DIECISÉIS

GEORGE STARK AL HABLA

1

Alan Pangborn se había marchado para hablar con el doctor Hume y los agentes del FBI acababan de dar por finalizado el interrogatorio —si así se podía denominar aquella retahíla de preguntas inconexas planteadas con esa singular desgana— cuando George Stark llamó. El teléfono sonó apenas cinco minutos después de que los técnicos de la policía del estado (que se autodenominaban «los electricistas») se declarasen satisfechos con los accesorios añadidos a los teléfonos de los Beaumont.

Los dos hombres habían descubierto con disgusto, aunque por lo visto sin sorpresa, que a pesar del aspecto exterior moderno de los aparatos de los Beaumont, tenían que enfrentarse al anticuado sistema telefónico de dial giratorio que aún perduraba en Ludlow.

—Muchacho, parece mentira —comentó el electricista que se hacía llamar Wes (en su tono de voz daba a entender que, en realidad, no podía esperarse otra cosa en un lugar tan apartado como aquel).

El otro electricista, Dave, salió un momento a la camioneta a buscar los adaptadores y demás herramientas necesarias para conectar los teléfonos de los Beaumont con las fuerzas del orden, con un equipo de estos de finales del siglo XX. Wes puso los ojos en blanco y luego miró a Thad como si hubiera debido informarle, antes de nada, de que aún vivía en los tiempos pioneros del teléfono.

Ninguno de los dos técnicos dedicó siquiera una mirada a los hombres del FBI que habían volado desde la sede en Boston hasta Bangor, para coger luego la carretera, conduciendo heroicamente a través de las peligrosas tierras salvajes infestadas de lobos y osos, que unía Bangor con Ludlow. Era como si los dos agentes del FBI existieran en un espectro de luz completamente distinto, al cual los electricistas de la policía del estado fueran tan ciegos como al infrarrojo o a los rayos X.

—Todos los teléfonos del pueblo son así —murmuró Thad humildemente.

Empezaba a notar una desagradable acidez de estómago que, en circunstancias normales, le habría vuelto gruñón y difícil de soportar. Esta vez, en cambio, solo se sentía cansado, vulnerable y terriblemente triste.

Sus pensamientos evocaron una y otra vez al padre de Rick, que vivía en Tucson, y a los padres de Miriam, instalados en San Luis Obispo. ¿Qué estaría pensando ahora mismo el viejo señor Cowley? ¿Y los Pennington? ¿Cómo se tomarían las cosas aquella gente, a menudo mencionada en las conversaciones pero a quien nunca había llegado a conocer en persona? ¿Cómo se encajaría la muerte de un hijo, y sobre todo la muerte inesperada de un hijo ya adulto? ¿Cómo se encajaría el acto simple e irracional del asesinato?

Thad comprendió que estaba pensando en los supervivientes en lugar de en las víctimas por una sencilla razón: se sentía responsable de todo lo sucedido. ¿Por qué no? ¿Quién, si no él, era responsable de la existencia de George Stark? El hecho de que el anticuado sistema de teléfonos de dial giratorio que aún se utilizaba en Ludlow complicara inesperadamente la intervención de su aparato era un detalle más para sentirse culpable.

—Creo que ya está todo, señor Beaumont —dijo uno de los hombres del FBI después de repasar sus notas, prestando tan poca atención a los electricistas como estos a él. El agente, llamado Malone, cerró la libreta de notas, encuadernada en piel y con sus iniciales discretamente grabadas en plata en el ángulo inferior izquierdo de la cubierta. El hombre lucía un traje gris de corte clásico y llevaba el cabello peinado con una raya a la izquierda, que parecía trazada con una regla—. ¿Tienes alguna cosa más, Bill?

El agente Bill Prebble pasó las hojas de su agenda (también encuadernada en piel, pero sin iniciales), la cerró y movió la cabeza.

—No. Creo que con esto hemos terminado —declaró. El agente Prebble llevaba un traje marrón de corte clásico y también se peinaba con una raya a la izquierda trazada a regla—. Tal vez tengamos que hacerle algunas preguntas más en el transcurso de la investigación pero, de momento, tenemos cuanto podemos necesitar. Les agradecemos a ambos su colaboración.

El agente les dirigió una gran sonrisa, tras la cual apareció una dentadura que o bien era postiza, o bien era tan perfecta que resultaba espantosa. Thad se dijo al verla: «Si tuviéramos cinco años, creo que ese hombre nos daría a cada uno un certificado de ¡HOY HA SIDO UN DÍA DE CARAS FELICES! para llevárnoslo a casa y enseñárselo a mamá».

—De nada —dijo Liz en voz baja, sin prestar atención, mientras se frotaba con suavidad la sien izquierda con la yema de los dedos, como si estuviera sufriendo el principio de una intensa jaqueca.

«Probablemente de eso se trata», pensó Thad.

Consultó el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea y vio que acababan de dar las dos y media. Aquella debía de ser la tarde más larga de toda su vida, se dijo. No quería precipitarse en un juicio así, pero le daba la impresión de que así era.

—Si te parece bien —comentó Liz, mientras se ponía en pie—, creo que voy a tenderme un rato para poner las piernas en alto. No me siento muy animada.

—Es una buena…

Como es lógico, la palabra que pretendía añadir para terminar la frase era «idea». Pero, antes de que pudiera pronunciarla, sonó el teléfono.

Todos los presentes miraron el aparato y Thad notó que empezaba a latirle con fuerza una vena del cuello. Una nueva burbuja de acidez, intensa y abrasadora, se alzó poco a poco en su pecho y luego pareció extendérsele por la garganta.

—Estupendo —dijo Wes, muy satisfecho—. Así no tendremos que mandar a nadie para que haga una llamada de comprobación.

Thad se sintió de pronto como si estuviera encerrado en un globo de aire helado que se movía con él mientras daba unos pasos hacia el teléfono, que ahora compartía la mesilla con uno de los aparatos de control provisto de pilotos luminosos en un lateral. Uno de los indicadores se encendía y se apagaba al mismo tiempo que el timbre del teléfono.

«¿Dónde están los pájaros? Debería estar oyéndolos ahora mismo». Pero no había ninguno. El único sonido era el insistente timbre del supletorio de la sala.

Wes estaba arrodillado junto a la chimenea, guardando las herramientas en una caja negra que, con sus grandes cerrojos cromados, parecía la fiambrera del almuerzo de un obrero. Dave estaba apoyado en el umbral entre el salón y el comedor. El electricista le había preguntado a Liz si podía coger un plátano de la cesta de frutas que presidía la mesa y lo estaba pelando con esmero, deteniéndose de vez en cuando a examinar su trabajo con el ojo crítico de un artista en plena labor de creación.

