SE ACABA EL PLAZO
1
El día en que expiraba la semana de gracia de Thad Beaumont parecía más una jornada de finales de julio que un día de la tercera semana de junio. Thad condujo el coche los veinticinco kilómetros hasta la Universidad de Maine bajo un cielo del color de un cromado mate, con el aire acondicionado del Suburban a toda potencia, pese a los estragos que ello producía en el consumo de gasolina. Detrás de él había un Plymouth marrón oscuro que nunca se acercaba a menos de la distancia equivalente a dos coches, ni se separaba a más de cinco. Rara vez permitía que otro vehículo se interpusiera entre él y el Suburban de Thad; si alguno se colaba en la comitiva de los dos coches en un cruce o en la zona escolar de Veazie, el Plymouth marrón lo adelantaba enseguida y, si no parecía prudente hacerlo de inmediato, uno de los hombres que protegían a Thad destapaba el foco azul encima del salpicadero. Con unos cuantos destellos había suficiente.
Thad condujo casi exclusivamente con la mano diestra y solo empleó la zurda cuando no tenía más remedio. Ya había mejorado, pero aún le producía unas punzadas insoportables si la doblaba o flexionaba, y se descubrió contando los minutos de la última hora antes de poder tomar el siguiente analgésico.
Liz no había querido que fuese a la universidad esa mañana, y tampoco los policías destinados a la protección de los Beaumont. Para los agentes, la cosa era muy sencilla: no les gustaba la idea de dividir las fuerzas de vigilancia. Con Liz, las cosas eran un poco más complejas. Según había dicho ella, era por la mano: le preocupaba que la herida volviera a abrirse mientras conducía. Sin embargo, los ojos de su esposa expresaban una cosa muy distinta. Sus ojos estaban poblados de George Stark.
Liz había querido saber qué diablos se le había perdido en la facultad, pero Thad estaba preparado para responder a la pregunta, puesto que el semestre de clases había terminado ya hacía algún tiempo y no estaba impartiendo ningún curso de verano. Finalmente, se había decidido a poner como excusa la selección de aspirantes al seminario.
Sesenta alumnos habían presentado solicitudes para el EH-7A, el seminario de literatura creativa del departamento, cifra que doblaba la de solicitantes del mismo curso en el semestre anterior, pero el pasado otoño (elemental, querido Watson) el mundo —incluida la parte del mismo que intentaba graduarse en lengua inglesa por la Universidad de Maine— aún no sabía que el aburrido Thad Beaumont también resultaba ser el perverso George Stark.
Así pues, le había dicho a Liz que quería empezar a examinar las solicitudes para reducir el número de sesenta a quince, que era el máximo que podía admitir (y, probablemente, aún le sobraban catorce para sus capacidades didácticas) en el seminario de literatura creativa.
Ella, por supuesto, había querido saber por qué no dejaba el asunto hasta julio, como mínimo, y le había recordado (por supuesto, también) que el año anterior no se había dedicado a ello hasta mediados de agosto. Thad se había justificado hablando del gran aumento de solicitudes y añadiendo luego, con aire de inocencia, que no quería que la pereza del verano anterior se convirtiera en un hábito.
Por fin, Liz había dejado de protestar. No porque sus argumentos la hubieran convencido, pensó Thad, sino porque había comprendido que estaba dispuesto a ir, dijera ella lo que dijera. Además, Liz sabía tan bien como él que tarde o temprano tendrían que salir; esconderse en la casa hasta que alguien matara o detuviera a George Stark no era una alternativa aceptable. Aun así, sus ojos habían seguido reflejando un miedo embotado e inquisitivo.
Thad había besado a su esposa y a los bebés y se había marchado enseguida. Liz parecía al borde de las lágrimas y, si Thad estaba aún en casa cuando empezara el llanto, sin duda sería incapaz de marcharse.
Lo que le impulsaba no tenía nada que ver con las solicitudes para el seminario, por supuesto.
Se trataba del final del plazo.
Por la mañana, Thad se había levantado lleno de aquel mismo miedo embotado, una sensación más desagradable que un calambre abdominal. George Stark había llamado la tarde del 10 de junio y le había dado una semana para ponerse a trabajar en la novela del coche blindado. Thad no había hecho aún el menor intento por empezar, aunque cada día que pasaba tenía una idea más clara de cuál podía ser la trama del libro. Incluso había soñado con la obra un par de veces. Esos sueños resultaban una agradable variación frente a la pesadilla en la que vagaba por su propia casa desierta y hacía estallar los objetos con solo tocarlos. Sin embargo, esa mañana, su primer pensamiento al despertar había sido: «El plazo. Se acaba el plazo de entrega».
Esto significaba que había llegado el momento de volver a hablar con George, aunque no tuviera el menor deseo de hacerlo. Había llegado el momento de conocer el grado de enfado de George… Bueno, esto último creía saberlo, pero también cabía la posibilidad de que estuviera tan enfadado que perdiera el control; y si Thad podía aguijonearlo hasta hacerle perder los estribos, era posible que George cometiera un error y dejara escapar algo interesante.
«Pierdo cohesión».
Thad tuvo la sensación de que a George ya se le había escapado algo cuando había dejado que su mano intrusa escribiera aquellas palabras en el diario. Si pudiera estar seguro de su significado… Tenía una vaga idea, pero no estaba seguro. Y un error en este punto podía significar más que su propia vida.
Así pues, Thad iba camino de la universidad, camino de su despacho en el edificio de lengua y matemáticas. Se dirigía allí no para recoger las solicitudes para el seminario, aunque también lo haría, sino porque allí tenía un teléfono sin intervenir, y porque algo tenía que hacer. El plazo se había acabado.
Se echó un vistazo a la mano izquierda, que tenía apoyada en el volante, y pensó (no por primera vez durante aquella larguísima semana) que el teléfono no era el único medio de ponerse en contacto con George. Sí, lo había comprobado; pero el precio había sido muy alto. No se trataba solo del terrible dolor de clavarse un lápiz afilado en el dorso de la propia mano, el horror de contemplar cómo el propio cuerpo, fuera de control, se hería a sí mismo bajo las órdenes de Stark, del astuto de George, que por lo visto era el fantasma de un hombre que no había existido jamás. El auténtico precio lo había pagado en su mente. El auténtico precio había sido la llegada de los gorriones, el terror de comprender que las fuerzas que intervenían en aquel drama eran mucho más poderosas e incluso más incomprensibles que el propio George Stark.
Cada vez estaba más seguro de una cosa: los gorriones representaban la muerte. Pero ¿para quién?
La idea de tener que exponerse a los gorriones para establecer de nuevo contacto con Stark le causaba terror.
Podía verlos venir; podía verlos acudir a aquel punto místico a medio camino donde los dos establecían contacto, aquel punto donde finalmente tendría que luchar con George Stark por el control de la única alma que compartían.
Tuvo miedo de averiguar quién vencería en una lucha en semejante lugar.
2
Alan Pangborn tomó asiento en su despacho, al fondo de la comisaría del condado de Castle Rock, que ocupaba un ala del edificio del ayuntamiento. Para él también había sido una semana larga y cargada de tensión, pero en su caso no era ninguna novedad. Cuando el verano empezaba de verdad en Castle Rock, siempre sucedía lo mismo. El trabajo policial, en aquel paraíso de vacaciones, era siempre de locura entre el día del Soldado y el día del Trabajo.
Cinco días atrás se había producido un espectacular accidente de cuatro coches en la carretera 117, un desastre causado por el alcohol, que había dejado un saldo de dos muertos. Dos días después, Norton Briggs había sacudido a su esposa con una sartén y la mujer se había caído redonda al suelo. Norton le había propinado muchas palizas a lo largo de veinte tormentosos años de matrimonio, pero en esta ocasión, al parecer, creyó haberla matado. Escribió una breve nota, llena de remordimientos y de faltas de ortografía, y a continuación se quitó la vida con un revólver del 38. La mujer, que tampoco era ningún premio Nobel, al recuperar el sentido y descubrir el cuerpo frío de su torturador tendido junto a ella, había abierto la espita del horno de gas y había metido la cabeza dentro. Los enfermeros de los servicios de rescate de Oxford la habían salvado. Por los pelos.
Dos niños de Nueva York se habían alejado de la cabaña de sus padres junto al lago y se habían perdido en el bosque, igual que Hansel y Gretel. Los habían encontrado ocho horas después, asustados pero ilesos. John la Pointe, el segundo ayudante de Alan, no había salido tan bien parado; estaba en su casa con una buena urticaria que había contraído durante la búsqueda. Dos veraneantes se habían enzarzado en una pelea a puñetazos por el último ejemplar del New York Times del domingo en la cafetería de Nan, y se había producido otra pelea en el aparcamiento del supermercado. Un pescador dominguero se había arrancado media oreja mientras intentaba el lanzamiento de un anzuelo de fantasía en el lago; se habían denunciado tres hurtos en tiendas y había habido un pequeño episodio de drogas en el Universe, la sala de billares y videojuegos de Castle Rock.
En resumen, la típica actividad en el pueblo durante una semana del mes de junio, una especie de gran fiesta de apertura de la temporada veraniega. Alan casi no había tenido tiempo de tomarse una taza de café en paz. Pero, a pesar de ello, se había sorprendido a sí mismo pensando una y otra vez en Thad y Liz Beaumont. En ellos y en el hombre que los obsesionaba. El hombre que también había matado a Homer Gamache. Alan había efectuado varias llamadas a la policía de Nueva York (cierto teniente Reardon debería de estar bastante harto de él), pero no le había informado de ninguna novedad.
