THAD, FUGITIVO
1
«Imagina que es un libro que estás escribiendo —pensó mientras doblaba a la izquierda para tomar College Avenue, dejando atrás el campus—. E imagina que eres un personaje de ese libro».
Fue una idea mágica. Había sido presa de un pánico superlativo, una especie de huracán mental en el cual los fragmentos de un posible plan giraban como retazos de paisaje arrancados del suelo, pero cuando se le ocurrió la idea de que podía imaginar que todo era una inocua fantasía, de que podía moverse (y no solo él mismo, sino que también podía mover a los demás personajes de la historia, personajes como Harrison y Manchester, por ejemplo) al igual que movía a los protagonistas en el papel, en la seguridad de su despacho con las luces brillantes colgando del techo y una lata de Pepsi fría o una taza de té caliente al lado… cuando se le ocurrió aquella idea fue como si el viento que aullaba en sus oídos amainara de improviso. Con el extraño torbellino desapareció todo lo ajeno a la situación y se encontró rodeado de piezas sueltas de un plan, que consiguió ir encajando con bastante facilidad. Descubrió que tenía algo que incluso podía funcionar.
«Será mejor que funcione —pensó—. Si no resulta, tú seguirás bajo custodia policial y Liz y los niños acabarán muertos con toda seguridad».
Pero ¿qué significaban los gorriones? ¿Dónde encajaban?
No lo sabía. Rawlie le había dicho que eran psicopompos, heraldos de los muertos vivientes, y aquello tenía sentido, ¿no? Sí, lo tenía. Al menos, hasta cierto punto. Porque el astuto de George estaba vivo otra vez, pero también estaba muerto, muerto y comido por los gusanos. De modo que los gorriones encajaban… pero no del todo. Si los gorriones habían guiado a George en su regreso de…
(«del reino de los muertos»)
… dondequiera que hubiera estado, ¿por qué George no sabía nada de ellos? ¿Por qué no recordaba haber escrito con sangre aquella frase, LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR, en las paredes de dos apartamentos?
—Porque la escribí yo —murmuró Thad, y recordó las frases que había escrito en el diario, sentado en el estudio al borde del trance.
«Pregunta: ¿Esos pájaros son cosa mía?
»Respuesta: Sí.
»Pregunta: ¿Quién escribió esas palabras sobre los gorriones?
»Respuesta: El que sabe… Yo soy el que sé. Yo soy el dueño».
De pronto, todas las respuestas palpitaron casi al alcance de su mano. Todas las respuestas terribles e inconcebibles. Thad oyó un sonido prolongado y tembloroso que emergía de su propia boca. Era un gemido.
«Pregunta: ¿Quién devolvió a la vida a George Stark?
»Respuesta: El dueño. El que sabe».
—¡No quería hacerlo! —gritó.
Pero ¿era cierto? ¿Lo era de verdad? ¿Acaso no había existido siempre una parte de él enamorada de la naturaleza simple y violenta de George Stark? ¿No existía una parte de él que siempre había admirado a George, un tipo que no tropezaba con las cosas ni trastabillaba, un hombre que nunca parecía débil o estúpido, un ser que nunca temería a los demonios encerrados en el mueble bar? Un hombre sin mujer e hijos en quienes pensar, sin amores que lo ataran o le hicieran aflojar el paso. Un hombre que nunca había tenido que leer con dificultad un pésimo examen ni había tenido que angustiarse ante una reunión del comité de presupuestos. Un hombre que tenía una respuesta directa y cortante a todas las preguntas difíciles de la vida.
Un hombre que no temía a la oscuridad porque era el dueño de las tinieblas.
—¡Sí, pero es un cerdo! —gritó Thad en el caluroso interior de su sensato automóvil con tracción en las cuatro ruedas, de fabricación nacional.
«Exacto; y una parte de ti encuentra eso muy atractivo, ¿verdad?»
Quizá él, Thad Beaumont, no había creado en realidad a George… pero ¿no era posible que una parte de él, por añoranza, hubiera permitido que Stark fuera recreado?
«Pregunta: Si soy el dueño de los gorriones, ¿puedo usarlos?»
No le llegó ninguna respuesta. Quería llegar; Thad notaba que estaba a punto de hacerlo. Pero se quedó flotando casi en la punta de sus dedos y Thad se descubrió de pronto temiendo que él mismo —la parte de él que admiraba a Stark— la mantuviera fuera de su alcance.
La parte de él que no deseaba la muerte de George.
«Yo soy quien sabe. Soy el dueño. Soy el portador».