—¿Por qué no conectas el comprobador de circuitos? —indicó a Wes—. Si necesitamos corregir algo en la línea, podemos hacerlo mientras estamos aquí. Puede que así nos ahorremos tener que volver.

—Buena idea —asintió su compañero, y sacó de la especie de fiambrera un instrumento con un mango de pistola.

Cuando el teléfono sonó, los dos técnicos reaccionaron con una leve expectación, pero nada más. Los agentes Malone y Prebble estaban de pie, guardando las libretas y alisando las arrugas como filos de cuchillo de las perneras de sus pantalones, en una actitud que confirmaba de algún modo la primera impresión que habían producido a Thad: aquellos dos tipos parecían más unos asesores fiscales que unos hombres de acción acostumbrados a las armas. Malone y Prebble no parecían haber advertido en absoluto que el teléfono estaba sonando.

Pero Liz sí se había dado cuenta. Había dejado de frotarse la sien y miraba a Thad con los ojos abiertos y perplejos de un animal acorralado. En aquel preciso instante, Prebble le estaba dando las gracias por el café y las pastas que le había preparado, pero no pareció sorprendido ante la falta de respuesta de Liz, al igual que no parecía haber advertido el sonido del teléfono.

«¿Qué os sucede a todos? —estuvo a punto de gritar Thad de improviso—. ¿Para qué diablos habéis instalado todo este equipo, sino para atender las llamadas?»

Estaba siendo injusto con ellos, naturalmente, pues la casualidad de que el hombre, tras cuya pista andaban, fuera el primero en llamar a casa de los Beaumont una vez instalado el equipo de seguimiento y escucha (apenas cinco minutos después de acabar la instalación, en realidad) era demasiado improbable… o al menos así lo habrían asegurado a cualquiera que les preguntara. Las cosas no ocurrían de este modo en el maravilloso mundo del servicio policial en vigor a finales de siglo XX, dirían los técnicos. Tenía que ser otro escritor que llamaba a Thad con el fin de comunicarle una nueva idea para una obra, o tal vez una vecina que quería pedirle a su esposa un poco de azúcar. ¿Cómo iba a tratarse del tipo que se creía su alter ego? Imposible. Era demasiado pronto, sería demasiada suerte.

Pero quien llamaba era Stark. Thad se lo estaba oliendo y, al ver a su esposa, supo que Liz también lo sabía.

Wes se volvió hacia él, preguntándose sin duda por qué Thad no atendía de una vez el teléfono recién intervenido.

«No te preocupes —pensó Thad—. No te preocupes, hombre; no va a colgar. Sabe que estamos en casa».

—Bueno, será mejor que dejemos de molestarla, señora Beau… —empezó a decir Prebble, pero Liz lo interrumpió para replicar con una voz tranquila, aunque terriblemente afligida:

—Preferiría que esperaran un momento, por favor.

Thad levantó el auricular y gritó por el micrófono:

—¿Qué quieres, hijo de puta? ¿Qué coño quieres?

Wes dio un respingo. Dave se quedó paralizado en el momento en que se disponía a dar el primer mordisco al plátano. Los agentes federales volvieron la cabeza con gesto brusco. Thad se descubrió deseando con dolorosa intensidad que Alan Pangborn estuviera allí en lugar de haber ido a visitar al doctor Hume. Alan tampoco creía en la existencia de Stark, al menos de momento, pero como mínimo era un ser humano. Thad suponía que los hombres que estaban en la casa también debían de serlo, pero albergaba serias dudas de que ellos les consideraran como tales a él y a Liz.

—¡Es él! ¡Es él! —le decía Liz a Prebble.

—¡Oh, cielos! —respondió el agente. Prebble y su intrépido compañero en el mantenimiento del orden intercambiaron una mirada de absoluta perplejidad: «¿Y qué narices hacemos ahora?».

Thad vio y escuchó todo esto, pero se sentía ajeno a ello. Ajeno incluso a Liz. Ahora, solo contaban él y Stark. Juntos de nuevo por primera vez, como solían decir los presentadores de los antiguos espectáculos de variedades.

—Tranquilo, Thad —respondió George Stark, con un tono entre sorprendido y divertido—. No es necesario que te pongas así.

Era la voz que Thad había esperado oír. Exactamente. Hasta el más leve matiz, incluso aquel acento sureño que le hacía arrastrar un poco las palabras.

Los dos electricistas intercambiaron unas palabras y, a continuación, Dave se dirigió a la camioneta donde tenía un teléfono supletorio. Aún tenía el plátano en la mano. Wes corrió a las escaleras del sótano para comprobar el funcionamiento de la grabadora activada por la voz.

Los intrépidos agentes del FBI permanecieron inmóviles en mitad de la sala, contemplando la escena. Daban la impresión de querer abrazarse el uno al otro en busca de consuelo, como dos niños pequeños perdidos en el bosque.

—¿Qué quieres? —repitió Thad en un tono de voz más sosegado.

—Bueno, solo llamo para decirte que ya he acabado el trabajo —le informó Stark—. Este mediodía he ajustado las cuentas con la última de la lista, esa muchacha que trabajaba en la Darwin Press para el jefe del departamento de contabilidad.

Thad volvió a reconocer el acento sureño de la voz.

—Es la chica que proporcionó a Clawson la pista para sus investigaciones —continuó Stark—. La policía la encontrará en el piso que tenía en la Segunda Avenida, en el centro de la ciudad. Una parte de la chica está en el suelo; el resto lo he dejado en la mesa de la cocina. —Soltó una carcajada y añadió—: He tenido una semana muy ajetreada, Thad. He estado dando saltos más deprisa que un manco en un concurso de dar patadas en el culo. Solo he llamado para tranquilizarte.

—Tus palabras no me sirven precisamente de consuelo… —replicó Thad.

—Bueno, muchacho, dale tiempo… Dale tiempo. Creo que me marcharé al sur y probaré a ir de pesca. La vida en la ciudad es agotadora.

Stark soltó otra risotada, una especie de estallido de alegría tan monstruoso que Thad notó que se le erizaba el pelo.

Estaba mintiendo.

Thad estuvo tan seguro de ello como de que Stark había esperado a que el equipo de escucha telefónica estuviese instalado antes de efectuar la llamada. ¿Era posible que lo supiera? La respuesta era afirmativa. Tal vez Stark llamara desde algún lugar de la ciudad de Nueva York, pero los dos, Thad y Stark, estaban unidos por el mismo vínculo invisible, pero innegable, que había entre los hermanos gemelos. También ellos eran gemelos, mitades de un mismo todo, y Thad se imaginó, aterrado, saliendo de su propio cuerpo y avanzando por la línea telefónica… No hasta Nueva York, sino hasta mitad de camino, hasta encontrarse con aquel monstruo en el centro del hilo umbilical, al oeste de Massachusetts tal vez, hasta encontrarse y fundirse en solo ser otra vez, como se habían encontrado y fundido, de algún modo, cada vez que había enfundado la máquina de escribir y había cogido uno de aquellos lápices Berol Black Beauty.