Al entrar esa tarde en la comisaría, la encontró inesperadamente tranquila. Sheila Brigham no tenía ningún recado pendiente en la centralita y Norris Ridgewick dormitaba en su asiento, tras el mostrador, con los pies encima del escritorio. Alan pensó en despertarlo —si se presentaba Danforth Keeton, el administrador municipal, y veía a Norris en aquel estado, se iba a llevar una buena bronca—, pero no tuvo entrañas para hacerlo. Norris también había tenido una semana ajetreada. El agente se había encargado de limpiar todos los restos esparcidos por la carretera tras el accidente de la 117 y había hecho un trabajo excelente, a pesar de su estómago propenso a la náusea.
Alan se encontraba ahora detrás de su escritorio, haciendo sombras chinescas en un retazo de sol que iluminaba la pared, y sus pensamientos volvieron una vez más a Thad Beaumont. Tras obtener el consentimiento de este, el doctor Hume había llamado a Alan para comunicarle que las pruebas neurológicas de Thad eran negativas. Al recordarlo, Alan pensó en el doctor Hugh Pritchard, que había operado a Thaddeus Beaumont cuando este tenía once años y estaba lejos de ser famoso.
Un conejo saltó en el retazo de sol de la pared. Al conejo le siguió un gato, al cual perseguía un perro.
«Déjalo ya. Es una estupidez».
Desde luego que lo era y desde luego que podía dejarlo ya. En cualquier momento tendría que hacer frente a otra crisis en la comisaría; para eso no era preciso hacer gala de facultades paranormales, pues era lo más normal durante el período estival en Castle Rock. Solía estar tan ocupado que no tenía tiempo ni para pensar, y, a veces, eso era estupendo.
Un elefante siguió al perro, moviendo una trompa que era en realidad la sombra del dedo índice de la mano izquierda.
—¡Ah, a la mierda! —exclamó, y acercó el teléfono al tiempo que la otra mano sacaba la billetera del bolsillo trasero del pantalón. Pulsó el botón que le ponía en comunicación directa con la sede central de la policía del estado y preguntó al telefonista si estaba allí Henry Payton, comandante de la unidad y jefe del Departamento de Investigaciones Criminales. Le dijeron que sí y Alan tuvo tiempo de pensar que la policía del estado también debía de tener un día tranquilo, para variar, antes de que Henry se pusiera al aparato.
—¡Alan! ¿Qué puedo hacer por ti?
—Quería pedirte un favor —respondió el comisario—. Que llamaras al jefe del Servicio Forestal del parque nacional Yellowstone. Tengo el número, si quieres.
Alan miró el papel con una ligera sorpresa. Lo había obtenido del servicio de información hacía casi una semana y lo había anotado en el dorso de una tarjeta comercial. Sus habilidosos dedos habían extraído la cartulina casi por su propia cuenta.
—¡Yellowstone! —Payton parecía divertido—. ¿No es ahí donde vive el oso Yogui?
—No —dijo Alan con una sonrisa—. Eso es Jellystone. En cualquier caso, el oso no es sospechoso de nada. Al menos, que yo sepa. Necesito hablar con un hombre que se encuentra allí de vacaciones, Henry. Bueno, en realidad no sé si necesito hablar con él o no, pero así podría salir de una duda que me inquieta. No me gustan los cabos sueltos.
—¿Tiene que ver con Homer Gamache?
Alan se pasó el aparato al otro oído y, con gesto ausente, hizo saltar de nudillo en nudillo la tarjeta donde había anotado el número del jefe del Servicio Forestal de Yellowstone.
—Sí —reconoció—, pero si me pides que te lo explique te va a parecer un tanto ridículo.
—¿Se trata de un presentimiento?
—Sí. —Y Alan se sorprendió al descubrir que, en efecto, tenía un presentimiento. Aunque no estaba seguro de a qué se refería—. El hombre con quien quiero hablar es un médico jubilado llamado Hugh Pritchard. Está allí con su esposa. Es probable que el jefe de Servicios Forestales sepa dónde están, pues al parecer hay que registrarse al entrar en el parque y calculo que probablemente se encontrarán en una zona de acampada con acceso a algún teléfono. Los dos tienen más de setenta años. Si fueras tú quien llamara al jefe del servicio, seguramente le haría llegar el mensaje al señor Pritchard.
—En otras palabras, te parece que un forestal de un parque nacional se tomará más en serio al comandante de una unidad de la policía del estado que al comisario de un pueblucho, ¿no es eso?
—Tienes una manera muy diplomática de expresar las cosas, Henry.
Henry Payton se echó a reír, satisfecho.
—Sí, ¿verdad? Está bien, Alan, hagamos una cosa: no me importa hacerte un pequeño favor, siempre que no me pidas luego que continúe con el asunto, y siempre que…
—No, no. Nada más —le cortó Alan, agradecido—. Eso es todo lo que quiero.
—Espera un momento, no he terminado. Siempre que comprendas que no puedo utilizar los teléfonos oficiales para hacer la llamada. El jefe superior repasa los recibos, amigo mío. Los repasa con mucho detenimiento. Si se fija en esta llamada, me temo que querrá saber por qué he utilizado el dinero de los contribuyentes para hacerte este favor. ¿Entiendes a qué me refiero?
Alan exhaló un suspiro de resignación.
—Puedes utilizar el número de mi tarjeta de crédito, y dile al forestal de Yellowstone que Pritchard me llame a cobro revertido. Aceptaré la llamada y la pagaré de mi propio bolsillo.
Al otro lado de la línea hubo un silencio y, cuando volvió a hablar, Henry Payton sonó mucho más serio.
—Esto es realmente importante para ti, ¿verdad?
—Sí. No sé por qué, pero sí.
Hubo una nueva pausa. Alan notó el esfuerzo de Henry Payton por no hacer preguntas. Por fin, el buen corazón de Henry ganó la batalla. O tal vez era solo su carácter práctico, pensó Alan.
—Está bien —dijo—. Haré esa llamada y le diré al jefe de los forestales que quieres hablar con el tal Hugh Pritchard respecto a una investigación por asesinato en el condado de Castle Rock, Maine. ¿Cómo se llama la esposa del hombre?
—Helga.
—¿De dónde son?
—De Fort Laramie, Wyoming.
—Muy bien, comisario, aquí viene lo más duro: ¿cuál es el número de la tarjeta de crédito para el teléfono?
Con un suspiro, Alan se lo cantó.
Un minuto más tarde, Pangborn volvía a montar el desfile de sombras chinescas de animales sobre la pared iluminada por el sol.
«Pritchard no volverá a llamar —se dijo—, y si lo hace, no podrá darme un maldito dato que me resulte útil. ¿Qué otra cosa podría esperar?»
Sin embargo, Henry Payton había acertado en una cosa: tenía un presentimiento. Un presentimiento sobre algo. Y esa sensación no desaparecía.
3
Mientras Alan Pangborn hablaba con Henry Payton, Thad Beaumont dejaba su coche en uno de los aparcamientos de la facultad, detrás del edificio de lengua y matemáticas. Se apeó con cuidado para no darse un golpe en la mano izquierda y permaneció unos momentos junto al vehículo, disfrutando del cálido día y de la insólita y somnolienta paz del campus.
El Plymouth marrón aparcó junto al Suburban y los dos hombres corpulentos que bajaron de él disiparon cualquier sueño de paz que Thad hubiera estado a punto de formarse.
—Solo voy a subir unos minutos al despacho —informó a los hombres—. Si quieren, pueden quedarse aquí.
Al tiempo que hablaba, volvió la vista hacia un par de chicas que pasaban por las inmediaciones, probablemente camino del ala este para inscribirse en alguno de los cursos de verano. Una de las jóvenes llevaba una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos azules; la otra, un vestido con la espalda al aire y tan corto que el borde quedaba a un milímetro de sus nalgas redondas y firmes.
—Disfruten del panorama —añadió.
Los dos policías se habían vuelto al paso de las muchachas, como si tuvieran la cabeza colocada sobre unos invisibles ejes giratorios. El responsable de la pareja (Ray Garrison o Roy Harriman, Thad no estaba seguro del nombre) respondió pesaroso:
—Lo haríamos encantados, señor, pero será mejor que subamos con usted.
—De verdad, solo es subir al segundo piso y…
—Esperaremos en el pasillo de arriba.
—No saben ustedes hasta qué punto empieza a deprimirme todo esto.
—Órdenes —respondió Garrison, Harriman o comoquiera que se llamara. Era evidente que la depresión de Thad (o su felicidad, dado el caso) le tenía absolutamente sin cuidado.
—Claro —murmuró Thad, dándose por vencido—. Órdenes.
Se dirigió a la puerta y los dos agentes lo siguieron a una decena de pasos. Thad pensó que aún tenían más aspecto de policías con sus trajes de calle que vestidos de uniforme.
Después del calor y la humedad del exterior, el aire acondicionado golpeó a Thad como una bofetada. Al instante, notó como si la camisa se le congelara sobre la piel. El edificio, lleno de vida y bullicio durante el curso académico de septiembre a mayo, resultaba algo lúgubre aquella tarde de fin de semana a principios de verano. El lunes siguiente, cuando empezara la primera sesión de cursos estivales de tres semanas, volvería a llenarse con un tercio tal vez del movimiento habitual pero, en aquel momento, Thad incluso se sintió un poco aliviado de llevar consigo la escolta policial. Pensó que no encontraría a nadie camino del despacho, lo cual le evitaría al menos tener que explicar la presencia de sus robustos y vigilantes amigos.