Thad se detuvo en el semáforo y pronto estuvo en la carretera 2, dejando atrás la ciudad en dirección a Bangor y, después, Ludlow.
Rawlie formaba parte de su plan; una parte que, al menos, tenía clara. Pero ¿qué haría si conseguía sacarse de encima a los policías que llevaba detrás y luego resultaba que Rawlie ya había dejado el despacho?
Thad no lo sabía.
«Ya me ocuparé de ello cuando llegue el momento».
E iba a llegar muy pronto.
Estaba dejando atrás Gold’s, a la derecha. Gold’s era un edificio alargado, tubular, construido con secciones de aluminio prefabricadas. Estaba pintado en un tono acuoso especialmente ofensivo y rodeado por una extensión de cuatro hectáreas de coches para desguace, cuyos parabrisas brillaban bajo la luz caliginosa del sol, formando una galaxia de estrellas blancas. Era sábado al mediodía; pasaban casi veinte minutos de las doce. Liz y su tenebroso raptor debían de estar camino de Castle Rock. Aunque habría un par de empleados vendiendo piezas a mecánicos en servicio el fin de semana en el edificio prefabricado donde Gold’s tenía su negocio al por menor, Thad estaba razonablemente seguro de que el depósito de coches en sí estaría desierto. Con casi veinte mil coches en diversos estados de descomposición ordenados toscamente en decenas de filas zigzagueantes, debería de ser capaz de ocultar el Suburban, y era preciso que lo hiciera. De capó alto y cuadrado, gris y con los laterales rojo brillante, llamaba la atención más que una herida en el pulgar.
MARCHA LENTA ZONA ESCOLAR, indicaba la siguiente señal. Thad notó que un hierro al rojo le revolvía las entrañas.
Aquel era el lugar.
Miró por el retrovisor y vio el Plymouth a dos coches de distancia. No era lo que hubiese deseado, pero probablemente era su mejor oportunidad. En cuanto al resto, tendría que depender de la suerte y de la sorpresa. Los policías no esperaban que intentara huir; ¿por qué iba a hacer una cosa así? Por un instante, se le ocurrió no hacerlo. ¿Y si, por el contrario, se detenía y, cuando los agentes frenaran detrás de él y Harrison bajara a preguntarle qué sucedía, le respondía: «Muchas cosas. Stark ha raptado a mi familia. ¿Sabe, agente?, los gorriones todavía están volando»?
«Thad, dice que ha matado a los dos hombres que vigilaban la casa. No sé cómo lo ha hecho, pero lo dice y yo… yo lo creo».
Thad también lo creía. Aquello era lo peor. Por eso no podía detenerse sin más y pedir ayuda. Si intentaba algo raro, Stark lo sabría. Dudaba de que Stark pudiera leerle los pensamientos, al menos como lo hacían los extraterrestres en los tebeos y en las películas de ciencia ficción, pero sí podía «sintonizar» su mente y hacerse una idea bastante exacta de lo que se proponía. Tal vez pudiera prepararle una pequeña sorpresa a George —siempre, claro está, que consiguiera clarificar su idea sobre los condenados gorriones— pero de momento se proponía seguir el guión al pie de la letra.
Es decir, si podía.
Aquí estaba el cruce de la escuela y el stop en las cuatro direcciones. Como siempre, estaba muy concurrido; durante años se habían producido accidentes en aquel cruce, la mayoría causados por conductores que, simplemente, no asimilaban la idea de un stop para las cuatro direcciones en la que todo el mundo esperaba su turno y, en lugar de ello, cruzaban según venían. A cada accidente seguía un tropel de cartas —la mayoría de ellas firmada por padres preocupados— exigiendo que el ayuntamiento pusiera un semáforo en el cruce, y a las cartas seguía una declaración de los administradores municipales de Veazie afirmando que la cuestión del semáforo «estaba en estudio», tras lo cual el tema quedaba simplemente olvidado hasta el siguiente accidente.
Thad se sumó a la fila de coches que esperaban para cruzar en dirección sur, echó un nuevo vistazo para comprobar que el Plymouth marrón seguía dos coches por detrás y observó el movimiento de «pase usted primero no faltaría más» que se desarrollaba en el cruce. Vio un coche lleno de mujeres mayores de cabello azulado que casi chocaba con una pareja joven en un Datsun Z, vio a la chica del Z lanzar un gesto obsceno a las mujeres y advirtió que le tocaría cruzar de norte a sur justo antes de que un largo camión cisterna de las Granjas Grant cruzara en dirección este-oeste. Thad vio en ello una oportunidad de oro.
