VEINTIUNO

STARK ASUME EL MANDO

1

No tuvo ningún problema en proyectar lo que quería y cómo quería hacerlo aunque, en realidad, nunca había estado en Ludlow.

Sin embargo, lo había visitado a menudo en sueños.

Sacó de la carretera el desvencijado Honda Civic robado y aparcó en una zona de descanso a un par de kilómetros de la casa de los Beaumont. Thad se había marchado a la universidad y eso era estupendo. A veces le resultaba imposible saber qué estaba haciendo o pensando Thad, aunque casi siempre captaba el olor de sus emociones si Thad se ponía nervioso.

Si le costaba mucho esfuerzo entrar en contacto con él, Stark solo tenía que empezar a manosear uno de los lápices Berol que había comprado en la papelería de Houston Street.

Eso ayudaba.

Pero esta vez sería fácil. Sería fácil porque, no importaba lo que les hubiera dicho a sus perros de presa, Thad había ido a la universidad por una única razón: porque se había terminado el plazo y pensaba que Stark trataría de ponerse en contacto con él. Eso mismo se proponía Stark. Sí, señor.

Solo que no proyectaba hacerlo como Thad esperaba.

Desde luego, lo haría desde un lugar que Thad no esperaba.

Era casi mediodía. Había alguna gente de picnic en el área de descanso, pero estaban en las mesas de la zona de césped o cerca de las pequeñas barbacoas de piedra, junto al río. Nadie vio a Stark cuando bajó del Civic y se alejó del lugar. Era un tanto a favor de George porque, si lo hubieran visto, seguro que lo habrían recordado.

Recordado, sí.

Podido describir, no.

Stark cruzó el espacio asfaltado y enfiló a pie por la carretera que conducía a la casa de los Beaumont. Su aspecto recordaba mucho al hombre invisible de H. G. Wells. Un ancho vendaje le tapaba la frente desde las cejas hasta el cuero cabelludo. Otra venda le ocultaba el mentón y la mandíbula inferior. Llevaba la cabeza cubierta con una gorra de béisbol de los Yankees de Nueva York y los ojos protegidos tras unas gafas de sol. Vestía una chaqueta deportiva acolchada y llevaba guantes negros.

Las vendas estaba manchadas de una sustancia amarilla, purulenta, que rezumaba constantemente a través de la tela como unas lágrimas viscosas. Aquel líquido amarillento también se escurría tras las gafas de sol Foster Grant. De vez en cuando se secaba las mejillas con los guantes, que eran de clara imitación de cabritilla. Las palmas y los dedos de los guantes estaban pegajosos a causa de la sustancia purulenta medio seca. Debajo de las vendas, gran parte de la piel había desaparecido y lo que quedaba no era, precisamente, carne humana; era, al contrario, un elemento oscuro y esponjoso que se licuaba casi constantemente, una secreción que parecía pus pero despedía un hedor siniestro y desagradable, como una mezcla de café fuerte y tinta china.

Avanzó con la cabeza un poco inclinada hacia delante. Los ocupantes de los escasos coches que se cruzaban con él solo veían a un tipo con una gorra de béisbol que bajaba la cara para evitar la luz y llevaba las manos metidas en los bolsillos. La sombra de la visera de la gorra le ocultaba de todas las miradas, salvo de las más insistentes, pero, si alguien lo hubiera observado con más detenimiento, solo habría visto las vendas. Naturalmente, los coches que se le acercaban por detrás en dirección norte solo le veían la espalda.

De haber estado más próximo a las ciudades gemelas de Bangor y Brewer, el paseo habría resultado un poco más problemático. Cerca de las ciudades, se sucedían los barrios residenciales y las urbanizaciones. La zona de Ludlow, donde vivían los Beaumont, quedaba aún lo bastante lejos como para ser considerada una comunidad rural; no era una zona aislada, pero tampoco formaba parte de ninguna de las dos ciudades. En algunos casos, las viviendas se alzaban en parcelas lo bastante extensas para ser calificadas de campos. Las parcelas no estaban separadas mediante setos, esos avatares de la intimidad urbana, sino por estrechas hileras de árboles y, en ocasiones, sinuosos muros de piedra. Aquí y allá, una antena parabólica asomaba en el horizonte con aire siniestro, como si fuera un puesto avanzado de alguna invasión marciana.

Stark subió la cuesta hasta dejar atrás la casa de los Clark. La de Thad era la siguiente. Atajó por la esquina del terreno de los Clark, cuyo jardín delantero tenía más heno que césped. Dirigió una mirada hacia la casa. Las persianas estaban bajadas para evitar el calor y la puerta del garaje estaba bien cerrada. La casa de los Clark parecía algo más que estar momentáneamente vacía: tenía el aire solitario de las casas que llevan desocupadas cierto tiempo. No había ningún montón de periódicos ante la puerta que lo delatara pero, a pesar de ello, Stark tuvo la certidumbre de que la familia Clark había salido de vacaciones a principios del verano, lo cual le resultaba muy conveniente.

Se adentró en el macizo de árboles que separaba ambas propiedades, saltó los restos derruidos de un murete de piedra y luego se agachó, hincando una rodilla. Por primera vez, estaba ante la casa de su testarudo mellizo. Había un coche patrulla de la policía aparcado en el camino particular de la casa y los dos agentes asignados a él estaban bajo la sombra de un árbol cercano, fumando y charlando. Estupendo.

Ya tenía lo que necesitaba. El resto sería coser y cantar. Con todo, esperó un poco más. Stark no se tenía por un hombre imaginativo —al menos, fuera de las páginas de aquellos libros en cuya creación había desempeñado un papel fundamental— ni emotivo; por eso le desconcertó un poco el humeante rescoldo de rabia y resentimiento que notó en las entrañas.

¿Por qué se creía el muy hijo de puta de Thad con derecho a deshacerse de él? ¿Por qué coño? ¿Porque había sido real, de carne y hueso, antes que Stark? ¿Porque este no sabía cómo, cuándo ni por qué había cobrado vida? Todo eso carecía de importancia en aquel asunto. No tenía por qué dejarse matar y enterrar sin una protesta, como al parecer pensaba Thad Beaumont. Tenía una responsabilidad para consigo mismo, y era la mera supervivencia. Pero eso no era todo.

También tenía que pensar en sus leales lectores, ¿verdad?

Observa esa casa. Mírala bien. Una espaciosa casa colonial de Nueva Inglaterra, a la que tal vez solo falta un ala más para poder calificarla de mansión. Un extenso césped, con aspersores girando afanosamente para mantenerlo verde, y una valla de estacas de madera a lo largo de uno de los lados del camino particular, de asfalto negro y brillante; el tipo de valla que Stark catalogaría de «pintoresca». Había un pasaje abierto y techado entre el garaje y la casa, cuyo interior estaba decorado con un elegante mobiliario de estilo colonial que armonizaba con la estructura: una gran mesa de roble en el comedor, altas cómodas de bella línea en las habitaciones del piso superior y unas sillas delicadas y agradables a la vista sin ser demasiado caras; una sillas que uno podía admirar sin dejar de sentarse en ellas. Las paredes no estaban empapeladas, sino pintadas y estarcidas a continuación.