El segundo piso resultó no estar totalmente desierto, pero Thad salió del ascensor como si lo estuviera. Rawlie de Lesseps venía por el pasillo que conducía de la sala de profesores del departamento hacia su despacho, deambulando de aquella manera característica de Rawlie; es decir, como si acabara de recibir en la cabeza un fuerte golpe que le hubiera afectado la memoria y el control motor. De Lesseps avanzaba como en sueños de un lado a otro del pasillo en un suave zigzag, contemplando los dibujos, poemas y anuncios clavados en los tableros de notas junto a las puertas cerradas de los despachos de sus colegas. Era posible que Rawlie se dirigiera a su despacho, eso parecía al menos, pero ni siquiera alguien que conociera bien a De Lesseps habría apostado al respecto. La boquilla de una enorme pipa amarilla sobresalía de entre sus dientes, que no alcanzaban el tono amarillento del utensilio, pero casi. La pipa estaba apagada; llevaba así desde finales de 1985, cuando el médico le había prohibido el tabaco después de un leve ataque cardíaco. «En realidad, nunca me había entusiasmado fumar —explicaba Rawlie con su voz suave y aturdida cuando alguien le preguntaba por la pipa—. Pero sin la boquilla entre los dientes… caballeros, sin ella no sabría adónde ir, ni qué hacer si tuviera la suerte de llegar a alguna parte». Rawlie, sin embargo, daba la impresión de no saber adónde iba ni qué estaba haciendo la mayoría de las veces. Como en aquel mismo momento. Había gente que trataba a Rawlie durante años antes de darse cuenta de que no era en absoluto el chiflado amable y despistado que parecía, y había quien no lo descubría nunca.
—Hola, Rawlie —lo saludó Thad mientras buscaba la llave del despacho.
Rawlie lo miró con aire sorprendido, echó un vistazo a los dos hombres que lo acompañaban y, sin la menor reacción, volvió a mirar a Thad.
—Hola, Thaddeus. Pensaba que este verano no impartías ningún curso.
—En efecto.
—Entonces, ¿qué te ha pasado para que vengas aquí, precisamente, el primer día de auténtico verano de este año?
—Solo he venido a recoger las solicitudes para los seminarios —le explicó Thad—. No voy a quedarme un minuto más de lo necesario, créeme.
—¿Qué te has hecho en la mano? La tienes amoratada hasta la muñeca.
—Verás… —respondió Thad con aire avergonzado. La explicación lo dejaba como un borracho o un idiota, o como ambas cosas a la vez, pero al menos resultaba mucho más creíble que la verdad. Thad había constatado con amarga sorpresa que la policía aceptaba su palabra con la misma facilidad que ahora mostraba Rawlie, sin una sola pregunta sobre cómo o por qué se había podido pillar la mano en la puerta del armario del dormitorio.
Thad había sabido instintivamente cuál era la mejor explicación que podía dar; lo había sabido incluso en el momento culminante de dolor. En él eran de esperar aquellas torpezas, formaban parte de su manera de ser. En cierto modo, era como cuando le había contado al periodista de People (que Dios tuviera en su gloria) que George Stark había visto la luz en Ludlow, en lugar de en Castle Rock, y que la razón de que Stark escribiera a mano era que no había aprendido a hacerlo a máquina.
A Liz no había intentado siquiera engañarla; pero le insistió en que guardara silencio sobre lo sucedido y ella había accedido. Su única preocupación había sido que Thad le prometiera que no trataría de ponerse en contacto con Stark otra vez. Thad se lo había prometido gustosamente, aunque sabía que tal vez no podría mantener su palabra. Sospechó asimismo que, en algún nivel profundo de su mente, Liz también lo sabía.
Rawlie lo observaba ahora con verdadero interés.
—Con la puerta del armario —comentó—. Maravilloso. ¿Acaso jugabas al escondite o se trata de algún extraño rito sexual?
—Abandoné los ritos sexuales extraños en 1981 —respondió Thad con una sonrisa—. Consejo del médico. En realidad, estaba despistado. El asunto resulta un tanto bochornoso.
—Ya imagino —murmuró Rawlie, guiñándole el ojo a continuación. Era un guiño sutil, el leve movimiento de un párpado hinchado y lleno de arrugas, pero el gesto resultaba inconfundible. «¿Acaso pensaba que había engañado a Rawlie? —se dijo Thad—. ¡Qué iluso!»
De pronto, se le ocurrió otra idea.
—Escucha, Rawlie, ¿todavía das ese seminario sobre Mitología Popular?
—Cada otoño —asintió De Lesseps—. ¿No lees el programa de tu propio departamento, Thaddeus? Zahoríes, brujas, medicina holística, signos mágicos de los ricos y famosos… Sigue siendo tan popular como siempre. ¿Por qué lo preguntas?
Thad había descubierto que existía una respuesta ideal para aquella pregunta; una de las mejores ventajas de ser escritor era que uno siempre tenía una respuesta para el «¿Por qué lo preguntas?».
—Bueno, tengo una idea para un relato —declaró—. Todavía está en período de exploración, pero tiene posibilidades, creo.
—¿Qué quieres saber?
—Si los gorriones tienen algún papel o significado en alguna superstición o mito popular norteamericano, que tú conozcas.
El ceño fruncido de Rawlie empezó a parecer la topografía de un planeta extraño claramente hostil a la vida humana. Mordisqueó la boquilla de la pipa y murmuró:
—No se me ocurre nada ahora mismo, Thaddeus, aunque… Me pregunto si esa es la única razón de tu interés.
«¡Qué iluso soy!», volvió a decirse Thad.
—Bueno… tal vez no, Rawlie. Tal vez no. Tal vez solo lo he dicho porque no puedo explicarte la razón de mi interés en cuatro palabras —dirigió una rápida mirada a sus escoltas y volvió a clavarla en Rawlie—. Ahora mismo tengo un poco de prisa.
Los labios de Rawlie vibraron en una leve sonrisa casi etérea.
—Ya veo. En fin. Gorriones… unos pájaros muy comunes. Demasiado, me parece, para tener connotaciones supersticiosas importantes. Aunque, ahora que lo pienso, creo que algo hay, aunque no sé si me confundo con los chotacabras. Déjame comprobarlo. ¿Estarás aquí un rato?
—No más de media hora, me temo.
—Bueno, quizá encuentre algo en el libro de Barringer, Costumbres populares de Norteamérica. En realidad no es mucho más que un recetario de supersticiones, pero algo me dirá. En cualquier caso, siempre puedo llamarte.
—Sí. Siempre puedes hacer eso.
—Una fiesta encantadora la que disteis Liz y tú en honor de Tom Carroll —comentó Rawlie—. Desde luego, vosotros dos siempre dais las mejores fiestas. Liz es demasiado encantadora para ser tu esposa, Thaddeus. Debería ser tu amante.
—Gracias, eso supongo.
—Resulta difícil creer que Tom Carroll haya embarcado hacia el puerto brumoso de la jubilación —continuó Rawlie con entusiasmo—. Llevo más de veinte años oyéndole tirarse pedos como trompetazos en el despacho de al lado. Espero que el próximo inquilino sea más silencioso. O, al menos, más discreto.
Thad soltó una carcajada.
—Wilhelmina también se lo pasó muy bien —dijo Rawlie, bajando la vista con aire socarrón, pues sabía perfectamente lo que Thad y Liz opinaban de Billie.
—Estupendo —respondió Thad. Para él, Billie Burks y la noción de pasarlo bien eran conceptos excluyentes. Pero, dado que ella y Rawlie habían formado parte de una coartada realmente providencial, supuso que debía alegrarse de que hubiera asistido a la fiesta—. Si se te ocurre algo respecto a ese otro asunto…
—Los gorriones y su lugar en el mundo invisible. Sí, desde luego. —Rawlie hizo un gesto de cabeza hacia los policías—. Buenas tardes, caballeros.
Pasó al lado de los agentes y continuó la marcha hacia su despacho con algo más de decisión. No mucha, pero un poco más.
Thad lo vio alejarse, pensativo.
—¿Quién era ese? —preguntó Garrison o Harriman.
—De Lesseps —murmuró Thad—. Profesor de gramática y folclorista aficionado.
—Da la impresión de necesitar un plano hasta para encontrar el camino a casa —comentó el otro policía.
Thad llegó hasta la puerta del despacho e introdujo la llave.
—Es más despierto de lo que parece —comentó mientras empujaba la puerta.
No se dio cuenta de que Garrison o Harriman estaba junto a él, con una mano en su chaqueta deportiva de talla especial para grandullones, hasta que hubo encendido la luces del techo. El corazón de Thad experimentó tardíamente un vuelco de temor, pero el despacho estaba vacío, por supuesto… Vacío y muy ordenado ya pasada la constante acumulación de trastos inútiles a lo largo de todo un curso. Tan ordenado que parecía muerto.
Por alguna razón que no supo precisar, le asaltó una súbita oleada de añoranza, de vacío y de pérdida que casi le provocó náuseas, una mezcla de sensaciones, una pesadumbre inesperada y profunda. Era como en la pesadilla. Era como si hubiese acudido a aquel lugar para despedirse.
«Déjate ya de esas malditas tonterías —se dijo para sí, y otra parte de su mente replicó en silencio—: Se ha acabado el plazo, Thad. Se ha acabado el plazo y me parece que has cometido un error muy grave al no tratar, al menos, de hacer lo que ese hombre te pedía. Más vale una salida provisional que no tener ninguna».
—Si quieren café, se pueden servir una taza en la sala de profesores —invitó—. Conociendo a Rawlie, seguro que la cafetera estará llena.
—¿Dónde queda eso? —preguntó el compañero de Garrison o Harriman.
—Al otro extremo del pasillo, dos puertas más allá —indicó Thad mientras abría una carpeta. Se volvió hacia los policías y les dirigió una sonrisa que se notaba falsa en sus labios—. Creo que podrán oírme si grito.