El coche que tenía delante cruzó y Thad tuvo el camino despejado. El hierro al rojo volvió a hurgar en su vientre. Consultó el retrovisor por última vez. Harrison y Manchester seguían dos coches más atrás.
Un par de vehículos cruzaron delante de él. A su izquierda, el camión cisterna de la leche se colocó en posición. Thad respiró hondo e hizo entrar el Suburban en la intersección con toda parsimonia. Un camión articulado, en dirección norte hacia Orono, pasó ante él por el otro carril.
Al llegar al otro lado, le atenazó el impulso casi irresistible —la imperiosa necesidad— de hundir el pedal a fondo y acelerar el Suburban carretera adelante. Sin embargo, continuó avanzando a unos tranquilos veinticinco kilómetros por hora, cumpliendo estrictamente la ley en una zona escolar, con los ojos fijos en el espejo retrovisor. El Plymouth esperaba todavía el turno para cruzar, dos coches más atrás en la fila.
«¡Eh, camión de la leche! —pensó concentrado, volcando toda la mente en ello, como si pudiera obligarlo a moverse por la mera fuerza de la voluntad… igual que dominaba situaciones y personajes en las novelas—. ¡Camión de la leche, ven ahora!»
Y el vehículo le hizo caso y avanzó, ocupando el cruce con parsimonia, plateado y solemne, como una digna dama mecánica.
Cuando el camión cisterna ocultó el Plymouth marrón oscuro en el retrovisor, Thad pisó a fondo por fin el acelerador del Suburban.
2
Medio bloque más allá había un desvío a la derecha. Thad lo enfiló y aceleró un corto tramo de calle a setenta, rezando para que a ningún niño se le ocurriera cruzar corriendo el asfalto detrás de una pelota.
Pasó un mal momento cuando le pareció que la calle era un callejón sin salida, pero enseguida vio que, al fondo, podría dar un nuevo giro a la derecha por una bocacalle que ocultaba en parte un tupido seto perteneciente a la casa de la esquina.
Apenas redujo la velocidad cuando llegó al cruce en forma de T y dio un golpe de volante hacia la derecha que provocó un leve chirrido de los neumáticos. Ciento setenta metros más allá, dobló otra vez a la derecha y retrocedió por aquella calle hasta el cruce con la carretera 2. Había vuelto a la calle principal unos cuatrocientos metros al norte del stop. Si el camión de la leche había ocultado a los policías su primer giro a la derecha, como esperaba, el Plymouth marrón aún debía de dirigirse al sur por la carretera. Tal vez ni siquiera se hubieran enterado todavía de que algo andaba mal… aunque Thad dudaba mucho que Harrison fuera tonto. Manchester, quizá, pero Harrison, no.
Dobló a la izquierda, colándose entre los coches por un resquicio tan estrecho que el conductor de un Ford que venía por el carril en dirección sur tuvo que pisar el freno. El tipo del Ford levantó el puño hacia Thad y este pasó ante su parachoques y desanduvo el camino hacia el depósito de coches, pisando de nuevo a fondo el pedal del acelerador. Si algún policía lo veía por casualidad, no ya saltándose los límites de velocidad, sino tratando aparentemente de volar por encima de ellos, mala suerte. No tenía tiempo para entretenerse. Tenía que sacar de la carretera lo antes posible aquel vehículo, demasiado grande y aparatoso.
Había casi un kilómetro hasta el cementerio de coches. Thad condujo la mayor parte de la distancia con los ojos puestos en el retrovisor, buscando el Plymouth. Cuando giró a la izquierda para entrar en Gold’s, sus seguidores continuaban sin aparecer por ninguna parte.
Hizo avanzar el Suburban a marcha lenta por una verja abierta en la valla metálica. Un rótulo de letras rojas descoloridas sobre un fondo blanco mugriento decía: ENTRADA AUTORIZADA SOLO A EMPLEADOS. Un día entre semana lo habrían visto enseguida y lo habrían obligado a volver atrás, pero era sábado y, además, los pocos empleados estaban en plena hora del almuerzo.