Stark había visto todas aquellas cosas. Las había visto en los sueños que Beaumont ni siquiera había sabido que tenía mientras escribía como George Stark.

De pronto, deseó destruir por completo la encantadora casa blanca. Aplicarle la llama de una cerilla —o tal vez la del pequeño soplete de propano que llevaba en el bolsillo de la chaqueta— y hacerla arder hasta los cimientos. Pero no lo haría hasta que hubiera entrado. No lo haría hasta que hubiera destrozado el mobiliario, hasta que se hubiera cagado en la alfombra del salón y hubiera esparcido los excrementos por aquellas paredes minuciosamente estarcidas, en escatológicos grumos marrones. No lo haría hasta haber descargado un hacha sobre aquellas preciosas cómodas y haberlas reducido a astillas.

¿Qué derecho tenía Beaumont a tener hijos, a tener una mujer hermosa? ¿Qué derecho tenía Thad Beaumont a vivir a plena luz y ser feliz mientras su hermano oscuro, que le había hecho rico y famoso cuando de no ser por él habría vivido en la pobreza y habría muerto en el anonimato, moría en la oscuridad de un callejón como un perro vagabundo y enfermo?

Ninguno, por supuesto. Ningún derecho. Solo que Beaumont había creído tenerlo aquella noche y aún seguía, a pesar de todo, convencido de tenerlo. Pero lo ficticio, lo que no era real, era ese convencimiento y no la figura de George Stark, de Oxford, Mississippi.

—Ha llegado la hora de tu primera gran lección, muchacho —murmuró Stark bajo los árboles. Buscó los imperdibles que le sujetaban la venda de la frente, los desprendió y se los guardó en el bolsillo para más adelante. Luego empezó a quitarse la venda, cuyas sucesivas capas iban apareciendo más y más impregnadas de aquella sustancia conforme se acercaban a su extraña carne—. Será algo que no olvidarás jamás, maldito. Te lo garantizo.

2

No fue más que una variante del truco del bastón blanco que había utilizado con los policías de Nueva York, pero a Stark le pareció lo más adecuado, pues era firme partidario de la idea de que, si se hallaba un buen golpe de efecto, había que seguir usándolo hasta exprimirle todo el jugo. En cualquier caso, los dos policías no representarían ningún problema si no cometía una torpeza; llevaban ya más de una semana de servicio y con el paso de los días se habrían convencido cada vez más de que el tipo del teléfono hablaba en serio al decir que recogía los bártulos y se marchaba. El único riesgo lo constituía Liz: si daba la casualidad de que se asomaba a la ventana en el momento en que se deshacía de los dos agentes, las cosas podían complicarse. Sin embargo, faltaban unos minutos para el mediodía y ella y los niños estarían echando una siesta o disponiéndose a ello. En cualquier caso, confiaba en que las cosas saldrían bien.

De hecho, estaba seguro de ello.

El amor encontraría un camino.

3

Chatterton levantó la bota para apagar el cigarrillo en la suela (pensaba dejar la colilla en el cenicero del coche; un agente de la policía del estado de Maine no arrojaba desperdicios en el camino particular de un contribuyente) y cuando volvió a alzar la mirada, se encontró con el hombre de la cara despellejada que avanzaba a duras penas hacia él por el camino asfaltado. El hombre agitaba lentamente una mano hacia él y Jack Eddings en petición de ayuda; la otra mano quedaba oculta tras su espalda y parecía rota.

Chatterton casi sufrió un ataque cardíaco.

—¡Jack! —gritó. Eddings se volvió. Y se quedó boquiabierto.

—… ayúdeme… —gruñó el hombre de la cara en carne viva. Chatterton y Eddings corrieron hacia él.

De haber vivido, los dos policías hubieran podido contar a sus colegas que habían creído que el hombre salía de algún accidente automovilístico, o que se había quemado en una explosión de gasolina o de queroseno, o que se había caído de bruces en una de esas máquinas agrícolas que deciden, de vez en cuando, devorar y hacer picadillo a su propietario con las cuchillas, palas o crueles radios giratorios.

Habrían podido contar a sus colegas cualquier hipótesis pero, en aquel preciso instante, en realidad no pensaron nada en concreto. Sus mentes se habían quedado en blanco debido al horror. El costado izquierdo de la cara del hombre parecía estar hirviendo, como si, una vez desprendida la piel, alguien hubiera vertido una potente solución de ácido fénico sobre la carne. Un fluido viscoso, inconcebible, caía entre abultamientos de carne granulada y corría por negras grietas, rezumando a veces en horrendos torrentes.

No pensaron en nada; sencillamente, reaccionaron.

Aquella era la belleza del truco del bastón blanco.

—… ayúdeme…

Stark tropezó a propósito. Chatterton alargó la mano para asir al hombre herido antes de que cayera. Stark enroscó el brazo derecho en torno al cuello del policía y sacó la mano izquierda, que había mantenido oculta. En ella guardaba una sorpresa. Una sorpresa en forma de navaja barbera de cachas de nácar. La hoja brilló febril en el aire cargado de humedad. Stark descargó un golpe y reventó el ojo derecho de Chatterton con un audible estallido. El policía gritó y se llevó una mano a la cara. Stark agarró a Chatterton por el cabello, le echó la cabeza hacia atrás y le rebanó la garganta de oreja a oreja. La sangre brotó de su cuello musculoso en un grito rojo. No había tardado más de cuatro segundos.

—¿Qué? —preguntó Eddings en un tono de voz ronco y extrañamente estudiado. El agente, desprevenido, estaba a un par de palmos detrás de Chatterton y Stark—. ¿Qué?

Una de sus manos colgaba junto a la culata del revólver reglamentario, pero una rápida mirada convenció a Stark de que el tipo no tenía más idea de que su mano rozaba el arma que de cuál era la población de Mozambique. Los ojos se le salían de las órbitas. No sabía qué estaba viendo, ni quién sangraba. «No, eso no es cierto —pensó Stark—. El tipo cree que soy yo. Estaba ahí y me ha visto cortarle la garganta a su compañero, pero cree que soy yo quien sangra porque me falta media cara. Y ni siquiera por eso. Soy yo quien sangra, tengo que ser yo, porque él y su compañero son la policía. Son los buenos de la película».

—Ten —dijo Stark—, sosténme esto, ¿quieres? —Arrojó el cuerpo agonizante de Chatterton encima de su compañero.

