DIECINUEVE

STARK HACE UNA COMPRA

1

Le pareció que no había llegado a despertar.

Si se detenía a pensarlo, era como si nunca hubiera estado realmente despierto ni dormido, al menos en el sentido que daba a tales palabras la gente normal. En cierto modo era como si estuviese siempre dormido y solo pasara de un sueño a otro. Así, su vida —lo poco que recordaba de ella— era como una serie inacabable de muñecas rusas, o como estar asomado a una sala de espejos sin fin.

Y el sueño donde ahora se encontraba era una pesadilla.

Emergió lentamente del sueño sabiendo que en realidad no había estado dormido en absoluto. De algún modo, Thad Beaumont había conseguido adueñarse de él por unos instantes, había logrado doblegarlo bajo su voluntad unos momentos. ¿Había dicho algo, había revelado algo mientras Beaumont lo tenía bajo su control? Tenía la sensación de haberlo hecho. Pero también se sentía muy seguro de que Beaumont no sabría interpretar aquellas revelaciones, ni distinguir los datos importantes que pudiera haber dicho de los que carecían de valor.

También salió del sueño para despertar al dolor.

Había alquilado un apartamento de dos habitaciones con cocina en el East Village, cerca de la Avenida B. Cuando abrió los ojos estaba sentado ante la mesa de patas desequilibradas de la cocina, con un cuaderno de notas abierto ante él. Un reguero de sangre brillante corría sobre el mantel de hule descolorido que cubría la mesa, y no había nada de sorprendente en aquella sangre, porque del dorso de su mano derecha sobresalía un bolígrafo Bic clavado en la carne.

Entonces empezó a recordar el sueño.

Así era como había logrado expulsar a Beaumont de su mente; aquel había sido el único modo de romper el vínculo que aquella rata cobarde había conseguido forjar entre ambos. ¿Cobarde? Sí, pero también astuta, y haría mal en olvidarse de ello. Haría muy mal.

Stark recordaba vagamente haber soñado que Thad estaba con él, en su cama. Estaban hablando juntos, cuchicheándose cosas, y al principio esto le había parecido agradable y extrañamente reconfortante, como cuando uno se pone a hablar con su hermano con las luces apagadas.

Pero habían hecho algo más que hablar, ¿verdad?

En realidad se habían estado contando secretos… o, más bien, Thad le hizo preguntas y Stark se descubrió contestando a ellas. Era agradable contestar, reconfortaba. Pero también era alarmante. Al principio, la alarma se centró en los pájaros: ¿por qué Thad insistía en preguntarle por unos pájaros? No había ningún pájaro. Tal vez los había habido alguna vez, hacía mucho, muchísimo tiempo. Pero ya no. Solo era un juego mental, un débil intento de asustarlo. Luego, poco a poco, la sensación de alarma se había empezado a mezclar con su instinto de supervivencia, casi exquisitamente aguzado, y este se volvió cada vez más fino y específico mientras luchaba por despertar del todo. Se sentía como si lo retuvieran bajo el agua, como si lo ahogaran.

Así, aun en aquel estado de semivigilia, había llegado hasta la cocina, había abierto el cuaderno y había cogido el bolígrafo. Thad no había previsto nada de aquello; ¿cómo iba a hacerlo? ¿Acaso no estaba escribiendo él también, a setecientos kilómetros de distancia? El bolígrafo no le gustaba, por supuesto —ni siquiera le encajaba entre los dedos—, pero le serviría. De momento.

«Caigo A PEDAZOS», había visto que escribía su propia mano. Para entonces ya se había notado muy cerca del espejo mágico que dividía el sueño de la realidad y había luchado por imponer sus propios pensamientos al bolígrafo, por imponer su propia voluntad sobre lo que debía o no aparecer en la hoja en blanco; pero le había resultado difícil. Dios santo, sí, le había costado tanto…

Había comprado el Bic y media docena de cuadernos en una papelería después de su llegada a Nueva York, antes incluso de alquilar el destartalado apartamento. En la tienda vio lápices Berol y deseó comprarlos, pero se resistió. Porque, fuera cual fuese la mente que había guiado sus trazos, había sido la mano de Thad Beaumont la que los había dirigido, y Stark necesitaba saber si aquel era un vínculo que podía romper. Por eso había dejado los lápices y había escogido el bolígrafo.

