DOS LLAMADAS PARA EL COMISARIO PANGBORN
1
La primera de las dos llamadas que reavivaron el interés de Alan Pangborn por el caso se produjo poco después de las tres de la tarde, cuando Thad se encontraba en una estación de servicio de Augusta, vertiendo una lata de aceite de motor Sapphire en el sediento Volkswagen de Rawlie. Alan, por su parte, se disponía a salir hacia el local de Nan para tomar un café.
Sheila Brigham asomó la cabeza por la ventana de la centralita y gritó al comisario:
—¡Alan! ¡Hay una llamada para ti, a cobro revertido…! ¿Conoces a alguien llamado Hugh Pritchard?
Alan se detuvo al instante.
—¡Sí! ¡Acepta la llamada!
Corrió de nuevo a su despacho y descolgó el teléfono a tiempo de oír a Sheila autorizar la llamada.
—¿Doctor Pritchard? ¿Es usted el doctor Pritchard?
—Sí, soy yo.
La comunicación era bastante buena, pero Alan vaciló durante un momento. La voz no correspondía a un hombre de setenta años. Cuarenta, tal vez, pero no setenta.
—¿Es usted el doctor Hugh Pritchard que tuvo consulta en Bergenfield, New Jersey?
—En Bergenfield, Tenafly, Hackensack, Englewood, Englewood Heights… Diablos, he examinado cabezas en todas las ciudades hasta Paterson. ¿Es usted el comisario Pangborn que ha estado tratando de ponerse en contacto conmigo? Mi esposa y yo acabamos de regresar de unos días de acampada en Devil’s Knob y vengo molido. Hasta mis agujetas tienen agujetas.
—Sí, claro, lo siento. Le agradezco que me haya llamado. Es solo que me ha parecido una persona mucho más joven, por la voz.
—Vaya, muchas gracias —respondió Pritchard—, pero debería usted ver el resto de mi persona. Parezco un cocodrilo erguido sobre dos patas. ¿En qué puedo ayudarle?
Alan ya había pensado qué decirle y había optado por una introducción cauta. Apoyó el auricular entre la oreja y el hombro, se retrepó en la silla e inició el desfile de sombras chinescas en la pared del despacho.
—Estoy investigando un asesinato que se cometió aquí, en Castle Rock, Maine —explicó—. La víctima era un vecino del pueblo, Homer Gamache. Puede que haya un testigo presencial del crimen, pero me encuentro en una posición muy delicada con este hombre, doctor Pritchard, por dos razones. En primer lugar, es una persona célebre. En segundo lugar, ese hombre presenta unos síntomas con los que usted estuvo familiarizado en el pasado. Digo esto porque usted lo operó hace veintiocho años. Ese hombre tenía un tumor cerebral y me temo que, si ese tumor ha reaparecido, su testimonio no resulte acept…
—Thaddeus Beaumont —lo interrumpió Pritchard al instante—. Sean cuales fueren los síntomas que experimente, dudo muchísimo de que el tumor se haya reproducido.
—¿Cómo ha sabido que le hablaba de Beaumont?
—Porque en 1960 le salvé la vida —contestó Pritchard y, con inconsciente arrogancia, añadió—: De no ser por mí, Beaumont no habría escrito un solo libro, porque habría muerto antes de cumplir los doce años. He seguido su carrera literaria con cierto interés desde que estuvo a punto de ganar el Premio Nacional de Literatura por su primera novela. Eché un vistazo a la fotografía de la solapa y lo reconocí. El rostro había cambiado, pero conservaba los mismos ojos. Unos ojos que llaman la atención. Soñadores, los calificaría yo. Sabía que vivía en Maine gracias a un artículo de la revista People que leí justo antes de marcharme de vacaciones.
Pritchard calló un instante y luego hizo un comentario tan desconcertante y al mismo tiempo tan indiferente que Alan estuvo un momento sin saber qué responder.
—¿Dice que tal vez fue testigo de un asesinato? ¿Está seguro de que no sospecha, más bien, que él es el culpable?
—Bueno… yo…
—Solo lo pregunto —continuó Pritchard— porque las personas con tumores cerebrales suelen hacer cosas muy raras. La peculiaridad de sus actos parece aumentar en relación directa con la inteligencia de la persona afectada. Sin embargo, el muchacho no tenía ningún tumor cerebral, ¿sabe? Al menos, en el sentido generalmente aceptado del término. Fue un caso poco frecuente. Extremadamente inusual. Solo he sabido de tres casos parecidos desde 1960… dos de ellos después de jubilarme. ¿Le han realizado los tests neurológicos habituales?
—Sí.
—¿Y?
—Negativos.
—No me sorprende. —Pritchard guardó silencio unos momentos y luego añadió—: Joven, no está siendo usted nada sincero conmigo, ¿verdad?
Alan dejó de hacer sombras de animales y se inclinó hacia delante en la silla.
—Supongo que tiene razón, doctor, pero me interesa muchísimo saber a qué se refiere cuando dice que Thad Beaumont no sufrió ningún tumor cerebral «en el sentido generalmente aceptado del término». Sé muy bien que entre médico y paciente existe el secreto profesional e ignoro si podrá confiar en un hombre con quien habla por primera vez y, además, por teléfono; sin embargo, espero que me crea cuando le digo que estoy de parte de Thad en este asunto y que tengo la certeza de que él querría que usted me contara lo que deseo saber. No dispongo de tiempo para intentar que él le llame y le dé la autorización, doctor Pritchard. Necesito saberlo ahora mismo.
Alan descubrió con sorpresa que era cierto… o que, al menos, él estaba convencido de ello. Había empezado a adueñarse de él una extraña tensión, una sensación de que estaban sucediendo cosas. Cosas que ignoraba, pero que pronto averiguaría.
—No tengo reparos en hablarle del caso —respondió Pritchard con calma—. Muchas veces, yo mismo he pensado que debería ponerme en contacto con Beaumont, aunque solo fuera para contarle lo que sucedió en el hospital poco después de realizarle la intervención. Me parecía que podía serle de interés.
—¿Qué pasó?
—Ya llegaré a eso, no se preocupe. No le conté a los padres lo que había descubierto en la operación porque carecía de importancia en la práctica y porque no deseaba saber nada más de ellos. De su padre, en particular. Ese tipo parecía haber nacido en una caverna y haberse pasado la vida cazando mamuts lanudos. En aquel momento, decidí contarles lo que deseaban oír y librarme de su presencia lo antes posible. Luego, por supuesto, el tiempo mismo desempeñó su papel. Uno pierde el contacto con los pacientes. Pensé en escribirle cuando Helga me enseñó ese primer libro y he vuelto a pensar en hacerlo varias veces desde entonces, pero también me he dicho que tal vez no me creería o que no le importaría lo que le contara… o que podría tomarme por un chiflado. No conozco a nadie famoso, pero compadezco a los que lo son. Sospecho que llevan unas vidas desorganizadas, llenas de temores y están siempre a la defensiva. Por eso me parecía más cómodo dejar las cosas como estaban. Y ahora me viene con esto. Como dirían mis nietos, ¡menudo bombazo!
—¿Qué le sucedía a Thad? ¿Por qué acudió a su consulta?
—Amnesia temporal. Dolores de cabeza. Alucinaciones auditivas. Y, por último…
—¿Alucinaciones auditivas?
—Sí… Pero déjeme que cuente las cosas a mi manera, comisario.
De nuevo, Alan captó aquel tono de inconsciente arrogancia en su voz.