—¡Mentiroso de mierda!

Los agentes del FBI dieron un respingo como si alguien los hubiera pellizcado.

—¡Eh, Thad, eso no es muy amable por tu parte! —replicó Stark en tono dolido—. ¿Pensabas que iba a hacerte daño a ti? ¡Todo lo contrario! ¡Solo quería vengarte! Sabía que tenía que ser yo quien lo hiciera. Sé que tú carecías del valor para ello, pero no voy a tenértelo en cuenta; al fin y al cabo, en un mundo tan movido como este, tiene que haber gente de todas clases. ¿Por qué coño iba a molestarme en vengarte y luego dejar las cosas de tal manera que no pudieras disfrutar de esa venganza?

Thad se había llevado los dedos a la pequeña cicatriz blanca de la frente y la frotaba sin darse cuenta, con tal fuerza que empezaba a tener la piel enrojecida. Se descubrió tratando de mantener desesperadamente el dominio de sí mismo. De continuar aferrado a su propia realidad básica.

«Está mintiendo y sé por qué lo hace, y él sabe que lo sé, pero es consciente de que no importa porque nadie me creerá. Sabe lo extraño que les parece todo esto, sabe que están escuchando y lo que piensan… pero también conoce su modo de pensar y eso le hace sentirse seguro. Los policías creen que es solo un psicópata que imagina ser Stark, porque esto es lo que están obligados a creer. Cualquier otra cosa iría contra todo lo que han aprendido, contra todo lo que son. Ni todas las huellas digitales del mundo podrán cambiar eso. Y él sabe que si da a entender que no es George Stark, si insinúa que finalmente se ha dado cuenta de que no es él, la policía bajará la guardia. Quizá no retiren la protección inmediatamente… pero él ya encontrará el modo de acelerar el proceso».

—Ya sabes de quién fue la idea de enterrarte. Fue mía.

—¡No, no! —replicó al instante Stark—. Te empujaron a ello, eso es todo. Cuando apareció en escena ese asqueroso de Clawson, te dejaste impresionar demasiado deprisa, nada más. Luego, cuando llamaste a ese mono sabio que se hacía llamar agente literario, te dio muy malos consejos. Escucha, Thad, fue como si alguien hubiera dejado una gran cagada sobre la mesa del comedor y llamaras a alguien de confianza para preguntarle qué hacer con ella y ese alguien te dijera: «No hay ningún problema, ponle un poco de manteca de cerdo. La mierda con manteca de cerdo tiene un sabor aceptable en una noche fría». Por ti mismo, jamás habrías hecho una cosa así. Lo sé perfectamente, Thad.

—¡Eso es una condenada mentira y tú lo sabes!

De pronto, se dio cuenta de lo perfecto del plan, de lo bien que conocía Stark a la gente con quien estaba tratando. «Lo va a anunciar. Dentro de un momento, abrirá la boca y proclamará que no es George Stark. Y, cuando lo haga, todos le creerán. Escucharán la cinta que ahora mismo están grabando en el sótano y todos, Alan incluido, aceptarán sus palabras. Porque no se trata solo de que lo quieran creer, sino de que ya lo dan por hecho».

—No sé nada de eso —replicó Stark con voz calmada, casi amistosa—. No voy a molestarte más, Thad, pero deja que te dé un pequeño consejo antes de marcharme. Tal vez te irá bien. No sigas pensando que soy George Stark. Ese es el error que yo he cometido, y he tenido que matar a un montón de gente para comprenderlo de una vez.

Thad escuchó el comentario, atónito. Tenía que replicar algo, pero parecía incapaz de vencer aquella extraña sensación de estar desconectado de su cuerpo, de dominar su asombro ante el absoluto y perfecto descaro del tipo.

Pensó en su infructuosa conversación con Alan Pangborn y se preguntó de nuevo quién era él cuando asumía el papel de Stark, que al principio solo fue una más de sus historias. ¿Dónde estaba, exactamente, la línea divisoria entre la realidad y lo imaginario? ¿Acaso había creado a aquel monstruo al perder de vista, de algún modo, esa línea? ¿O había otro factor más, un factor X, que no podía ver, sino solo oír en los chillidos de aquellos pájaros fantasmales?

—No sé —añadió Stark con una risa fácil—, tal vez esté loco de verdad, como me decían en aquel sitio.

«¡Sí, señor! ¡Este era un buen golpe! ¡Hacer que buscaran en los sanatorios mentales de todo el sur a un hombre alto, de constitución robusta y cabello rubio! Aquello no distraería la atención de todos, pero serviría para empezar, ¿verdad?»

Thad agarró con fuerza el teléfono. La cabeza le latía de furia.

—Pero no lamento nada de lo que he hecho, porque esos libros me fascinaron, Thad. Cuando estaba allí, en el manicomio, creo que fueron lo único que me mantuvo cuerdo. ¿Y sabes una cosa? Ahora me siento mucho mejor. Ahora sé quién soy de verdad, y eso ya es algo. Lo que he hecho podría entenderse, supongo, como una especie de terapia, pero no creo que esa teoría tenga mucho futuro, ¿verdad?

—¡Deja de mentir, maldita sea! —exclamó Thad.

—Podríamos discutir este punto —replicó Stark—. Podríamos discutirlo hasta la saciedad, pero nos llevaría mucho tiempo. Supongo que te habrán dicho que me mantengas al aparato todo el rato posible, ¿no?

«No. No necesitan que sigas hablando. Y eso también lo sabes».

—Transmite mis más atentos saludos a tu encantadora esposa —continuó Stark con un tono en la voz que casi sonaba respetuoso—. Cuida de los pequeños. Y tómatelo con calma tú también, Thad. No voy a molestarte más. Es…

—¿Qué me dices de los pájaros? —preguntó Thad de improviso—. ¿Tú oyes los pájaros, George?

Al otro extremo de la línea se produjo un súbito silencio. A Thad le pareció que había un asomo de sorpresa en aquella quietud, como si, por primera vez en la conversación, algún detalle no hubiera salido según los planes meticulosamente trazados por George Stark. No sabía con exactitud por qué, pero era como si sus terminaciones nerviosas poseyeran un conocimiento oculto del que carecía el resto de su ser. Lo embargó por un instante una sensación de inmenso triunfo, la que podría sentir un boxeador aficionado que logra penetrar en la guardia de Mike Tyson y le hace tambalearse de un golpe.

—George… ¿tú oyes los pájaros?

El único sonido de la habitación era el tictac del reloj de la repisa. Liz y los agentes del FBI estaban pendientes de él.

—No sé de qué me hablas, amigo —respondió Stark con voz pausada—. ¿No es posible que tú…?