Si era capaz de escribir, si era capaz de hacerlo por sí mismo, todo saldría bien y ya no necesitaría más a aquella criatura despreciable y gimoteante de la casa de Maine.

Pero el bolígrafo había resultado inútil. Por mucho que lo intentara, por mucho que se concentrara, lo único que había conseguido escribir era su nombre. Lo había escrito una y otra y otra vez: George Stark, George Stark, George Stark, hasta que, al final de la página, ya no eran palabras reconocibles, sino los simples garabatos inconexos de un párvulo.

El día anterior había acudido a una biblioteca pública de la ciudad y había alquilado una hora de utilización de aquellas siniestras IBM eléctricas de color gris en la sala de mecanografía. La hora se le había hecho un siglo. Sentado en un compartimiento cerrado por tres mamparas, con los dedos temblorosos sobre las teclas, había seguido escribiendo su nombre, esta vez en mayúsculas: GEORGE STARK, GEORGE STARK, GEORGE STARK.

«¡Basta! —se había gritado a sí mismo—. ¡Escribe otra cosa, lo que sea, pero olvida eso ya!»

Lo había intentado. Se había inclinado sobre las teclas, sudoroso, y había escrito: «La rápida zorra marrón saltó sobre el perro perezoso».

Pero cuando miró el papel, descubrió que en este solo ponía: «La george George Stark george starkió sobre el stark Stark».

Había estado a punto de arrancar la IBM de sus pernos y arrasar la sala con ella, haciéndola girar sobre su cabeza como la maza de un bárbaro, hundiendo cráneos y quebrando columnas vertebrales. ¡Si no podía crear, utilizaría la máquina para destruir!

Sin embargo, había logrado dominarse (con gran esfuerzo) y había abandonado la biblioteca. Al salir, estrujó con mano enérgica la inútil hoja de papel para arrojarla luego a una papelera. Con el Bic clavado en la mano, Stark recordó la rabia ciega que había experimentado al descubrir que sin Thad Beaumont no podía escribir más que su propio nombre.

Y el miedo.

El pánico.

Pero aún tenía en su poder a Beaumont, ¿no era así? Beaumont podía pensar lo contrario, pero tal vez, tal vez, estaba a punto de llevarse una sorpresa monumental.

«Pierdo», escribió. Cuidado, no podía decirle a Beaumont nada más; lo que había escrito ya era más que suficiente. Hizo un poderoso esfuerzo por controlar aquella mano traidora. Por despertar.

«La cohesión necesaria», escribió su mano, como para ampliar la idea anterior, y de pronto Stark se vio clavándole el bolígrafo a Beaumont. «Y yo soy capaz de hacerlo, además, —pensó—. No creo que tú puedas, Thad, porque en resumidas cuentas no eres más que un gran sorbo de leche, ¿verdad? Pero vayamos al meollo: yo soy capaz de hacerlo, hijo de puta. Creo que es hora de que lo entiendas».

Entonces, aunque aquello era como un sueño dentro de otro sueño, aunque se sentía atenazado por la horrible y vertiginosa sensación de tener el dominio de sí mismo, recuperó parte de su brutal e ilimitada confianza en sus fuerzas y consiguió romper el caparazón del sueño. En el momento triunfal de atravesarlo, antes de que Beaumont pudiera asfixiarlo, recuperó el control del bolígrafo, y por fin fue capaz de escribir con él.

Por un instante —solo fue un momento— tuvo la sensación de que había dos manos con sendos útiles de escribir. La sensación parecía demasiado clara, demasiado real, para ser imaginaria.