Eddings soltó un breve grito muy agudo. Trató de apartarse, pero era demasiado tarde. El saco de cien kilos de toro moribundo que era Tom Chatterton lo envió tambaleándose contra el coche patrulla. La sangre caliente y fluida bañó el rostro de Eddings, vuelto hacia el cielo, como el agua de una alcachofa de ducha reventada. Aulló y sacudió el cuerpo de Chatterton. Este se revolvió lentamente y se agarró a ciegas al coche con sus últimas fuerzas. La mano izquierda golpeó el capó y dejó en este una huella ensangrentada. La derecha se asió débilmente a la antena de la radio y la quebró. Cayó en el camino sosteniéndola delante del único ojo que le quedaba, como un científico con un espécimen demasiado raro para renunciar a él ni siquiera in extremis.

Eddings tuvo una fugaz y borrosa visión del hombre despellejado mientras se le echaba encima de un salto y quiso retroceder, pero topó con el coche.

Stark asestó un golpe hacia arriba con la navaja, hendiendo la entrepierna del uniforme beige de Eddings, partiéndole el saco escrotal y llevando la cuchilla hacia arriba y hacia fuera en un gesto largo, como si cortara manteca. Los testículos de Eddings, súbitamente separados el uno del otro, le quedaron colgando contra la cara interna de los muslos como dos gruesos nudos al final de un ceñidor abierto. La sangre le empapó los pantalones en torno a la cremallera. Por un instante, Eddings notó como si le hubieran metido un puñado de hielo en la entrepierna. Entonces llegó el dolor, caliente y atroz. Soltó un grito.

Stark descargó la navaja con perversa rapidez hacia la garganta de Eddings, pero este consiguió de algún modo levantar una mano para protegerse y el primer golpe solo le abrió la palma por la mitad. Eddings trató de escapar hacia la izquierda y con ello dejó al descubierto el lado derecho del cuello.

La cuchilla desnuda, plata pálida bajo la luz brumosa del día, volvió a hendir el aire y dio esta vez en su objetivo. Eddings cayó de rodillas con las manos entre las piernas. Sus pantalones beige estaban teñidos de un rojo brillante casi hasta las rodillas. La cabeza le colgaba hacia delante y el hombre parecía ahora la víctima de un sacrificio pagano.

—Que tengas un buen día, hijo de puta —murmuró Stark en tono afable. Se inclinó hacia delante, hundió los dedos en el cabello de Eddings y le echó la cabeza hacia atrás, exponiendo el cuello para el golpe final.

4

Abrió la portezuela trasera del coche patrulla, agarró a Eddings por el cuello de la camisa del uniforme y por los ensangrentados fondillos de los pantalones y lo arrojó al interior como un saco de trigo. Acto seguido, repitió la operación con Chatterton. Este debía de pesar cerca de ciento veinte kilos, con el equipo y el armamento, pero Stark lo manejó como si fuera una bolsa llena de plumas. Cerró la portezuela y, a continuación, dirigió una mirada radiante de curiosidad hacia la casa.

Reinaba el silencio. Los únicos sonidos eran el chirrido de los grillos entre la maleza de la cuneta de la carretera y el apagado «¡uic! ¡uic! ¡uic!» de los aspersores en el césped. A estos se añadió el sonido de un camión que se acercaba. Era un camión cisterna de la Orinco que pasó rugiendo a noventa, en dirección norte. Stark se puso tenso y se agachó ligeramente junto al coche patrulla al ver que las grandes luces rojas de los frenos del camión se iluminaban por un instante, pero masculló un breve gruñido burlón cuando observó que volvían a apagarse y el vehículo desaparecía tras el siguiente cambio de rasante, acelerando otra vez. El camionero había visto por el rabillo del ojo el coche patrulla aparcado en el camino particular de los Beaumont, había comprobado la velocidad y había pensado que se trataba de una trampa para cazar a los que se saltaban el límite. Era lo más natural del mundo. Pero el camionero no tenía de qué preocuparse: aquella trampa estaba inutilizada para siempre.

En el camino había mucha sangre, pero los charcos sobre el asfalto negro y brillante podrían confundirse con agua, a menos que uno se acercara mucho. Así pues, no había problema. Y si lo había, ya no podía hacerse nada.

Stark cerró la navaja barbera, la sostuvo con una mano pegajosa y se acercó a la puerta. No vio el puñado de pájaros muertos junto al porche, ni la bandada de gorriones vivos que cubría ahora el tejado de la casa y las ramas del manzano cercano al garaje, observándole en silencio. Al cabo de un par de minutos, Liz Beaumont bajó las escaleras, aún adormilada de la siesta de mediodía, para atender la llamada a la puerta.

5

Liz no gritó. El grito estaba allí, pero el rostro descarnado que la miraba cuando abrió la puerta lo paralizó en sus pulmones, lo congeló, lo anuló, lo canceló, lo enterró vivo. Al contrario que Thad, ella no recordaba haber soñado nunca con George Stark, pero fue como si las imágenes hubieran existido de algún modo en lo más profundo de su inconsciente, pues aquel rostro sonriente, de mirada feroz, le pareció casi familiar, pese a todo el horror.

—¿Qué, señora, quiere comprar un orinal? —preguntó Stark al otro lado de la mosquitera, con una sonrisa que dejó a la vista muchos dientes, casi todos oscurecidos y muertos. Las gafas de sol convertían sus ojos en dos grandes cuencas negras. El pus viscoso rezumaba de su mejilla por la mandíbula y caía a gotas sobre la chaqueta acolchada.

Liz trató de cerrar la puerta demasiado tarde. Stark atravesó la mosquitera con la mano enguantada y volvió a abrirla de un golpe. Liz retrocedió tambaleándose, tratando de gritar. No lo consiguió. Su garganta seguía bloqueada.

Stark entró y cerró la puerta.

Liz lo vio avanzar lentamente hacia ella. Parecía un espantapájaros descompuesto que, de algún modo, hubiera cobrado vida. Lo peor era la sonrisa, porque la mitad izquierda del labio superior parecía no ya putrefacta o descompuesta, sino arrancada a mordiscos. En el hueco distinguió unos dientes entre grisáceos y negros, junto a los alvéolos donde, hasta hacía poco, había habido otras piezas dentales.

Stark alzó las manos enguantadas hacia ella.

—Hola, Beth —murmuró a través de aquella sonrisa terrible—. Perdona la intromisión, pero estaba por aquí y se me ha ocurrido hacerte una visita. Soy George Stark y estoy encantado de conocerte. Más encantado, yo diría, de lo que imaginas.

Con un dedo tocó la barbilla de Liz… la acarició. La carne bajo el cuero negro parecía esponjosa, fofa. En aquel instante, Liz pensó en los gemelos que dormían arriba y salió de su parálisis. Dio media vuelta y huyó a la cocina. En algún rincón del vertiginoso torbellino que se había adueñado de su mente, Liz se vio a sí misma desenvainando uno de los cuchillos de carnicero de las fundas imantadas y atornilladas en la pared encima del mármol, y clavándolo hasta la empuñadura en aquel rostro caricaturesco, obsceno.