—Bien, pero asegúrese de hacerlo si sucede algo —le advirtió Garrison o Harriman.
—Desde luego.
—Podría enviar a Manchester a por el café —continuó el policía—, pero tengo la sensación de que desea tener un poco de intimidad.
—Sí, tiene razón. Ya que lo menciona…
—Está bien, señor Beaumont. —Miró a Thad con aire grave y, de pronto, Thad recordó que el tipo se llamaba Harrison. Claro, como el ex Beatle. Qué tontería haberlo olvidado—. Pero recuerde que esa gente de Nueva York murió de una sobredosis de intimidad.
«¿Sí? Pensaba que Phillys Myers y Rick Cowley habían muerto en compañía de la policía». Thad pensó en decirlo en voz alta, pero se abstuvo. Al fin y al cabo, Harrison y su compañero solo trataban de cumplir con su deber.
—No sea agorero, agente Harrison —replicó—. Hoy, el edificio está tan silencioso que hasta se oirían los pasos de un hombre descalzo.
—De acuerdo. Estaremos al fondo del pasillo en la «como se llame».
—La sala de profesores.
—Eso.
Los dos hombres salieron y Thad abrió la carpeta rotulada SOLIC. SEMIN. En su imaginación, continuó viendo a Rawlie de Lesseps y su guiño breve y discreto. Continuó también oyendo la voz que le decía que el plazo había terminado, que había pasado al lado oscuro. Al lado donde se agazapaban los monstruos.
4
El teléfono estaba allí, sobre la mesa, y no sonaba.
«Vamos —pensó, mirándolo, mientras colocaba las solicitudes para el curso junto a la IBM Selectric, propiedad del departamento—. Vamos, vamos, estoy aquí, junto a un teléfono sin intervenir, así que vamos, George, llama, ponte en contacto, cuéntame la novedad».
Pero el teléfono siguió mudo sobre la mesa.
Se encontró mirando un archivador completamente vacío. Con la mente absorta en Stark, había sacado todas las carpetas, no solo la referente a los estudiantes avanzados interesados en el curso de literatura creativa. Ahora tenía mezcladas todas las solicitudes, incluso las de quienes querían cursar gramática generativa, que era la Biblia según Noam Chomsky, en versión de aquel Diácono de la Pipa Apagada, Rawlie de Lesseps.
Thad fue hasta la puerta y abrió. Harrison y Manchester estaban de pie ante la puerta de la sala de profesores, tomando café. En sus manazas, los tazones parecían tacitas de café. Thad levantó la mano. Harrison alzó la suya en correspondencia y le preguntó si tardaría mucho.
—Cinco minutos —respondió Thad, y los dos policías asintieron.
Volvió al escritorio, separó las solicitudes, las colocó en sus respectivas carpetas y empezó a guardarlas en el archivador, con la mayor parsimonia posible para que el teléfono tuviera tiempo de sonar. Pero el aparato siguió mudo. Oyó sonar otro teléfono en algún despacho del pasillo, amortiguado tras una puerta cerrada; el sonido resultaba casi fantasmal en el desacostumbrado silencio estival del edificio. «Tal vez George se ha equivocado de número», pensó, y soltó una breve carcajada. Lo cierto era que George no iba a llamar. Lo cierto era que él, Thad, se había equivocado. Al parecer, George iba a sacarse algún truco de la manga. ¿Cómo podía sorprenderle tal cosa? Los trucos eran la especialidad de la casa de George Stark. Sin embargo, había estado tan seguro, tan condenadamente seguro…
—¿Thaddeus?
Thad dio un respingo y estuvo a punto de desparramar por el suelo el contenido de la última media docena de carpetas. Cuando se aseguró de que no le iban a caer de las manos, dio media vuelta y vio a Rawlie de Lesseps ante la puerta del despacho. Su gran pipa amarilla le sobresalía del rostro como un periscopio horizontal.
—Lo siento —dijo Thad—. Me has dado un buen susto, Rawlie. Tenía la cabeza a diez mil kilómetros de aquí.
—Alguien te llama por mi línea —respondió Rawlie, afable—. Debe de haberse equivocado al marcar. Es una suerte que me haya encontrado en el despacho.
Thad notó que el corazón empezaba a latirle con golpes lentos y poderosos, como si dentro de su pecho tuviera un tambor y alguien hubiera empezado a redoblarlo con mesurada y poderosa energía.
—Sí, es una gran suerte —asintió.
Rawlie lo estudió con la mirada. Los ojos azules bajo aquellos párpados hinchados y algo enrojecidos eran tan vivaces e inquisitivos que casi resultaban groseros y, desde luego, no concordaban con su aspecto de profesor despistado, jovial y torpe.
—¿Todo va bien, Thaddeus?
«No, Rawlie. Últimamente hay un asesino loco que anda suelto y que en parte soy yo mismo, un tipo que al parecer puede adueñarse de mi cuerpo y obligarlo a hacer cosas curiosas, como clavarme un lápiz en mi propia mano; cada día que termina y sigo cuerdo lo considero una victoria, Rawlie. La realidad está dislocada, amigo mío».
—¿Bien? ¿Por qué no iba a ir todo bien?
—Me parece detectar el ligero pero inconfundible aroma férrico de la ironía, Thad.
—Te equivocas.
—¿De veras? Entonces, ¿por qué pareces un ciervo sorprendido por la luz de unos faros?
—¡Rawlie…!
—Y el tipo con el que acabo de hablar tiene la voz de un vendedor al que uno le compraría lo que fuera por teléfono, con tal de asegurarse de que nunca acudiera a visitarlo en persona.
—No sucede nada, Rawlie.
—Está bien. —Rawlie no parecía muy convencido.
Thad salió del despacho y se dirigió al de su colega.
—¿Adónde va usted? —preguntó Harrison a su espalda.
—Rawlie tiene una llamada para mí en su teléfono —explicó—. Los números de extensión van seguidos y el tipo debe de haberse equivocado al marcar.
—¿Y da precisamente con el otro único miembro de la facultad que está hoy aquí? —se admiró el policía con voz escéptica.
Thad se encogió de hombros y continuó andando.
El despacho de Rawlie de Lesseps era agradable, lleno de desorden y aún impregnado por el olor de la pipa; al parecer, dos años largos de abstinencia no contrarrestaban unos treinta de complacencia. Dominaba la estancia una diana de dardos en cuyo centro estaba colgada la fotografía de Ronald Reagan. Un volumen del tamaño de una enciclopedia, el Costumbres populares de Norteamérica, de Franklin Barringer, estaba abierto sobre el escritorio. El teléfono estaba descolgado, sobre un montón de libretas de examen en blanco. Thad comtempló el auricular y la misma sensación de amenaza de otras veces lo envolvió con sus pliegues familiares y sofocantes. Volvió la cabeza, convencido de que vería a los tres —a Rawlie, Harrison y Manchester— ocupando el hueco de la puerta como gorriones en un cable telefónico. Pero el vano de la puerta estaba vacío y escuchó el sonido áspero de la voz de Rawlie al fondo del pasillo, donde tenía clavados a los perros de presa de Thad. Este dudó que Rawlie lo hubiera hecho por casualidad.
Levantó el auricular y dijo:
—Hola, George.
—Ha pasado la semana —dijo la voz al otro extremo de la línea. Era la voz de Stark, pero Thad se preguntó si los registros vocales coincidirían ahora tan exactamente como la vez anterior. La voz de Stark había cambiado. Se había hecho más ronca y áspera, como la de alguien que hubiera estado demasiado tiempo animando a su equipo en algún encuentro deportivo—. Ha pasado la semana y no has escrito ni media palabra.
—Exacto —respondió Thad. Se sentía helado y tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no ponerse a tiritar. El frío parecía surgir del propio teléfono, rezumar de los agujeros del auricular como agujas de hielo. Pero también se sentía muy enfadado—. No voy a hacerlo, George. Una semana, un mes, diez años… da lo mismo. ¿Por qué no lo aceptas de una vez? Estás muerto y muerto seguirás.
—Te equivocas, muchacho. Si quieres cometer una equivocación fatal, sigue así.
—¿Sabes cómo suena tu voz, George? —replicó Thad—. Suena como si estuvieras desmoronándote. Por eso quieres que me ponga a escribir otra vez, ¿verdad? «Pierdo cohesión», eso fue lo que escribiste, ¿no? Te estás biodegradando, ¿no? No tardarás en caerte a pedazos, como la calesa de un solo caballo de la leyenda.
—Nada de eso es asunto tuyo, Thad —masculló la voz áspera, pasando de un escabroso zumbido a un sonido ronco, similar al de la grava deslizándose por la caja de un camión volquete al ser descargada, y luego a un susurro chirriante, como si las cuerdas vocales hubieran dejado de funcionar a la vez por espacio de un par de frases, para volver de nuevo al zumbido ronco—. Nada de lo que me suceda es asunto tuyo. No hace más que distraerte de lo que te interesa de verdad. Será mejor que te pongas manos a la obra al atardecer, o lo lamentarás de veras. Y no serás el único.
—No pienso…
Clic. Stark había colgado. Thad contempló el auricular unos instantes, pensativo, y lo dejó en la horquilla. Cuando se volvió, Harrison y Manchester estaban detrás de él.
5
—¿Quién era? —preguntó Manchester.
—Un estudiante —respondió Thad. A estas alturas, ni siquiera estaba seguro de por qué mentía. De lo que sí estaba realmente seguro era de que tenía una sensación terrible en las tripas—. Era solo un estudiante, como pensaba.
—¿Cómo sabía que le encontraría aquí? —preguntó Harrison—. ¿Y por qué ha llamado al despacho de este caballero?