«No hay ningún pájaro», escribió. La primera frase de verdad que había escrito en toda su existencia como ser físico. Le costó un esfuerzo terrible escribirla; solo una criatura con una voluntad sobrenatural habría podido soportar el sufrimiento de aquel esfuerzo. Pero una vez escritas las palabras, Stark sintió que su control se reforzaba. La presión de la otra mano había disminuido y Stark aplicó sobre ella toda su energía, sin el menor asomo de piedad o de vacilación.

«Asfixiado por un momento —pensó—. A ver si te gusta…»

En una acometida más rápida y mucho más satisfactoria que el más intenso de los orgasmos, volvió a escribir: «NO HAY NINGÚN MALDITO PÁJARO. ¡Oh, hijo de puta, sal de mi CABEZA!».

Luego, sin detenerse a pensar en lo que hacía —pensar le habría provocado una vacilación fatal—, movió el bolígrafo Bic en un gesto seco, rápido. La punta de acero penetró en su mano derecha y percibió cómo, a cientos de kilómetros al Norte, Thad Beaumont imitaba su gesto y descargaba el lápiz Berol Black Beauty sobre su mano izquierda.

Fue en ese instante cuando Stark —cuando ambos— despertaron de verdad.

2

El dolor era ardiente y descomunal, pero también liberador. Stark lanzó un grito, volviendo el rostro sudoroso contra el brazo para amortiguar el sonido, pero un grito de alegría y regocijo, además de dolor. Percibió a Beaumont ahogando también un grito en su despacho de la casa de Maine. El vínculo que Beaumont había establecido entre los dos no se rompió; fue más bien como un nudo atado con prisas que cedía bajo la tensión de un tremendo tirón final. Stark notó, vio casi, la sonda que el traidor hijo de puta le había introducido en la cabeza mientras dormía y que ahora se retiraba retorciéndose, reptando y deslizándose.

Stark alargó la mano, no físicamente sino con el pensamiento, y asió la cola huidiza de la sonda mental de Thad. A los ojos de su mente, la sonda era una especie de gusano, un gusano gordo y blanco, delirantemente relleno de desperdicios y excrementos.

Pensó en obligar a Thad a coger otro lápiz del tarro de vidrio y clavárselo… esta vez en el ojo. O tal vez forzarle a introducir la punta del lápiz por el oído hasta reventarse el tímpano y hurgar en los tiernos tejidos cerebrales. Casi pudo oír el grito de Thad. Esta vez, seguro que no podría ahogarlo.

Sin embargo, se detuvo. No quería que Beaumont muriera.

Al menos, todavía no.

Hasta que Beaumont le enseñase a vivir por sí mismo.

Stark relajó el puño poco a poco y, mientras lo hacía, notó cómo se abría también el puño en el que había tenido la esencia de Beaumont, aquel puño mental que había demostrado ser tan rápido y despiadado como el de carne y hueso. Notó que Beaumont, aquel rechoncho gusano blanco, se escabullía entre gemidos y lamentos.

—Solo de momento —susurró, y se concentró en los otros asuntos que debía resolver. Cerró la mano izquierda alrededor del bolígrafo que sobresalía de su diestra y lo sacó con suavidad. Después, lo arrojó al cubo de la basura.

3

Había una botella de Glenlivet en el escurreplatos junto al fregadero de la cocina. Stark la cogió y se dirigió al baño. La mano derecha le colgaba al costado, dejando un reguero de gotas de sangre del diámetro de una moneda pequeña sobre el suelo de linóleo combado y descolorido. La herida de la mano estaba situada a un par de centímetros de los nudillos y ligeramente a la derecha del tercero. Era un círculo perfecto. La mancha de tinta negra en torno al borde de la abertura, añadida a la hemorragia y al traumatismo, hacían que el agujero pareciera una herida de bala. Intentó flexionar la mano. Los dedos respondieron, pero la nauseabunda vaharada de dolor que lo embargó fue demasiado intensa para que continuara experimentando.