Oyó a su espalda los pasos de Stark, rápido como el viento.

La mano enguantada le rozó la blusa por la espalda en un intento de agarrarse, pero resbaló.

La puerta de la cocina era batiente y estaba abierta, sujeta mediante una cuña de madera. Sin dejar de correr, Liz lanzó un puntapié a la cuña consciente de que, si fallaba el golpe o solo movía un poco la calza, no tendría una segunda oportunidad. Sin embargo, dio de lleno en su objetivo con la punta de la zapatilla y sintió un instante de dolor cegador en los dedos. La cuña salió disparada por el suelo de la cocina, tan brillante y encerado que se reflejaba en él, del revés, todo el resto de la habitación. Liz intuyó que Stark alargaba la mano de nuevo para agarrarla y echó la suya atrás para cerrar la puerta con fuerza. Oyó el topetazo cuando la madera impactó de pleno en Stark y escuchó su grito furioso y sorprendido, pero ileso. Alargó la mano hacia los cuchillos…

… y Stark la agarró por el cabello y por la blusa, tirando de ella hacia atrás y obligándola a darse la vuelta. Liz percibió el áspero sonido de la tela al rasgarse y se le ocurrió un pensamiento incoherente: «Si me viola, oh dios, si me viola, me volveré loca…».

Golpeó aquel rostro grotesco con los puños, haciendo saltar las gafas de sol, primero a un lado y después al suelo. La carne bajo el ojo izquierdo se había ablandado y le caía sobre el hueso como una boca muerta, revelando toda la masa del globo ocular, inyectada en sangre.

Stark se echó a reír.

La aferró por ambas manos y le obligó a bajarlas. Ella consiguió liberar una, la levantó de nuevo y le clavó las uñas en la cara. Los dedos dejaron unos surcos profundos de los que empezó a fluir perezosamente una mezcla de sangre y pus. No se notaba apenas resistencia a la presión y Liz podría haberle arrancado perfectamente un pedazo de carne corrompida. Al mismo tiempo, la garganta de la mujer emitió al fin un sonido; ella hubiera querido lanzar un grito, expresar su miedo y su horror antes de que estos la asfixiaran, pero solo consiguió articular una serie de toses roncas, angustiosas.

Stark le cazó la mano libre al aire, la bajó de nuevo y le sujetó las dos a la espalda, rodeándole ambas muñecas con los dedos de una de sus manos. Liz los notó esponjosos al tacto, pero firmes como unas esposas de acero. Stark alzó su mano libre hasta la parte delantera de la blusa y le acarició un pecho. La carne de Liz gimió al contacto. Cerró los ojos y trató de zafarse.

—¡Bah!, estate quieta —ordenó él. Ahora no sonreía a propósito, pero el lado izquierdo de su boca sonreía de todas maneras, helada en un rictus putrefacto—. Estate quieta, Beth. Por tu propio bien. Cuando te enfadas me pongo cachondo. Y no te gustaría verme cachondo, te lo aseguro. Me parece que tú y yo deberíamos mantener una relación platónica. Al menos de momento.

Le apretó el pecho con más fuerza y Liz percibió la despiadada energía que se escondía bajo la materia descompuesta, como un armazón articulado de acero envuelto en un plástico blando.

«¿Cómo puede ser tan fuerte? ¿Cómo puede tener tanta energía si parece al borde de la muerte?»

Pero la respuesta era obvia. Stark no era humano. Liz pensó que, en realidad, ni siquiera estaba vivo.

—¿O acaso sí te gustaría? —añadió él—. ¿Es eso? ¿Es eso lo que quieres? ¿Lo quieres ahora mismo?

Por la boca sonriente y repulsiva asomó una lengua negra, roja y amarilla, con la superficie cuarteada por extrañas grietas como las de una llanura reseca, que se agitó hacia ella como una culebra.

Liz se inmovilizó al instante.

—Mucho mejor —susurró Stark—. Y ahora… Bethie querida, encanto, voy a soltarte las manos. Cuando lo haga, sentirás otra vez el impulso de correr los cien metros lisos en cinco segundos. Es una reacción muy lógica: apenas nos conocemos y soy consciente de que no ofrezco mi mejor aspecto. Pero antes de hacer una tontería, quiero que recuerdes a los dos policías de ahí fuera; están muertos. Quiero que pienses en tus bambinos, que duermen pacíficamente en el piso de arriba. Los niños necesitan descanso, ¿verdad? Sobre todo los niños muy pequeños, los bebés indefensos, como los tuyos. ¿Me entiendes? ¿Me sigues?

Liz asintió en silencio. Ahora captaba su olor. Era un hedor horrible, carnoso. «Se está pudriendo —pensó—. Se está pudriendo aquí mismo, delante de mí».

Y comprendió por qué Stark trataba desesperadamente de obligar a Thad a que se pusiera a escribir otra vez.

—Eres un vampiro —le acusó con voz ronca—. Un maldito vampiro. Y él te ha puesto a dieta. Por eso has venido aquí. Para aterrorizarme a mí y para amenazar a mis hijos. Eres un cobarde de mierda, George Stark.

Él la soltó y volvió a colocarse bien los guantes, primero el izquierdo y luego el derecho, dejándolos lisos y ceñidos de nuevo. Fue una maniobra melindrosa pero extrañamente siniestra.

—Me temo que no eres justa conmigo, Beth. ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar? ¿Qué harías si, por ejemplo, te dejaran abandonada en una isla sin nada que comer ni beber? ¿Ensayarías poses lánguidas y unos suspiros? ¿O te resistirías? ¿Puedes culparme por desear algo tan básico como la supervivencia?

—¡Sí! —le escupió ella.

—Hablas como una esposa fiel, pero ya cambiarás de parecer. Verás que el precio de la fidelidad puede ser más alto de lo que sospechas, Beth. Cuando el adversario es astuto y tenaz, el precio puede ser astronómico. Te descubrirás con más voluntad de colaborar de lo que nunca habías creído posible.

—¡Sigue soñando, hijo de perra!

El lado derecho de su boca repulsiva se levantó, el costado de la eterna sonrisa vibró ligeramente y Stark le dedicó una sonrisa espectral que Liz supuso quería ser cautivadora. La mano, vomitivamente gélida bajo el fino guante, le recorrió el antebrazo en una caricia. Un dedo le apretó insinuante la palma de la mano izquierda durante un segundo antes de retirarse.