—Me rindo —respondió Thad, hundiendo la cabeza—. Soy un agente secreto ruso. En realidad era mi contacto. No opondré resistencia.
Harrison no estaba enfadado; al menos, no lo aparentaba. La mirada de reproche algo cansino que dirigió a Thad fue mucho más efectiva que la ira.
—Señor Beaumont, tratamos de brindarle ayuda a usted y a su esposa. Sé que tener a un par de tipos constantemente detrás de uno puede resultar un fastidio, pero entienda que de verdad queremos ayudarle.
Thad se sintió avergonzado… aunque no lo suficiente como para revelar la verdad. Todavía lo dominaba aquella sensación de mal agüero, aquella sensación de que las cosas iban mal, de que tal vez ya habían ido mal. Además, había otra cosa. Una ligera vibración en la piel, una sensación de cosquilleo. Una presión en las sienes. No eran los gorriones; al menos, no lo creía. Sin embargo, una especie de barómetro mental, del que hasta entonces no tenía conocimiento, marcaba un rápido descenso. Tampoco era la primera vez que lo asaltaba aquella sensación. Ya había experimentado algo similar, aunque no tan intenso, cuando se dirigía a la tienda de Dave, ocho días atrás. Y había vuelto a sentirlo un rato antes en el despacho, mientras revolvía las carpetas. Era una sensación insidiosa, inquietante.
«Es Stark. De alguna manera está contigo, dentro de ti. Está al acecho. Si dices lo que no debes, él lo sabrá. Entonces, alguien sufrirá».
—Lo lamento —respondió al policía. Advirtió que Rawlie de Lesseps se había acercado por detrás a los dos policías y lo miraba con ojos tranquilos y curiosos. Thad se dijo que ahora tendría que empezar a mentir, que las palabras le vendrían a los labios con tal naturalidad y fluidez que, a su entender, podría haber sido el propio George Stark quien se las dictara. No estaba totalmente seguro de que Rawlie le siguiera la corriente, pero ya era un poco tarde para preocuparse por ello—. Estoy irritable, eso es todo.
—Muy comprensible —lo tranquilizó Harrison—. Solo quiero que se dé cuenta de que no somos sus enemigos, señor Beaumont.
—Ese estudiante que ha llamado —explicó Thad— sabía que me encontraría porque nos ha visto llegar con los coches cuando salía de la librería. Solo quería preguntarme si iba a impartir algún curso este verano. El registro telefónico de la universidad está dividido por departamentos y los miembros de cada uno de ellos aparecen en la lista por orden alfabético; en letra muy pequeña, como le puede atestiguar cualquiera que haya intentado utilizarlo.
—Realmente, es un libro muy incómodo —asintió Rawlie desde detrás de la pipa.
Los dos policías se volvieron un momento a mirarlo, sorprendidos. Rawlie les dedicó un solemne gesto de asentimiento, con aire casi sabihondo.
—Rawlie aparece detrás de mí en la lista —continuó Thad—. Da la casualidad de que este año no hay ningún miembro del departamento cuyo apellido empiece por C. —Thad dirigió una rápida mirada a Rawlie, pero este se había sacado la pipa de la boca y parecía inspeccionar la cazoleta ennegrecida con gran concentración—. Por consiguiente, nos pasamos el curso recibiendo llamadas el uno para el otro en nuestros respectivos teléfonos. Le he dicho a ese muchacho que no voy a dar ningún curso y que tengo vacaciones hasta otoño.
Bueno, ya estaba. Tenía la sensación de haberse excedido un poco en sus explicaciones, pero lo que importaba realmente era cuándo habían llegado Harrison y Manchester a la puerta del despacho de Rawlie y qué parte de la conversación habían oído. No era muy normal decir a un alumno interesado en un curso de verano que estaba biodegradándose y que pronto se derrumbaría en pedazos.
—A mí también me gustaría irme de vacaciones hasta el otoño —suspiró Manchester—. ¿Ha terminado ya, señor Beaumont?
Thad exhaló mentalmente un suspiro de alivio y respondió:
—Solo me queda devolver a su sitio las carpetas que no necesito.
(«Y una nota, tienes que escribir una nota a la secretaria».)
—Y tengo que escribir una nota para la señora Fenton —se oyó decir. Ignoraba por qué decía aquello; solo sabía que debía hacerlo—. Es la secretaria del departamento de lengua.
—¿Nos da tiempo para tomar otra taza de café? —preguntó Manchester.
—Claro. Y hasta para un par de galletas, si las hordas bárbaras han dejado alguna —contestó.
Volvía a atenazarle aquella sensación de que las cosas se le escapaban de las manos, de que todo iba de mal en peor, y esta vez era más intensa que nunca. ¿Dejar una nota para la señora Fenton? ¡Aquella sí que era buena! Rawlie debía de estar riéndose a gusto tras la pipa.
Cuando se disponía a salir del despacho de Rawlie, este le dijo:
—¿Puedo hablar contigo un momento, Thaddeus?
—Desde luego —asintió. Deseó pedirles a Harrison y a Manchester que los dejaran a solas, que no le pasaría nada, pero comprendió (de mala gana) que no era la frase más oportuna cuando se deseaba no levantar suspicacias. Harrison, al menos, tenía las antenas conectadas. No del todo aún, tal vez. Pero casi.
En cualquier caso, el silencio resultó más efectivo. Cuando se volvió hacia Rawlie, Harrison y Manchester se alejaron lentamente pasillo arriba. Harrison dirigió un breve comentario a su compañero y se quedó en la puerta de la sala de profesores mientras Manchester buscaba las galletas. Harrison los tenía a la vista, pero Thad calculó que no los oía.
—Vaya una historia, la del registro telefónico —comentó Rawlie mientras volvía a colocar el extremo de la pipa entre los dientes—. Thaddeus, creo que tienes mucho en común con la chiquilla de La ventana abierta, de Saki: el amor a primera vista parece tu especialidad.
—No es lo que piensas, Rawlie.
—No imagino qué te pasa —respondió Rawlie en tono ligero— y, aunque reconozco que siento cierto grado de natural curiosidad, no estoy seguro de querer averiguarlo.
Thad ensayó una sonrisa.
—Pero he tenido la clara sensación de que has olvidado a Tom Carroll a propósito. Aunque esté jubilado, la última vez que miré aún venía en la lista del departamento de este curso, justo entre tu nombre y el mío.
—Tengo que irme, Rawlie.
—Claro. Tienes que escribir esa nota para la señora Fenton.
Thad notó que se le ruborizaban un poco las mejillas. Althea Fenton, la secretaria del departamento de lengua desde 1961, había muerto en abril de un cáncer de garganta.
—Solo quería que te quedaras un momento —añadió Rawlie— para decirte que quizá he encontrado eso que querías saber. Lo de los gorriones.
—¿De qué se trata? —Thad notó que se le aceleraba el corazón.
Rawlie condujo a Thad hasta el escritorio del despacho y levantó el Costumbres populares de Norteamérica, de Barringer.
—Los gorriones, somorgujos y, en especial, las chotacabras son psicopompos —dijo, no sin cierto tono triunfal en la voz—. Ya decía yo que había algo sobre chotacabras…
—¿Psicopompos? —inquirió Thad, vacilante.
—Del griego —explicó Rawlie—. Significa «los que conducen». En este caso, los que conducen las almas humanas entre la tierra de los vivos y el mundo de los muertos. Según Barringer, somorgujos y chotacabras son los guías de los vivos; se dice que se reúnen cerca de donde se está produciendo una muerte. No son pájaros de mal agüero. Su tarea consiste en conducir las almas recién muertas a su lugar en la otra vida.
Miró a los ojos a Thad y continuó:
—Las asambleas de gorriones son bastante más siniestras, al menos según Barringer. Esos pájaros tienen fama de guías de los muertos.
—¿Entonces…?
—Entonces, su tarea consiste en conducir las almas perdidas de vuelta a la tierra de los vivos. En otras palabras, son heraldos de los muertos vivientes.
Rawlie se sacó la pipa de la boca y miró a Thad con aire solemne.
—Ignoro en qué situación te encuentras, Thad, pero te aconsejo prudencia. Una prudencia extrema. Por lo visto estás en un buen lío. Si puedo hacer algo, llámame, por favor.
—Te lo agradezco, Rawlie. Ya has hecho suficiente con no decir nada.
—En esto, al menos, pareces totalmente de acuerdo con mis estudiantes. —Sin embargo, los ojos serenos miraban a Thad por encima de la pipa con un destello de preocupación—. ¿Tendrás cuidado?
—Lo tendré.
—Y si esos hombres te siguen para ayudarte en el asunto, harías bien en confiar en ellos.
Sería maravilloso si pudiera, pero no se trataba de que Thad confiara en ellos: si se le ocurría abrir la boca, serían ellos los que recelarían de él. Aunque confiara en Harrison y Manchester hasta el punto de revelarles la verdad, no se atrevería a decir nada hasta que desapareciera aquella sensación de hormigueo que le recorría el cuerpo.
Porque George Stark lo estaba observando. El plazo había terminado.
—Gracias, Rawlie.
Rawlie asintió, repitió que tuviera cuidado y se sentó tras el escritorio.
Thad regresó a su despacho.
6
«Tengo que escribir una nota para la señora Fenton».
Se detuvo en el momento en que iba a guardar en el archivador la última de las carpetas que había sacado por error y se volvió hacia la IBM Selectric beige. Últimamente parecía casi hipnotizado por todos los instrumentos de escritura, grandes y pequeños. Durante la última semana, más de una vez se había preguntado si habría una versión diferente de Thad Beaumont en todos ellos, como genios maléficos acechando dentro de sus lámparas.
«Tengo que escribir una nota para la señora Fenton».