—De acuerdo.
—Por último, sufrió un ataque. Todos estos problemas estaban provocados por una pequeña masa de tejido en el lóbulo prefrontal. Lo intervinimos pensando que se trataba de un tumor, pero el tumor resultó ser un gemelo de Thad Beaumont.
—¡Cómo dice!
—Lo que oye —confirmó Pritchard, como si el absoluto desconcierto que reflejaba la voz de Alan lo complaciera—. No se trata de un fenómeno excesivamente raro, pues los gemelos son absorbidos en el útero con cierta frecuencia, pero la localización sí era excepcional. Lo mismo cabe decir de la proliferación de ese tejido extraño. En la mayoría de los casos, ese tejido permanece inerte toda la vida. Tengo la impresión de que los problemas de Thad pudieron originarse por el inicio de la pubertad.
—Espere —le interrumpió Alan—. Espere un momento. —El policía había leído la frase «la cabeza le dio vueltas» un par de veces en alguna novela, pero era la primera vez que experimentaba aquella sensación—. ¿Me está diciendo que Thad tenía un mellizo y que… de algún modo… se comió a su hermano?
—O hermana —puntualizó Pritchard—. Pero sospecho que era un hermano, porque creo que la absorción es mucho más rara en los casos de gemelos bivitelinos. Me baso en frecuencias estadísticas, no en hechos establecidos, pero estoy bastante seguro. Y que los gemelos idénticos siempre son del mismo sexo, he de responder a su pregunta con un sí. En efecto, creo que el feto que más tarde sería Thad Beaumont se comió a su hermano en el vientre de su madre.
—¡Santo Dios! —murmuró Alan. No recordaba haber oído nada tan horrible y tan extraño como aquello en toda su vida.
—Parece que la idea le repugna —dijo el doctor Pritchard con voz animada—, pero en realidad no hay razón para ello si enfoca el asunto desde la perspectiva adecuada. No estamos hablando de un Caín que se rebela y mata a Abel con una piedra. No se trató de ningún asesinato, sino que entró en juego algún mecanismo biológico que aún desconocemos. Alguna señal errónea, tal vez, producida por una peculiaridad del sistema endocrino de la madre. Ni siquiera estamos hablando propiamente de fetos; en el momento de la absorción, en el útero de la señora Beaumont solo había dos conglomerados de tejido, probablemente ni siquiera humanoides. Dos anfibios con vida, si lo prefiere. Uno de ellos, el mayor y más fuerte, se limitó a sofocar al otro, a envolverlo… y a incorporarlo a sí mismo.
—Suena como si hablara usted de insectos —murmuró Alan.
—¿En serio? Supongo que sí, un poco. En cualquier caso, la absorción no fue completa. Una parte del otro gemelo mantuvo su integridad. Este tejido extraño (no encuentro otro modo de denominarlo) se entremezcló con el tejido que se convertiría en el cerebro de Thaddeus Beaumont. Por alguna razón, empezó a crecer poco después de que el chiquillo cumpliera los once años, se hizo activo; pero no había espacio para él y por eso fue preciso extirparlo como una verruga. Lo que efectuamos con gran éxito.
—Como una verruga —repitió Alan, fascinado y mareado.
Por su cabeza cruzaban mil y una ideas. Eran ideas sombrías, oscuras como murciélagos en el campanario de una iglesia. Solo una de ellas era coherente del todo: «Thad es dos hombres; siempre ha sido dos personas. Eso es lo que debe ser cualquier hombre o mujer que se gana la vida inventando ficciones. Una personalidad que existe en el mundo normal… y una personalidad que crea mundos. Siempre son dos. Siempre dos, por lo menos».
El doctor Pritchard continuó comentando:
—Este caso insólito sería digno de recordar por sí solo, pero sucedió una cosa en el hospital antes de que el muchacho despertara de la anestesia que fue, tal vez, más insólita incluso. Es algo que siempre me ha intrigado.
—¿De qué se trata?
—Antes de cada acceso de dolor de cabeza, el muchacho oía voces de pájaros —explicó Pritchard—. En sí, no es un hecho destacado, pues está bien documentado en los casos de tumores cerebrales y en las epilepsias. Recibe el nombre de síndrome sensorial precursor. Sin embargo, poco después de la operación, hubo un extraño incidente con unos pájaros de carne y hueso. En realidad, el Hospital del Condado de Bergenfield fue invadido por gorriones.
—¿A qué se refiere usted?
—Suena absurdo, ¿verdad? —Pritchard parecía muy complacido consigo mismo—. No soy muy dado a comentar este tipo de cosas, pero se trata de un suceso que quedó perfectamente documentado. Incluso apareció un artículo en la primera página del Courier de Bergenfield, con una foto. Poco después de las dos de la tarde del 28 de octubre de 1960, una bandada extraordinariamente numerosa de gorriones se lanzó volando contra el ala oeste del hospital. Por aquel entonces, en el ala oeste estaba instalada la Unidad de Cuidados Intensivos donde, como es lógico, había quedado internado el pequeño Beaumont tras la intervención.
»Gran número de ventanas resultaron rotas y el servicio de mantenimiento retiró más de trescientos pájaros muertos tras el incidente. Recuerdo que en el artículo del Courier aparecía el comentario de un ornitólogo, quien indicó que el ala oeste del edificio estaba acristalada casi en su totalidad y apuntó la teoría de que los pájaros podían haber sido atraídos por el reflejo del sol en el cristal.
—Eso es una tontería —comentó Alan—. Los pájaros solo se estrellan contra los cristales cuando no los ven.
—Creo que el periodista que firmaba el artículo comentaba lo mismo que usted, y el ornitólogo señalaba que las bandadas de aves parecen poseer una telepatía de grupo que unifica sus mentes individuales (si cabe hablar de mente en los pájaros). Casi como hormigas conductoras. Decía que, si uno de la bandada decidía volar contra el cristal, el resto se limitaría probablemente a seguirlo. Yo no estaba en el hospital cuando sucedió, pues había acabado con el pequeño Beaumont; había comprobado que sus C.V. estaban estabilizadas…
—¿C.V.?
—Constantes vitales, comisario. Al terminar, me fui a jugar a golf. Pero tengo entendido que los gorriones provocaron el pánico de todos los ocupantes del ala Hirschfield. Hubo dos heridos por cortes de cristales. Más o menos di por buena la teoría del ornitólogo, pero el asunto siguió preocupándome… porque conocía el precursor sensorial del joven Beaumont, ¿comprende? El sonido que oía el muchacho no era el de unos pájaros cualquiera, sino de unos muy concretos: gorriones.
—Los gorriones vuelven a volar —murmuró Alan con una voz aturdida y horrorizada.
—¿Qué dice usted, comisario?
—Nada. Continúe.
—Al día siguiente, pregunté al muchacho al respecto. A veces se observa una amnesia localizada respecto a los precursores sensoriales tras la intervención que elimina la causa, pero no era este el caso. El joven Beaumont los recordaba perfectamente. No solo los había oído, sino que también los había visto. Pájaros por todas partes, dijo, encima de las casas y de los céspedes y las calles de Ridgeway, que era el barrio de Bergenfield donde vivía.
»El caso me interesó lo suficiente como para consultar su historial clínico y compararlo con los informes sobre el incidente. La bandada de gorriones había atacado el hospital a las dos y cinco. El muchacho había despertado de la anestesia a las dos y diez. Quizá unos minutos antes.