—No —le cortó Thad, soltando una carcajada. Sus dedos continuaron frotando la pequeña cicatriz blanca de la frente, con su vaga forma de signo de interrogación—. No, claro. No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? Pues bien, préstame atención un momento, George. Yo sí que oigo esos pájaros. Todavía no sé qué significan, pero lo averiguaré. Y cuando lo logre…

Pero allí se le terminaron las palabras. Cuando lo hiciera, ¿qué sucedería? No tenía ni idea.

La voz del otro lado de la línea declaró lentamente, con gran solemnidad y énfasis:

—No sé de qué estás hablando, Thad, pero no importa. Porque esto ha terminado.

Se escuchó un clic. Stark había colgado. Thad casi se sintió transportado de nuevo por la línea telefónica desde aquel imaginario punto de encuentro al oeste de Massachusetts, transportado no a la velocidad del sonido o de la luz, sino a la del pensamiento, y devuelto a su propio cuerpo, libre de Stark otra vez.

«¡Dios mío!»

Dejó caer el auricular y este quedó en la horquilla de cualquier manera. Se volvió, sostenido por unas piernas que parecían zancos, sin preocuparse de colgar el aparato como era debido.

Dave entró corriendo en la habitación por una de las puertas, mientras Wes lo hacía por la otra.

—¡Ha funcionado de maravilla! —exclamó Wes. Los agentes del FBI dieron un nuevo respingo y Malone soltó un chillido, ¡hiii!, que recordaba al de una mujer histérica ante la presencia de unos ratones en una historieta. Thad intentó imaginarse a aquel par de agentes en un enfrentamiento con un grupo de terroristas o con una banda armada y le resultó imposible. Tal vez estaba demasiado cansado, se dijo.

Los dos electricistas improvisaron una especie de torpe danza, dándose palmadas en la espalda mutuamente, y luego se dirigieron juntos a la camioneta del equipo.

—Era él —le dijo Thad a Liz—. Aunque haya dicho que no, era él. Él.

—Lo sé —le susurró ella al oído. Thad hundió el rostro en los cabellos de su esposa y cerró los ojos.

2

Los gritos habían despertado a los bebés y ambos lloraban a pleno pulmón en el piso de arriba. Liz subió a calmarlos. Thad estuvo a punto de ir tras ella, pero antes volvió al teléfono y colgó el auricular de forma correcta. El aparato sonó al instante. Era Alan Pangborn, que se había detenido en el cuartel Orono de la policía del estado para beber una taza de café antes de su cita con el doctor Hume. Estaba allí cuando Dave, el electricista, había informado por radio de la llamada recibida y de los resultados preliminares del rastreo del teléfono. Alan parecía muy excitado.

—Todavía no hemos terminado el seguimiento, pero sabemos que la llamada se realizó en la ciudad de Nueva York, código de zona 212. Dentro de cinco minutos localizaremos el punto concreto.

—Era él —repitió Thad—. Era Stark. Él ha dicho que no, pero seguro que era él. Habría que comprobar lo que ha dicho de esa chica. Si mal no recuerdo, se llamaba Darla Gates.

—¿La putilla con malos hábitos nasales?

—Exacto —dijo Thad. Aunque dudaba de que a Darla Gates le preocupara ya gran cosa su nariz. Thad se sentía tremendamente cansado.

—Pasaré el nombre a la policía de Nueva York. ¿Qué tal se encuentra, Thad?

—Bien.

—¿Y Liz?

—Déjese de cumplidos ahora, ¿quiere? ¿Ha oído lo que le he dicho? Era él. No importa lo que afirmara, le aseguro que era él.

—Bueno… ¿Por qué no esperamos a ver qué obtenemos en el rastreo del teléfono?

Thad captó en la voz del comisario un nuevo matiz. No era la especie de cauta incredulidad que había manifestado la primera vez que se había dado cuenta de que los Beaumont hablaban de George Stark como si fuera una persona de carne y hueso. Su tono era, esta vez, de auténtica incomodidad. Thad hubiera preferido no haberlo percibido, pero era demasiado evidente en la voz del comisario. De incomodidad y de esa vergüenza ajena que se siente ante alguien demasiado perturbado, demasiado estúpido o, simplemente, demasiado insensible para experimentarla él mismo. Thad notó una chispa de amarga ironía al pensar en ello.

—Está bien, esperemos a ver —asintió Thad—. Mientras tanto, supongo que seguirá usted adelante y acudirá a la cita con mi doctor.

Pangborn empezó a responder algo acerca de otra llamada pero, de pronto, a Thad no le importó lo más mínimo. La acidez volvía a rezumar en su estómago y esta vez era un volcán. «Qué astuto es —se dijo Thad—. Los policías creen que conocen su juego, pero es George quien quiere que lo crean así. Es él quien conoce las reacciones de los policías y cuando estos se hayan ido, cuando se hayan alejado lo suficiente, el astuto de George se presentará en su Toronado negro. ¿Y qué voy a hacer entonces para detenerlo?»

No lo sabía. Colgó el teléfono dejando a Alan Pangborn con la palabra en la boca y subió al piso de arriba para ayudar a Liz a cambiar a los mellizos y vestirlos para la tarde.

Continuó pensando en la sensación que había experimentado cuando le pareció sentirse atrapado en una línea telefónica que corría a lo largo de la campiña del oeste de Massachusetts, atrapado allí abajo, en la oscuridad, con el astuto George Stark.

Se había sentido como si estuviera en Terminal.

3

Diez minutos más tarde, el teléfono sonó de nuevo. Se interrumpió a mitad del segundo timbrazo y el electricista Wes llamó a Thad al aparato. Este bajó al piso inferior para responder a la llamada.

—¿Dónde están los agentes del FBI? —preguntó a Wes y, por un instante, estuvo seguro de que este le iba a contestar: «¿Agentes del FBI? No he visto a ninguno por aquí».

—¿Ellos? Se han marchado. —Wes se encogió de hombros como si fuera a preguntarle a Thad qué otra cosa esperaba—. Tienen todos esos ordenadores y, si alguien no juega con esas máquinas, supongo que otro se pregunta por qué están tanto rato ociosas y sufren un recorte en el presupuesto o algo parecido.

—Pero, entonces, ¿hacen algo?

—No —se limitó a responder Wes—. En casos como este, no. O, al menos, nunca he estado presente cuando lo hacían. Toman notas, eso es todo. Luego, meten esos datos en algún ordenador. Lo que le he dicho.

—Entiendo.

Wes consultó su reloj y añadió:

—Dave y yo también nos vamos. El equipo instalado funciona solo. Ni siquiera le pasaremos factura.

—Muy bien —dijo Thad, acercándose al teléfono—. Y gracias.

—De nada, señor Beaumont.

Thad se volvió.

—Si quisiera leer uno de sus libros, ¿cuál me recomendaría? ¿Uno de los que ha escrito con su nombre, o uno de los firmados bajo ese seudónimo?