Pero a aquellas alturas era más apropiado un tablero de espiritismo que una máquina de escribir eléctrica para ponerse en contacto con la difunta señora Fenton, que hacía un café tan fuerte que casi podía hablar y caminar… Pero ¿cómo se le había ocurrido aquello? La señora Fenton era lo último en que pensaba Thad en aquel momento.
Thad guardó la última carpeta en el archivador, cerró el cajón y se miró la mano izquierda. Bajo la venda, la herida entre el pulgar y el índice empezó a escocerle de repente. Se rascó la mano contra la pernera del pantalón, pero con ello solo consiguió exacerbar el escozor. Además, la herida le latía con un dolor sordo. La sensación de intenso calor, como si tuviera la mano en un horno, se incrementó.
Alzó la vista hacia la ventana del despacho.
Al otro lado de Bennet Boulevard, los cables del teléfono estaban llenos de gorriones. Los pájaros ocupaban también el tejado de la enfermería y, mientras observaba, una nueva bandada se posó en una de las pistas de tenis.
Todos los gorriones parecían estar mirándolo.
«Psicopompos. Heraldos de los muertos vivientes».
Un nuevo grupo de gorriones descendió en espiral como un montón de hojas agostadas y aterrizó en el tejado de Bennet Hall.
—No —susurró Thad con voz temblorosa. Un escalofrío le recorrió la espalda. La mano seguía escociéndole y ardiendo de dolor.
La máquina de escribir.
Solo podía librarse de los gorriones y de la comezón ardiente y enloquecedora de la mano si escribía a máquina.
El impulso de sentarse ante ella era demasiado intenso como para hacer caso omiso. Ponerse a las teclas parecía, por alguna razón, lo más natural; como el instinto de meter la mano en agua fría después de una quemadura.
«Tengo que escribir una nota para la señora Fenton.
»Será mejor que pongas manos a la obra al atardecer, o lo lamentarás de veras. Y no serás el único».
La sensación de comezón y hormigueo bajo la piel se hacía cada vez más intensa. Irradiaba en oleadas de la herida de la mano. Los globos oculares, a su vez, parecían latir en perfecta sincronía con esas oleadas. En su ojo mental, la visión de los gorriones se intensificó. Estaba en el barrio de Ridgeway, en Bergenfield; Ridgeway bajo un cielo primaveral apacible y templado. Era 1960 y todo el barrio parecía vacío menos por aquellos pájaros corrientes y terribles, aquellos psicopompos; y, mientras miraba, todos echaron a volar al unísono. El enorme grupo, como un torbellino, oscureció el cielo. Los gorriones volvían a volar.
Al otro lado de la ventana del despacho, los gorriones de los cables telefónicos, de la enfermería y del Barret Hall remontaron el vuelo en un vertiginoso aleteo. Algunos estudiantes que paseaban por el campus se detuvieron a contemplar la bandada, que cruzaba el cielo y se desviaba hacia la izquierda hasta desaparecer por el oeste.
Thad no vio esto último. Lo único que veían sus ojos era el barrio de su infancia transformado de algún modo en el lúgubre paraje muerto de un sueño. Se sentó ante la máquina de escribir, sumergiéndose aún más profundamente en el mundo crepuscular de su trance. Sin embargo, un pensamiento permaneció en su mente: el astuto de George podía obligarle a sentarse y jugar con las teclas de la IBM; sí, pero no iba a escribir ese libro bajo ningún concepto… y si se mantenía firme, el astuto de George acabaría cayéndose a pedazos o, simplemente, desvaneciéndose como la llama de una vela. Thad estaba seguro de ello. Lo presentía.
Ahora, la herida ya no le producía latidos, sino verdaderos golpes acompasados. Thad pensó que, si se quitaba la venda, encontraría debajo de ella una mano como la de uno de esos personajes de los dibujos animados —el coyote que persigue al correcaminos, por ejemplo— después de pillársela con un martillo. No le dolía, exactamente; era más bien como esa sensación de locura que se apodera de una persona cuando le empieza a picar la espalda justo en ese punto inalcanzable. No un picor superficial, sino ese escozor profundo y palpitante que obliga a uno a apretar los dientes.
Pero incluso esta sensación parecía lejana, irrelevante.
Thad tomó asiento ante la máquina de escribir.
7
En el momento en que conectó la máquina, el escozor desapareció y, con él, la imagen de los gorriones.
En cambio, el estado de trance permaneció y en su centro había un impulso imperioso: había algo que debía escribir y Thad notaba todo su cuerpo pidiendo a gritos ponerse a ello, terminar la tarea. De algún modo, era mucho peor que la visión de los gorriones o que el escozor de la mano. Este otro impulso parecía emanar de un recóndito lugar de su mente.
Colocó un folio en el carro de la máquina y luego se quedó un momento inmóvil delante del teclado, sintiéndose perdido y distante. Luego colocó los dedos en la posición típica de las buenas mecanógrafas, con las yemas en las teclas de la fila central, aunque hacía muchos años que había renunciado a aprender a escribir al tacto.
Los dedos temblaron allí durante unos segundos y, a continuación, todos menos los índices se retiraron del teclado. Al parecer, cuando usaba una máquina de escribir, Stark hacía lo mismo que Thad, buscar y pulsar cada tecla. Era lógico, pues la mecanografía no era su método de escritura preferido.
Cuando movió los dedos de la mano izquierda hubo una remota punzada de dolor, pero nada más. Los índices buscaron las teclas con parsimonia, pero el mensaje no tardó en cobrar forma en el folio en blanco. Era espeluznantemente breve. El cabezal de la máquina giró y escribió seis palabras en mayúsculas:
ADIVINA DESDE DÓNDE HE LLAMADO, THAD.
De pronto, Thad volvió a ver la realidad con absoluta nitidez. En toda su vida no había sentido jamás ese desaliento, ese horror. ¡Dios santo! Por supuesto… Estaba muy claro; clarísimo.
«El hijo de puta llamaba desde casa. ¡Tiene a Liz y a los gemelos!»
Empezó a ponerse en pie, sin saber qué iba a hacer. Ni siquiera se dio cuenta de que se había levantado de la silla hasta que un dolor ardiente le atravesó la mano, como una antorcha medio apagada que se balanceara en el aire hasta producir una brillante bola de fuego. Tensó los labios hacia atrás, dejó los dientes al descubierto y emitió un ronco gemido. Volvió a derrumbarse en la silla y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, sus manos volvieron de nuevo a las teclas de la IBM y empezaron a pulsarlas otra vez. Cinco palabras:
DI ALGO Y LOS MATO.
Thad contempló el mensaje con ojos embotados. No bien hubo escrito la última «O», todo se interrumpió de pronto. Como si fuera una lámpara y alguien hubiera cortado la luz. Le desapareció el dolor de la mano y el escozor. Dejó de sentir el hormigueo enloquecedor bajo la piel.
Los pájaros ya no estaban. El trance había pasado. Stark se había marchado también.
Pero no se había ido en absoluto, ¿verdad? No. Stark estaba guardando la casa en ausencia de Thad. Habían dejado a dos policías custodiando el lugar, pero de nada había servido. Thad se dijo que había sido un estúpido, un redomado idiota, al pensar que un par de agentes representaba alguna garantía. Ni una unidad de Boinas Verdes de la Fuerza Delta habría servido de nada. George Stark no era un hombre; era una especie de Panzer nazi con aspecto humano.
—¿Qué tal va eso? —preguntó Harrison a su espalda.
Thad dio un respingo como si le hubieran clavado un alfiler en la nuca… y eso le recordó a Frederick Clawson; Frederick Clawson, que había metido las narices en lo que no le importaba y se había buscado la muerte al revelar lo que sabía.
DI ALGO Y LOS MATO.
Decía, amenazador, el papel en el carro.
Thad alargó la mano, arrancó el folio de la máquina y lo estrujó. Lo hizo sin volverse para observar a qué distancia estaba Harrison, lo cual habría sido un error fatal para su intento de parecer relajado. No estaba tranquilo, sino desquiciado. Pensó que Harrison le iba a preguntar qué había escrito y por qué se daba tanta prisa en deshacerse del papel. Al ver que el policía no decía nada, decidió hacerlo él.
—Creo que ya he terminado. Al diablo con la nota. De todos modos volveré a traer estos papeles antes de que la señora Fenton se entere de que me los he llevado…
Al menos, aquello era cierto; siempre que Althea Fenton no estuviera observándolo desde el cielo. Se levantó, rogando que las piernas no lo traicionaran y lo dejaran caer otra vez en la silla. Respiró de alivio al advertir que Harrison estaba en el quicio de la puerta y no le prestaba atención. Un momento antes, Thad habría jurado que tenía al policía mirando por encima de su hombro, pero Harrison estaba comiendo una galleta mientras observaba por la ventana a los pocos estudiantes que deambulaban por el campus.
—Desde luego, este lugar está muerto —comentó el hombre.
«Y mi familia también puede estarlo antes de que vuelva a casa».
—¿Nos vamos ya? —dijo Harrison.
—Por mí, encantado.
Thad dio un paso hacia la puerta. Harrison lo observó, divertido.
—Vaya, vaya… —comentó—. Puede que, al fin y al cabo, sea verdad esa fama de despistados que tienen los profesores.
Thad lo miró con un parpadeo nervioso; luego bajó la mirada y observó que aún aferraba la pelota de papel. La echó a la papelera pero su mano insegura le traicionó. El papel tocó el borde y cayó fuera. Antes de que pudiera agacharse a recogerlo, Harrison se le adelantó. Recogió la pelota de papel y se la pasó de una mano a otra con gesto despreocupado.
