el motor —murmuró—. Tal vez a medio kilómetro carretera arriba. Alguien que trata de hacerse el listo.

A Liz le pareció que oía un motor en el último momento, pero podía ser mera sugestión. En cualquier caso, se dio cuenta de que no habría captado nada en absoluto si no hubiera estado escuchando con toda su atención. Dios santo, qué oído más fino tenía aquel monstruo.

—Tengo que cortar el esparadrapo —dijo Stark—. Lamento tener que ser indiscreto un momento, Beth. No disponemos de tiempo para cortesías.

Y antes de que Liz supiera qué estaba haciendo, Stark llevó la mano a la parte delantera de su falda. Un instante después, sacaba de allí las tijeras de costura; ni siquiera le pellizcó la piel con los imperdibles.

La miró a los ojos por un instante mientras extendía las manos tras la espalda de Liz y utilizaba las tijeras para cortar el esparadrapo.

Parecía haber recuperado el buen humor.

—Las habías visto. Habías notado el bulto, después de todo —murmuró Liz.

—¿Las tijeras? —Se echó a reír—. Sí, las vi, pero no dónde las guardabas. Las vi en tus ojos, querida Bethie. Las vi antes de salir de Ludlow. Supe que las tenías cuando bajabas las escaleras.

Se arrodilló delante de ella con el esparadrapo, absurda y ominosamente, como un pretendiente que le pidiera la mano. Después, alzó los ojos hacia ella.

—No se te ocurra darme una patada o algo así, Beth. No estoy seguro, pero creo que es un policía. Y no tengo tiempo para andar con jueguecitos contigo, aunque me gustaría mucho. Así que quédate quieta.

—Los niños…

—Voy a cerrar las puertas. Todavía no alcanzan los tiradores, aunque logren ponerse de pie. Tal vez se traguen alguna pelusa de polvo de debajo de la cama, pero creo que ese es el peor problema en que pueden meterse. Volveré enseguida.

El esparadrapo trazaba ahora ondulantes figuras de ochos en torno a sus tobillos. Cuando hubo terminado y cortado, Stark se incorporó.

—Pórtate bien, Beth —le aconsejó—. No desperdicies tus ideas brillantes. Lo pagarías caro… pero antes te obligaría a ver cómo lo pagaban ellos.

Luego cerró la puerta del baño y la del dormitorio, y se fue. Se ausentó con la rapidez de un mago que hiciera un truco.

Liz pensó en la escopeta del 22 guardada en el cobertizo de las herramientas. ¿Había munición allí, también? Estaba casi segura de que sí; media caja de balas para escopeta Winchester del 22 largo en un estante, arriba.

Empezó a mover las muñecas en una dirección y otra. Stark había enrollado el esparadrapo con mucha habilidad y durante un rato no estuvo segura de poder ni siquiera aflojarlo, y mucho menos de liberar las manos.

Después notó que comenzaba a ceder un poco y continuó moviendo las muñecas a un lado y a otro, cada vez más deprisa, jadeando.

William se acercó gateando, le puso sus manitas en la pierna y la miró a la cara con gesto inquisitivo.

—Todo va a salir bien —dijo Liz, lanzándole una sonrisa.

William se la devolvió y se alejó a gatas en busca de su hermana. Liz se apartó de los ojos un mechón de pelo sudoroso con un brusco movimiento de cabeza y volvió a hacer girar las muñecas a un lado y a otro, a un lado y a otro, a un lado y a otro.

3

Por lo que Alan podía observar, Lake Lane estaba completamente desierta; al menos, lo estaba hasta donde se atrevió a adentrarse con el coche. Es decir, hasta el sexto camino particular que salía de la carretera. Pensó que podía haber avanzado un poco más sin peligro —no había modo de que se oyera el motor del coche desde la casa de los Beaumont, y menos aún con dos colinas de por medio—, pero era mejor andar sobre seguro. Llegó hasta la casa con el techo en forma de A que pertenecía a la familia Williams, unos veraneantes de Lynn, Massachusetts; aparcó sobre una alfombra de pinaza bajo un venerable abeto mohoso, apagó el motor y se apeó.

Alzó la cabeza y vio los gorriones.

Estaban posados en lo alto del tejado de la casa de los Williams. Descansaban en las ramas altas de los árboles que la rodeaban. Estaban posados en las rocas junto a la orilla del lago; se peleaban por un hueco en el embarcadero de los Williams… tanto que no se veía la madera. Había cientos y cientos de ellos.

Estaban en completo silencio. Se limitaban a mirarlo con sus ojillos negros.

—Dios santo —musitó.

Escuchó el chirrido de unos grillos en la hierba alta que crecía en torno a los cimientos de la casa, el suave chapoteo del agua del lago contra el embarcadero y el rumor de un avión que cruzaba el cielo hacia el oeste, en dirección a New Hampshire. Salvo esto, el silencio era absoluto. No se oía ni el áspero ronroneo de un solo motor fuera borda en el lago.

Solo aquellos pájaros.

Todos aquellos pájaros.