—Pruebe con los del segundo —le indicó Thad mientras descolgaba el teléfono—. Hay más acción.

Wes asintió, esbozó un saludo y se fue.

—¿Diga? —preguntó Thad. Le parecía que pronto tendría un auricular injertado en el oído. Eso le ahorraría tiempo y problemas. Con equipo de grabación y rastreo de llamadas, por supuesto. Podría llevarlo todo en una mochila.

—Hola, Thad. Soy Alan. Aún estoy en el cuartel de la policía. Escuche, las noticias sobre el seguimiento telefónico no son muy buenas. Su amigo llamaba desde una cabina de la estación de Pensilvania.

Thad recordó lo que le había dicho Dave, el otro electricista, acerca de instalar aquel equipo caro de alta tecnología para terminar localizando la llamada en una cabina pública de cualquier centro comercial.

—¿Le sorprende eso? —preguntó al comisario.

—No. Estoy decepcionado, pero no sorprendido. Esperábamos que cometiera un fallo porque, lo crea o no, casi siempre descubrimos uno, tarde o temprano. Me gustaría pasar a verle esta noche, ¿le parece bien?

—De acuerdo —asintió Thad—, ¿por qué no? Si la cosa se pone aburrida, podemos jugar una partida de bridge.

—Esperamos tener los registros vocales de ese tipo esta misma tarde.

—Muy bien, tienen la grabación de su voz. ¿Y qué?

—La grabación, no. Los registros.

—No sé qué…

—El registro vocal es una gráfica por ordenador que representa fielmente las cualidades vocales de una persona —le informó Pangborn—. No tiene nada que ver con el habla, exactamente. No nos interesa el acento, los defectos en la pronunciación y este tipo de cosas. Lo que sintetiza el ordenador es el tono y la intensidad, lo que los expertos llaman voz de cabeza, y el timbre y la resonancia, lo que se conoce como voz de pecho. Se trata de unas huellas verbales y, como las digitales, no se ha encontrado nunca dos iguales. Según me han dicho, la diferencia en los registros vocales de gemelos idénticos es mucho más amplia que las diferencias en las huellas dactilares.

Hizo una pausa y añadió:

—Hemos enviado una copia en alta resolución de la grabación a la Oficina Federal de Servicios Policiales de Washington. De ahí obtendremos una comparación de las dos impresiones vocales, la de usted y la de ese tipo. Los agentes del cuartel deseaban decirme que estaba chiflado. Lo he visto en sus caras pero, después del asunto de las huellas y de la coartada, nadie ha tenido valor para levantarse y expresarse abiertamente.

Thad abrió la boca e intentó decir algo, pero no pudo; se humedeció los labios y volvió a intentarlo, pero fue en vano.

—¿Thad? ¿Va a colgarme otra vez?

—No —respondió y, de pronto, notó un nudo en la garganta—. Gracias, Alan.

—No, no diga eso. Entiendo lo que pretende agradecerme y no quiero llevarle a engaño. Lo único que intento es seguir el procedimiento habitual de investigación. El sistema es un poco extraño en este caso, lo reconozco, porque también las circunstancias lo son. Pero eso no significa que deba sacar usted conclusiones erróneas. ¿Me sigue?

—Sí. ¿Qué oficina es esa?

—¿La Oficina Federal de Servicios Policiales? Tal vez lo único bueno que hizo Nixon en todo el tiempo que permaneció en la Casa Blanca. Consta, sobre todo, de bancos de datos que sirven de centro de distribución de informaciones para los cuerpos de policía locales… y, por supuesto, también están los programadores que dirigen los ordenadores. Podemos acceder a las huellas dactilares de prácticamente todas las personas condenadas en Estados Unidos por delitos mayores desde 1969, más o menos. La oficina suministra también informes balísticos para compararlos, el grupo sanguíneo del delincuente cuando se cuenta con el dato, los registros vocales y los retratos robot por ordenador de los sospechosos de un delito.

—¿Así comprobaremos si mi voz y la suya…?

—Sí. Deberíamos tenerla aquí a eso de las siete. A las ocho, si los ordenadores van muy cargados de trabajo en Washington.

—Nuestras voces no se parecían en nada —comentó Thad, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—He escuchado la cinta y me he dado cuenta —dijo Pangborn—. Se lo explicaré otra vez: el registro vocal no tiene nada que ver con la manera de hablar. Voz de cabeza y voz de pecho, Thad. Existe una gran diferencia.

—Pero…

—Dígame una cosa, ¿le parece que el pato Lucas y Elmer el cazador tienen la misma voz?

Thad parpadeó, sorprendido.

—Bueno… no.

—A mí tampoco —continuó Pangborn—, pero a los dos personajes les da voz un tipo llamado Mel Blanc, que además hace también las de Bugs Bunny, el gato Silvestre y quién sabe cuántas más. Tengo que irme. Nos veremos esta noche, ¿de acuerdo?

—Sí.

—Entre siete y media y nueve, ¿le parece?

—Le esperaremos, Alan.

—De acuerdo. Suceda lo que suceda con este asunto, mañana voy a regresar a Castle Rock y, salvo que ocurra algo imprevisto, allí me voy a quedar.

—El dedo, después de hurgar, pasa a otra cosa, ¿verdad? —dijo Thad, y pensó: «Al fin y al cabo, Stark cuenta con ello».

—Sí… Tengo muchos otros pescados que freír. No son tan grandes como este, pero la gente de Castle Rock me paga un sueldo para que me encargue de ellos, ¿entiende a qué me refiero?

A Thad, el comentario le pareció una cuestión importante y no una simple expresión.

—Sí, lo entiendo.

«Los dos lo entendemos. Yo… y el astuto de George».

—Yo me marcharé, pero usted tendrá un coche patrulla de la policía del estado frente a la puerta de su casa veinticuatro horas al día, hasta que todo esto haya terminado. Son tipos duros, Thad. Y si los agentes de Nueva York bajaron un poco la guardia, los hombres que le vigilan no van a caer en el mismo error. Nadie volverá a subestimar a ese fantasma. Nadie se olvidará de usted ni dejará que usted y su familia se enfrenten solos a esto. Habrá gente trabajando en este caso y, mientras tanto, habrá otras personas vigilándole a usted y a los suyos. Lo entiende bien, ¿verdad?

—Sí, lo entiendo —dijo Thad. Y pensó: «Hoy, sí. Y mañana, la semana que viene, el mes próximo tal vez. Pero ¿y dentro de un año? De ningún modo. Lo sé con certeza. Él lo sabe también. De momento, la policía no creerá del todo que ha recuperado la razón y ha dejado de matar. Pero más adelante, cuando transcurran las semanas y no suceda nada, convencerse de ello será conveniente más que por razones políticas, por cuestiones económicas. Porque George y yo sabemos que el mundo sigue dando vueltas bajo el sol, al igual que sabemos que en cuanto todo el mundo esté ocupado friendo esos otros pescados, George se presentará y me freirá a mí. A NOSOTROS».