Pritchard hizo una nueva pausa antes de añadir:
—De hecho, una de las enfermeras de la UCI dijo que, a su entender, el estrépito de los cristales rotos lo había despertado.
—¡Caramba…! —murmuró Alan.
—Y que lo diga —asintió Pritchard—. ¡Caramba! Hace muchos años que no hablaba de este asunto, comisario Pangborn. ¿Le sirve de algo?
—No lo sé —respondió Alan con sinceridad—. Tal vez. Doctor Pritchard… quizá no lo extirparon todo. Quiero decir que, en ese caso, podría haber empezado a crecerle otra vez.
—Me ha dicho usted que le han hecho pruebas. ¿Ha pasado por el escáner?
—Sí.
—Y le habrán hecho radiografías, claro…
—Ajá.
—Si esas pruebas han salido negativas, es que no hay nada que ver. Por mi parte, estoy seguro de que lo extirpamos por completo.
—Gracias, doctor.
Alan tenía algunos problemas para formar las palabras, pues notaba los labios entumecidos y extraños.
—¿Me contará con más detalle lo que sucede cuando el asunto se haya solucionado, comisario? Yo he sido muy sincero con usted y me parece que no es mucho pedir a cambio. Siento una gran curiosidad.
—Lo haré, si puedo.
—Es lo único que le pido. Ahora, le dejo volver a su trabajo y yo voy a seguir disfrutando de las vacaciones.
—Espero que usted y su esposa se lo estén pasando bien.
—A mi edad —suspiró Pritchard—, cada vez resulta más difícil pasarlo simplemente regular, comisario. Antes nos encantaba salir de acampada, pero creo que el próximo año nos quedaremos en casa.
—Bueno, le agradezco que se haya tomado la molestia de responder a mi llamada.
—Ha sido un placer. Echo de menos el trabajo, comisario Pangborn. No la mística de la cirugía, pues eso nunca me importó demasiado, sino el misterio. El misterio de la mente. Eso sí que era emocionante.
—Imagino que sí —respondió Alan, pensando que se sentiría muy feliz si en aquel momento hubiera unos cuantos misterios menos a su alrededor—. Me pondré en contacto con usted cuando las cosas se aclaren… si lo hacen.
—Gracias, comisario. —El médico hizo una nueva pausa y luego dijo—: Este asunto tiene mucho interés para usted, ¿verdad?
—Sí. Desde luego que sí.
—El muchacho que recuerdo era muy agradable. Estaba asustado, pero era agradable. ¿Qué clase de hombre es?
—Una buena persona, creo —respondió Alan—. Un poco frío, quizá, y un poco distante, pero una buena persona a grandes rasgos. —Y repitió—: Creo.
—Gracias. Le dejo seguir con sus cosas. Adiós, comisario.
Se oyó un chasquido en la línea y Alan dejó el auricular en su sitio con un gesto lento. Se retrepó en la silla, cruzó sus ágiles manos y formó una gran ave negra que batía las alas lentamente en el pedazo de pared iluminado por el sol. Le vino a la cabeza una frase de El mago de Oz que resonó una y otra vez en su mente: «¡Yo sí que creo en los fantasmas, yo sí que creo en los fantasmas, yo sí, yo sí, yo sí que creo en los fantasmas!». Aquello lo cantaba el león cobarde, ¿verdad?
La cuestión era, para Alan Pangborn, en qué creía él.
Pero le resultaba más fácil pensar en las cosas que no creía: no creía ni que Thad hubiera matado a nadie, ni que Thad hubiera escrito aquella frase misteriosa en la pared de algún apartamento.
Entonces, ¿cómo había aparecido allí?
Muy sencillo. El viejo doctor Pritchard había volado de Fort Laramie a Washington, había matado a Frederick Clawson y había escrito en la pared LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR. A continuación, había tomado otro vuelo a Nueva York, había forzado la cerradura del apartamento de Miriam Cowley con su escalpelo favorito y luego le había cortado el cuello a la muchacha con el mismo instrumento. Todo ello se debía a que el tipo echaba de menos el misterio de la cirugía.
No, claro que no. Pero Pritchard no era el único que conocía la existencia del… ¿cómo lo había llamado? Sí, el precursor sensorial. En el artículo de People no se hacía referencia a ello, era cierto, pero…
«Te olvidas de las impresiones digitales y de los registros vocales. Te olvidas de la lisa y llana afirmación de Liz y Thad respecto a que George Stark es real y a que está dispuesto a cometer los asesinatos que sean precisos para seguir con vida. Y ahora estás haciendo todo lo posible para no tomar en cuenta el hecho de que también tú empiezas a creer que todo esto podría ser cierto. Hace unos días les dijiste a los Beaumont que sería cosa de locos creer no ya en un fantasma vengativo, sino en el fantasma de un hombre que no ha existido nunca. Pero tal vez los escritores invitan a los fantasmas; ellos, como los actores y pintores, son los únicos médiums completamente admitidos en nuestra sociedad. Construyen mundos que no han existido nunca, los pueblan de gente que no ha vivido en realidad y, por último, nos invitan a participar de sus fantasías. Y nosotros lo hacemos, ¿no es cierto? Pagamos para hacerlo».
Alan entrecruzó los dedos con fuerza, extendió las rosadas yemas e hizo volar en la soleada pared un pájaro mucho más pequeño. Un gorrión.
«El ataque de esa bandada de gorriones al Hospital del Condado de Bergenfield hace casi treinta años resulta tan inexplicable como el hecho de que dos hombres puedan tener las mismas huellas dactilares y los mismos registros vocales, pero ahora sabes que Thad Beaumont compartió el vientre de su madre con otro. Con un desconocido».
Hugh Pritchard había mencionado el inicio de la pubertad.
Alan Pangborn se encontró de pronto preguntándose si el crecimiento del tejido extraño habría coincidido con algo más.
Se preguntó si habría empezado a crecer al mismo tiempo que Thad comenzaba a escribir.
2
El intercomunicador del escritorio emitió una señal y el comisario dio un respingo. Era Sheila otra vez.
—Es Fuzzy Martin al teléfono, Alan. Quiere hablar contigo.
—¿Fuzzy? ¿Qué diablos quiere ese tipo?
—No lo sé. No ha querido decírmelo.
—Maldita sea —murmuró el comisario—. Es lo único que me faltaba hoy.
Fuzzy tenía una finca bastante grande en la carretera comarcal 2, a unos seis kilómetros del lago. La propiedad había sido una granja bastante próspera, pero eso fue en los tiempos en que a Fuzzy aún se le conocía por su verdadero nombre, Albert; cuando aún era él quien sujetaba la copa de whisky, y no al contrario. Sus hijos eran ya mayores, su mujer lo había abandonado como si fuera un mal empleo hacía ya diez años y, desde entonces, Fuzzy se encargaba en solitario de las más de siete hectáreas de campos que, lenta pero inexorablemente, iban cediendo terreno a la vegetación silvestre. En el lado oeste de la finca, donde la carretera serpenteaba camino del lago, se alzaba la casa y el establo. Este último, que en el pasado acogió a más de cuarenta vacas, era un edificio enorme que ahora mostraba el techo medio hundido, la pintura desconchada y la mayoría de las ventanas tapadas con tableros de madera. El comisario y Trevor Hartland, el jefe de bomberos de Castle Rock, llevaban más de cuatro años esperando el día en que la casa de Martin, el establo o ambas cosas arderían hasta los cimientos.
—¿Quieres que le diga que no estás? —preguntó Sheila—. Clut acaba de llegar… puedo pasárselo a él.