Thad avanzó por un callejón entre dos muros de coches para desguace amontonados en dos y hasta tres pisos. Los de abajo habían perdido su forma básica y parecían estar fundiéndose poco a poco con el suelo. La tierra estaba tan negra de aceite que cualquiera habría creído imposible que creciera algo en ella, pero unos girasoles enormes que asentían en silencio y unas lozanas malezas surgían en pequeñas matas como supervivientes de un holocausto nuclear. Un gran girasol había crecido a través del parabrisas roto de una furgoneta con rótulos de una panadería, volcada con las ruedas al aire como un perro muerto. El tallo verde y velludo se había enroscado como un puño cerrado en torno al eje del volante y un segundo puño agarraba el adorno del capó del viejo Cadillac que yacía sobre la furgoneta. El girasol parecía mirar a Thad como el ojo negro y amarillo de un monstruo muerto.
El lugar era una gran y silenciosa necrópolis que le produjo una sensación repulsiva.
Dobló a la derecha y luego a la izquierda. De pronto, vio gorriones por todas partes, posados sobre los capós y los maleteros y los grasientos motores amputados. Vio un trío de aquellos pájaros tomando un baño en un tapacubos lleno de agua. Al acercarse a ellos, no echaban a volar, sino que dejaban lo que estaban haciendo y lo observaban con sus ojillos negros como cuentas. Varios gorriones se alineaban en lo alto de un parabrisas apoyado contra el lateral de un viejo Plymouth. Thad pasó a tres palmos de ellos y los pájaros batieron las alas con nerviosismo, pero no abandonaron sus posiciones.
«Los heraldos de los muertos vivientes», pensó. Se llevó la mano a la cicatriz blanca de la frente y se la frotó con gesto nervioso.
Cuando pasó ante un Datsun, advirtió un agujero en el parabrisas que parecía producido por un meteorito; al fijarse mejor, observó un gran charco de sangre seca en el salpicadero.
«No fue ningún meteorito lo que produjo este agujero», pensó, y el estómago se le revolvió lentamente con una sensación de náusea.
Una congregación de gorriones ocupaba el asiento delantero del Datsun.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó con voz ronca—. En el nombre de Dios, ¿qué queréis?
Y en su mente le pareció escuchar una especie de respuesta; en su mente creyó oír la voz única y chillona de su inteligencia de pájaros: «No, Thad… ¿Qué quieres tú de nosotros? Tú eres el dueño. Tú eres quien nos trae. Tú eres quien sabe».
—Yo no tengo ni puta idea —murmuró.
Al fondo de aquella fila de coches había un hueco delante de un Cutlass Supreme último modelo al que alguien había amputado toda la parte frontal. Introdujo el Suburban en el hueco marcha atrás y se apeó. Tras una mirada a un lado y otro del estrecho pasadizo, Thad se sintió casi como una rata en un laberinto. El lugar olía a aceite y a aquel otro aroma más intenso, más rancio, del líquido de la transmisión. No se oía más ruido que el lejano ronroneo de los coches en la carretera 2. Los gorriones lo observaban desde todas partes, en una silenciosa convocatoria de pequeñas aves de color pardo negruzco.
Entonces, de pronto, todos ellos remontaron el vuelo al unísono. Cientos de ellos, mil tal vez. Por un instante, el batir de las alas ensordeció el aire. Los gorriones cruzaron el cielo en una bandada y luego se desviaron hacia el oeste, dirección Castle Rock. De improviso, empezó a experimentar de nuevo aquella sensación de hormigueo; no tanto en la piel como debajo de ella.
«¿Qué, George, tratando de echar una miradita?»
Thad empezó a cantar para sus adentros una canción de Bob Dylan: «John Wesley Harding… era amigo de los pobres… viajaba con un arma en cada mano…».
La sensación de hormigueo, de escozor, pareció incrementarse hasta encontrar la herida de su mano zurda, donde se concentró. Podía equivocarse por completo, podía ser producto de su imaginación, pero a Thad le pareció percibir una oleada de rabia y de frustración.
«Por toda la línea del telégrafo… su nombre se hizo famoso…», continuó cantando para sí. Delante de él, tirada en el suelo aceitoso como el resto retorcido de una estatua de acero que nadie hubiera querido erigir, había una oxidada barra de soporte de motor. Thad la cogió y volvió al Suburban, sin dejar de cantar fragmentos de «John Wesley Harding» y recordando al mismo tiempo al mapache que había bautizado con aquel nombre. Si lograba camuflar el Suburban a base de unos cuantos golpes, si podía conseguir aunque solo fueran un par de horas de ventaja, tal vez ese plazo significara la vida o la muerte para Liz y los niños.