—Esto no es ningún sueño, Beth, te lo aseguro. Thad y yo vamos a colaborar en una nueva novela de Stark… durante un tiempo por decirlo de otro modo: Thad va a darme un empujón. Yo soy como un coche con el motor ahogado. Solo que en lugar de problemas mecánicos, yo tengo un bloqueo creativo. Eso es todo. Me parece que este es el único problema. Cuando me ponga en marcha, meteré la segunda, pisaré el embrague y ¡bruuuum! ¡A correr otra vez!

—Estás loco —susurró ella.

—Sí. Pero también lo estaba Tolstoi, y Richard Nixon, y sin embargo ese perro grasiento fue elegido presidente de Estados Unidos.

Stark volvió la cabeza y miró por la ventana. Liz no oyó nada pero, de pronto, le pareció que Stark escuchaba atentamente tratando de captar algún leve sonido, casi inaudible.

—¿Qué…? —empezó a preguntar.

—Cierra la boca —le ordenó Stark.

Liz captó el débil sonido de una bandada de pájaros remontando el vuelo. Era un ruido imposiblemente lejano, imposiblemente hermoso, imposiblemente libre.

Se quedó mirando a Stark, con el corazón acelerado, y se preguntó si podría apartarse de él. Stark no estaba en trance ni nada parecido, pero su atención se había desviado visiblemente. Quizá consiguiera huir. Si tuviera un arma…

La mano putrefacta se cerró de nuevo en torno a una de sus muñecas.

—Puedo meterme dentro de tu hombre y mirar, ¿sabes? Puedo sentir cómo piensa. No puedo hacer lo mismo contigo pero, cuando te observo la cara, saco mis buenas conclusiones. No sé qué estás tramando, Beth, pero es mejor que recuerdes a esos policías y a tus hijos. Verás que así te resulta más fácil conservar la perspectiva.

—¿Por qué me llamas así?

—¿Cómo? ¿Beth? —Se echó a reír. Era un sonido desagradable, como si tuviera la garganta llena de grava—. Él también te llamaría así si fuera lo bastante listo como para pensarlo un poco, ¿sabes?

—Estás loc…

—Loco. Ya lo sé. Eres encantadora, querida, pero tendremos que dejar tus opiniones sobre mi estado mental para más adelante. Ahora mismo tenemos demasiado trabajo. Escucha: tengo que llamar a Thad, pero no a su despacho. El teléfono puede estar intervenido. Él cree que no, pero la policía podría haberlo hecho sin decírselo. Tu hombre es un tipo muy ingenuo. Yo, no.

—¿Cómo puedes…?

Stark se inclinó hacia ella y habló con palabras muy lentas y claras, como hablaría un maestro a un niño de primer grado no muy inteligente.

—Déjate ya de tantas preguntas, Beth, y responde a las mías. Porque si no consigo de ti lo que necesito, quizá lo consiga de tus mellizos. Me doy cuenta de que aún no saben hablar, pero tal vez pueda enseñarles. Un pequeño estímulo consigue maravillas.

Pese al calor, Stark llevaba una chaqueta deportiva de esas que utilizan cazadores y excursionistas, con numerosos bolsillos cerrados con cremalleras. Abrió la de uno de los bolsillos laterales, donde se apreciaba el bulto de un objeto cilíndrico bajo el acolchado de poliéster. Extrajo un pequeño soplete.

—Y si no consigo enseñarles a hablar, apuesto a que logro que canten. Apuesto a que podría enseñarles a cantar como un par de ruiseñores. Aunque tal vez ese canto no te gustara, Beth.

Ella trató de apartar la vista del soplete, pero sus ojos siguieron impotentes al artilugio mientras Stark lo hacía saltar de una mano a otra. Sus ojos parecían clavados en la boquilla.

—Te diré todo lo que quieras saber —prometió, y añadió para sí: «Por ahora».

—Eres muy amable —respondió él, y devolvió el soplete al bolsillo. La chaqueta se ladeó un poco cuando lo hizo, y Liz alcanzó a ver la empuñadura de un arma corta de gran calibre—. Y muy sensata, también. Ahora, escucha, Beth. Hoy hay alguien más en el departamento de lengua. Le puedo ver igual que te veo a ti. Un hombre bajo, de cabello cano, con una pipa en la boca casi tan grande como él. ¿Quién es?

—Parece que te refieres a Rawlie de Lesseps —respondió ella con aire lóbrego. Se preguntó cómo podía saber que Rawlie estaba allí… y decidió que, en realidad, prefería seguir en la ignorancia.

—¿No puede ser nadie más?

Liz se lo pensó un instante y movió la cabeza.

—Tiene que ser Rawlie.

—¿Tienes una lista de teléfonos de la universidad?

—Hay una en la mesilla del teléfono. En el salón.

—Bien.

Antes de que Liz se diera cuenta, Stark ya la había dejado atrás. La agilidad felina y aceitosa de aquella masa de carne en descomposición casi la mareó. Stark sacó uno de los grandes cuchillos de su funda en la pared. Liz dio un respingo. Él la miró y de su garganta volvió a surgir aquella risa como el crujido de la grava.

—No te preocupes, no voy a hacerte daño. Tú eres mi buena colaboradora, ¿no? Vamos.

La mano, fuerte y desagradablemente mullida, se cerró una vez más en torno a su muñeca. Cuando Liz trató de retirarla, la presión aumentó. Dejó de resistirse de inmediato y permitió que él la condujera.

—Bien —repitió él.

La condujo al salón, la hizo sentarse en el sofá y le acarició las rodillas, agachado ante ella. Después la miró, asintió para sí y centró la atención en el teléfono. Cuando se hubo cerciorado de que no había ningún cable de alarma —lo cual era una torpeza, una verdadera torpeza—, cortó los cables que había añadido la policía: el que iba al aparato de rastreo de llamadas y el que bajaba a la grabadora instalada en el sótano.

—Sabes comportarte, y eso es muy importante —dijo Stark a la coronilla de la cabeza inclinada de Liz—. Ahora, presta atención. Voy a buscar el número de ese Rawlie de Lesseps para mantener una pequeña conversación con Thad. Mientras lo hago, tú subirás arriba y recogerás ropa y todo lo que puedan necesitar los bebés en la casa de verano. Cuando termines, despiértalos y baja con ellos.

—¿Cómo sabías que estaban…?

Stark sonrió ante su cara de sorpresa.

—¡Ah!, conozco tu horario —respondió—. Lo conozco mejor que tú misma, tal vez. Tú despiértalos, Beth, prepáralos y bájalos. Me conozco la distribución de la casa tan bien como el horario y si intentas escapar de mí, querida, lo sabré. No es preciso que los vistas, solo recoge lo que puedan necesitar y bájalos con los pañales. Ya los vestirás más tarde, cuando salgamos en nuestra feliz excursión.

—¿A Castle Rock? ¿Quieres ir a Castle Rock?