Alan notó que un miedo intenso, vidrioso, le recorría los huesos. En primavera y en otoño había visto alguna bandada de gorriones, a veces cien o doscientos pájaros en formación, pero nunca había visto nada como aquello.

«¿Han venido por Thad… o por Stark?»

Echó un nuevo vistazo al micrófono de la radio y se preguntó si no sería más seguro llamar, después de todo. Aquello era demasiado extraño, parecía demasiado fuera de control.

«¿Y si todos echan a volar a la vez? Si el tipo está ahí abajo y es tan astuto como dice Thad, los oirá, seguro. Los oirá perfectamente».

Echó a andar. Los gorriones no se movieron, pero una nueva bandada apareció en el aire y se posó en los árboles. Ahora lo rodeaban por todas partes, mirándolo como un jurado mal dispuesto contemplaría a un asesino en el banquillo. Menos por detrás, por la carretera. Los bosques que bordeaban Lake Lane aún estaban libres.

Decidió volver por allí.

Se le ocurrió una idea desconsoladora, casi una premonición: aquel podía ser el error más grande de toda su carrera profesional.

«Solo voy a hacer un reconocimiento del lugar —se dijo—. Si los pájaros no echan a volar (y no parecen tener intención de hacerlo) todo irá bien. Puedo subir por ese camino, cruzar Lake Lane y bajar hasta la casa de los Beaumont cruzando el bosque. Si el Toronado está ahí, lo veré. Y si veo el coche, tal vez lo vea a él. Y si lo veo, sabré al menos con qué me enfrento. Sabré si se trata de Thad o de otra persona».

Otra idea le vino a la mente. Era algo que Alan apenas se atrevía a pensar porque hacerlo podía torcer su suerte. Si veía al dueño del Toronado negro, tal vez se le pusiera a tiro. Quizá pudiera abatir a aquel hijo de puta y poner fin al asunto allí mismo. Si las cosas salían así, le esperaba una buena bronca de la policía del estado por no acatar sus órdenes concretas; pero Liz y los bebés estarían a salvo y, de momento, aquello era lo único que le importaba.

Más gorriones se posaron sin producir el menor ruido. Cubrían la calzada de asfalto del camino de los Williams de un extremo a otro. Un pájaro se posó a menos de cinco palmos de las botas de Alan. Hizo ademán de lanzar un puntapié al gorrión y al instante se arrepintió de ello, pensando que el pájaro podía reaccionar echando a volar (y arrastrando tras de sí a toda la monstruosa bandada).

El gorrión se apartó un poco a saltitos. Eso fue todo.

Otro gorrión aterrizó en el hombro de Alan. El comisario no podía creerlo, pero allí estaba. Trató de ahuyentarlo moviendo la mano, pero el pájaro saltó a ella. Bajó el pico como si quisiera clavárselo pero se detuvo antes de hacerlo. Con el corazón al galope, Alan bajó la mano. El gorrión saltó de ella, batió las alas una sola vez y se posó en el camino con sus compañeros. Y lo miró con sus ojillos negros, insensibles.

Alan tragó saliva. Su garganta emitió un sonoro chasquido.

—¿Qué sois? —murmuró—. ¿Qué coño sois?

Los gorriones se limitaron a contemplarlo. Ahora, todos los pinos y arces que alcanzaba a ver a este lado del lago parecían repletos de ellos. Escuchó el crujido de una rama bajo su peso en alguna parte.

«Tienen los huesos huecos —pensó—. No pesan prácticamente nada. ¿Cuántos deben de hacer falta para quebrar una rama como esa?»

No lo sabía. Ni quería saberlo.

Alan desabrochó la tirilla de la empuñadura del revólver del 38 y desanduvo la pronunciada pendiente del camino de los Williams, alejándose de los gorriones. Cuando llegó a Lake Lane, que solo era un camino de tierra con una franja de hierba entre las roderas de los coches, tenía el rostro grasiento de sudor y la camisa pegada a la espalda. Miró alrededor. Tenía la masa de gorriones a su espalda, por el camino que había tomado (ya estaban también sobre el techo del coche, apretados encima del capó, el maletero y las luces del techo), pero donde ahora estaba no había ninguno.

«Es como si no quisieran acercarse demasiado, al menos de momento. Es como si este fuera su punto de reunión».

Miró a un lado y otro de Lake Lane desde lo que esperaba que fuese un buen escondite tras un gran zumaque. No se veía un alma. Solo los gorriones, y estaban todos allá atrás, en la ladera donde se alzaba la casa en forma de A de los Williams. No se oía más sonido que el de los grillos y el de un par de mosquitos que zumbaban alrededor de su rostro.

Estupendo.

Alan cruzó el camino al trote como un soldado en territorio enemigo, con la cabeza baja entre los hombros agachados; saltó la cuneta taponada de zarzas y rocas del otro lado y desapareció entre los árboles. Una vez oculto, se concentró en descender hacia la casa de verano de los Beaumont lo más deprisa y en silencio que pudo.