«Por todo el país… lo siento, muchacho, esto me duele más a mí que a ti… abrió muchas puertas…» Descargó la barra de metal sobre el lado del volante del Suburban, donde dejó una abolladura del tamaño de una jofaina. Alzó de nuevo la barra del soporte del motor, dio unos pasos hasta la parte delantera del coche y golpeó la rejilla con fuerza suficiente como para dislocarse el hombro. El plástico se astilló y salió disparado. Thad abrió el capó y lo levantó un poco, dando al Suburban la sonrisa de un cocodrilo muerto que parecía ser la versión de la haute couture automotriz de más éxito en Gold’s.
«… pero nunca se supo que causara daño a un hombre honrado…»
Levantó una vez más la barra y al hacerlo observó que la venda de la mano herida volvía a mancharse de sangre fresca. De momento, no podía hacer nada al respecto.
«… con su chica junto a él, se estableció…»
Finalmente, arrojó la barra contra el parabrisas; por absurdo que resultara, el apagado crujido del cristal le encogió el corazón. Tras esto, consideró que el Suburban ya guardaba suficiente parecido con los otros coches como para pasar una inspección.
Thad echó a andar por el estrecho pasillo. Dobló a la derecha en la primera intersección, dirigiéndose hacia la verja y la tienda de recambios sueltos. Al entrar había visto un teléfono público en la pared, junto a la puerta. A medio camino, se detuvo y dejó de cantar. Ladeó la cabeza con el gesto de quien trata de captar un sonido lejano y débil. Pero en realidad estaba escuchando su propio cuerpo, lo revisaba cuidadosamente.
El escozor había cesado.
Los gorriones se habían marchado, y también George Stark, al menos de momento.
Con una tenue sonrisa, Thad continuó su avance, apresurando el paso.
3
A la segunda llamada del teléfono, Thad empezó a sudar. Si Rawlie estaba aún allí, ya debería haber descolgado el auricular. Los despachos del profesorado en el edificio de lengua y matemáticas no eran muy grandes. ¿A quién más podía llamar? ¿A quién más podía recurrir? No se le ocurrió nadie.
Cuando ya sonaba el tercer zumbido, Rawlie cogió el aparato.
—¿Diga? De Lesseps.
Thad cerró los ojos al escuchar aquella voz ronca de fumador y se apoyó unos momentos en la fría pared metálica de la tienda de recambios.
—¿Diga?
—Hola, Rawlie. Soy Thad.
—Hola, Thad. —Rawlie no parecía demasiado sorprendido de oírle—. ¿Has olvidado algo?
—No. Tengo problemas, Rawlie.
—Sí. —Solo eso. Y no era una pregunta. Rawlie pronunció el monosílabo y se limitó a esperar.
—¿Recuerdas a esos dos… —Thad titubeó por un instante—… a esos dos tipos que venían conmigo?
—Sí —respondió Rawlie con voz pausada—. La escolta policial.
—Los he despistado —dijo Thad y, de inmediato, echó un rápido vistazo por encima del hombro al oír un coche que entraba en la zona de tierra apisonada que servía de aparcamiento a los clientes de Gold’s. Por un segundo estuvo convencido de que era el Plymouth marrón que llegó a verlo; pero se trataba de algún coche importado, lo que había tomado por marrón era un rojo intenso empañado por el barro y el conductor solo estaba cambiando de sentido—. Al menos, espero haberlos despistado.
Hizo una pausa. Había llegado al punto en que debía tomar una decisión y no tenía tiempo para vacilaciones. Si se paraba a pensarlo un poco, en realidad tampoco era una decisión. Porque Thad no tenía alternativa.
—Necesito ayuda, Rawlie. Necesito un coche que la policía no conozca.
Rawlie permaneció callado.
—Me has dicho que si podías hacer algo por mí, te lo pidiera.
—Sé muy bien lo que te he dicho —replicó Rawlie con voz pausada—. También recuerdo haberte dicho que si esos dos hombres te seguían para protegerte, sería mejor que colaboraras con ellos al máximo. —Hizo una pausa y añadió—: Por lo visto has decidido no seguir mi consejo.