—¿Va a marcharse sin los papeles que ha venido a buscar? —preguntó mientras señalaba las solicitudes de inscripción para el seminario, que estaban junto a la máquina de escribir sujetas con una goma elástica roja. Después continuó jugueteando con el papel de los dos últimos mensajes de Stark, pasándolo de la zurda a la diestra, de la diestra a la zurda, una y otra vez, presten atención a la pelota que bota. Thad reconoció un puñado de letras en una de las arrugas del papel: I ALGO Y LES MAT
—¡Ah, sí! Gracias.
Thad recogió las solicitudes y estuvieron a punto de caérsele. De un momento a otro, Harrison alisaría la pelota de papel que tenía en la mano. Lo haría y, aunque Stark no estaba al acecho —al menos, Thad estaba bastante seguro de eso—, no tardaría en volver para controlarlo. Entonces lo averiguaría y, cuando lo supiera, les haría algo atroz a Liz y a los gemelos.
—De nada. —Harrison lanzó la pelota a la papelera. El papel arrugado dio una vuelta casi completa al borde de esta antes de caer dentro—. Dos puntos —añadió, y salió al pasillo para que Thad pudiera cerrar la puerta.
8
Bajó la escalera con la escolta policial pisándole los talones. Rawlie de Lesseps asomó la cabeza desde su despacho y le deseó un feliz verano si no volvían a verse. Thad le respondió con una voz que, a sus propios oídos al menos, sonaba bastante tranquila. Se sentía como si llevara puesto un piloto automático. La sensación duró hasta que llegó al coche. Mientras dejaba los papeles en el asiento del acompañante, se fijó en la cabina telefónica del otro extremo del aparcamiento.
—Voy a llamar a mi esposa —le dijo a Harrison—. A ver si quiere algo de la tienda.
—Debería haber llamado arriba —comentó Manchester—. Se habría ahorrado unas monedas.
—Me he olvidado. Tal vez sí sea cierto eso del profesor despistado.
Los dos policías intercambiaron una mirada irónica y subieron al Plymouth, donde podían poner en marcha el aire acondicionado mientras vigilaban por el parabrisas.
Thad sentía las entrañas como si fueran cristales sueltos. Pescó una moneda en el bolsillo y la introdujo en la ranura. Le temblaba la mano y se equivocó al marcar la segunda cifra. Colgó el teléfono, esperó a que cayera la moneda y volvió a probar mientras pensaba, «Dios, es como la noche que murió Miriam. Vuelve a ser todo como esa noche».
Era una sensación de déjà vu que hubiera querido evitar.
Al segundo intento, marcó el número correcto y esperó con el auricular tan apretado contra el oído que se hizo daño. Trató de relajar la postura conscientemente. Harrison y Manchester no debían notar nada extraño; eso era lo principal, que no notaran nada. Pero parecía incapaz de relajar los músculos.
Stark respondió a la primera llamada.
—¿Thad?
—¿Qué les has hecho?
Fue como si escupiera bolas de pelusa secas. De fondo oyó los aullidos de los gemelos. Thad se sintió extrañamente reconfortado por aquellos gritos. No sonaban como los roncos sollozos de Wendy al rodar por la escalera; era un llanto de desconcierto, de enfado tal vez, pero no de dolor.
«¿Dónde está Liz?», pensó.
—Nada en absoluto —respondió Stark—, como puedes oír. No les he tocado un solo cabello de sus cabecitas. Todavía.
—Liz —dijo Thad. De pronto, le invadió una sensación de desamparado terror. Era como estar montado en la cresta de una ola larga y fría.
—¿Qué quieres de ella? —La voz burlona era grotesca, insoportable.
—¡Que se ponga! —rugió Thad—. Si quieres que escriba una sola maldita palabra con tu nombre, ¡que se ponga al teléfono!
Pese a todo, había una parte de su mente que, indiferente incluso a aquel ataque de terror y sorpresa, le prevenía: «Cuidado con la expresión, Thad. Solo estás medio de espaldas a los policías. Nadie habla a gritos por el teléfono cuando llama a su esposa para preguntarle si necesita que le lleve unos huevos».
—¡Thad, Thad! ¡Muchacho…! —La voz de Stark sonaba herida, pero Thad tuvo la horrible y enloquecedora certeza de que aquel hijo de puta estaba sonriendo—. Tienes muy mala opinión de mí, muchacho. ¡Una opinión muy baja, chico! Cálmate, ahora se pone.
—¿Thad? ¿Thad, eres tú? —Liz parecía preocupada y asustada, pero no presa del pánico. No del todo.
—Sí. ¿Estás bien, cariño? ¿Y los niños?
—Sí, estamos bien. Estamos… —Thad no entendió bien la última palabra. Oyó que el hijo de puta le decía algo a Liz, pero no llegó a captarlo. Ella dijo sí, de acuerdo, y volvió al teléfono. Ahora, su voz parecía a punto de quebrarse—. Thad, tienes que obedecerle.
—Sí, ya lo sé.
—Pero quiere que te diga que no puedes hacerlo aquí. La policía no tardará en llegar. Thad… dice que ha matado a los dos que custodiaban la casa.
Thad cerró los ojos.
—No sé cómo lo ha hecho —continuó Liz—, pero él lo dice y yo… yo lo creo.
Ahora estaba llorando. Trataba de contener las lágrimas, pues sabía que con ellas solo conseguiría intranquilizar aún más a Thad, y que si este se trastornaba podía intentar algo peligroso. Thad agarró el auricular, lo estrujó contra la oreja y trató de aparentar calma.
Stark volvió a murmurar algo al fondo. Thad captó una palabra. «Colaboración». Increíble.
—Dice que se nos va a llevar —le informó Liz—. Dice que ya sabrás adónde vamos. ¿Te acuerdas de tía Martha? Dice que debes librarte de los hombres que van contigo. Quiere que te reúnas con nosotros esta noche, cuando oscurezca. Dice… —Liz emitió un sollozo asustado. Inició otro, pero consiguió contenerlo—, dice que colaborarás con él, que si trabajáis los dos juntos haréis el mejor de todos los libros. Y…
Murmullos, murmullos, murmullos.
¡Ah!, Thad deseó hundir los dedos en el cuello perverso de George Stark y apretar hasta que le atravesaran la piel y le destrozaran la garganta al muy hijo de puta.
—Dice que Alexis Máquina ha resurgido de entre los muertos, más grande que nunca. —Luego, con voz chillona—: ¡Por favor, Thad, haz lo que dice! ¡Tiene armas! ¡Y tiene un soplete! ¡Un soplete pequeño! Dice que si intentas algo raro…
—Liz…
—¡Por favor, Thad, haz lo que te pide!
Su voz se desvaneció cuando Stark le arrancó el teléfono de las manos.
—Dime una cosa, Thad —murmuró Stark, y ahora su voz no tenía nada de burlona. Sonaba mortalmente seria—. Dime una cosa, y más vale que seas sincero, amigo, o ellos lo pagarán. ¿Me comprendes?
—Sí.
—¿Seguro? Porque tu mujer decía en serio lo del soplete.
—¡Sí, sí, maldita sea!
—Entonces, dime, ¿qué quería decir con eso de si te acordabas de tía Martha? ¿Qué coño significa eso? ¿Era alguna especie de clave, Thad? ¿No estarías tramando algo, verdad?
De pronto, Thad vio la vida de su esposa y sus hijos pendiente de un delgado y único hilo. No era ninguna metáfora; sino que podía verlo. El hilo era de seda finísima, azulada como el cielo, apenas visible en medio de toda la eternidad. Ahora, todo dependía de dos cosas: de lo que él dijera y de lo que George Stark creyese.
—¿Está desconectado el equipo de grabación telefónica?
—Naturalmente —respondió Stark—. ¿Por quién me tomas, Thad?
—¿Lo sabía Liz cuando se ha puesto al aparato?
Tras una breve pausa, Stark respondió:
—No tenía más que mirar. Los cables están ahí, en el suelo.
—Está bien, pero ¿lo hizo? ¿Los ha visto antes de hablar?
—Déjate ya de rodeos, Thad.
—Liz trataba de decirme adónde piensas llevártelos sin mencionar nombres —explicó Thad, esforzándose por hablar en un tono paciente, aleccionador… Paciente, pero un tanto condescendiente. No estaba seguro de si lo conseguía o no, pero supuso que George se lo haría saber muy pronto—. Se refería a la casa de verano. La casa de Castle Rock. Martha Tellford es la tía de Liz. No nos cae bien y, cada vez que nos llamaba anunciando que nos visitaría, Liz y yo imaginábamos que salíamos huyendo a Castle Rock y nos escondíamos en la casa de verano hasta que tía Martha se muriera. Ahora ya lo he dicho; si la policía tiene algún equipo de grabación sin cables, la culpa será tuya, George.
Thad esperó, sudoroso, a ver si Stark se tragaba la historia… o si el finísimo hilo que sostenía a sus seres queridos se rompía definitivamente.
—No hay ningún equipo —declaró Stark por fin. Su voz sonó relajada otra vez. Thad reprimió la necesidad de apoyarse en el lateral de la cabina telefónica y cerrar los ojos de alivio. «Si vuelvo a verte, Liz —pensó—, te retorceré el cuello por haberte arriesgado de esta manera». Aunque luego se dijo que, si volvía a verla, lo que haría sería besarla hasta dejarla sin aliento.
—No les hagas nada —murmuró por el teléfono—. Por favor, no les hagas nada. Te obedeceré en todo.