4

La ribera oriental del lago Castle yacía al fondo de una pendiente larga y pronunciada. Lake Lane recorría esa pendiente a media altura y la mayoría de las casas quedaba muy abajo, tan lejos de la calle que desde su posición Alan solo divisaba los tejados. Estaba por encima de Lake Lane, a unos veinte metros ladera arriba. Algunas viviendas quedaban completamente ocultas a la vista. En cambio, tenía una buena perspectiva de la calle y de los caminos particulares que salían de ella y, si llevaba cuidado, todo saldría bien.

Cuando llegó al quinto camino que partía de Lake Lane, contando desde la casa de los Williams, el comisario se detuvo. Miró atrás para comprobar si los gorriones lo seguían. Era una idea desquiciada pero, de algún modo, inevitable. No advirtió el menor rastro de los pájaros y se le ocurrió pensar que tal vez su mente sobrecargada lo había imaginado todo.

«Olvídalo —pensó—. No has imaginado nada. Los gorriones estaban allí detrás y allí siguen todavía».

Volvió la vista hacia el camino de la casa de los Beaumont, pero desde la posición que ocupaba no alcanzaba a ver nada. Empezó a descender con movimientos cautos, agachado. Avanzó poco a poco y sin hacer ruido. Estaba a punto de felicitarse por ello cuando George Stark le puso el cañón de una pistola en el oído izquierdo y le dijo:

—Intenta moverte, amigo, y te desparramo los sesos sobre el hombro derecho.

5

Volvió la cabeza despacio, despacio, despacio.

Lo que vio casi le hizo desear haber nacido ciego.

—Supongo que no me contratarán nunca para la portada de Playboy, ¿verdad? —comentó Stark, sonriente. La mueca dejaba a la vista más dientes y encías (y alveolos vacíos donde había tenido piezas dentales) de los que hubiera podido mostrar la sonrisa más amplia. El rostro estaba cubierto de llagas y la piel parecía desprenderse del tejido subcutáneo. Pero no fue esto lo peor de todo, lo que hizo que a Alan se le revolviera el estómago de horror y repulsión. Algo terrible parecía afectar a la estructura interna de aquel rostro. Era como si estuviera no ya descomponiéndose, sino sufriendo una especie de horrible mutación.

En cualquier caso, Alan supo quién era el tipo de la pistola.

Observó el cabello rubio, tan carente de vida como una vieja peluca pegada a la cabeza de paja de un espantapájaros, y los hombros, casi tan anchos como los de un jugador de rugby con las protecciones puestas. El hombre estaba plantado ante él con una especie de elegancia arrogante y llena de agilidad, aunque permanecía inmóvil, y Alan advirtió que lo contemplaba de buen humor.

Era el hombre que no podía existir, que no había existido nunca.

Era el señor George Stark, el hijo de puta de categoría procedente de Oxford, Mississippi.

Todo el asunto era real.

—Bienvenido al carnaval, amigo —dijo Stark tranquilamente—. Te mueves muy bien para ser un tipo tan grande. Al principio, casi te he perdido y he tenido que buscarte. Bajemos a la casa. Quiero presentarte a la mujercita. Si haces un solo movimiento extraño acabo contigo, con ella y con esos lindos bebés. No tengo absolutamente nada que perder, ¿lo entiendes?

Stark le sonrió de nuevo con una mueca de su rostro putrefacto, horrorosamente imposible. Los grillos continuaron sus chirridos entre las hierbas. En el lago, un somorgujo lanzó al aire su llamada dulce y penetrante. Alan deseó con todas sus fuerzas ser aquel pájaro porque, cuando se asomó a los ojos saltones de Stark, solo vio en ellos una cosa además de muerte… y esa cosa era un vacío absoluto.

Comprendió en ese instante, con súbita y absoluta claridad, que nunca volvería a ver a su esposa y a sus hijos.

—Lo entiendo —respondió.

—Entonces, deja la pistola en el suelo y vámonos.

Alan obedeció. Stark cerró la marcha en el descenso hasta Lake Lane. Cruzaron la calzada y continuaron pendiente abajo por el camino particular de los Beaumont hasta la casa. Esta sobresalía de la ladera sobre unos robustos pilares de troncos, casi como una de esas casas de la playa de Malibú. Por lo que Alan pudo apreciar, no había gorriones por allí. Ninguno en absoluto.

El Toronado estaba aparcado junto a la puerta, como una tarántula negra y reluciente bajo el sol de la tarde. Parecía una bala. Alan leyó el adhesivo del parachoques con una leve sensación de asombro. Sus emociones parecían extrañamente apagadas, extrañamente mudas, como si todo aquello fuera un sueño del que pronto despertaría.

«Es mejor que no pienses eso —se aconsejó a sí mismo—. Con esos pensamientos solo conseguirás que te maten».

La recomendación resultaba casi graciosa, porque ya era hombre muerto, ¿o no? No había hecho más que acercarse a hurtadillas al camino de los Beaumont con la intención de echar un vistazo, de hacerse una idea general de cómo estaba la situación… y, sin saber cómo, de pronto se había encontrado con Stark apoyándole una pistola en el oído y ordenándole que dejara el arma en el suelo. Allí había empezado el baile.