Alan pensó por un instante en asentir pero, con un suspiro, movió la cabeza en un gesto de negativa.
—No, gracias. Hablaré con él.
Levantó el auricular y lo apoyó entre la oreja y el hombro.
—¿Jefe Pangborn?
—Sí, soy el comisario.
—Soy Fuzzy Martin, de la casa de la carretera. Puede que tengamos un problema por aquí, jefe.
—¿Ah? —Alan acercó el segundo teléfono que tenía sobre el escritorio. El aparato tenía línea directa con los otros despachos del edificio. Pasó la yema del índice por encima de la tecla cuadrada en la que figuraba el número 4. No tenía más que levantar el auricular y pulsar la tecla para comunicar con Trevor Hartland—. ¿Qué clase de problema es ese?
—Verá, jefe, que me jodan si lo sé exactamente. Yo lo llamaría «el gran robo del coche», si conociera ese coche. Pero no lo conozco. No lo había visto en mi vida. Y, a pesar de ello, lo he visto salir de mi establo.
El comisario apreció el marcado y un tanto irónico acento de Maine de su comunicante. Apartó el teléfono de contacto entre despachos, y lo dejó donde estaba en un principio. Dios protegía a los locos y a los borrachos (un hecho que había comprobado muchas veces en sus largos años de trabajo policial) y parecía que la casa y el establo de Fuzzy seguían en pie a pesar de su costumbre de tirar colillas encendidas al suelo, en cualquier parte, cuando estaba bebido. «Ahora, no tengo más que quedarme sentado hasta que el tipo desvele de qué problema se trata. Luego decidiré, o lo intentaré, si es algo del mundo real o si solo existe dentro de lo que queda del cerebro de Fuzzy».
Descubrió que sus manos hacían volar otro gorrión en la pared frente a él y se obligó a permanecer quieto.
—¿Qué coche es ese que salía del establo, Albert? —preguntó Alan en tono paciente. En Castle Rock, casi todo el mundo (incluido el propio interesado) llamaba Fuzzy a Albert Martin, y el comisario se dijo que él mismo empezaría a llamarlo así cuando llevara diez años en el pueblo. O veinte, tal vez.
—Acabo de decirle que no lo había visto nunca —respondió Fuzzy Martin con un retintín que era casi como si añadiera en voz alta, «maldito estúpido»—. Por eso lo he llamado, jefe. Desde luego, mío no era.
Por fin, Alan empezó a formarse una cierta idea. Desaparecidas las vacas, la mujer y los hijos, Fuzzy Martin no necesitaba demasiado dinero, pues al heredar de su padre había recibido las tierras libres de impuestos, salvo tasas. El escaso dinero en metálico que Fuzzy llevaba en el bolsillo procedía de diversas fuentes. Alan sospechaba —casi sabía, en realidad— que cada dos o tres meses un par de balas de marihuana compartían con el heno el piso superior del establo del individuo, y esta era solo una de las formas que tenía Fuzzy de buscarse la vida. En alguna ocasión, el comisario había pensado que debería hacer un esfuerzo en serio para detener a Fuzzy por posesión e intento de venta, pero dudaba de que el hombre fumara siquiera la hierba, y mucho más de que tuviera el cerebro suficiente como para dedicarse a venderla. Lo más probable era que solo sacara un par de cientos de dólares de vez en cuando por proporcionar un lugar donde guardar el alijo. Además, incluso en una población pequeña como Castle Rock, había cosas más importantes que hacer que perseguir borrachos por tenencia de hierba.
Otro de los servicios de pupilaje que ofrecía Fuzzy —este, al menos, legal— era el de guardar coches de veraneantes en el establo. Cuando Alan llegó al pueblo, el establo de Fuzzy era un garaje bastante utilizado. Uno podía ver a veces más de quince automóviles —la mayoría, coches de veraneantes que tenían casas junto al lago— aparcados donde antes las vacas pastaban los inviernos. Fuzzy había eliminado los tabiques de separación para convertir el establo en un gran garaje, donde los coches del verano pasaban los largos meses de otoño e invierno en las sombras llenas de fragante aroma a heno, con sus brillantes carrocerías empañadas por la constante caída de la broza del henil del piso superior, apretados, parachoques con parachoques, portezuela con portezuela.
Con el paso de los años, el negocio de los coches de Fuzzy había sufrido un bajón radical. Alan suponía que había corrido la voz de sus descuidos con las colillas y aquello había bastado. A nadie le gusta perder el coche en el incendio de un establo, aunque solo sea el viejo cacharro que uno utiliza solo para pequeños recados cuando llega el verano. La última vez que había estado en el establo de Fuzzy, solo había visto dos vehículos, el T-Bird del 59 de Ossie Brannigan —un coche que habría sido un clásico de no haber estado oxidado y lleno de abolladuras— y el Ford Woody furgoneta de Thad Beaumont.
Thad otra vez.
Aquel día, todos los caminos parecían conducir a Thad Beaumont.
Alan se sentó más erguido y acercó un poco más el teléfono en un gesto inconsciente.
—¿No era la vieja Ford de Thad Beaumont? —preguntó a Fuzzy—. ¿Está seguro?
—Claro que estoy seguro. No era ningún Ford, y le juro que no era tampoco una furgoneta Woody. Era un Toronado negro.
Otro destello se encendió en la mente de Alan… pero no logró concretar a qué se debía. Alguien le había mencionado un Toronado negro, no hacía mucho. No conseguía recordar quién ni cuándo había sido… todavía no, pero ya caería en ello.
—Estaba en la cocina, preparándome una limonada fresca —explicaba Fuzzy—, cuando he visto salir ese coche del establo. Lo primero que he pensado es que yo no había guardado ningún coche como aquel. Después me he preguntado cómo habían podido meter un coche en el establo, si hay un buen candado en la puerta y yo llevo encima la única llave.
—¿Qué me dice de la gente que guarda los coches ahí? ¿No tienen llave?
—¡No, señor! —Fuzzy parecía ofendido solo de pensarlo.
—¿No habrá tomado nota de la matrícula de ese coche, por casualidad?
—¡Puede usted apostar que sí! —exclamó Fuzzy—. Tenía los condenados prismáticos allí mismo, en el alféizar de la ventana de la cocina, sí señor.
Alan, que había estado en el establo en visitas de inspección con Trevor Hartland, pero que no había entrado nunca en la cocina de Fuzzy (ni tenía ninguna intención de emprender una excursión semejante, desde luego), respondió:
—¡Ah, sí! Los prismáticos. No me acordaba de ellos.
—¡Pues yo sí me he acordado! —dijo Fuzzy con insolente alegría—. ¿Tiene un lápiz?
—Desde luego, Albert.
—Jefe, ¿por qué no me llama Fuzzy, como todo el mundo?
Alan suspiró.
—Muy bien, Fuzzy. Y, ya que estamos en ello, ¿por qué no me llama comisario?
—Como usted diga. Bueno, ¿quiere ese número de matrícula o no?
—Dispare.
—Primera cosa extraña, era una placa de Mississippi —declaró Fuzzy con una especie de aire triunfal en la voz—. ¿Qué diablos piensa usted de eso?
Alan no supo qué pensar exactamente… salvo que un tercer destello había prendido en su cerebro, este más brillante aún que los anteriores. Un Toronado. Y Mississippi, algo acerca de Mississippi. Y una ciudad. ¿Oxford? ¿Era Oxford, como una de las dos ciudades cercanas a Castle Rock?