Thad estuvo muy cerca de decirle: «No podía, Rawlie. El hombre que tiene a mi esposa y a mis hijos los hubiera matado a ellos también». No era que no se atreviera a contar a Rawlie lo que estaba sucediendo, que pensara que Rawlie lo tomaría por un chiflado si se lo contaba; los profesores universitarios tienen criterios mucho más flexibles sobre el tema de la locura que la mayoría de la gente y, a veces, no tienen ningún criterio en absoluto y prefieren catalogar a la gente en sosa (pero cuerda), bastante excéntrica (pero cuerda) y muy excéntrica (pero perfectamente cuerda también, cómo no). Mantuvo la boca cerrada porque Rawlie de Lesseps era un hombre que se guiaba siempre por sus propias normas y, probablemente, nada de cuanto Thad le dijera podría convencerlo; al contrario, cualquier cosa que saliera de su boca solo actuaría en su detrimento. Con todo, guiado por sus propias normas o no, De Lesseps tenía buen corazón y, a su modo, era un hombre valiente. Además, Thad estaba seguro de que Rawlie estaba más que medianamente interesado en averiguar qué le sucedía, a qué venía aquella escolta policial y su extraña pregunta acerca de los gorriones. Por último, simplemente, Thad pensó —o tan solo deseó— que lo más conveniente para él era guardar silencio.
Sin embargo, la espera se hizo difícil.
—Bien, está bien —respondió Rawlie por fin—. Te prestaré mi coche.
Thad cerró los ojos y tuvo que afirmar las rodillas para que no le fallaran. Se pasó la mano por el cuello debajo de la barbilla y la retiró impregnada en sudor.
—Aunque espero que tengas el detalle de hacerte cargo de las reparaciones si me lo devuelves… herido —añadió Rawlie—. Si eres un fugitivo de la justicia, dudo mucho que la compañía de seguros accediera a pagarlas.
¿Fugitivo de la justicia? ¿Porque se había escabullido de la vigilancia de unos policías que no tenían forma de protegerlo? Thad no sabía si aquello lo convertía en fugitivo. Era una cuestión interesante, pero tendría que estudiarla en otro momento. Cuando no estuviera medio desquiciado de angustia y de miedo.
—Cuenta con ello —respondió.
—Te pongo otra condición más —añadió Rawlie.
Thad volvió a cerrar los ojos, esta vez de frustración.
—¿De qué se trata?
—Cuando el asunto termine, quiero que me lo cuentes todo. Quiero saber por qué estás interesado en las supersticiones populares sobre los gorriones y por qué has empalidecido cuando te he contado qué son los psicopompos y cuál es su supuesta tarea.
—¿Me he puesto pálido?
—Como una hoja de papel.
—Está bien, te contaré toda la historia —prometió Thad y, con una ligera sonrisa, añadió—: Tal vez incluso creerás parte de lo que oigas.
—¿Dónde estás? —preguntó Rawlie.
Thad se lo indicó, y le pidió que acudiera lo antes posible.
4
Colgó el teléfono, volvió a cruzar la verja metálica del cementerio de coches y tomó asiento en el ancho parachoques de un autobús escolar que, por alguna razón, había quedado partido por la mitad. Si tenía que esperar, aquel era un buen lugar para hacerlo. Quedaba oculto a los coches que pasaban por la carretera, pero con solo inclinarse hacia delante divisaba la zona del aparcamiento de tierra apisonada junto a la tienda de recambios. Echó una mirada alrededor por si avistaba algún gorrión, pero no vio ninguno; solo un cuervo grande y gordo que picoteaba indiferente unos relucientes fragmentos de cromados en uno de los pasillos que se abrían entre los coches destrozados. El pensamiento de que apenas hacía media hora que había terminado su segunda conversación con George Stark le produjo una sensación de irrealidad. Le parecía que habían transcurrido horas desde la llamada. A pesar del intenso estado de excitación en que se encontraba, se sentía soñoliento, como si fuera la hora de acostarse.
La comezón, el hormigueo bajo la piel, empezó a invadirlo de nuevo unos quince minutos después de la conversación con Rawlie. Volvió a cantar los fragmentos de John Wesley Harding que recordaba y, al cabo de un par de minutos, la sensación desapareció.
«Quizá sea psicosomática», pensó, pero sabía muy bien que tal idea era una tontería. George provocaba aquella sensación al tratar de abrirse paso hasta su mente y, cuanto más consciente era Thad de ello, más sensible a esos intentos se hacía. Thad imaginó que aquel recurso también funcionaría a la inversa y dio por sentado que, tarde o temprano, debería intentarlo. Pero ello significaría invocar a los pájaros y eso era algo que Thad no deseaba en absoluto. También había algo más: la última vez que había intentado asomarse a la mente de George Stark, había terminado con un lápiz clavado en la mano.
Los minutos transcurrieron con dolorosa lentitud. Al cabo de veinticinco, Thad empezó a temer que Rawlie hubiera cambiado de idea y no acudiera. Dejó el parachoques del autobús desmembrado y se acercó a la verja entre el cementerio de coches y la zona de aparcamiento, sin preocuparse de quién pudiera verlo desde la carretera.