«No lo he oído en absoluto; ni siquiera lo he intuido. La gente me tiene por un hombre sigiloso pero, comparado con este tipo, es como si tuviera dos pies izquierdos».

—¿Te gusta el coche? —preguntó Stark.

—Ahora mismo, creo que le gustaría a cualquier agente de policía de Maine —respondió Alan—, porque todos ellos andan tras usted.

Stark soltó una carcajada burlona.

—No sé por qué, no me lo creo. —Hundió el cañón del arma en los riñones de Alan y añadió—: Vamos adentro, amigo. Estamos esperando a Thad. Cuando llegue, creo que ya estaremos listos para empezar con el rock and roll.

Alan observó la mano libre de Stark y se fijó en un detalle muy extraño: no parecía tener ninguna línea en la palma. Ninguna línea en absoluto.

6

—¡Alan! —exclamó Liz—. ¿Está usted bien?

—Creo que sí —respondió Alan—, si es posible que un hombre que se siente como un completo estúpido diga tal cosa.

—No se podía esperar que creyeras lo que decían —intervino Stark con toda calma. Señaló las tijeras que le había sacado de las bragas a Liz y que había dejado en una de las mesillas de noche que flanqueaban la gran cama de matrimonio, lejos del alcance de los gemelos—. Suéltale las piernas, agente Alan. No es preciso que te ocupes de las muñecas; parece que Beth casi ha conseguido arreglárselas por sí sola. ¿O eres el jefe Alan?

—Comisario —respondió él, y pensó: «Me conoce. El tipo sabe que soy el comisario Alan Pangborn, de Castle Rock. Y lo sabe porque Thad me conoce. Pero aunque tenga todos los triunfos en la mano, el tipo nunca revela todo lo que sabe. Es más astuto que una comadreja que se busca la vida en los gallineros».

Por segunda vez le invadió la lúgubre certeza de la proximidad de la muerte. Trató de pensar en los gorriones, porque estos constituían el único elemento de aquella pesadilla con el que al parecer George Stark no contaba. De inmediato, se lo pensó mejor. Stark era demasiado perspicaz. Si se permitía abrigar alguna esperanza, el tipo lo descubriría en sus ojos y se preguntaría qué significaba.

Alan cogió las tijeras y cortó el esparadrapo que sujetaba los tobillos de Liz Beaumont mientras ella se liberaba una mano y empezaba a desenrollar el esparadrapo de las muñecas.

—¿Vas a hacerme daño? —preguntó la mujer con voz asustada, al tiempo que levantaba las manos como si las marcas rojas que había dejado el esparadrapo en sus muñecas pudieran, de algún modo, disuadir a Stark de sus intenciones.

—No —replicó él con una ligera sonrisa—. No te puedo culpar por hacer lo que te surgió espontáneamente, ¿verdad, querida Beth?

Ella le dirigió una mirada de repulsión y de miedo y cogió en brazos a los bebés. Preguntó a Stark si se los podía llevar a la cocina para darles de comer. Los gemelos habían dormido durante el viaje hasta que Stark había aparcado el Volvo robado de los Clark en el área de descanso y ahora estaban muy despiertos y animados.

—Claro que sí —respondió Stark, quien también parecía alegre y animado; pero seguía empuñando la pistola, y su mirada iba incesantemente de Liz a Alan—. ¿Por qué no vamos todos? Quiero charlar un poco con el comisario.

Desfilaron en grupo hacia la cocina, donde Liz empezó a preparar algo de comer para los gemelos. Mientras tanto, Alan se encargó de vigilar a los bebés. Eran unos niños muy despiertos, como un par de conejitos, y al verlos recordó un tiempo en el que él y Annie eran mucho más jóvenes, un tiempo en que Toby, ahora estudiante en el instituto, aún llevaba pañales y en que a Todd aún le quedaban años para aparecer en escena.

Los gemelos gatearon felizmente por la estancia y, de vez en cuando, Alan tuvo que ir tras ellos para que no volcaran una silla o se dieran un golpe en la cabeza con las patas de la mesa de formica bajo los fogones de la cocina.

Mientras se ocupaba de los bebés, Stark le dijo:

—Piensas que voy a matarte. No es preciso que lo niegues, comisario; lo veo en tus ojos y es una mirada que conozco bien. Podría mentirte y decir que no es cierto, pero creo que dudarías de mí. Tú mismo tienes cierta experiencia en estos asuntos, ¿verdad?

—Supongo —respondió Alan—. Pero esto resulta un poco… en fin, se aparta un poco de la tarea normal de un policía.

Stark echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Los gemelos se volvieron hacia la fuente del sonido y lo acompañaron con sus risas. Alan miró a Liz y vio odio y terror en su rostro. Eso, y algo más, ¿verdad? Sí. Alan intuyó que eran celos. Se preguntó si habría algún detalle que George Stark ignoraba. Se preguntó si Stark imaginaba lo peligrosa que podía resultar para él aquella mujer.