—No lo sé —respondió; luego, suponiendo que era lo que Fuzzy quería oír, añadió—: Parece muy sospechoso.
—¡Vaya si tiene razón! —graznó Fuzzy. Después, carraspeó y se puso serio—. Bueno, matrícula de Mississippi, número 62284. ¿Lo tiene, jefe?
—62284.
—62284, exacto. Puede usted estar seguro de que ese era el número. ¡Sospechoso! ¡Sí, señor! ¡Eso mismo he pensado yo! ¡Como que Cristo se comió una lata de judías!
Ante la imagen de Cristo zampándose una lata de alubias, Alan tuvo que tapar el teléfono por un breve instante.
—Bueno, jefe —añadió Fuzzy—, ¿qué medidas va a tomar?
«Voy a tratar de salir de esta conversación con el juicio intacto —se dijo Alan—. Eso es lo primero que voy a hacer. Y voy a tratar de recordar quién mencionó…»
Entonces lo recordó en un destello de radiación fría que le puso los brazos de piel de gallina y le dejó los músculos de la nuca más tensos que el parche de un tambor.
Por teléfono, con Thad. Poco después de que el psicópata llamara desde el apartamento de Miriam Cowley. La noche en que había empezado la orgía de muertes.
Oyó a Thad diciendo: «Se trasladó con su madre de New Hampshire a Oxford, Mississippi… ha perdido casi por completo el acento sureño».
¿Qué más había dicho Thad mientras le hacía la descripción de George Stark por teléfono?
«Una última cosa: tal vez conduzca un Toronado negro. Ignoro de qué año. En cualquier caso, uno de esos viejos modelos que tenían un montón de potencia bajo el capó. Negro. Podría llevar matrícula de Mississippi, pero es probable que haya cambiado las placas».
—Supongo que ha estado demasiado atareado para ocuparse de eso —murmuró Alan. La piel de gallina, con mil pequeñas garras, aún se extendía por su cuerpo.
—¿Cómo dice, jefe?
—Nada, Albert. Hablaba conmigo mismo.
—Mi madre decía que eso significa que se va a recibir dinero. Quizá debería empezar a hacerlo yo también.
Alan recordó de pronto que Thad había añadido algo más; un detalle final.
—Albert…
—Llámeme Fuzzy, jefe. Ya se lo he dicho.
—Fuzzy, ¿ha visto usted un adhesivo en el parachoques de ese coche? ¿Se ha fijado usted por casualidad en…?
—¿Cómo diablos lo ha sabido? ¿Tiene una orden de busca caliente acerca de ese coche, jefe? —preguntó Fuzzy con excitación.
—Déjese de preguntas, Fuzzy. Esto es asunto de la policía. ¿Ha visto usted algo parecido?
—Claro que sí —afirmó Fuzzy Martin—. HIJO DE PUTA DE CATEGORÍA, eso es lo que ponía. ¿Qué le parece?
Alan colgó el teléfono lentamente, creyéndolo, pero diciéndose a sí mismo que aquello no demostraba nada, nada en absoluto… salvo que tal vez Thad Beaumont estaba más loco que un cencerro. Sería decididamente estúpido pensar que lo que había visto Fuzzy demostraba que estaba sucediendo algo… en fin, algo sobrenatural, a falta de una palabra mejor.
Entonces pensó en los registros vocales y las huellas dactilares, pensó en cientos de pájaros estrellándose contra las ventanas del Hospital del Condado de Bergenfield y se adueñó de él un escalofrío que lo tuvo temblando violentamente durante casi todo un minuto.
3
Alan Pangborn no era un cobarde ni un pueblerino supersticioso que viera en los cuervos un signo de mal agüero o mantuviera a las embarazadas lejos de la leche fresca por temor a que se cortara. No era ningún patán; no se dejaba impresionar por los halagos de los embaucadores de ciudad que pretendían vender duros a cuatro pesetas; no había nacido ayer. Creía en la lógica y en las explicaciones razonables. Así pues, esperó a que le pasaran los temblores y luego, abriendo el fichero, buscó el teléfono de Thad. Observó con sorpresa y cierta ironía que el número de la ficha coincidía con el que le rondaba por la cabeza. Al parecer, el distinguido «vecino escritor» de Castle Rock se le había quedado grabado en la mente —en algún rincón de ella, al menos— con más fuerza de lo que había supuesto.
«Thad tiene que haber estado en ese coche. Si se eliminan las explicaciones desquiciadas, ¿qué otra alternativa queda? Él lo dijo. ¿Cómo era ese concurso de radio? Dígalo y gane.
»El Hospital del Condado de Bergenfield fue, de hecho, atacado por los gorriones».
Y quedaban muchas otras cuestiones… demasiadas.
Thad y su familia estaban bajo la protección de la policía del estado de Maine. Si habían decidido hacer las maletas y acudir a Castle Rock a pasar el fin de semana, los chicos de la policía deberían haberlo llamado, no solo para ponerlo sobre aviso, sino también como gesto de cortesía. Pero la policía habría tratado de disuadir a Thad de cambiar de residencia, ya que los agentes tendrían establecida una rutina de vigilancia protectora en la casa de Ludlow. Si el viaje había sido una decisión tomada sobre la marcha, los esfuerzos de la policía por hacerle cambiar de idea habrían sido aún más obstinados.
Luego estaba lo que Fuzzy no había visto, es decir, el o los coches de escolta que habrían asignado a los Beaumont si estos hubieran decidido ir al pueblo de todas formas, como bien podía suceder, pues, al fin y al cabo, no estaban detenidos.
«Las personas con tumores cerebrales hacen a menudo cosas muy raras».
Si era el Toronado de Thad, si este había acudido al establo de Fuzzy a buscarlo y si había acudido solo, el asunto conducía a una conclusión que a Alan le resultaba muy amarga, porque ahora sentía una declarada simpatía hacía Thad. Esta conclusión apuntaba a que Thad había despistado deliberadamente tanto a sus protectores como a su familia.
«En ese caso, la policía del estado debería haberme llamado de todos modos. Habrían extendido una orden de búsqueda y sabrían muy bien que este es uno de los lugares donde posiblemente acudiera».
Marcó el número de la casa de Beaumont. Al otro lado de la línea descolgaron a la primera llamada. Respondió una voz que no reconoció. O, mejor, una voz que no se identificó, pues el comisario supo desde la primera sílaba que estaba hablando con un agente de la autoridad.
—Hola, residencia Beaumont.
Precavida. Dispuesta a colocar una cuña de preguntas en la siguiente grieta si la voz resultaba ser la buena… o la mala.
«¿Qué ha sucedido? —se preguntó Alan Pangborn. Y, acto seguido—: Están muertos. Quienquiera que sea el que anda por ahí ha matado a toda la familia con la misma rapidez, facilidad y crueldad que demostró con los demás. La protección, los interrogatorios, el equipo de escucha telefónica, todo ello no ha servido para nada».
Cuando contestó, en su voz no se reflejaba el menor asomo de tales pensamientos.
—Aquí Alan Pangborn —respondió con voz tajante—. Comisario de Castle Rock. Busco a Thad Beaumont. ¿Con quién hablo?
Hubo una pausa. Luego, la voz respondió:
—Soy Steve Harrison, comisario. De la policía del estado. Iba a llamarle. Debería haberlo hecho hace una hora, al menos, pero aquí las cosas… las cosas están completamente embrolladas. ¿Puedo preguntarle la razón de su llamada?