—Ajá. Pero ahora no necesitas pensar en eso. Lo único que te interesa en este momento es que si tardas más de diez minutos por mi reloj, tendré que subir a ver qué te entretiene. —La miró a los ojos. Los cristales oscuros producían el efecto de unas cuencas vacías cadavéricas bajo su frente despellejada y supurante—. Vendré con el soplete encendido y preparado para entrar en acción, ¿entendido?

—Sí… sí.

—Sobre todo, Beth, debes recordar una cosa. Si colaboras conmigo, no te pasará nada, ni a ti ni a tus hijos. —Sonrió de nuevo—. Como eres una buena madre, sospecho que esto último es aún más importante para ti. Solo quiero que te olvides de hacerme alguna jugarreta. Esos dos policías están ahí fuera, en el asiento trasero de su coche, atrayendo a las moscas, porque han tenido la mala suerte de estar en las vías cuando llegaba mi expreso. Hay un montón de policías muertos en Nueva York que, como bien sabrás, han tenido la misma mala suerte. La mejor manera de ayudarte a ti misma y a tus hijos (y a Thad también porque, si hace lo que quiero, no le pasará nada) es seguir callada y colaborar. ¿Me has entendido?

—Sí —respondió ella con voz ronca.

—Puede que se te ocurra alguna idea. Sé que eso sucede cuando uno cree estar entre la espada y la pared. Pero si se te ocurre, olvídala inmediatamente. Debes recordar que, aunque no parezca gran cosa, tengo un oído finísimo. Si intentas abrir una ventana, lo oiré. Si tratas de hacer algo extraño, lo oiré. Créeme, Bethie, soy un hombre que puede oír a los ángeles cantando en el cielo y a los demonios gritando en lo más profundo del infierno. Eres una mujer inteligente. Creo que sabrás tomar la decisión correcta. Vamos, ponte en marcha.

Stark miraba el reloj, controlándole realmente el tiempo. Y Liz se dirigió escaleras arriba dudando de que las piernas la sostuvieran.

6

Liz oyó que Stark pronunciaba unas breves palabras en el teléfono del salón. Hubo una larga pausa y Stark se puso a hablar otra vez. Su tono de voz cambió. Liz ignoraba con quién había hablado antes de la pausa —con Rawlie de Lesseps, tal vez— pero, cuando volvió a oír su voz, tuvo casi la certeza de que al otro lado de la línea estaba Thad. No logró distinguir las palabras y no se atrevió a coger el supletorio pero, de todos modos, estaba segura de que era Thad. En cualquier caso, no tenía tiempo para escuchar a hurtadillas. Stark le había pedido que se planteara si quería verlo enfadado. Y Liz no quería.

Metió los pañales en una bolsa y guardó la ropa en una maleta. Recogió a toda prisa las cremas, polvos de talco, toallitas, imperdibles y demás objetos diversos en un bolso grande.

Abajo, la conversación había terminado. Liz se dirigía hacia los mellizos, dispuesta a despertarlos, cuando él la llamó.

—¡Beth! ¡Ya es hora!

—¡Ya bajo! —Levantó a Wendy, que rompió a llorar, soñolienta.

—Te quiero aquí ahora mismo. Espero una llamada y tú pondrás los efectos especiales.

Pero ella apenas oyó esto último. Sus ojos estaban fijos en la caja de plástico de los imperdibles colocada sobre la cómoda de los gemelos.

Al lado de la cajita había unas brillantes tijeras de costura.

Volvió a dejar a Wendy en la cuna, dirigió una rápida mirada a la puerta y se acercó a toda prisa a la cómoda. Cogió las tijeras y un par de imperdibles. Sostuvo estos entre los labios como una costurera que arreglara un vestido y se abrió la cremallera de la falda. Sujetó las tijeras en la parte interna de sus braguitas con los imperdibles y volvió a subirse la cremallera. Las tijeras y los imperdibles formaban un pequeño bulto bajo la falda. A Liz le dio la impresión de que un hombre normal no lo notaría, pero George Stark no era un hombre normal. Decidió dejarse la blusa por fuera. Mejor.

—¡Beth!

La voz parecía ahora al borde del enfado. Peor aún, la voz procedía de mitad de las escaleras y Liz no había oído el menor ruido, aunque ella habría jurado que resultaba imposible utilizar la escalera principal de aquella vieja casona sin producir todo tipo de crujidos y gemidos.

En ese preciso instante sonó el teléfono.

—¡Baja con los niños ahora mismo! —le gritó Stark, y Liz corrió a despertar a William. No tenía tiempo para hacerlo con suavidad y, como consecuencia de ello, se encontró con un bebé chillando a todo volumen bajo cada brazo cuando empezó a descender los peldaños.

Stark estaba al teléfono y Liz temió que el escándalo de los llantos aún lo pusiera más furioso. Por el contrario, pareció muy complacido… y Liz comprendió entonces que, si estaba hablando con Thad, era lógico que estuviera satisfecho. Difícilmente lo habría hecho mejor si se hubiera traído sus propios efectos especiales grabados.

«El argumento definitivo», pensó la mujer, y sintió un acceso de odio contra aquel ser putrefacto que no tenía razón de existir pero que se resistía a desaparecer.

Stark sostenía un lápiz en una mano y daba golpecitos en el borde de la mesilla del teléfono con el extremo donde llevaba incorporada la goma de borrar. Liz advirtió con cierta sorpresa que el lápiz era un Berol Black Beauty. «Uno de los lápices de Thad —pensó—. ¿Habrá estado en el despacho de Thad?»

No, claro que no había estado en el despacho. Tampoco era uno de los lápices de Thad. Nunca habían sido suyos; en realidad, lo único que hacía Thad era comprarlos de vez en cuando. Los Berol Black Beauties pertenecían a Stark. Este había utilizado el que ahora tenía entre los dedos para escribir algo en letras mayúsculas en el revés del directorio de la universidad. Al acercarse, Liz pudo leer dos frases. ADIVINA DESDE DÓNDE HE LLAMADO, THAD, decía la primera. La segunda era brutalmente directa: DI ALGO Y LOS MATO.

Como para confirmar esto último, Stark estaba comentando:

—Nada en absoluto, como puedes oír. No les he tocado un solo cabello de sus cabecitas.

Se volvió hacia Liz y le guiñó un ojo. En cierto modo, aquello fue lo más horrible de todo, como si los dos fueran cómplices de todo el asunto. Stark hacía girar las gafas de sol entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. Los globos de los ojos sobresalían del rostro como dos canicas de gran tamaño en la cara de una estatua de cera que se estuviera derritiendo.

—Todavía —añadió a continuación.

Stark escuchó la respuesta por el auricular y sonrió. Aunque su rostro no estuviera pudriéndose casi ante sus propios ojos, aquella sonrisa le habría parecido a Liz provocativa y depravada.