—¡De eso puedes estar seguro! —exclamó Stark, riéndose todavía. Luego se puso serio. Se inclinó hacia Alan y este se atufó del hedor gaseoso de su carne descompuesta—. Pero no tiene por qué ser así, comisario. Las posibilidades de que salga con vida de este asunto están en su contra, eso se lo prometo, pero todavía existe alguna. He venido aquí con un objetivo. Quiero escribir un poco. Thad va a ayudarme, va a poner en marcha la bomba del pozo, por decirlo así. Calculo que trabajaremos toda la noche pero, cuando salga el sol mañana por la mañana, es muy probable que haya puesto en orden mi casa.

—Quiere que Thad le enseñe a escribir por su cuenta —dijo Liz desde la galería—. Dice que van a colaborar en un libro.

—No es eso, exactamente —replicó Stark, mirándola durante un instante. Una leve mueca de disgusto traspasó la superficie, hasta entonces intacta, de expresión de complacencia—. Me lo debe, ¿sabes? Tal vez él supiera escribir antes de que me presentara, pero fui yo quien le enseñó a escribir cosas que la gente quisiera leer. ¿De qué sirve escribir algo si nadie quiere leerlo?

—Claro… tú no lo entenderías nunca, ¿verdad? —murmuró Liz.

—Lo que quiero de él —explicó Stark a Alan— es una especie de transfusión. Parece que tengo una especie de… de glándula que ha dejado de funcionar. Temporalmente. Creo que Thad sabe cómo ponerla en marcha. Es preciso que lo sepa, porque es como si él hubiera clonado la mía de la suya, ¿entiendes a qué me refiero? Supongo que podría decirse que él ha construido la mayor parte de mi equipo.

«Oh, no, amigo mío —pensó Alan—. Eso no es verdad. Quizá no lo sepas, pero no es verdad. Lo hicisteis juntos, los dos, porque tú estabas allí desde el principio. Has demostrado una insistencia terrible. Thad intentó acabar contigo antes de que nacierais y no lo consiguió del todo. Luego, once años más tarde, el doctor Pritchard realizó otro intento que funcionó, pero solo durante un tiempo. Por último, Thad te invitó a volver. Lo hizo sin darse cuenta, porque ignoraba tu existencia. Pritchard no le habló nunca de lo sucedido. Y tú acudiste, ¿verdad? Tú eres el fantasma de su hermano muerto, pero eres a la vez mucho más y mucho menos que eso».

Alan cogió a Wendy, que estaba junto a la chimenea, antes de que se cayera de espaldas en la caja de la leña. Stark miró a William y a Wendy, y se concentró de nuevo en Alan.

—Thad y yo venimos de una larga historia de gemelos, ¿sabes? Y, naturalmente, empecé a existir tras la muerte de los mellizos que habrían sido los hermanos o hermanas mayores de estos. Llámalo una especie de equilibrio trascendental, si quieres.

—Lo llamo una locura —respondió Alan. Stark soltó una carcajada.

—En realidad, yo también. Pero sucedió. El verbo se hizo carne, podría decirse. Cómo llegó a suceder no importa mucho; lo importante es que estoy aquí.

«Te equivocas. La manera en que sucedió puede ser lo único que importe ahora. Para nosotros, si no para ti…, porque quizá sea lo único que nos pueda salvar».

—Una vez las cosas llegaron a cierto punto, me creé a mí mismo —prosiguió Stark—. En realidad, no resulta sorprendente que haya tenido problemas para escribir, ¿no es cierto? Crearse a uno mismo requiere muchas energías. No pensarás que esas cosas suceden todos los días, ¿verdad?

—¡No lo quiera Dios! —exclamó Liz.

La frase fue un golpe directo, o casi. Stark volvió la cabeza hacia ella con la rapidez de una serpiente al morder y, en esta ocasión, el disgusto fue más que un esbozo.

—Será mejor que mantengas esa boca cerrada, Beth —amenazó con voz sedosa—, o le crearás problemas a alguien que no puede hablar por sí mismo. O misma.

Liz bajó la vista al cazo del fogón. Alan creyó verla palidecer.

—Tráigalos, ¿quiere, Alan? —indicó en un susurro—. Esto ya está a punto.

Liz sentó en su regazo a Wendy y Alan cogió a William. Mientras daba de comer al pequeño regordete, se admiró de la facilidad con que volvían a su recuerdo los gestos mecánicos. Meter la cucharita dentro, inclinarla y, a continuación, al sacarla, hacer el rápido pero suave movimiento hacia arriba desde la barbilla hasta el labio inferior para evitar en lo posible las gotas y los babeos. Will se dedicó a tratar de asir la cuchara, sintiéndose al parecer lo bastante mayor y experimentado como para moverla él mismo, muchas gracias. Alan lo disuadió con suavidad y el chiquillo no tardó en dedicarse a tragar en serio.

—Lo cierto es que puedo utilizarte —dijo Stark al comisario. Estaba apoyado contra la mesa de la cocina y se pasaba el punto de mira de la pistola por la pechera de la chaqueta acolchada con gesto ocioso, arriba y abajo. El gesto producía un sonido áspero y susurrante—. ¿Te ha llamado la policía del estado para que acudieras aquí y echaras un vistazo? ¿Por eso has venido?