4

Quince minutos después, Alan seguía aún en el cuartel de la policía del estado, aún al teléfono y aún a la espera. Se oyó un chasquido al otro lado de la línea y la voz de una mujer joven le habló en tono de disculpa.

—¿Puede mantenerse a la espera un poco más, jefe Pangborn? El ordenador tiene uno de sus días lentos.

Alan estuvo a punto de decirle que era comisario, no jefe, pero luego decidió que carecía de importancia. Era un error que todo el mundo cometía.

—De acuerdo —asintió.

Clic.

Volvió a quedarse «a la espera», la versión contemporánea del limbo.

Alan Pangborn estaba sentado en un pequeño despacho abigarrado en el último rincón del cuartel; un poco más atrás, y habría tenido que ocuparse de sus cosas entre los arbustos. El despacho estaba lleno de archivadores polvorientos. La única mesa útil era un pupitre recuperado de una escuela primaria, de esos que tenían la superficie inclinada, la tapa con bisagra y un agujero para el tintero. Alan, sentado en él, levantó la parte delantera del pupitre con las rodillas y se balanceó hacia delante y hacia atrás ociosamente, al tiempo que giraba sin cesar la hoja de papel que tenía entre manos. En ella, escritas con la letra pequeña y cuidadosa del comisario, había dos anotaciones separadas: una decía: «Hugh Pritchard», y la otra: «Hospital del Condado de Bergenfield, Bergenfield, New Jersey».

Alan recordó la conversación que había mantenido con Thad hacía media hora, en la que había asegurado al escritor que los valientes policías del estado le protegerían a él y a su esposa del loco que se creía George Stark, si ese demente intentaba acercarse a ellos. Alan se preguntó si Thad habría tomado en serio sus palabras tranquilizadoras. Lo dudaba, pues estaba seguro de que un tipo que se ganaba la vida escribiendo novelas tendría buen olfato para los cuentos de hadas.

Desde luego, era cierto que la policía trataría de proteger a los Beaumont; de eso no cabía duda. Sin embargo, Alan no podía dejar de pensar en algo que había sucedido en Bandor en 1985.

En esa ocasión, una mujer había solicitado y recibido protección policial después de que su marido, del cual estaba separada, le hubiera propinado una paliza y la hubiera amenazado con volver a matarla si continuaba adelante con sus planes de divorcio. Durante dos semanas, el hombre había permanecido en las sombras. El departamento de policía de Bangor ya estaba a punto de retirar la escolta de protección, cuando se había presentado el marido al volante de una furgoneta de una lavandería y vestido con un mono verde, con el nombre del establecimiento en la espalda. El hombre había llegado hasta la puerta de la casa con un montón de ropa limpia en las manos. Los policías tal vez lo habrían reconocido, incluso a pesar del uniforme, si hubiera hecho su aparición días antes, cuando la orden de vigilancia era reciente. Sin embargo, todo esto no eran más que suposiciones, pues lo cierto es que no despertó la menor sospecha cuando al fin se presentó. El hombre llamó a la puerta y, tan pronto como la mujer le abrió, el ex marido sacó un arma del bolsillo del pantalón y la mató de un disparo. Antes de que los agentes destinados a la protección de la mujer se dieran cuenta de lo que había ocurrido, y mucho antes de que reaccionaran saltando del coche patrulla, el hombre ya estaba al pie del porche con las manos en alto, después de arrojar entre los rosales la pistola aún caliente. «No disparen —había dicho a los agentes con toda calma—. Ya he terminado». Según resultó, el hombre había pedido prestados el vehículo y el uniforme a un viejo compañero de juergas que ni siquiera estaba al corriente de que el autor de los disparos estuviera separado de su mujer.

Las cosas estaban muy claras: si a alguien se le metía en la cabeza acabar con una persona y tenía un mínimo de suerte, seguro que lo conseguía. Solo había que recordar a Oswald o a Chapman, o ver lo que había hecho el tal Stark con toda aquella gente de Nueva York.

Clic.

—¿Sigue usted ahí, jefe? —preguntó en tono vivaracho la voz femenina del Hospital del Condado de Bergenfield.

—Sí —respondió Alan—. Sigo a la espera.

—Ya tengo la información que me ha solicitado. El doctor Hugh Pritchard se jubiló en 1978. Tengo una dirección y un número de teléfono del doctor en Fort Laramie, Wyoming.

—¿Podría facilitármelos, por favor?

La mujer le dictó la dirección y el teléfono. Alan le dio las gracias, colgó y marcó el número. Solo tuvo tiempo a escuchar medio zumbido y, a continuación, un contestador automático empezó a recitar su mensaje grabado en el oído del comisario.

—Hola, aquí Hugh Pritchard —dijo una voz grave. «Bueno», pensó Alan, «al menos el tipo no ha muerto; eso ya es algo»—. Helga y yo no estamos en casa ahora mismo. Probablemente estoy jugando al golf, y Dios sabe qué planes tiene Helga. —El hombre había grabado también una ronca carcajada—. Si desea dejar algún mensaje, haga el favor de esperar a que suene la señal. Dispone de unos treinta segundos.

¡Piip!

—Doctor Pritchard, soy el comisario Alan Pangborn, jefe de policía de Castle Rock, en Maine. Necesito hablar con usted acerca de un hombre llamado Thad Beaumont. Usted le operó de un tumor cerebral en 1960, cuando el señor Beaumont tenía once años. Por favor, llámeme a cobro revertido al cuartel Orono de la policía del estado, número 207-866-2121. Muchas gracias.

Cuando finalizó el mensaje, tenía la frente bañada de un ligero sudor. Hablar con un contestador automático siempre le hacía sentirse como el concursante de algún programa de televisión.

«¿Por qué te tomas tantas molestias con este asunto?», se dijo.

La respuesta que le había dado a Thad era muy sencilla: cuestión de método. Pero Alan no se sentía satisfecho con una respuesta tranquilizadora como aquella, pues sabía que su reacción no tenía nada de rutinaria. Tal vez habría guardado alguna relación con el método si aquel doctor Pritchard hubiera operado a un hombre que se hacía llamar Stark

(«Aunque ya no, ahora que dice saber quién es de verdad»), pero no era así. El cirujano había intervenido a Thad Beaumont y, en cualquier caso, la operación se había realizado hacía veintiocho años.

Entonces, ¿por qué?