—¿Qué quieres de ella? —inquirió Stark con una voz casi alegre. Y fue en ese preciso instante cuando la rabia se impuso al miedo en la cabeza de Liz y esta pensó por primera vez en tía Martha y las ratas. Ojalá estuviera allí tía Martha para encargarse de despachar a aquella rata en concreto, pensó. Liz tenía las tijeras, pero eso no significaba que Stark fuera a proporcionarle la ocasión de utilizarlas. En cambio, Thad… ¡Thad conocía el doble sentido de la referencia a tía Martha! Una idea cobró forma en su mente.

7

Cuando la conversación finalizó y Stark hubo colgado, Liz le preguntó qué se proponía.

—Moverme deprisa —respondió él—. Es mi especialidad. —Alargó los brazos hacia ella y añadió—: Dame uno de los críos. No importa cuál.

Liz retrocedió al instante, encogiéndose y apretando a los bebés contra sus pechos en un movimiento reflejo. Los mellizos se habían tranquilizado pero, ante su espasmódico apretón, empezaron de nuevo a llorar y a tratar de desasirse. Stark la miró con aire paciente.

—No tengo tiempo de discutir contigo, Beth. No me obligues a convencerte con esto. —Dio unas palmaditas sobre el bulto cilíndrico del bolsillo de la chaqueta—. No voy a hacerles daño. ¿Sabes una cosa?, me resulta gracioso pensar que, de algún modo, yo también soy su padre.

—¡No digas eso! —replicó ella con un alarido. Liz se encogió todavía más, temblorosa y a punto de echar a correr.

—Domínate, mujer.

Las dos palabras fueron categóricas, átonas y mortalmente frías. Liz las encajó como si le hubieran abofeteado el rostro con una bolsa de agua fría.

—Anímate, querida. Tengo que salir para meter el coche patrulla en tu garaje y no puedo permitir que escapes corriendo por la carretera en dirección contraria mientras estoy en ello. Si tengo conmigo a uno de los bebés (como una especie de prenda, por así decirlo) no tendré que preocuparme de ello. De verdad, no quiero causaros ningún daño a ti y a los niños… y, aunque deseara lo contrario, ¿qué ganaría hiriendo a uno de los pequeños? Necesito tu colaboración y ese no sería un buen modo de obtenerla. Vamos, dame a uno de los críos ahora mismo o les haré daño a los dos. No los mataré, pero les haré daño. Daño de verdad. La culpa será tuya.

Stark alargó de nuevo los brazos. En su rostro descompuesto había un aire severo e irritado. Al verlo, Liz comprendió que no lo convencería ningún argumento, que no lo conmovería ninguna súplica. Stark ni siquiera la escucharía. Simplemente, cumpliría la amenaza.

Por fin se acercó a él. Pero cuando Stark intentó coger a Wendy, el brazo de Liz volvió a cerrarse con fuerza en torno a la pequeña, resistiéndose a que él se la llevara. Wendy se puso a sollozar con más fuerza. Liz relajó el brazo, soltando a la niña, y rompió a llorar otra vez. Clavó la mirada en los ojos de Stark y murmuró:

—Si le haces daño, te mataré.

—Sé que lo intentarías —replicó Stark con voz grave—. Guardo un gran respeto por la maternidad, Beth. Piensas que soy un monstruo y tal vez tengas razón, pero los monstruos de verdad casi nunca carecen de sentimientos. Me parece que en el fondo es eso, y no el aspecto que tienen, lo que les hace temibles. No voy a hacer ningún daño a la pequeña, Beth. Estará a salvo conmigo, mientras tú colabores.

Liz sostenía ahora a William con ambos brazos. Nunca había sentido más vacío el círculo que formaban estos. Jamás, en toda su vida, había estado tan convencida como en ese momento de haber cometido un error, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Además… ¡mira! —exclamó Stark, y en su voz hubo algo que Liz no pudo ni quiso aceptar. La ternura que le pareció captar tenía que ser fingida; debía de ser otra de sus monstruosas burlas. Sin embargo, Stark contemplaba a Wendy con una atención profunda e inquietante… y la niña había dejado de llorar y lo miraba embelesada—. La nenita no sabe el aspecto que tengo. No tiene ningún miedo, Beth. Ninguno.

Liz contempló con mudo horror cómo Stark levantaba la mano derecha. Se despojó del guante y la mujer advirtió un grueso vendaje alrededor de los nudillos, en la misma zona exacta donde Thad llevaba un vendaje similar en el dorso de la mano izquierda. Stark abrió la mano, la cerró y la abrió de nuevo. La tensión de su mandíbula daba a entender que aquel gesto con los dedos le causaba cierto dolor, pero Stark continuó haciéndolo a pesar de todo.

«Thad hace este mismo gesto, lo hace exactamente igual, ¡oh, Dios mío, lo hace exactamente igual…!»

Wendy parecía ahora completamente calmada. Estudiaba el rostro de Stark con suma atención; sus ojitos grises y serenos estaban clavados en los azules y turbios de Stark. Desprovistos de carne en la parte inferior de las cuencas, los globos oculares de este parecían a punto de saltarle de las órbitas y quedar colgando en sus mejillas, sujetos por el nervio.

Y Wendy imitó el gesto.

Abrió la manita, la cerró, la abrió de nuevo.

Un saludo de Wendy.

Liz notó un movimiento en el brazo, bajó la vista y observó que William comtemplaba a George Stark con la misma mirada gris azulada de arrobamiento. El bebé sonreía.

William abrió la manita, la cerró, la abrió de nuevo.

Un saludo de William.

—No —exclamó Liz con un gemido casi demasiado ronco para resultar audible—. ¡Oh, Dios, no! ¡Por favor, no permitas que esto esté sucediendo!

—¿Lo ves? —comentó Stark, volviendo los ojos hacia ella. En su rostro apareció una vez más aquella sonrisa sardónica que le causaba escalofríos, y lo más terrible era que Liz se daba cuenta de que el monstruo trataba de mostrarse tierno… y no podía.

»¿Lo ves? —repitió—. Les gusto, Beth. Les gusto.

8

Stark salió con Wendy al camino particular de la casa después de volverse a poner las gafas de sol. Liz corrió a la ventana y los miró angustiada. Parte de ella estaba convencida de que Stark se proponía coger el coche patrulla y largarse con la pequeña en el asiento del acompañante y los dos policías muertos en el trasero.

Sin embargo, por un momento, él no hizo nada. Se limitó a permanecer inmóvil junto a la portezuela del vehículo bajo un sol empañado por la neblina, con la cabeza gacha y el bebé acunado en los brazos. Se mantuvo paralizado en aquella postura durante un rato como si mantuviera una seria conversación con Wendy, o como si estuviera rezando, tal vez. Más tarde, cuando Liz tuvo más información, llegó a la conclusión de que había presenciado un intento de Stark para entrar en contacto de nuevo con Thad, quizá para leerle los pensamientos y adivinar si estaba cumpliendo las órdenes o si tenía algún plan distinto.