Tiró de la cadena que colgaba sobre el espejo del armario del baño y la solitaria bombilla de sesenta vatios se encendió. Utilizó el brazo derecho para sujetar la botella de whisky contra el cuerpo y utilizó la izquierda para desenroscar el tapón. Después, extendió la mano herida sobre el lavabo. ¿Estaría Beaumont haciendo lo mismo en Maine? Stark lo dudaba. Dudaba que Beaumont tuviera estómago para limpiar su propia mierda. Lo más seguro era que ya hubiese salido camino del hospital.

Stark derramó el whisky sobre la herida y una punzada de dolor acerado, en estado puro, le recorrió el brazo hasta el hombro. Vio burbujear el whisky en la herida, vio unos hilillos de sangre entre el líquido ambarino y tuvo que hundir otra vez el rostro en la manga de la camisa, empapada en sudor.

Pensó que el dolor no disminuiría nunca, pero al fin empezó a atenuarse. Trató de poner la botella de whisky en el estante atornillado a las baldosas de la pared, debajo del espejo. La mano le temblaba demasiado para efectuar la operación con garantías de éxito, de modo que decidió dejar la botella en el plato metálico de la ducha. Dentro de poco, le apetecería un trago.

Alzó la mano y la observó al trasluz. Por el agujero vislumbraba el resplandor de la bombilla, aunque vagamente; era como mirar a través de un filtro rojo manchado con una especie de fango membranoso. No había llegado a atravesarse la mano por completo, pero había estado a punto. Tal vez Beaumont lo había hecho mejor.

Siempre le quedaba la esperanza.

Puso la mano bajo el grifo del agua fría, estirando los dedos para que el agujero quedara lo más abierto posible. Al principio fue terrible —tuvo que reprimir otro grito entre los dientes apretados y unos labios sellados con tal fuerza que formaban una fina línea blanca—, pero luego la mano se le entumeció y ya no le dolió tanto. Finalmente, cerró el grifo y la levantó de nuevo hacia la luz.

Aún se apreciaba el resplandor de la bombilla a través del agujero, pero ahora brillaba mortecino y distante. La herida estaba cerrándose. Su cuerpo parecía tener un asombroso poder de regeneración y aquello le parecía muy curioso, porque al mismo tiempo estaba cayéndose a pedazos. «Pierdo cohesión», había escrito. La descripción era bastante acertada.

Se contempló atentamente el rostro en el espejo del armario, lleno de aguas y de manchas, durante más de medio minuto. Observar aquella cara, tan conocida y familiar y al propio tiempo tan nueva y extraña, siempre le hacía sentirse al borde de un trance hipnótico. Suponía que, si seguía mirando el tiempo suficiente, eso sería precisamente lo que sucedería.

Stark abrió el pequeño armario sobre el lavamanos, apartando a un lado el espejo y el rostro fascinante y repulsivo que este reflejaba. En el interior había una extraña colección de objetos: dos maquinillas de afeitar desechables, una de ellas usada; frascos de maquillaje, una polvera, varios pedazos de esponja de tacto suave y de color marfil, donde el colorete los había manchado de un tono ligeramente más oscuro, y un frasco de aspirinas. No había tiritas. Las tiritas eran como la policía, pensó: nunca estaban a mano cuando se necesitaban. De todos modos, no importaba; desinfectaría la herida con un poco de whisky (después, claro está, de desinfectarse las tripas con un buen trago) y luego la envolvería en un pañuelo. No creía que fuera a infectarse; su cuerpo parecía inmune a tales cosas. Esto también le pareció muy curioso.

Empleó los dientes para quitar el tapón del frasco de aspirinas, escupió el tapón en el lavabo, volvió el pequeño envase del revés y se dejó caer en la boca media docena de pastillas. Cogió la botella de whisky del plato de la ducha y engulló las aspirinas ayudándose con un trago de líquido. El whisky le llegó al estómago y abrió en este su reconfortante capullo de calor. Después, se echó un poco más en la mano. Pasó al dormitorio y abrió el cajón de una cómoda que había visto días mejores, mucho mejores. Esta y un antiguo sofá cama constituían el único mobiliario de la habitación.