Alan calculó los pros y los contras de mentirle y decidió que sería más seguro decir la verdad, sobre todo porque no albergaba ninguna duda de que aquel hombre —si realmente lo era— poseía un eficaz detector de mentiras incorporado.

—No, exactamente —respondió, y le habló a Stark de la llamada de Fuzzy Martin.

Antes de que terminara de hablar, Stark ya estaba asintiendo.

—Me pareció divisar un reflejo en la ventana de la granja —asintió con una breve risa. Parecía haber recuperado el buen humor—. ¡Vaya, vaya! La gente de campo no puede evitar ser un poco entrometida, ¿verdad, comisario Alan? Tienen tan poca diversión que sería extraño si no lo fuera. Bien, comisario, ¿qué más has hecho después de colgar?

Alan se lo contó también y esta vez no mintió porque pensó que Stark sabía qué había hecho. Su mera presencia allí respondía a la mayoría de las preguntas. El comisario pensó que en realidad Stark solo quería constatar si era lo bastante idiota como para intentar deslizar una mentira.

Cuando hubo terminado, Stark dijo:

—Muy bien, comisario. Esto mejora muchísimo tus posibilidades de salir con vida para luchar un día más. Ahora, atiende y te explicaré detalladamente lo que vamos a hacer tú y yo cuando los bebés hayan terminado de comer.

7

—¿Seguro que sabes lo que tienes que decir? —volvió a preguntar Stark. Los dos estaban de pie ante el teléfono del vestíbulo, el único aparato que seguía funcionando en la casa.

—Sí.

—¿Y no intentarás dejar algún tipo de mensaje secreto que llame la atención de la telefonista?

—No.

—Estupendo —declaró Stark—. Estupendo, porque este sería un momento muy poco adecuado para olvidar que eres un hombre adulto y ponerte a jugar a espías. Seguro que alguien saldría malparado.

—Me gustaría que te dejaras de amenazas durante un rato.

La sonrisa de Stark se hizo más ancha, hasta convertirse en una expresión de pestilente magnificencia. Se había llevado a William para asegurarse de que Liz se siguiera portando bien y empezó a hacerle cosquillas debajo del brazo.

—No puedo complacerte —respondió a Alan—. El hombre que va contra su propia naturaleza acaba estreñido, comisario.

El teléfono estaba en una mesa junto a una gran ventana. Mientras descolgaba el auricular, Alan observó la ladera de los árboles más allá del camino en busca de gorriones. No había ninguno a la vista. Al menos, todavía no.

—¿Qué estás mirando, amigo?

—¿Eh?

Alan miró a Stark. Los ojos de este le devolvieron la mirada desde sus cuencas en descomposición.

—Ya me has oído. —Stark hizo un gesto para señalar el camino y el Toronado—. Esa no es la forma en que uno mira por la ventana solo porque la ventana está ahí. Has puesto la cara de quien espera ver algo concreto. Quiero saber de qué se trata.

Alan notó que un frío hilo de terror se deslizaba por su espalda.

—Thad —oyó que decía su propia voz con gran calma—. Estoy esperando que aparezca Thad; lo mismo que tú. Ya no debería tardar.

—Será mejor que no haya nada más, ¿no crees? —advirtió Stark, al tiempo que levantaba un poco más a William. Empezó a pasar el cañón de la pistola arriba y abajo por la rechoncha tripita del pequeño, haciéndole cosquillas. William rió contento y dio una suave palmadita en la mejilla descompuesta de Stark como si quisiera decir: «Basta, no me incordies, pero no pares todavía, porque también me resulta divertido».

—Entiendo —asintió Alan, y tragó saliva con esfuerzo.

Stark apoyó el cañón de la pistola bajo el mentón de William y meneó ligeramente la pequeña papada del bebé. Este se rió.

«Si Liz asoma por la puerta y lo ve haciendo eso, se volverá loca», pensó Alan con calma.

—¿Estás seguro de que me lo has dicho todo, comisario Alan? ¿No me ocultas nada?

—No —respondió Alan. «Solo lo de esos gorriones reunidos en los árboles en torno a la casa de los Williams»—. No estoy ocultando nada.

—Está bien, te creo. Por el momento, al menos. Ahora, vamos con nuestro asunto.

Alan marcó el número de la comisaría de Castle Rock. Stark se acercó más a él —tanto que su fétido hedor casi le provocó náuseas— y prestó atención al diálogo.

Sheila Brigham respondió al primer timbrazo.

—Hola, Sheila… Soy Alan. Estoy en el lago. He intentado ponerme en contacto por radio, pero ya sabes cómo son las comunicaciones desde aquí.

—Inexistentes —respondió ella con unas risas.

Stark sonrió.

8

Cuando Stark y Alan desaparecieron tras el ángulo del pasillo, Liz abrió el cajón bajo el mármol de la cocina y sacó el mayor cuchillo de carnicero que guardaba en él. Echó un vistazo hacia el pasillo, consciente de que Stark podía asomar la cabeza en cualquier momento para ver qué hacía. De momento, todo iba bien. Les oyó hablar; Stark comentaba algo sobre la manera en que Alan había mirado por la ventana.