—Ya lo sé. Sé que lo harás, Thad. Vamos a trabajar juntos. Al menos, al principio. Empieza a moverte. Líbrate de esos sabuesos y arréglatelas para llegar a Castle Rock. Ven lo más deprisa que puedas, pero no tanto como para llamar la atención. Eso sería un error por tu parte. Tal vez sea buena idea que cambies de coche, pero dejo esos detalles de tu cuenta; al fin y al cabo, eres un tipo con imaginación. Llega a Castle Rock antes de que oscurezca si quieres encontrarlos vivos. No intentes nada. ¿Me has oído? No intentes ninguna jugarreta o te pesará.
—No intentaré nada.
—Muy bien. Te creo. Muchacho, debes seguir el juego. Si lo estropeas, lo único que encontrarás cuando llegues aquí serán tres cuerpos y una cinta de tu esposa maldiciendo tu nombre antes de morir.
Se escuchó un clic. La comunicación se había cortado.
9
Cuando volvió hacia el Suburban, Manchester bajó el cristal de la ventanilla del Plymouth y le preguntó si estaba todo en orden en la casa. Thad advirtió en la mirada del agente que no se trataba de una pregunta retórica. Sin duda, el hombre había notado algo en su expresión, pero esto no preocupó mucho a Thad, que se creyó capaz de afrontar el asunto. Al fin y al cabo, él era un tipo con imaginación y su mente parecía funcionar ahora a una silenciosa y aterradora velocidad, como ese tren bala japonés. De nuevo, se presentaba el dilema: ¿mentir o decir la verdad? Como las veces anteriores, en realidad no había alternativa.
—Todo anda bien —respondió. Su voz sonaba natural y relajada—. Los niños están irritables y ponen nerviosa a Liz. —Alzó un poco más la voz y añadió—: Ustedes también han estado muy nerviosos desde que dejamos la casa. ¿Acaso ha sucedido algo que debería saber?
Pese a lo desesperado de la situación, aún conservaba la suficiente conciencia como para sentirse un poco culpable al preguntar aquello. Algo estaba sucediendo, desde luego, pero él era quien lo sabía y se lo estaba callando.
—No —respondió Harrison desde el asiento del conductor, inclinándose hacia delante para hablar por la ventanilla de su compañero—. No podemos establecer contacto con Chatterton y Eddings, eso es todo. Deben de haber entrado en la casa.
—Liz me ha comentado que acababa de preparar un poco de té con hielo —asintió Thad, mintiendo frívolamente.
—Ahí lo tiene —añadió Harrison con una sonrisa. Thad sintió otra punzada de culpabilidad, más fuerte esta vez—. Tal vez quede un poco cuando lleguemos, ¿eh?
—Todo es posible.
Thad cerró la portezuela del Suburban y colocó la llave en el contacto con una mano tan insensible como un bloque de madera. En su mente giraban las preguntas, bailando una danza enrevesada y no especialmente airosa. ¿Habrían salido ya hacia Castle Rock Stark y su familia? Eso esperaba; quería que llevaran una buena ventaja para cuando la radio de la policía emitiera la noticia del secuestro. Si iban en el coche de Liz y alguien los veía, o si aún estaban en Ludlow, la situación podía ser peligrosa. Mortalmente peligrosa. Resultaba irónico desear que Stark escapara sano y salvo, se dijo, pero esa era exactamente la situación en que se encontraba.
Pero, hablando de escapar, ¿cómo iba él a deshacerse de Harrison y Manchester? He ahí otra buena pregunta. Desde luego, ni hablar de dejarlos atrás con el Suburban. El Plymouth de los agentes parecía un trasto viejo, con la pintura cubierta de polvo y las llantas gastadas, pero el áspero rugido del motor revelaba el correcaminos que llevaba bajo el capó. Pensó que tal vez podría despistarlos —ya tenía cierta idea de cómo y dónde intentarlo— pero ¿cómo evitaría luego que lo descubrieran en los casi doscientos cincuenta kilómetros que debía recorrer hasta Castle Rock?
No tenía ni la más remota idea… Solo sabía que debía hacerlo de un modo u otro.
«¿Te acuerdas de tía Martha?»
Había mentido a Stark sobre el significado de la frase, y Stark se lo había tragado. Así pues, el dominio del cerdo asesino sobre su mente no era completo. Martha Tellford era la tía de Liz, en efecto, y los dos se habían reído, casi siempre en la cama, pensando en escapar de ella; sin embargo, al hacerlo, hablaban de huir a lugares exóticos como Aruba o Tahití… porque tía Martha conocía perfectamente la casa de verano de Castle Rock, donde los había visitado con mucha más frecuencia que en la casa de Ludlow. El lugar favorito de tía Martha Tellford en Castle Rock era el vertedero de basura. La mujer era miembro activo de la Asociación Nacional del Rifle y le encantaba disparar a las ratas del vertedero.
«Si quieres que se vaya —recordó haberle dicho a Liz en cierta ocasión—, tendrás que ser tú quien se lo diga». Aquella conversación también tuvo lugar en la cama, casi al final de la interminable visita de tía Martha en el verano de… ¿había sido 1979 o 1980? «No importaba mucho», pensó. «Es familia tuya y, además, tengo miedo de que, si se lo digo yo, me encañone con ese Winchester».
Liz había respondido: «No estoy segura de que los lazos de sangre sirvan para cortar el hielo. Tía Martha tiene una mirada que…», y había fingido un escalofrío junto a él, recordó Thad, para soltar luego una risilla y darle un codazo en las costillas. «Vamos, Thad, Dios no está con los cobardes. Plántate ante ella y dile: ¡Sal por esa puerta, tía Martha! ¡Has matado a tu última rata en el vertedero! ¡Haz las maletas y lárgate!»
Por supuesto, ninguno de los dos le había dicho nada a tía Martha, que había seguido con sus expediciones diarias al vertedero, donde había abatido a decenas de ratas (y algunas gaviotas cuando las ratas corrían a esconderse, sospechaba Thad). Por fin llegó el bendito día en que Thad la acompañó en el coche al aeropuerto de Portland y la dejó en el avión, rumbo a Albany. Al despedirse, la mujer le había estrechado la mano con su recio gesto varonil, extrañamente desconcertante —como si cerrara un trato, en lugar de despedirse— y le dijo que tal vez les regalara con una nueva visita al año siguiente. «Ha sido una batida espléndida —fue su último comentario—. He acabado al menos con seis o siete docenas de esos pequeños sacos de gérmenes».
Tía Martha no había vuelto más, aunque una vez estuvo muy a punto (la inminente visita quedó suspendida gracias a una piadosa invitación de última hora para acudir a Arizona donde, según les informó tía Martha por teléfono, aún pagaban una recompensa por coyote cazado).
En los años transcurridos desde su último encuentro, «Acuérdate de tía Martha» se había convertido en una frase secreta entre Liz y él. Significaba que uno de los dos tenía que coger el rifle del 22 del cobertizo y liquidar a algún invitado especialmente molesto, al igual que tía Martha había acabado con las ratas del basurero. Ahora que lo pensaba, Thad creyó recordar que Liz había utilizado la frase en una ocasión durante las sesiones fotográficas y la entrevista para la revista People. ¿No se había vuelto hacia él y había comentado: «Thad, ¿no te recuerda a tía Martha esa señorita Myers?».
Luego, se había tapado la boca y había soltado una risilla.
Muy divertido.
Pero esta vez no era ninguna broma.
Tampoco se trataba de disparar contra las ratas del vertedero.
Salvo que lo hubiera interpretado mal, Liz había intentado decirle que fuera tras ellos y matara a George Stark. Y si ella quería que hiciera tal cosa —Liz, a quien se le saltaban las lágrimas cuando oía que en la perrera de Derry «dormían» a los animales vagabundos—, era evidente que no veía otra salida. Debía de pensar que solo había dos opciones: o moría Stark… o morían ella y los gemelos.
Harrison y Manchester lo miraban con curiosidad y Thad se dio cuenta de que había estado tras el volante del Suburban al ralentí, sumido en sus pensamientos, durante casi un minuto. Alzó la mano, ensayó un breve saludo, apoyó la espalda en el respaldo y avanzó hacia Maine Avenue, por donde saldría del campus. Trató de pensar en el modo de librarse de aquellos dos hombres antes de que recibieran por la radio la noticia de que sus colegas habían muerto. Intentó pensar, pero continuó oyendo a Stark amenazándolo con que, si lo estropeaba, lo único que encontraría cuando llegara a la casa de verano de Castle Rock serían los tres cuerpos y una cinta de Liz maldiciéndole antes de morir.
Continuó viendo a Martha Tellford apuntando el Winchester, de un calibre mucho mayor que el 22 del rifle que guardaba en el cobertizo de herramientas de la casa de verano, apuntando a las ratas rechonchas que se escurrían entre los montones de desperdicios en lenta combustión y entre las llamas esporádicas. De pronto, se dio cuenta de que deseaba disparar contra Stark, y no con un 22.
El astuto de George merecía algo mejor.
Un obús sería lo más indicado.
Las ratas saltando contra el brillo parecido a una galaxia de estrellas de las botellas rotas y las latas aplastadas. Sus cuerpos retorciéndose primero y salpicando después, cuando volaban las tripas y la piel.
Sí, sería estupendo ver a George Stark en una situación parecida.
Agarraba el volante con demasiada fuerza y la mano herida le dolía. De hecho, parecía gemir hasta lo más hondo de los huesos y las articulaciones.
Se relajó —lo intentó, al menos— y se palpó el bolsillo del pecho en busca del analgésico. Lo encontró y tragó la píldora en seco.
Empezó a pensar en el cruce de la zona escolar en Veazie. La que tenía la señal de stop en las cuatro esquinas.
También empezó a pensar en lo que había dicho Rawlie de Lesseps. Psicopompos, los había llamado Rawlie.
Heraldos de los muertos vivientes.