Porque nada de aquello encajaba. Por eso. No encajaban las huellas dactilares, ni el grupo sanguíneo obtenido de los rastros de saliva en las colillas de cigarrillos, ni la combinación de astucia y de furia homicida que había mostrado el tipo, ni la insistencia de Thad y Liz en que el seudónimo era de carne y hueso. Sobre todo, esto último. Una afirmación como aquella era propia de una pareja de lunáticos. Y ahora tenía un dato más que no encajaba. La policía del estado daba por buena, sin cuestionarla, la declaración del tipo respecto a que por fin había tomado conciencia de quién era en realidad. Para Alan Pangborn tal afirmación era menos auténtica que un billete de tres dólares. Las palabras del loco asesino sonaban a truco, a artimaña, a falsedad.

El comisario se dijo que tal vez el tipo aún seguía rondando.

«Pero nada de esto contesta a la pregunta —le susurró su mente—. ¿Por qué te preocupas por todo esto? ¿Por qué llamas a Fort Laramie, Wyoming, siguiendo la pista de un viejo doctor que, probablemente, no recuerda en absoluto a su paciente Thad Beaumont?»

«Porque no tengo nada mejor que hacer —se respondió a sí mismo, irritado—. Porque desde aquí puedo hacer las llamadas que quiera sin que el consejo municipal me pida explicaciones sobre los gastos en conferencias a larga distancia. Y porque ellos, Thad y Liz, están convencidos de lo que afirman. Es una locura, desde luego, pero los dos parecen bastante cuerdos, salvo en este punto… y, maldita sea, ellos creen que es la verdad. Aunque eso no significa que yo también lo crea».

Y no lo creía. ¿O sí?

El día transcurrió lentamente y el doctor Pritchard no respondió a su mensaje. En cambio, los registros vocales llegaron a sus manos poco después de las ocho y el resultado de los análisis por ordenador lo dejó asombrado.

5

Las huellas no se parecían en nada a lo que Thad había esperado. Había imaginado encontrarse con una gráfica en papel milimetrado con una serie de ondas, picos y valles que Alan Pangborn trataría de explicarles. Liz y él asentirían con aire grave a sus comentarios, como suele suceder cuando alguien se pone a explicar una cosa demasiado complicada para los profanos y estos escuchan sin plantear preguntas, conscientes de que las explicaciones que seguirían a estas resultarían aún menos comprensibles.

En cambio, Alan les mostró dos sencillas hojas de papel en blanco con una única línea trazada en cada una de ellas. Cada línea tenía unos tramos en dientes de sierra, siempre por pares o tríos, pero la mayor parte de ellas consistía en un trazo de suaves (aunque irregulares) ondulaciones. Uno solo tenía que comparar las dos hojas a simple vista para advertir que era idénticas o casi.

—¿Lo son? —preguntó Liz.

—No del todo —respondió Alan—. Observen.

Deslizó una hoja encima de la otra, moviéndolas como si fuera un prestidigitador que efectuara un truco de excepcional dificultad, y las levantó luego al trasluz. Thad y Liz observaron con atención el dibujo de ambas hojas.

—Son iguales —declaró Liz en voz baja, llena de asombro—. Las dos líneas son idénticas.

—Bueno… no exactamente —respondió Alan al tiempo que señalaba tres puntos donde la línea de los registros vocales de la hoja colocada detrás se diferenciaba ligeramente de la que había puesto delante.

Uno de los puntos distintos sobresalía por encima de la línea de la primera hoja, mientras que los otros dos lo hacían por debajo. En los tres casos, las diferencias se producían allí donde las líneas formaban los dientes de sierra. En el resto del gráfico, las ondulaciones suaves coincidían a la perfección.

—Las diferencias están en las impresiones vocales de Thad, y solo indican un mayor énfasis en la emisión de voz. —Alan fue señalando con el dedo cada uno de los puntos—: Aquí es donde decía: «¿Qué quieres, hijo de puta? ¿Qué coño quieres de nosotros?». Y aquí: «Esto es una maldita mentira y tú lo sabes». Y, finalmente, aquí: «¡Déjate de mentiras, maldita sea!». De momento, todo el mundo se ha concentrado en estas tres minúsculas diferencias porque prefieren aferrarse a la convicción de que no pueden existir dos registros vocales idénticos. Pero lo cierto es que en la parte de la conversación que corresponde a Stark no aparece ningún punto de énfasis. Ese cerdo se mantuvo frío, tranquilo y sereno en todo momento.

—Sí —aseguró Thad—. Parecía estar saboreando un refresco.

Alan dejó los papeles con los registros vocales sobre la mesilla junto al sofá.

—En la central de la policía del estado nadie se cree de verdad que sean dos voces diferentes, incluso teniendo en cuenta esas minúsculas diferencias —declaró—. Los registros vocales nos llegaron enseguida de Washington. Si me he retrasado es porque, cuando el experto de Augusta las ha visto, ha querido una copia de la cinta grabada. Se la hemos enviado en un vuelo de Eastern Airlines desde Bangor y allí la han analizado con un aparato que llaman potenciador de audio y que utilizan para determinar si una persona ha pronunciado realmente las palabras que investigan o si la voz de alguno de los interlocutores procede de una cinta.

—Si la voz habla en directo o si estaba grabada con antelación, ¿no es eso? —preguntó Thad, sentado junto a la chimenea con un vaso de soda en la mano.

Liz había vuelto al parque de juegos después de observar los registros vocales. Estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas tratando de evitar que William y Wendy chocaran cabeza con cabeza mientras se examinaban los dedos de los pies el uno al otro.

—¿Por qué quieren investigar eso? —preguntó.

El comisario hizo un gesto con el pulgar señalando a Thad, en cuyos labios había aparecido una amarga sonrisa.

—Su esposo se lo dirá.

Thad se volvió hacia Alan y dijo:

—Gracias a esas pequeñas diferencias en los gráficos, los expertos pueden al menos engañarse a sí mismos pensando que son las voces de dos interlocutores distintos, aunque sepan muy bien que no es así. Era esto lo que usted quería explicar, ¿verdad, comisario?

—Ajá. Aunque yo nunca he oído hablar de unos registros vocales que se parezcan tanto, ni por asomo. —Se encogió de hombros y continuó—: Desde luego, no tengo tanta experiencia como esos tipos de la Oficina Federal que se ganan la vida estudiando estas cosas, ni como los expertos de Augusta, que son una especie de especialistas en medicina general: registros vocales, huellas dactilares, huellas de pisadas, de llantas de neumático. Sin embargo, a pesar de todo, siempre trato de estar al día en mi profesión y, además, me encontraba presente cuando llegaron los resultados, Thad. Es cierto que intentan engañarse a sí mismos, pero sin mucho entusiasmo.

—De modo que tienen tres pequeñas diferencias, pero no son suficientes —murmuró Thad—. El problema es que mi voz estaba muy alterada y la de Stark, no. Así pues, han recurrido a ese potenciador con la esperanza de encontrar algún fraude. Con la esperanza, en fin, de que la parte de la conversación correspondiente a Stark resultara ser una grabación. Hecha por mí mismo. —Frunció el ceño en dirección a Alan y añadió—: ¿Me he llevado el jamón de premio?

