WENDY SUFRE UNA CAÍDA
1
La situación se habría resuelto de una manera o de otra, no importaba lo que sucediera, de eso estaba seguro Thad. George Stark no iba a desaparecer sin más. Sin embargo, Thad se convenció, y no sin motivo, de que la caída de Wendy por las escaleras (dos días después de que Stark le llamara a la tienda de Dave) era una prueba del rumbo que iban a tomar las cosas en adelante.
La conclusión más importante del suceso fue que, por fin, este le mostró un curso de acción. Había pasado aquellos dos días en una especie de modorra estupefacta. Le costaba seguir hasta el programa de televisión más idiota, le resultaba imposible leer y la idea de escribir le resultaba casi tan extravagante como la de viajar más rápido que la luz. La mayor parte del tiempo deambulaba de una habitación a otra, para sentarse unos instantes y volver a vagar momentos después. No hacía más que estorbar a Liz y ponerla nerviosa. Ella procuraba no echárselo en cara, aunque él se daba cuenta de que Liz tenía que morderse la lengua en más de una ocasión para no replicarle con el equivalente verbal a un navajazo.
Por dos veces, Thad estuvo a punto de hablarle de la segunda llamada de Stark, en la que el astuto de George le había dicho lo que pensaba en realidad, consciente de que el teléfono no estaba intervenido y de que nadie más se enteraba de lo que hablaban. En ambas ocasiones, se detuvo antes de hacerlo, sabiendo que solo conseguiría preocuparla aún más.
Por dos veces se había encontrado en su despacho, con uno de aquellos malditos lápices Berol que había prometido no utilizar nunca más, entre los dedos y la vista fija en un montón de blocs de notas sin estrenar, envueltos en celofán, de los que Stark había utilizado para escribir sus novelas.
«Tenías una idea… Esa idea sobre la boda y la escena del coche blindado».
Era verdad. Thad tenía un título incluso, un buen título: Máquina de acero. Otra cosa también era cierta: una parte de él había querido escribirla. La comezón de hacerlo había existido, como la de ese punto de la espalda que uno no consigue alcanzar cuando necesita rascarse.
«George te lo rascará».
Sí, claro. George estaría encantado de rascarlo. Pero a él, a Thad, le sucedería algo en ese caso; porque las cosas habían cambiado, ¿verdad? ¿Qué sería, exactamente, ese algo? Thad lo ignoraba, quizá no podía saberlo, pero una imagen amenazadora empezó a asaltarle una y otra vez. Era la imagen de un antiguo cuento infantil delicioso y racista, El negrito Sambo. En la escena, el negrito Sambo se subía a un árbol y los tigres, que no podían atraparlo, se ponían tan furiosos que se mordían la cola unos a otros y daban vueltas y más vueltas al árbol, cada vez más deprisa, hasta que se convertían en mantequilla. Entonces, el negrito Sambo recogía la mantequilla en una olla y se la llevaba a su madre.
George el alquimista, había pensado Thad sentado en su despacho, mientras daba golpecitos con uno de los Berol Black Beauty sin punta en el borde del escritorio. «Paja en oro. Tigres en mantequilla. Libros en éxitos de ventas. Y Thad en… ¿en qué?»
No lo sabía. Tenía miedo de averiguarlo. Pero él desaparecería, Thad dejaría de existir, de eso estaba seguro. Tal vez quedara allí alguien que se le pareciera, pero tras las facciones de Beaumont se escondería otra mente. Una mente enferma, brillante.
Pensó que el nuevo Thad Beaumont sería mucho menos torpe y mucho más peligroso.
¿Y Liz y los niños?
¿Los dejaría en paz Stark si se encontraba a la cabecera de la mesa?
No. Él, no.
Thad también había meditado la posibilidad de escapar. De meter a Liz y a los niños en el tren y marcharse pero ¿de qué serviría eso? ¿De qué serviría, si el astuto de George podía ver a través de los ojos del estúpido de Thad? Daba igual que huyeran al fin del mundo; llegarían allí, mirarían atrás y encontrarían a George Stark siguiendo su rastro tras un trineo tirado por perros, con la navaja barbera en la mano.
Pensó en llamar a Alan Pangborn, pero descartó la idea aún más rápida y decididamente que la de huir. Alan les había comunicado dónde estaba el doctor Pritchard. La decisión de no intentar hacerle llegar un mensaje —de esperar a que Pritchard y su esposa volvieran del viaje de vacaciones— le dijo a Thad todo lo que necesitaba saber acerca de lo que Alan creía y, cosa más importante aún, de lo que no creía. Si le hablaba a Alan de la llamada que había recibido en la tienda de Dave, el policía pensaría que se lo inventaba. Aunque Rosalie confirmara el hecho, Alan seguiría sin creerlo. Tanto el comisario como los demás policías que se habían invitado a aquella fiesta privada tenían un gran interés en no dar crédito a nada.