«Tengo que hacerlo —se dijo—, y tengo que hacerlo todo yo misma. Está vigilando a Alan como un gato a su presa y, aunque yo pudiera decirle algo a Thad, eso no haría sino empeorar las cosas, porque Stark puede escudriñar su mente».

Mientras sostenía a Wendy con un brazo, se quitó los zapatos y entró rápidamente en el salón con los pies descalzos. En la estancia había un sofá, colocado de modo que desde él se contemplaba una vista del lago. Liz escondió el cuchillo de cocina bajo el faldón del asiento, pero no demasiado lejos. Sentada en el sofá, lo tendría a su alcance.

Y sentados los dos en el sofá, ella y el astuto de George Stark, también tendría a este a su alcance.

«Tal vez pueda incitarle a hacerlo —pensó, mientras regresaba a la cocina a toda prisa—. Se siente atraído por mí; eso es horrible, aunque no tanto como para no sacar provecho de ello».

Entró en la cocina esperando encontrar allí a Stark, enseñándole los dientes que le quedaban en una de aquellas sonrisas putrefactas. Sin embargo, la cocina estaba vacía y desde el vestíbulo volvió a llegarle la voz de Alan hablando por teléfono. Imaginó a Stark pegado al comisario, atento a la conversación. Así pues, todo iba bien. «Con un poco de suerte, George Stark estará muerto antes de que llegue Thad», pensó Liz.

No quería que los dos se encontraran. No entendía muy bien todas las razones por las que deseaba vivamente que el encuentro no se produjera, pero al menos tenía clara una de ellas: temía que la colaboración pudiera funcionar. Y temía aún más saber cuáles serían los frutos de tal éxito.

Al final, de las dos personalidades separadas de Thad Beaumont y George Stark terminaría imponiéndose una sola. De aquella dualidad esencial solo quedaría un único ente físico. Y si Thad podía proporcionar a Stark el trampolín que necesitaba, si Stark empezaba a escribir por sí mismo, ¿era posible que sus llagas y heridas empezaran a sanar?

Liz pensó que sí. Pensó que Stark incluso podía empezar a cobrar la forma y las facciones de su marido.

Después, suponiendo que Stark los dejara a todos con vida y consiguiera escapar, ¿cuánto tiempo transcurriría antes de que empezaran a aparecer las primeras llagas en la cara de Thad?

Pensó que no tardarían mucho. Tuvo serias dudas también de que Stark se mostrara interesado en impedir que Thad empezara a descomponerse, primero, y finalmente quedara reducido a la nada.

La mujer se calzó de nuevo y empezó a limpiar los restos de la temprana cena de los gemelos. «Hijo de puta —pensó mientras despejaba el mármol y empezaba a llenar el fregadero con agua caliente—. El seudónimo, el intruso, eres tú, no mi marido». Echó un chorro de lavavajillas en el agua y luego fue al salón a ver qué hacía Wendy. La niña estaba gateando por el suelo de la habitación, buscando a su hermano, probablemente. Tras las puertas correderas de cristal, el sol del atardecer trazaba un brillante camino de oro sobre las aguas azules del lago.

«Este no es tu sitio. Eres una abominación, una ofensa para los ojos y para la mente».

Observó el sofá bajo cuyos faldones acababa de dejar el largo y afilado cuchillo, al alcance de la mano.

«Pero yo puedo resolver eso. Y, con la ayuda de Dios, estoy dispuesta a hacerlo».

9

El hedor de Stark lo estaba mareando, hacía que se sintiera a punto de vomitar, pero Alan trató de que no se le notara en la voz.

—¿Ha vuelto ya Norris Ridgewick, Sheila?

A su lado, Stark había empezado a hacerle cosquillas a William con el cañón de la pistola.

—Todavía no, Alan. Lo siento —respondió Sheila.

—Si llega, dile que se encargue de la comisaría. Hasta entonces, que se ocupe Clut.

—Su turno…

—Sí, ya sé que ha terminado. El ayuntamiento tendrá que pagarle las horas extras y Keeton me va a montar una buena bronca por ello, pero ¿qué puedo hacer? Estoy aquí colgado, sin radio y con el coche soltando vapor cada vez que lo miro. Te llamo desde la casa de los Beaumont. La policía del estado quería que echara un vistazo, pero aquí no hay nada extraño.

—Mala suerte, Alan. ¿Quieres que pase la información a alguien? ¿A la policía del estado?

Alan miró a Stark, que parecía absorto jugando con el chiquillo alegre y retozón que sostenía en brazos. Stark asintió a la mirada inquisitiva de Alan con gesto ausente.

—Sí, llama al cuartel de Oxford de mi parte. Pensaba ir a tomar un bocado a la tienda del pollo frito y luego volver aquí para hacer una nueva inspección. Eso, si consigo poner en marcha el coche. Si no, quizá husmee qué tienen los Beaumont en la despensa. ¿Querrás tomar nota de eso, Sheila?