Sin detenerse a pensarlo —en caso contrario habría cambiado sin duda su respuesta—, Alan soltó una mentira. Lo hizo sin preguntarse por qué. Eso vendría más tarde.
—Para interesarme por Thad —dijo—. Han pasado varios días y quería saber cómo le va a la familia. Entiendo que ha habido problemas.
—Problemas como no podría usted imaginar —asintió Harrison con voz lúgubre—. Dos de mis hombres han muerto. Estamos bastante seguros de que ha sido obra de Beaumont.
«Estamos bastante seguros de que ha sido obra de Thad.
»La peculiaridad de sus actos parece aumentar en relación directa con la inteligencia de la persona afectada».
Alan notó una sensación de déjà vu, no ya colándose furtivamente en su cerebro, sino desfilando por todo su cuerpo como un ejército invasor. Thad, todo volvía siempre a Thad. Claro. Era inteligente, era extraño y, según él mismo había reconocido, sufría unos síntomas que indicaban la presencia de un tumor cerebral.
«El chico no tenía ningún tumor cerebral, ¿sabe?
»Si las pruebas han salido negativas, es que no hay nada que ver.
»Olvida el tumor. Ahora quieres pensar en los gorriones… porque los gorriones vuelven a volar».
—¿Qué ha sucedido? —preguntó al agente Harrison.
—¡Por poco descuartiza a Tom Chatterton y a Jack Edding, esto es lo que ha sucedido! —gritó Harrison, sobresaltando a Alan con la intensidad de su furia—. ¡Se ha llevado a su familia, y quiero atrapar a ese hijo de puta!
—¿Qué… cómo ha escapado?
—No tengo tiempo para contárselo ahora —explicó Harrison—. Es una historia lamentable, comisario. El hombre iba en un Chevrolet Suburban rojo y gris, una auténtica ballena sobre ruedas, pero pensamos que se deshizo de él en alguna parte y cambió de vehículo. Tiene una casa de verano en el pueblo donde está usted. ¿Conoce la casa y la zona?
—Sí —respondió Alan. La cabeza le funcionaba a toda velocidad. Consultó el reloj de pared y vio que faltaba apenas un minuto para las tres menos veinte. Tiempo. Todo se reducía a una cuestión de horarios. Se dio cuenta de que no le había preguntado a Fuzzy Martin cuándo había visto el Toronado saliendo del establo. Durante la conversación no le había parecido un detalle importante. Ahora, lo era—. ¿A qué hora lo perdieron ustedes, agente Harrison?
Le pareció advertir que Harrison se sentía molesto ante la pregunta pero, cuando respondió, lo hizo sin rastro de cólera ni en actitud defensiva.
—Alrededor de las doce y media. Debió de entretenerse un poco al cambiar de coche, si es que lo hizo, y luego fue hasta su casa en Ludlow…
—¿Dónde estaba cuando lo perdieron? ¿A qué distancia de la casa?
—Comisario, me gustaría responder a todas sus preguntas, pero no tenemos tiempo. Lo importante es que, si se ha dirigido hacia Castle Rock (no parece probable, pero el tipo está loco, de modo que nunca se sabe), no habrá llegado todavía, pero estará al caer. Él y toda su familia. Sería muy amable por su parte, comisario, si fuera a la casa con un par de hombres para recibirlo. Si surge algo, póngase en contacto por radio con Henry Payton, de la central de policía del estado de Oxford, y le enviaremos más refuerzos de los que haya visto en su vida. No trate de detenerlo por su cuenta bajo ninguna circunstancia. Damos por hecho que tiene a su esposa como rehén, si no la ha matado ya, y lo mismo se puede decir de los bebés.
—Sí, tiene que habérsela llevado por la fuerza si mató a los dos agentes de servicio, ¿verdad? —asintió Alan, y se descubrió pensando: «Pero los habrías considerado cómplices si hubieras podido, ¿no es así? Porque ya tienes una idea fija en la cabeza y no vas a cambiarla. Coño, ni siquiera vas a usar ese cerebro para pensar, acertadamente o no, hasta que se haya secado la sangre de tus amigos».
Había una decena de preguntas que quería hacer y las respuestas habrían llevado probablemente a cuatro decenas más. Pero Harrison tenía razón en una cosa. No había tiempo.
Titubeó por un instante, deseando con todas sus fuerzas preguntar a Harrison lo más importante de todo, anhelando formularle la pregunta del millón: ¿estaba seguro Harrison de que Thad había tenido tiempo de llegar a la casa, matar a los policías de vigilancia y esfumarse con su familia, antes de que llegaran los primeros refuerzos? Pero hacer aquella pregunta sería hurgar en la dolorosa herida a la que Harrison estaba tratando de sobreponerse en aquel momento, porque implícito en ella iría aquel juicio irrefutable, condenatorio: «Lo perdiste. Por la razón que sea, lo perdiste. Tenías un trabajo que cumplir y la cagaste».
—¿Puedo confiar en usted, comisario? —inquirió Harrison; esta vez su voz no sonó enfadada, sino solo cansada y atormentada, y Alan sintió lástima de él.
—Sí, cubriré la zona ahora mismo.
—Excelente. ¿Y se pondrá en contacto con la central de Oxford?
—Eso haré. Henry Payton es amigo mío.
—Beaumont es peligroso, comisario. Muy peligroso. Si aparece, vaya con mucho cuidado.
—Lo haré.
—Y manténgame informado.
Harrison cortó la comunicación sin despedirse.
4
Su mente —al menos, la parte de ella que se ocupaba de las normas de procedimiento— despertó y empezó a hacer preguntas o a tratar de hacerlas. Alan decidió que no había tiempo para procedimientos. Ni el más mínimo. Sencillamente, iba a mantener abiertos todos los circuitos posibles y a entrar en acción. Sentía que las cosas habían alcanzado un punto en el que alguno de aquellos circuitos empezaría pronto a cerrarse por sí solo.
«Al menos lleva a alguno de tus hombres».
Pero tampoco le pareció conveniente hacerlo. Norris Ridgewick, el único en quien habría confiado, tenía el día libre y estaba fuera del pueblo. John la Pointe aún estaba de baja con la urticaria y Seat Thomas había salido de patrulla. En la comisaría quedaba Andy Clutterbuck, pero Clut era un novato y se trataba de una cuestión muy fea.
Se encargaría él solo del asunto durante un rato.
«¡Estás loco!», le gritó el procedimiento en la cabeza.
—Sí, tal vez esté llegando a eso —dijo en voz alta. Buscó el número de Albert Martin en la guía y volvió a llamarlo para preguntar los detalles que debería haber averiguado antes.
5
—¿Qué hora era cuando viste salir del establo ese Toronado, Fuzzy? —preguntó a Albert Martin cuando respondió a la llamada, y se dijo: «No lo sabrá. ¡Qué diablos, ni siquiera estoy seguro de que ese hombre sea capaz de leer la hora!».
Pero Fuzzy demostró al instante ser un mentiroso.
—Pasaba un pelo de coño de las tres en punto, jefe —afirmó. Después, tras una pausa, añadió—: Y disculpe mi francés.
—Pero no llamó usted hasta… —Alan consultó el registro de llamadas, donde había anotado la de Fuzzy sin apenas darse cuenta de que lo hacía—. Hasta las tres y veintiocho.
—Tenía que pensármelo un poco —explicó Fuzzy—. Uno tiene que meditar lo que hace antes de lanzarse a ello, jefe; al menos, eso es lo que pienso. Antes de llamarle a usted, bajé al establo para ver si el conductor de ese coche había organizado algún estropicio.