El cajón era el único que contenía algo más que un forro de hojas de periódico del Daily News: tres calzoncillos aún con el envoltorio de la tienda, dos pares de calcetines con la etiqueta del fabricante cosida, unos Levi’s y un pañuelo, también por estrenar. Arrancó el celofán de este último con los dientes y se lo ató alrededor de la mano herida. El color ámbar del whisky empapó la fina tela, seguido de una pequeña flor de sangre. Stark esperó a comprobar si la mancha de sangre seguía extendiéndose, pero no fue así. Estupendo. Sencillamente estupendo.

Se preguntó si Beaumont habría recibido alguna información sensorial. ¿Se habría enterado, tal vez, de que George Stark estaba refugiado en aquel momento en un cuchitril del East Village, en un edificio barato donde las cucarachas parecían lo bastante grandes como para robar los cheques de la seguridad social? Stark no lo creía, pero no tenía sentido correr riesgos innecesarios. Le había dado a Thad una semana para que se decidiera y, aunque estaba convencido de que Beaumont no tenía intención de volver a escribir otra obra bajo el nombre de Stark, se aseguraría de que Thad dispusiera de todo el tiempo que le había prometido.

Al fin y al cabo, él era un hombre de palabra.

Beaumont iba a necesitar probablemente un poco más de inspiración. Uno de esos pequeños quemadores a propano que se compraban en las ferreterías, aplicado a las plantas de los pies de los bebés durante un par de segundos, sería más que suficiente para darle ánimos, se dijo Stark. Pero aquello sucedería más adelante. De momento, se limitaría a esperar… y mientras lo hacía, no sería mala idea empezar a dirigirse hacia el norte. Para establecer una pequeña posición en el campo de operaciones, podría decirse. Al fin y al cabo, tenía el coche, el Toronado negro. Estaba guardado, pero eso no significaba que tuviera que seguir así para siempre. Podía dejar Nueva York al día siguiente por la mañana. Pero antes tenía que hacer una compra y en ese instante tenía que utilizar los cosméticos del armario del baño.

4

Sacó los tarros de maquillaje líquido, la polvera y las esponjas. Antes de empezar, tomó otro largo trago de la botella. Volvía a tener las manos firmes, sin temblores, pero la derecha le dolía terriblemente. Esto no le preocupaba demasiado; si a él le dolía de aquel modo, Beaumont debía de estar sufriendo cien veces más.

Delante del espejo, se tocó la bolsa de piel bajo el ojo izquierdo y se pasó la yema de los dedos por la mejilla hasta la comisura de los labios. «Pierdo cohesión», murmuró. Realmente, esto era lo que le sucedía.

La primera vez que Stark se había visto la cara —hincado de rodillas en las inmediaciones del cementerio Tierra Natal, reflejado en un charco cuya superficie quieta y cubierta de una capa de suciedad estaba iluminada por la luna blanca y redonda de una farola cercana— se había sentido satisfecho. Era exactamente el aspecto que había tenido en sus sueños mientras estaba aprisionado en la mazmorra de la imaginación de Thad Beaumont, en aquella especie de útero. Había visto allí a un hombre medianamente atractivo, cuyas facciones eran un poco demasiado marcadas para atraer la atención. De no haber tenido una frente muy ancha y unos ojos muy separados, podría haber sido el tipo de rostro que haría volver la cabeza a una mujer para observarlo mejor. Un rostro absolutamente indefinido (si tal cosa era posible) podía destacar por el hecho mismo de no presentar ningún rasgo que llamara la atención a la vista antes de que esta lo olvidara y pasara al siguiente. La ausencia total de rasgos marcados podía sorprender a quien se topara con un rostro así, y podía hacerle volverse para echar otra mirada. La cara que Stark había visto por primera vez con ojos reales en el charco estaba lejos de provocar una reacción así. Él la había considerado una cara perfecta, que nadie sería capaz de describir después. Ojos azules, un bronceado que parecía un poco extraño en alguien que tenía el cabello muy rubio, ¡y nada más! Tras esto, el testigo se vería obligado a pasar la vista a los hombros anchos que eran, en realidad, el rasgo más distintivo de su cuerpo. Pero el mundo estaba lleno de tipos de hombros anchos.