Así transcurrieron lentamente los dos días, que fueron una especie de lapso en blanco. Poco después del mediodía del segundo, Thad anotó en el diario: «Me siento como en una versión mental de la calma chicha marinera». Era la única frase que había escrito en una semana y empezaba a preguntarse si algún día sería capaz de escribir otra. Su nueva obra, El perro dorado, estaba como la había dejado. Aunque eso, pensó, casi no era preciso decirlo. Resultaba muy difícil inventar historias cuando se vivía con el temor de que un hombre malo —un hombre muy malo— se presentara para acabar con toda la familia antes de emprenderla con uno.
La única ocasión en su vida, en la que recordaba haberse sentido tan desorientado como en ese momento había sido en las semanas que siguieron a su decisión de abandonar la bebida, cuando había cortado la espita del baño de alcohol en el que había nadado tras el aborto de Liz y antes de la aparición de Stark. Entonces, al igual que ahora, había experimentado la sensación de que existía un problema, pero era tan inabordable como uno de esos espejismos que se ven al fondo de una recta de autopista en una tarde de calor. Cuanto más corría hacia el problema, queriendo atacarlo con ambas manos, desarmarlo y destruirlo, más rápido retrocedía este; hasta que él terminaba jadeante y sin aliento, con aquel ilusorio charco de agua agitándose burlón cerca del horizonte.
Por las noches durmió mal y soñó con George Stark, quien le enseñaba su propia casa desierta, una casa donde las cosas estallaban cuando las tocaba y donde, en la última habitación, le aguardaban los cadáveres de su esposa y de Frederick Clawson. En el momento que llegaba allí, todos los pájaros levantaban el vuelo, alzándose en un estallido desde árboles, cables de teléfono y postes de electricidad, por miles, por millones, tantos que oscurecían el sol.
Hasta que Wendy se cayó por las escaleras, Thad se había sentido impotente, como un plato en la mesa a la espera de que se presentara el comensal asesino, se colocara la servilleta al cuello, levantara el tenedor y empezara a engullir.
2
Ya hacía algún tiempo que los gemelos gateaban y, durante el último mes, habían intentado repetidas veces ponerse en pie con la ayuda del objeto estable (o, en ocasiones, inestable) más cercano: les servía la pata de una silla o la mesita de café, pero no descartaban ni siquiera una caja de cartón vacía, al menos hasta que el gemelo en cuestión apoyaba demasiado peso en ella y la caja se hundía o quedaba del revés. Los niños son capaces de hacerse unos líos tremendos a cualquier edad pero, a los ocho meses, cuando el gateo ya ha cumplido su función pero aún no se ha aprendido del todo a andar, se encuentran sin duda en la Edad de Oro de los Líos.
Hacia las cinco y cuarto de la tarde, Liz había dejado en el suelo a sus dos hijos para que jugaran en un rincón iluminado por el sol. Al cabo de unos diez minutos de gateo confiado y de inestables intentos de ponerse en pie (estos últimos acompañados de festivos gritos de satisfacción por el éxito dirigidos a sus padres y a su hermana) William se incorporó agarrado al borde de la mesilla de café. Dirigió una mirada a su alrededor e hizo varios gestos imperiosos con el bracito derecho. Aquellos gestos recordaron a Thad un viejo documental que mostraba al Duce dirigiéndose a sus partidarios desde un balcón. A continuación, William asió la taza de té de su madre y consiguió echarse por encima los posos antes de caer sentado en el suelo. Por suerte, el té estaba frío, pero William no soltó la taza y se la llevó a la boca con tal fuerza que se hizo un pequeño corte en el labio inferior. Rompió a llorar y Wendy lo imitó al instante.
Liz cogió en brazos al pequeño, lo examinó, volvió la mirada hacia Thad y se llevó a William al piso de arriba para tranquilizarlo y limpiarlo.
—Vigila a la princesa —dijo a Thad cuando salía.
—Descuida —respondió Thad, pero este ya sabía (y muy pronto volvería a constatar) que en la Edad de Oro de los Líos tales promesas no suelen significar gran cosa. William había conseguido agarrar la taza de té de Liz en sus mismísimas narices y Thad vio que Wendy iba a caerse desde el tercer peldaño de la escalera un instante demasiado tarde para impedirlo.