«Algún estropicio —pensó Alan, absorto—. Lo más probable es que fueras a comprobar que la bala de marihuana seguía en el henil, ¿no es eso, Fuzzy?»
—¿Y lo había hecho?
—¿Había hecho qué?
—Montar algún estropicio.
—No. Me parece que no.
—¿En qué estado encontró el candado?
—Abierto —respondió Fuzzy, lacónico.
—¿Forzado?
—No. Colgado de la aldaba, en buen estado.
—¿Abierto con llave, entonces?
—No sé dónde podría haber encontrado una ese hijo de puta. Para mí que lo ha forzado con una ganzúa.
—¿Iba solo en el coche? —inquirió Alan—. ¿Se fijó usted en eso?
Fuzzy hizo una pausa, meditando la respuesta.
—No puedo decirlo con seguridad —contestó por fin—. Ya sé lo que está pensando, jefe: si fui capaz de distinguir el número de la matrícula y de leer ese maldito adhesivo del parachoques, debería haberme fijado en cuánta gente iba dentro. Pero el sol daba en el cristal del parabrisas y, además, no creo que fuera un cristal corriente. Me parece que eran cristales teñidos. No del todo, pero sí algo teñidos.
—Está bien, Fuzzy. Gracias. Ya comprobaremos eso.
—Bueno, aquí ya no está —declaró Fuzzy, para añadir acto seguido en un luminoso destello deductivo—: Pero debe de merodear por alguna parte…
—Tiene usted mucha razón —asintió Alan. Tras prometerle a Fuzzy que le contaría en qué acababa todo aquello, colgó el teléfono. Separó la silla de escritorio y echó un nuevo vistazo al reloj de la pared.
«Las tres —había dicho Fuzzy—. Pasaba un pelo de coño de las tres en punto. Y disculpe mi francés».
El comisario juzgó imposible que Thad hubiera podido llegar de Ludlow a Castle Rock en tres horas, salvo que hubiera viajado en cohete, y mucho menos si, además, se había entretenido en pasar por su casa (un pequeño rodeo durante el cual, de paso, había raptado a su esposa y a sus hijos y había matado a una pareja de agentes de policía). Si hubiera partido directamente desde Ludlow, tal vez hubiera podido hacer el viaje en ese tiempo, pero salir de otra parte, detenerse en Ludlow y luego llegar a Castle Rock con el tiempo suficiente para abrir un candado y seguir la huida en un Toronado que, casualmente, tenía escondido y dispuesto en el establo de Fuzzy Martin… No, no, de ninguna manera.
Pero ¿y si fuera otro quien había matado a los policías que vigilaban la casa de los Beaumont y se había llevado a su familia? ¿Y si fuera alguien que no hubiera necesitado perder tiempo en despistar a un coche escolta de la policía, cambiar de vehículo y dar rodeos? ¿Alguien que se hubiera limitado a meter en un coche a Liz Beaumont y a los gemelos y hubiera puesto rumbo a Castle Rock? Alan se dijo que en ese caso sí habrían podido llegar a tiempo de que Fuzzy Martin los viera cuando acababan de dar las tres. Habrían podido hacerlo sin que se les acelerara siquiera la respiración.
La policía —es decir, el agente Harrison, al menos por el momento— pensaba que Thad era el culpable, pero Harrison y sus colegas no sabían nada del Toronado.
Matrícula de Mississippi, había dicho Fuzzy.
George Stark procedía de allí, según la biografía inventada por Thad para la solapa de sus obras. Si Thad estaba lo suficientemente esquizofrénico como para creerse Stark, al menos a ratos, bien podía haberse agenciado un Toronado negro para aumentar el efecto ilusorio, la fantasía o lo que diablos fuera… Pero, para hacerse con unas placas de matrícula, no le habría bastado con una visita a Mississippi; debería haber tenido su residencia legal en dicho estado.
«Qué tontería. Esas placas de Mississippi podrían ser robadas. O compradas en cualquier parte. Fuzzy no ha dicho nada sobre el año de matriculación, aunque es poco probable que alcanzara a distinguirlo desde la casa, ni siquiera con los prismáticos».
Pero el coche no era de Thad. Era imposible. Liz habría sabido que lo tenía, ¿verdad?
«Tal vez no. Si el tipo está lo bastante loco, tal vez no».
También estaba lo de la puerta cerrada. ¿Cómo había podido Thad entrar en el establo sin romper el candado? Beaumont era escritor y profesor, no un ladrón.
«Un duplicado de la llave», le susurró la mente, pero Alan se dijo que no. Si Fuzzy guardaba allí algún alijo de vez en cuando, seguro que pondría buen cuidado en fijarse en dónde ponía las llaves, por muy despreocupado que fuera con las colillas de los cigarrillos.
Y una última cuestión, la definitiva: ¿cómo era posible que Fuzzy no hubiera visto nunca el Toronado negro, si el coche había estado guardado en el establo? ¿Cómo era eso posible?
«Prueba esto —cuchicheó una voz en lo más profundo de su mente, mientras Alan asía el sombrero y se disponía a salir de la comisaría—. Es una idea bastante divertida, Alan. Te vas a reír. Te vas a partir de risa. Supón que Thad Beaumont te ha dicho la verdad desde el principio. Supón que de verdad existe un monstruo llamado George Stark, que anda por ahí, y supón que los elementos de su vida, los elementos que Thad creó para él, cobran realidad cuando los necesita. Cuando los necesita, pero no siempre donde los necesita. Porque esos elementos aparecen en lugares relacionados con la vida de su creador. Así, Stark tendría que recoger su coche en el mismo sitio donde Thad guarda el suyo, al igual que tuvo que salir a la luz en el cementerio donde Thad lo había enterrado simbólicamente. ¿No te encanta la explicación? ¿No es una broma estupenda?»
No le encantaba. No tenía nada de estupendo. No era ni remotamente divertido. La posibilidad de algo similar no solo hacía que se tambalearan todas sus creencias, sino también la manera en que le habían enseñado a pensar.
Se descubrió recordando algo que Thad había dicho. «Cuando escribo, no sé quién soy». No eran sus palabras exactas, pero casi. «Y, lo que resulta aún más sorprendente, no se me había ocurrido pensar en ello hasta hoy».
—Tú eras él, ¿verdad? —murmuró Alan por lo bajo—. Tú eras él y él era tú, y así nació y creció el asesino… Por fin ha saltado la liebre.
Sintió un escalofrío y Sheila Brigham alzó la mirada de la máquina de escribir que tenía en el escritorio de la centralita justo a tiempo de verlo estremecerse.
—Hace demasiado calor para eso, Alan —comentó—. Debes de haber pillado un resfriado.
—Sí, supongo que algo he pillado —respondió el comisario—. Ocúpate del teléfono, Sheila. Transmite los asuntos de poca monta a Seat Thomas. Todo lo importante, comunícamelo a mí. ¿Dónde está Clut?
—¡Aquí, comisario! —le llegó la voz de Clut desde el retrete.
—¡Espero volver dentro de tres cuartos de hora! —gritó Alan al agente novato—. ¡Atiende los asuntos de la comisaría hasta mi regreso!
—¿Adónde va, comisario? —Clut apareció en la puerta del servicio para caballeros mientras terminaba de meter los faldones de la camisa caqui en los pantalones.