Al cabo de unos treinta segundos en esta posición, Stark alzó la cabeza, la sacudió con un gesto enérgico como para despejarse, se acomodó tras el volante del coche y lo puso en marcha. «Las llaves estaban en el contacto —pensó Liz—. Ni siquiera ha tenido que hacerle un puente, o comoquiera que lo llamen. Ese monstruo tiene la suerte del diablo».

Stark entró el coche en el garaje y apagó el motor. Liz oyó el sonido de la portezuela al cerrarse y lo vio aparecer de nuevo; se detuvo un instante a pulsar el botón que hizo bajar la puerta del garaje con su habitual ruido sordo.

Instantes después, volvía a estar en la casa y le devolvía a Wendy.

—¿Lo ves? No le ha pasado nada. Ahora, háblame de los vecinos de al lado. Los Clark.

—¿Los Clark? —repitió ella, sintiéndose rematadamente estúpida—. ¿Qué quieres saber de ellos? Están en Europa de vacaciones.

Stark sonrió y, en cierto modo, aquello fue lo más espantoso de todo. Porque, en circunstancias más normales, su mueca habría sido una genuina sonrisa de placer, y muy cautivadora, intuyó Liz. ¿Y no despertó en ella, tal vez, un fugaz instante de atracción? ¿Un fugaz y desquiciado hálito de atracción? Era una locura, desde luego, pero ¿significaba eso que pudiera negarlo? A Liz le pareció que no, e incluso comprendió la posible razón. Al fin y al cabo, estaba casada con el pariente más cercano de aquel ser.

—¡Espléndido! —exclamó él—. ¡No podría ser mejor! ¿Tienen coche?

Wendy empezó a llorar. Liz la miró y vio a su hija vuelta hacia el monstruo de la cara putrefacta y los ojos saltones como dos grandes canicas.

La niña tenía los bracitos, rechonchos y deliciosos, extendidos hacia él; no lloraba porque le tuviera miedo, sino porque quería volver con él.

—¡Qué encanto! —murmuró Stark—. Quiere volver con papá.

—¡No digas eso, monstruo! —le escupió Liz.

George Stark echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

9

Le dio a Liz cinco minutos para recoger algunas cosas más para ella y los gemelos. Ella le dijo que en ese tiempo le resultaría imposible juntar la mitad de lo que necesitarían los bebés; Stark replicó que hiciera lo que pudiese.

—Tienes suerte de que te haya dado todo este tiempo de propina, Beth, dadas las circunstancias: hay dos policías muertos en el garaje y tu marido está al corriente de lo que sucede. Si prefieres pasarte esos cinco minutos discutiendo conmigo, es asunto tuyo. Ahora te quedan… —Consultó el reloj y dirigió una sonrisa a Liz—: cuatro y medio.

Así pues, Liz hizo lo que pudo, deteniéndose solo un instante a echar un vistazo a los gemelos mientras metía unos tarros de alimentos infantiles en una bolsa de la compra. Los bebés estaban sentados en el suelo el uno junto al otro, dedicados a una especie de juego de las palmadas y contemplando a Stark. Liz tuvo un miedo espantoso de saber en qué estaban pensando sus hijos.

«¡Qué encanto!»

No. No quería pensar en eso. No quería, pero era lo único que tenía en la cabeza: Wendy, llorando y extendiendo sus bracitos rechonchos. Extendiéndolos hacia el mortífero desconocido.

«Quiere volver con papá».

Stark estaba plantado en el quicio de la puerta de la cocina, observando a Liz con una sonrisa, y ella deseó clavarle las tijeras en aquel mismo instante. Nunca en su vida había deseado algo con tal intensidad.

—¿No puedes echarme una mano? —le dijo de malos modos, señalando las dos bolsas y la nevera portátil que había llenado.

—Faltaba más, Beth —respondió él mientras cogía uno de los bultos. La otra mano, la izquierda, la mantuvo libre.

10

Atravesaron el césped lateral, cruzaron el pequeño sembrado de flores entre las dos fincas y continuaron por el terreno de los Clark hasta el camino particular de la casa. Stark insistió en que se diera prisa y Liz llegó jadeando ante la puerta cerrada del garaje. Él se había ofrecido a llevar a uno de los gemelos, pero ella se había negado.

Stark dejó la nevera, sacó el billetero del bolsillo trasero del pantalón, extrajo una espadilla metálica de punta afilada y la introdujo en la cerradura del garaje. Giró la herramienta primero hacia la derecha y luego hacia el otro lado, aguzando el oído. Se escuchó un clic y Stark sonrió.

—Estupendo. Incluso las cerraduras de juguete de las puertas como esta pueden resultar un engorro. Tienen muelles muy grandes, difíciles de hacer saltar. Pero esta los tiene más cansados que el coño de una puta vieja al amanecer.

Movió el tirador y empujó. La puerta se abrió hacia arriba con un ruido sordo.

El garaje estaba más caliente que un henil, y en el interior de la furgoneta Volvo de los Clark la sensación de agobio era aún peor. Stark se agachó bajo el salpicadero, ofreciendo la nuca a Liz mientras esta ocupaba el asiento del acompañante. La mujer notó un cosquilleo en los dedos. Solo le llevaría un segundo sacar las tijeras, pero incluso ese instante resultaría demasiado largo. Liz había visto la rapidez con que reaccionaba ante lo imprevisto. En realidad, no le sorprendía que tuviera los reflejos de una fiera salvaje, pues ¿qué otra cosa era George?

Stark sacó a tirones un puñado de cables de debajo del salpicadero y luego extrajo una navaja barbera ensangrentada del bolsillo delantero del pantalón. Un leve escalofrío recorrió a Liz, que tuvo que tragar saliva dos veces, deprisa, para dominar una náusea espontánea. Él abrió la navaja, se agachó otra vez, peló dos de los cables y los acercó hasta que hicieron contacto. Saltó una chispa azul plateada y el motor empezó a carraspear. Un momento después, el coche estaba en marcha.

—¡Magnífico! —se jactó Stark—. Vamos allá, ¿qué decís vosotros?

Los gemelos rieron al unísono y agitaron las manitas hacia él. Stark correspondió alegremente a su gesto. Mientras sacaba el coche del garaje marcha atrás, Liz deslizó con sigilo los dedos detrás de Wendy, a quien tenía sentada en el regazo, y tocó los aros metálicos de las tijeras. No era el momento, pero pronto llegaría. No tenía intención de esperar a Thad. Estaba demasiado inquieta por lo que aquella oscura criatura pudiera decidir hacer a los gemelos mientras tanto.

O a ella.

Cuando viera a Stark lo bastante distraído, se proponía sacar las tijeras del escondite y hundírselas en la garganta.