Empezó a especular con la posibilidad de hacer autoestop, pero antes decidió llamar de nuevo al despacho de Rawlie. Ya estaba a medio camino del edificio prefabricado de las piezas de recambio cuando un polvoriento Volkswagen escarabajo entró en el aparcamiento. Thad lo reconoció al instante y echó a correr, pensando con ironía en la preocupación de Rawlie por el seguro del coche. Thad consideró que bastaría con una caja de envases de agua mineral retornables para cubrir los daños de un siniestro total del viejo trasto.
Rawlie detuvo el Volkswagen al extremo del edificio y se apeó. Thad se sorprendió un poco al ver que tenía la pipa encendida por donde salían grandes nubes de lo que en una habitación cerrada se habría considerado un humo extremadamente ofensivo.
—No deberías fumar, Rawlie —fue lo primero que se le ocurrió.
—Y tú no deberías huir —replicó Rawlie con voz grave.
Se miraron durante un instante y, acto seguido, estallaron en una carcajada de sorpresa.
—¿Cómo volverás a casa? —se interesó Thad. Ahora que había llegado a aquel punto, ahora que iba a introducirse en el coche de Rawlie y tomar el largo y sinuoso camino hacia Castle Rock, parecía que su conversación había quedado reducida a cuatro tópicos.
—Llamaré un taxi, supongo —respondió Rawlie. Echó un vistazo a las colinas y valles relucientes de coches para chatarra—. Imagino que deben de acudir aquí con frecuencia para recoger a tipos que se reincorporan al mundo de los peatones.
—Permite que te dé cinco dólares…
Thad se sacó el billetero del bolsillo trasero, pero Rawlie lo impidió con un gesto.
—Estoy forrado, para ser un profesor de lengua en período estival —dijo—. ¡Vamos, si debo llevar encima más de cuarenta dólares! Me extraña que Billie me deje andar por ahí sin un buen guardaespaldas. —Dio una bocanada a la pipa con fruición, se la quitó de los labios y sonrió a Thad—. Pero no temas, Thad, le pediré un recibo al taxista y te lo presentaré en el debido momento.
—Empezaba a creer que no vendrías.
—Me he detenido un momento en una tienda —explicó Rawlie—. He encontrado un par de cosas que tal vez te interesen.
Se sentó de nuevo en el escarabajo, que se hundió visiblemente del lado izquierdo; debía de tener un amortiguador roto o a punto de romperse. Tras unos momentos rebuscando, murmurando por lo bajo y expulsando nuevas nubes de humo, sacó una bolsa de papel y se la entregó a Thad. Dentro había unas gafas de sol y una gorra de béisbol de los Rex Sox de Boston que le ocultaría el cabello perfectamente. Thad miró a Rawlie, absurdamente emocionado.
—Gracias, Rawlie.
Este hizo un gesto con la mano y le dirigió una sonrisilla taimada y socarrona.
—Tal vez sea yo quien deba dártelas a ti. Llevo diez meses buscando una excusa para llenar otra vez esta vieja apestosa. Me han pasado cosas: el divorcio de mi hijo pequeño, la noche que perdí cincuenta dólares al póquer en casa de Tom Carroll… Pero nada parecía lo bastante… apocalíptico.
—Exacto, esto es apocalíptico —afirmó Thad, y un leve escalofrío le recorrió la espalda. Miró el reloj. Era casi la una. Stark le llevaba al menos una hora de ventaja, tal vez más—. Tengo que irme, Rawlie.
—Sí. Es urgente, ¿verdad?
—Me temo que sí.
—Tengo algo más… lo he guardado en el bolsillo de la chaqueta para no perderlo. Esto no lo traigo de la tienda. Lo he encontrado en mi escritorio.
Rawlie empezó a registrar metódicamente los bolsillos de la vieja americana a cuadros que llevaba tanto en invierno como en verano.
—Si se enciende el piloto del aceite, párate en cualquier sitio y ponle una lata de Sapphire —comentó, sin dejar de buscar—. Es ese que fabrican con residuos reciclados. ¡Ah, aquí lo tengo! —exclamó finalmente—. Ya pensaba que al final la había olvidado en el despacho.
Sacó del bolsillo un objeto tubular de madera tallada. Medía, más o menos, lo que el dedo índice de Thad y estaba hueco. En uno de los extremos había un orificio. Parecía un objeto antiguo.