Había estado hojeando una revista (no leyéndola, sino pasando las páginas con gesto ocioso, echando una mirada aquí y allá a alguna foto). Cuando terminó, se levantó y dio unos pasos hacia la chimenea junto a la cual estaba la gran bolsa de labores que hacía las veces de una especie de fláccido revistero, con la intención de dejarla y coger otra. Wendy estaba gateando por el suelo, olvidadas las lágrimas antes incluso de que terminaran de secarse en sus rechonchas mejillas. Thad oyó el enérgico «run run run» que hacían los dos bebés cuando gateaban, un sonido que a veces hacía que Thad se preguntase si asociarían cualquier movimiento a los coches y camiones que veían por televisión. Se agachó, dejó la revista sobre el montón de la cesta y rebuscó entre las demás hasta escoger finalmente, sin ninguna razón en especial, el Harper’s del mes anterior. Se le ocurrió que, en cierto modo, se estaba comportando como si estuviera en la consulta de un dentista, esperando el turno para una extracción dental.
Se dio la vuelta y vio a Wendy en la escalera. Había subido a gatas hasta el tercer peldaño y ahora trataba de ponerse en pie con gesto vacilante, asida a uno de los barrotes que iban desde el pasamanos de la barandilla hasta el suelo. Cuando Thad la miró, ella se volvió hacia él y efectuó un gesto especialmente grandilocuente con el brazo, acompañado de una sonrisa. El impulso del brazo hizo que su cuerpecito carnoso se tambaleara sobre el pequeño abismo que tenía delante.
—¡Dios mío! —exclamó en un susurro. Al ponerse en pie, con un seco crujido de sus rodillas, vio que la pequeña adelantaba un pie al tiempo que se soltaba del barrote—. ¡Wendy, no hagas eso!
Casi consiguió cruzar de un salto la habitación, pero siempre había sido un hombre torpe y tropezó con la pata del sillón. El mueble quedó volcado y Thad cayó cuan largo era. Wendy se precipitó al vacío con un pequeño chillido de sorpresa. Su cuerpo giró ligeramente en el aire. Thad se lanzó a asirla impulsándose con las rodillas, tratando de cogerla antes de que tocara el suelo, pero falló por un par de palmos. La pierna derecha de Wendy golpeó el primer escalón y su cabeza chocó contra el suelo enmoquetado del salón con un golpe sordo.
Wendy lanzó un grito y Thad tuvo tiempo de pensar lo terrible que suena un grito de dolor de un niño antes de tener a su hija en brazos.
Arriba, Liz preguntó «¿Thad?» con voz de sorpresa. Thad oyó las rápidas pisadas de las zapatillas corriendo por el pasillo encima de su cabeza.
Wendy se disponía a soltar otro sollozo. Su primer alarido de dolor le había dejado los pulmones prácticamente vacíos y ahora estaba en ese momento eterno, paralizante, en que luchaba por liberar su pecho y aspirar el aire para el siguiente grito. Cuando lo soltara, el aullido le taladraría los tímpanos.
Si lo soltaba.
Separó a la pequeña de su pecho y miró con nerviosismo la carita descompuesta y congestionada. Había adquirido un color casi morado, salvo una marca roja con la forma de una gran coma en la frente. «Dios mío, ¿y si se muere? ¿Y si muere asfixiada, incapaz de aspirar el aire y soltar el grito paralizado en sus pequeños pulmones vacíos?»
—¡Llora, maldita sea! —le gritó. ¡Señor, su carita morada! ¡Sus ojitos agobiados y saltones!—. ¡Llora!
—¡Thad!
Esta vez, la voz de Liz sonó muy alarmada, pero también le pareció muy distante. En aquellos contados instantes eternos entre el primer grito de Wendy y su lucha por liberar el segundo y así seguir respirando, George Stark quedó totalmente expulsado de la mente de Thad por primera vez en los últimos ocho días. Wendy hizo un gran esfuerzo convulsivo, tomó aire y rompió a llorar. Thad, temblando de alivio, la estrechó contra el hombro y empezó a acariciarle la espalda con dulzura, emitiendo ruidos tranquilizadores.
Liz apareció por las escaleras con William bajo el brazo; el pequeño, colgado como un saquito, se debatía tratando de desasirse.
—¿Qué ha sucedido? Thad, ¿está bien la niña?
—Sí. Se ha caído desde el tercer escalón. Ahora ya está bien, ya vuelve a llorar. Al principio ha sido como, como si se hubiera quedado bloqueada.
Thad soltó una carcajada temblorosa y dejó a la niña en manos de Liz mientras cogía a William, que se había puesto a llorar a gritos en armonía con su hermana.
—¿No la estabas vigilando? —preguntó Liz en son de reproche mientras balanceaba el cuerpo adelante y atrás por las caderas, acunando a Wendy y tratando de calmarla con gestos automáticos.
—Sí… no. He ido a coger una revista y, cuando me he vuelto, ya estaba en las escaleras. Ha sido como lo de Will y la taza de té. Son tan… tan escurridizos… No le habrá pasado nada en la cabeza, ¿verdad? Estaba la moqueta, pero se ha dado fuerte.