—Al lago —respondió Alan vagamente y salió de la comisaría antes de que Clut y Sheila pudieran preguntarle nada más y antes de pararse a pensar qué estaba haciendo. Dejar la comisaría sin decir dónde podían encontrarlo era muy mala idea, dada la situación. Era buscarse mucho más que problemas; era buscarse la muerte.
Pero lo que estaba pensando
(«los gorriones están volando»)
no podía ser verdad. Sencillamente, no podía. Tenía que existir otra explicación más razonable.
Alan Pangborn aún seguía tratando de convencerse de ello mientras dejaba atrás el pueblo y se encaminaba en el coche patrulla hacia el peor momento de su vida.
6
En la carretera 5, a menos de un kilómetro de la finca de Fuzzy Martin, había un área de descanso. Alan se detuvo allí, llevado de un impulso que era medio corazonada, medio capricho. La parte de corazonada era muy sencilla: con Toronado o sin él, no podían haber llegado desde Ludlow en una alfombra mágica. Tenían que haber utilizado un coche. Lo cual significaba que debía de haber alguno abandonado en alguna parte. El tipo a quien perseguía había abandonado el camión de Homer Gamache en una zona de aparcamiento de una autopista cuando se cansó de él, y los delincuentes solían reincidir.
Había tres vehículos aparcados en el espacio para dar la vuelta: un camión de cerveza, un Ford Escort nuevo y un Volvo sucio de polvo.
Cuando se apeaba del coche patrulla, del servicio de caballeros salió un hombre con mono verde que se dirigió a la cabina del camión de cerveza. Era un individuo bajo, moreno y de hombros estrechos. Desde luego, no era George Stark.
—Agente —murmuró, dirigiendo un breve saludo a Alan. Este le contestó con un gesto de la cabeza y se dirigió hacia una de las mesas de picnic, ocupada por tres señoras de avanzada edad que conversaban en torno a unas tazas de café y un termo.
—Hola, agente —saludó una de ellas—. ¿Podemos ayudarle en algo? ¿O acaso hemos hecho algo malo? —inquirieron sus ojos, nerviosos por un momento.
—Solo quisiera saber si el Ford y el Volvo de ahí arriba son de ustedes, señoras —respondió Alan.
—El Ford es mío —intervino otra de las mujeres—. Hemos venido todas en él. No sé nada de un Volvo. ¿Es lo de la tarjeta? ¿Se ha vuelto a despegar la tarjeta? Pensaba que mi hijo se había ocupado ya de eso, pero se le olvida todo. Cuarenta y tres años y todavía tengo que decirle cada vez…
—El permiso de circulación está en orden, señora —la cortó Alan, dirigiéndole su mejor sonrisa de «El policía es tu amigo»—. Ninguna de ustedes vio llegar el Volvo, ¿verdad?
Todas movieron la cabeza en un gesto de negativa.
—¿Han visto hace poco a alguien que pudiera ser el propietario?
—No —dijo la tercera mujer, clavándole unos ojillos brillantes de ardilla—. ¿Anda usted tras una pista, agente?
—¿Qué dice, señora?
—Que si persigue a algún delincuente.
—¡Ah! —exclamó Alan. Por un momento, la situación le pareció irreal. ¿Qué estaba haciendo allí, exactamente? ¿Qué había pensado encontrar en aquel lugar?—. No, señora. Me gustan los Volvo, eso es todo. —Ja, aquello había quedado muy agudo. Había quedado… de puta madre, sí señor.
—¡Ah! —exclamó la primera que había hablado—. Pues no hemos visto a nadie. ¿Le apetece una taza de café, agente? Creo que queda suficiente.
—No, gracias —replicó Alan—. Que pasen una buena tarde, señoras.
—Y usted, agente —respondieron a coro en una perfecta armonía a tres voces. La sensación de irrealidad alcanzó su punto culminante.
Se acercó al Volvo y tiró de la portezuela del conductor. Se abrió. El interior del coche era como un ático caluroso. Llevaba un buen rato allí, cerrado y aparcado. Inspeccionó la parte trasera y vio en el suelo un envoltorio, un poco mayor que el de los pañuelos de papel. Se agachó entre los asientos y lo recogió.
Era un paquete de toallitas perfumadas y Alan notó como si alguien hubiese dejado caer una bocha de bolos sobre su estómago.
«No significa nada —repitieron una vez más las voces del procedimiento y de la razón—. Al menos, no necesariamente. Sé lo que piensas: estás pensando en niños. ¡Pero, Alan, por el amor de Dios, esas toallitas las regalan en cualquier bar de carretera cuando compras pollo frito!»
De todos modos…
Alan guardó la toallita en un bolsillo de la camisa de uniforme y salió del coche. Se disponía a cerrar la puerta, pero volvió a agacharse. Trató de mirar bajo el salpicadero, pero no lo distinguía de pie. Tuvo que hincar la rodilla.
Alguien dejó caer otra bola sobre su estómago.
Los cables del encendido estaban colgando, con los hilos de cobre pelados y ligeramente retorcidos. Esto se debía, comprendió Alan, a que habían hecho un puente con los dos cables. Y con mucha pericia, a juzgar por el aspecto. El autor había cogido los cables por el plástico y había tirado de ellos otra vez para detener el motor después de aparcar allí.
De modo que era cierto… al menos en parte. La cuestión principal era hasta qué punto. Empezaba a sentirse como si cada vez estuviera más cerca de una posible caída mortal.
Regresó al coche patrulla, se sentó al volante, conectó el motor y descolgó el micrófono de la horquilla.
«¿Qué es cierto, en realidad? —cuchichearon el procedimiento y la razón. ¡Ah, qué voces tan enloquecedoras!—. ¿Que hay alguien en la casa del lago de los Beaumont? Sí, tal vez sea cierto. ¿Que alguien llamado George Stark salió del establo de Fuzzy Martin en ese Toronado negro? ¡Vamos, Alan!»
Dos pensamientos lo asaltaron casi simultáneamente. El primero fue que, si se ponía en contacto con Henry Payton, de la central de la policía del estado de Oxford, como Harrison le había indicado que hiciera, tal vez nunca sabría cómo terminaría aquello. Lake Lane, donde estaba la casa de verano de los Beaumont, era un callejón sin salida. La gente de la central le diría que no se acercara a la casa por su cuenta; no se lo permitirían a un hombre solo, sobre todo cuando sospechaban que el hombre que retenía a Liz y a los niños era autor de al menos una decena de asesinatos. Le ordenarían que se limitara a bloquear la calle mientras enviaban hacia allí una flota de coches patrulla, un helicóptero tal vez y, por lo que Alan sabía, hasta unos cuantos destructores y cazabombarderos.
El segundo pensamiento fue acerca de Stark.
Todos aquellos policías no pensaban en Stark; ni siquiera se les ocurría la posibilidad de que existiera.
Pero ¿y si Stark era real?
Si lo era, Alan empezaba a sospechar que mandar a Lake Lane a un montón de policías que no sabían con quién se enfrentaban sería como enviar a los hombres a un matadero.
Volvió a colgar el micrófono en la horquilla. Se proponía ir a la casa, e iba a hacerlo solo. Tal vez estuviera cometiendo un error. Era probable que así fuera. Pero era lo que se proponía hacer. Podía vivir con el conocimiento de su propia estupidez, y Dios sabía que ya lo había demostrado otras veces, pero con lo que no podría vivir sería con el pensamiento de haber sido el responsable de la muerte de una mujer y dos niños por haber llamado por radio antes de saber el estado real de la situación.
Alan dejó el área de descanso y se dirigió a Lake Lane.