—¿Qué es? —preguntó Thad, cogiéndolo cuando Rawlie se lo ofreció. Pero ya lo sabía y notó cómo encajaba otra pieza de aquel rompecabezas impensable que estaba completando.
—Es un reclamo para pájaros —respondió Rawlie, observándolo por encima de la cazoleta incandescente de la pipa—. Si crees que puede serte útil, quiero que te lo quedes.
—Gracias —dijo Thad, y guardó el reclamo en el bolsillo de la cartera con una mano algo temblorosa—. Puede que me sirva.
Rawlie abrió unos ojos como platos bajo la mata desordenada de sus cejas.
—Yo no estaría muy seguro —murmuró con voz trémula y ronca.
—¿Qué?
—Mira a tu espalda.
Thad se volvió; sabía qué había visto Rawlie, incluso antes de tenerlo ante los ojos.
Los gorriones no se contaban ahora por centenares, sino por miles; los automóviles y camiones muertos y amontonados en las cuatro hectáreas del cementerio de coches y recambios para automóviles Gold’s estaban cubiertos por una alfombra de esas pequeñas aves. Estaban en todas partes… y Thad no los había oído llegar.
Los hombres contemplaron a los gorriones con cuatro ojos. Los pájaros les devolvieron la mirada con veinte mil… tal vez cuarenta mil. No hacían el menor ruido. Sencillamente, estaban posados sobre los capós, las ventanillas, los techos, los tubos de escape, las rejillas, los bloques de motor, las juntas cardán y los bastidores.
—¡Madre mía! —exclamó Rawlie—. Los psicopompos… ¿Qué significa esto, Thad? ¿Qué significa?
—Me parece que empiezo a averiguarlo.
—¡Dios mío!
Rawlie levantó las manos por encima de la cabeza y batió palmas. Los gorriones no se movieron. Tampoco demostraron el menor interés por Rawlie; sus miradas estaban concentradas únicamente en Thad Beaumont.
—Buscad a George Stark —dijo Thad en voz baja… apenas un susurro, en realidad—. George Stark. Buscadlo. ¡Volad!
Los gorriones se alzaron hacia el cielo azul calinoso como una nube negra, batiendo las alas con un ruido que parecía un trueno en sus últimos estertores, mientras piaban al unísono. Los dos hombres de la tienda más cercanos a la puerta salieron corriendo a ver el espectáculo. Sobre ellos, la masa negra y compacta se desvió a un lado y, al igual que la otra bandada más pequeña, se dirigió hacia el oeste. Thad observó su vuelo y, por un instante, aquella realidad se confundió con la imagen que había marcado la aparición de los trances; por un instante, pasado y presente se mezclaron, enlazados en un extraño y magnífico nudo.
Los gorriones habían desaparecido.
—¡Dios todopoderoso! —exclamaba un hombre con un mono gris de mecánico—. ¿Han visto esos pájaros? ¿De dónde coño habrán salido tantos malditos pájaros?
—Tengo otra pregunta mejor —dijo Rawlie, mirando a Thad. Había recuperado el dominio sobre sí mismo, pero sin duda estaba profundamente afectado—. ¿Adónde se dirigen? Tú lo sabes, ¿verdad, Thad?
—Sí, claro —murmuró Thad mientras abría la portezuela del Volkswagen—. Yo también tengo que irme, Rawlie, en serio. Nunca te lo agradeceré bastante.
—Ten cuidado, Thaddeus. Ten mucho cuidado. Ningún hombre controla a los agentes del otro mundo. Nadie puede hacerlo por mucho tiempo; además, siempre hay que pagar un precio.
—Tendré todo el cuidado que pueda.
El cambio del Volkswagen protestó pero, al fin, cedió y entró la marcha. Thad se detuvo el tiempo justo de calarse las gafas de sol y la gorra de béisbol; después, se despidió de Rawlie agitando la mano y salió de la zona de aparcamiento.
Al entrar en la carretera 2, vio a Rawlie caminando hacia la misma cabina desde la que él había llamado y pensó: «Ahora es imprescindible que mantenga fuera a Stark, porque ahora tengo un secreto. Tal vez no sea capaz de controlar a los psicopompos pero, aunque solo sea por un breve tiempo, ahora soy su dueño (o quizá ellos me poseen a mí) y George no debe saberlo».
Encontró el punto de la segunda marcha y el escarabajo de Rawlie de Lesseps empezó a adentrarse con un escalofrío en los territorios prácticamente inexplorados de las velocidades superiores a los cincuenta y cinco kilómetros por hora.