Liz sostuvo a Wendy a la altura de su cara, estudió la marca roja un instante y luego depositó allí un ligero beso. Los sollozos de Wendy ya empezaban a disminuir de volumen.
—Me parece que está bien. Tendrá un buen chichón un par de días, eso es todo. Suerte de la moqueta. No quería reprocharte nada, Thad. Ya sé lo rápidos que son. Es solo que me encuentro como si me fuera a venir la regla, pero ahora me siento así continuamente.
Los sollozos de Wendy estaban reduciéndose a un leve lloriqueo. Siguiendo su pauta, también William empezaba a callar. Extendió un bracito y asió la camiseta blanca de algodón de su hermana. Ella se volvió. Él la arrulló y le balbuceó algo. A Thad, aquellos gorjeos siempre le sonaban un poco extraños: como si fuera un idioma extranjero, acelerado hasta el punto de resultar inidentificable, y mucho menos comprensible. Wendy sonrió a su hermano, pese a que aún caían lágrimas de sus ojos y le bañaban las mejillas. Luego, le respondió con otro arrullo y nuevos balbuceos. Por un momento, fue como si estuvieran manteniendo una conversación en su propio mundo privado, el mundo de los mellizos.
Wendy extendió la mano y acarició el hombro de William. Se miraron y continuaron los arrullos.
«¿Estás bien, cariño?»
«Sí; me he hecho daño, querido William, pero no mucho».
«¿Quieres que nos olvidemos de la cena de gala de los Stadley y nos quedemos en casa, corazón?»
«No es preciso, aunque eres muy considerado al proponerlo».
«¿Estás segura, mi querida Wendy?»
«Sí, encantador William, no he sufrido ningún daño, aunque me temo mucho que he ensuciado los pañales».
«¡Oh, cariño, qué lata!»
Thad esbozó una sonrisa y observó la pierna de Wendy.
—Ahí le va a salir un cardenal —comentó—. De hecho, parece que ya le ha empezado a salir.
Liz le dirigió otra pequeña sonrisa.
—Se le pasará. No será el último.
Thad se inclinó hacia delante y besó a Wendy en la punta de la nariz, recordando que hacía apenas tres minutos había temido verla asfixiada. Qué deprisa y con qué furia se desencadenaban aquellas tormentas, se dijo, y con qué facilidad pasaban.
—No —asintió al comentario de Liz—. Si Dios quiere, no será el último.
3
A las siete de la tarde, cuando los gemelos despertaron de la siesta, la contusión del muslo de Wendy había adquirido un tono púrpura oscuro. Tenía una extraña y nítida forma de seta.
—¿Thad? —llamó Liz desde la otra mesa de cambiar a los bebés—. Mira esto.
Thad terminó de quitarle a Wendy el pañal de la siesta, apenas húmedo, y lo tiró a la cubeta donde ponía ELLA. Llevó a su hija desnuda hasta la mesa donde estaba el niño para ver lo que Liz quería enseñarle. Contempló a William y abrió los ojos, asombrado.
—¿Qué te parece? —preguntó ella sin alzar la voz—. Es muy extraño, ¿verdad?
Thad observó a William un largo rato.
—Sí —dijo por fin—. Muy extraño.
Con una mano puesta sobre el pecho de William, que se agitaba sobre la mesa, Liz se volvió hacia Thad y lo miró atentamente.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —respondió Thad. Le sorprendió lo tranquila que sonaba su voz.
Un gran foco blanco parecía haber estallado no ante sus ojos, como un fogonazo, sino detrás. De pronto, creyó entender (un poco) lo de los pájaros y cuál debía ser el siguiente paso. Una simple mirada a su hijo y la presencia del cardenal en el muslo, idéntico en forma, color y posición al de Wendy, le había abierto los ojos. Cuando Will había cogido la taza de té de Liz y se la había echado por encima, había caído sentado de culo. Que Thad recordara, William no se había hecho absolutamente nada en la pierna. Sin embargo, allí estaba: un morado por simpatía en el muslo de la pierna derecha, un cardenal que tenía la forma de una seta.
—¿Seguro que estás bien? —insistió Liz.
—También comparten los golpes —dijo él, observando el moratón de William.
—¿Thad?
—Sí, estoy bien —le aseguró, y le rozó los labios con un beso—. ¿Qué te parece, terminamos de vestir a Psico y Somática?
Liz estalló en una carcajada.
—Thad, estás loco.
Él le dirigió una sonrisa. Era una mueca algo especial, algo distante.
—Sí. Como una cabra.
Llevó de nuevo a Wendy a su mesa y empezó a ponerle el pañal.