Sin embargo, ahora todo esto había cambiado. Ahora, su cara se había vuelto decididamente extraña y si no se ponía pronto a escribir de nuevo, seguiría haciéndose aún más extraña. Se volvería grotesca.

«Pierdo cohesión —pensó de nuevo—. Pero tú vas a poner fin a esto, Thad. Cuando empieces el libro sobre el coche blindado, el proceso empezará a invertirse. Ignoro cómo lo sé, pero estoy seguro de ello».

Habían transcurrido dos semanas desde que se viera por primera vez en aquel charco y, desde entonces, su rostro había sufrido un continuo proceso de degeneración. Al principio había sido muy sutil, tanto que había logrado convencerse de que solo eran imaginaciones suyas. Pero, conforme los cambios habían empezado a acelerarse, tal convencimiento se había hecho insostenible y Stark se había visto forzado a aceptar la realidad. Si alguien hubiera podido comparar una foto de quince días atrás con su imagen de aquel momento, sin duda habría pensado que correspondían a un hombre que había estado expuesto a alguna extraña radiación o a una sustancia química corrosiva. George Stark parecía estar experimentando una degeneración espontánea de todos sus tejidos blandos a la vez.

Las patas de gallo en torno a los ojos —signos normales de la edad adulta— que había visto en el charco eran ahora unas arrugas profundas. Los párpados le formaban bolsas y habían adquirido la textura áspera de la piel de un cocodrilo. Las mejillas empezaban a mostrar un aspecto cuarteado similar. Las órbitas de los ojos se le habían enrojecido hasta producir el penoso efecto de quien no se da cuenta de que ya es hora de sacar la nariz de la botella. Marcadas arrugas le recorrían las mejillas desde la comisura de los labios hasta el perfil de la mandíbula y daban a su boca el inquietante aspecto articulado del muñeco de un ventrílocuo. Su cabello rubio, fino desde el primer día, se le había vuelto más fino todavía, retirándose de las sienes y dejando a la vista la piel rosada del cráneo. En el dorso de ambas manos le habían aparecido unas manchas oscuras.

Stark podría haber soportado todo esto sin recurrir al maquillaje. Al fin y al cabo, solo parecía viejo, y la vejez apenas llamaba la atención. Sus fuerzas, en cambio, parecían intactas. Además, tenía aquella inconmovible seguridad de que, en cuanto Beaumont empezara a escribir de nuevo —a escribir como George Stark, por supuesto—, el proceso se invertiría.

Pero ahora los dientes le bailaban en las encías. Y también estaban las llagas.

Había descubierto la primera en la parte interior del codo derecho hacía tres días: una roncha roja con una pequeña franja de piel blanca muerta en el borde. Era el tipo de mancha que asociaba a la pelagra, que había sido endémica en el profundo sur incluso en la década de los sesenta. Al día siguiente se había encontrado otra, esta vez en el cuello, debajo del lóbulo de la oreja izquierda, y dos más un día después: una en el pecho, entre los pezones, y la otra debajo del ombligo.

Ese mismo día le había aparecido la primera en la cara, en la sien derecha. No le dolían. Notaba un escozor sordo, profundo, pero soportable… al menos en lo que se refería a la sensación. Sin embargo, las llagas se extendían con rapidez. Su brazo derecho era ahora una masa enrojecida e hinchada desde el pliegue del codo hasta casi el hombro. Había cometido el error de rascarse y la carne se había desprendido con repugnante facilidad. Una mezcla de sangre y de un pus amarillento rezumaba a lo largo de los surcos que habían dejado las uñas, y de las heridas emanaba un olor nauseabundo, gaseoso. Sin embargo, Stark habría jurado que no se trataba de una infección. Era más bien una… una putrefacción, como por efecto de la humedad.