Alan apreció, sin llegar a verlo, que Stark se tensaba un poco a su lado. La boca del arma se detuvo en el ombligo de William. Alan notó que se le deslizaban unos lentos y fríos regueros de sudor por el pecho.

—Desde luego, Alan.

—Se supone que Beaumont es un tipo con imaginación, y estoy seguro de que tendrá un lugar mejor donde esconder la llave de reserva que debajo de la estera de la entrada.

Sheila se echó a reír.

—Entiendo —respondió.

Junto al comisario, la boca del cañón del 45 empezó a moverse otra vez y William se echó a reír de nuevo. Alan se relajó un poco.

—¿Tengo que comunicárselo a Henry Payton, Alan?

—Ajá. O a Danny Eamons, si Henry no está.

—De acuerdo.

—Gracias, Sheila. Solo es papeleo de la central. Cuídate.

—Tú también, Alan.

El comisario colgó con suavidad y se volvió hacia Stark.

—¿Ha estado bien?

—Perfecto —asintió Stark—. Me ha gustado sobre todo ese detalle de la llave bajo la estera de la puerta. Le ha añadido ese toque de convicción que necesitaba.

—Eres un cerdo —murmuró Alan. No era una reacción muy recomendable, dadas las circunstancias, pero le sorprendió su propia cólera.

Stark también le sorprendió al echarse a reír.

—Parece que no le caigo bien a nadie, ¿verdad, comisario Alan?

—Verdad —respondió este.

—Bah, no importa… Me basta con lo que me gusto yo mismo. En eso soy un auténtico tipo de la Nueva Era. Lo importante es que a mi entender estamos en muy buena situación. Creo que todo esto irá sobre ruedas.

Se enroscó el cable del teléfono en torno a la mano y tiró de él, arrancándolo de la clavija.

—Supongo que sí —asintió Alan, aunque esperaba lo contrario. La llamada que acababa de hacer era poco convincente, mucho menos de lo que parecía creer Stark, quien tal vez suponía que todos los policías al norte de Portland eran una pandilla de vagos. En la central de Oxford, era posible que Dan Eamons no prestara atención a la llamada, a menos que alguien de Orono o Augusta lo presionara. Pero ¿y Henry Payton? El comisario estaba mucho menos seguro de que Henry fuera a aceptar la idea de que Alan había salido por casualidad a echar un rápido vistazo a la casa del asesino de Homer Gamache, camino de la tienda de pollo frito para llevar. Henry era capaz de olerse que allí había gato encerrado.

Pero al observar a Stark haciéndole cosquillas al bebé con el cañón de la pistola, Alan se preguntó si realmente quería que Henry sospechara algo. Descubrió que no lo sabía.

—¿Y ahora, qué? —preguntó a Stark.

Este exhaló un profundo suspiro y echó un vistazo a los bosques iluminados por el sol con patente satisfacción.

—Vamos a pedirle a Bethie que nos prepare algo de comer. Estoy hambriento. Maldita sea, la vida en el campo es estupenda, ¿verdad, comisario Alan?

—Verdad —respondió Alan. Echó a andar hacia la cocina pero Stark le agarró del brazo.

—Esa broma del humo del motor —masculló—, no tendrá ningún significado especial, ¿verdad?

—No. Solo es otro ejemplo de… ¿cómo lo has llamado? Ese toque de convicción que necesitaba. Varios de nuestros coches han tenido problemas con el carburador el último año.

—Más vale que sea verdad —amenazó Stark, mirándolo con sus ojos muertos. Un pus espeso le resbalaba de los lagrimales por las aletas de la nariz descarnada como viscosas lágrimas de cocodrilo—. Sería una lástima tener que hacer daño a uno de los niños porque te hubieras pasado de listo. Thad no trabajará ni la mitad de bien si descubre que he tenido que liquidar a uno de los gemelos para hacerte entrar en vereda. —Sonrió y presionó la boca del cañón contra la axila de William. El bebé se rió y se contorsionó—. Este pequeño es más listo que una gatita caliente, ¿verdad?

Alan engulló lo que le pareció una bola de pelusa seca incrustada en su garganta y masculló:

—Me pones nervioso cuando haces eso, amigo.

—Echa a andar y sigue nervioso —replicó Stark con una sonrisa—. Soy justo el tipo que pondría nervioso a cualquiera. Vamos a comer, comisario Alan. Me parece que este empieza a echar en falta a su hermanita.

Liz calentó un tazón de sopa para Stark en el microondas. Antes le ofreció una cena congelada, pero él movió la cabeza en un gesto de negativa; sonriendo, se llevó los dedos a la boca y tiró de uno de los dientes. La pieza se desprendió de la encía con podrida facilidad.

Ella, con los labios apretados y el rostro convertido en una tensa máscara de repulsión, volvió la cabeza mientras Stark arrojaba el diente al cubo de la basura.

—No te preocupes —comentó Stark tranquilamente—. Muy pronto los tendré mejor. Todo va a ir mejor muy pronto. Papá llegará enseguida.

Aún estaba tomando la sopa cuando, diez minutos después, Thad llegó al volante del Volkswagen de Rawlie.