Cualquiera que lo viese ahora —incluso alguien con conocimientos médicos— pensaría que sufría un melanoma maligno, causado tal vez por la exposición a una radiación de alto nivel.

Sin embargo, las llagas no le preocupaban demasiado. Suponía que se multiplicarían en número, las zonas afectadas se extenderían hasta unirse y finalmente, si las dejaba, lo devorarían vivo. Pero como no tenía la menor intención de permitir que tal cosa sucediera, no había necesidad de preocuparse. De todos modos, no podría seguir siendo un rostro anónimo más entre la multitud si las facciones de aquel rostro se transformaban en un volcán en erupción. De ahí el maquillaje.

Se aplicó la base líquida cuidadosamente con una de las esponjillas, desde los pómulos a las sienes, hasta cubrir la roncha roja y mate al final de la ceja derecha y la nueva llaga que empezaba a asomar a través de la piel encima del pómulo izquierdo. Stark se había dado cuenta de que un hombre maquillado solo parecía una cosa: un hombre maquillado. Es decir, un actor de algún melodrama de televisión o cualquier cosa por el estilo. En todo caso, más valía aquello que las llagas, y el bronceado mitigaba en parte el mal efecto. Si se mantenía en las sombras o bajo luces artificiales, apenas se notaba nada. Al menos, eso esperaba. Había otra razón para evitar la exposición directa al sol. Sospechaba que los rayos solares aceleraban la catastrófica reacción química que se estaba produciendo en su interior. Era casi como si se estuviera volviendo un vampiro. Pero esto no le importaba; en cierto modo, siempre lo había sido. «Además, soy un bicho nocturno, siempre lo he sido; es mi carácter».

El pensamiento le hizo sonreír y sus labios dejaron al descubierto unos dientes como colmillos.

Cerró el frasco de maquillaje líquido y empezó con el colorete. «Noto que huelo —pensó—, y pronto empezará a notarlo también la gente: un olor intenso y desagradable, como una lata de carne envasada que hubiera estado todo el día expuesta al sol. Eso no está bien, muchacho. No está nada bien».

—Vas a escribir, Thad —masculló, mirándose al espejo—. Pero, con suerte, no tendrás que hacerlo mucho tiempo.

Ensanchó la sonrisa, dejando a la vista un incisivo ennegrecido y muerto.

—Aprendo deprisa.

5

A las diez y media del día siguiente, el dueño de una papelería de Houston Street vendió tres cajas de lápices Berol Black Beauty a un hombre alto, de hombros anchos, que llevaba camisa a cuadros y pantalones tejanos, con unas gafas de sol muy grandes. El tipo también iba maquillado, apreció el comerciante; probablemente, recuerdos de una noche de juerga por los bares gays. A juzgar por el hedor que desprendía, el tipo parecía haber hecho algo más que una ligera incursión en la disciplina inglesa; olía como si se hubiera zambullido en ella. La colonia no disfrazaba el hecho de que el tipo de los hombros anchos apestaba. El tendero pensó por un momento —por un brevísimo momento— en hacer un comentario irónico, pero se lo pensó mejor. El tipo olía mal, pero parecía fuerte. Además, la transacción fue piadosamente breve. Al fin y al cabo, el hombre solo estaba comprando unos lápices, no un Rolls Royce Corniche. Era mejor dejarlo correr.

6

Stark se detuvo unos momentos en el apartamento del East Village para meter sus escasas pertenencias en el petate que había comprado, en la tienda de artículos militares, el primer día de su estancia en la podrida Gran Manzana. De no ser por la botella de whisky, era probable que no hubiera vuelto a pisar el edificio.

Al subir los peldaños medio derrumbados de la entrada, pasó sin darse cuenta sobre los cuerpos de tres gorriones muertos.

Dejó la casa de la Avenida B a pie, pero no caminó mucho rato. Stark había descubierto que un hombre decidido siempre podía encontrar un medio de transporte si lo necesitaba en serio.