—No solo eso; ha ganado también la cristalería de seis servicios y un viaje pagado a Kittery.

—Es lo más idiota que he oído nunca —declaró Liz rotundamente.

Thad soltó una carcajada sin humor.

—Todo este asunto es una idiotez. Han imaginado que podía haber fingido diferentes voces, como Mel Blanc. La idea es que pude grabar una cinta con la voz de George Stark, intercalando pausas para introducir después, ante testigos, mi propia voz. Y, por supuesto, tendría que haber comprado un aparato para conectar la grabadora a un teléfono público. Porque esos aparatos existen, ¿verdad, Alan?

—Desde luego. Se pueden adquirir en cualquier tienda importante de accesorios electrónicos o marcando el número de teléfono de una de esas cadenas de venta por correo.

—Exacto. Lo único que me faltaría entonces sería un cómplice, alguien de confianza que estuviera dispuesto a ir a la estación de Pensilvania, conectar la cinta al teléfono de una de las cabinas como si tal cosa, y marcar el número de mi casa a la hora convenida. Luego… —Thad hizo una pausa, como si titubeara—, ¿cómo habría pagado la conferencia, Alan? Se me ha olvidado ese detalle. Desde luego, no fue a cobro revertido.

—El comunicante utilizó su número de tarjeta de crédito telefónica —le informó Alan—. Evidentemente, se la dio usted a su cómplice.

—Sí, evidentemente. Una vez puesto en marcha todo este montaje, solo me quedaba un par de cosas por hacer. Una era asegurarme de que respondía al teléfono yo mismo. La otra era recordar lo que tenía que decir para colocarlo en cada pausa de forma correcta. Eso me salió muy bien, ¿no le parece, Alan?

—Sí, fantástico.

—Mi cómplice corta la llamada en el momento que indica el guión. Desconecta la grabadora del teléfono, se la pone bajo el brazo…

—No, hombre, se la mete en el bolsillo —le corrigió Alan—. El material que se vende hoy en día es tan bueno que hasta la CIA acude a comprarlo al supermercado de electrodomésticos.

—Está bien, la guarda en el bolsillo y desaparece del lugar. El resultado es una conversación en la que varias personas me ven y me oyen hablar con un interlocutor que se encuentra a setecientos kilómetros, un hombre con una voz que parece distinta (en la que se advierte, de hecho, un ligero acento sureño), pero que tiene el mismo registro vocal que yo. Esto es una repetición del asunto de las huellas dactilares, solo que aún mejor.

Thad miró a Alan buscando una confirmación a sus palabras.

—Pensándolo mejor —dijo Alan—, se ha ganado usted el viaje a Portsmouth con todos los gastos pagados.

—Gracias.

—De nada.

—Todo esto no solo me parece idiota —intervino Liz—, sino también absolutamente increíble. Creo que toda esa gente tendría que hacerse mirar la cabeza…

Aprovechando que había desviado por un instante su atención, los gemelos consiguieron por fin darse un buen golpe cabeza contra cabeza y empezaron a llorar a grito pelado. Liz coger en brazos a William. Thad rescató a Wendy.

Cuando la crisis hubo pasado, Alan comentó:

—Es increíble, desde luego. Lo sabe usted, lo sé yo y lo saben ellos. Pero Conan Doyle puso en boca de Sherlock Holmes una frase, al menos, que sigue siendo un axioma en la investigación de un crimen: una vez eliminadas todas las explicaciones imposibles, lo que queda es la respuesta, por improbable que pueda parecer.

—Me parece que la frase original era más elegante —apuntó Thad.

—¡A la mierda! —replicó Alan con una sonrisa.

—Puede que a usted y a Thad les parezca muy divertido, pero yo no le veo la gracia —declaró Liz—. Mi marido tendría que estar loco para hacer algo similar… ¡Claro!, la policía debe de pensar que los dos estamos locos.

—No, Liz, nadie piensa eso —explicó Alan con voz sería—, al menos de momento, y nadie lo pensará mientras sigan guardándose los comentarios más extravagantes para ustedes.

—¿Y usted, qué, Alan? —intervino Thad—. Le hemos explicado toda esa historia que ahora llama comentarios extravagantes. ¿Qué opina usted?

—No creo que estén locos. Todo esto resultaría mucho más sencillo si pensara lo contrario, pero no entiendo lo que está pasando.

—¿Qué le dijo el doctor Hume? —quiso saber Liz.

—Me dio el nombre del cirujano que operó a Thad cuando era pequeño —respondió Alan—. Se llama Hugh Pritchard… ¿le despierta algún recuerdo ese nombre, Thad?

Thad frunció el ceño y se concentró. Por último, dijo:

—Creo que sí, pero podría estar engañándome a mí mismo. Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Liz estaba inclinada hacia delante con un nuevo brillo en los ojos; William miró al comisario desde la seguridad del regazo de su madre.

—Entonces, ¿qué le ha dicho Pritchard?

—Nada. Ha atendido la llamada un contestador automático, lo cual me permite deducir que el doctor aún está vivo, y eso es todo. Le he dejado un mensaje.

Liz volvió a echarse hacia atrás en el asiento, visiblemente decepcionada.

—¿Qué hay de mis pruebas? —inquirió Thad—. ¿Tiene ya los resultados el doctor Hume? ¿O no ha querido revelarle nada?

—Dice que cuando reciba los resultados, usted será el primero en saberlo —respondió Alan y, con una sonrisa, añadió—: El doctor Hume parecía muy ofendido ante la idea de comunicar cualquier dato a un comisario de pueblo.

—Así es George Hume —comentó Thad, sonriendo también—. Tiene fama de brusco.

Alan se movió en su asiento.

—¿Le apetece algo de beber, comisario? —le preguntó Liz.

—No, gracias. Volvamos a lo que la policía del estado cree o no cree. Los investigadores no consideran probable que ninguno de los dos esté involucrado en el asunto, pero se reservan el derecho a cambiar de opinión. Saben que no pueden colgarle los muertos de anoche ni de esta mañana, Thad. Tal vez fuera un cómplice (el mismo, hipotéticamente, que se habría encargado del truco de la grabación telefónica), pero usted, no. Usted estaba aquí.

—¿Qué hay de Darla Gates, la chica que trabajaba en la sección de contabilidad? —preguntó Thad sin alzar la voz.

—Muerta. Mutilada de forma bastante horrible, como apuntó la voz del teléfono, pero muerta de un balazo en la cabeza antes de que la mutilaran. No sufrió nada.

—Eso es mentira.

Alan le miró con un parpadeo de perplejidad.

—Seguro que no la despachó tranquilamente —continuó Thad—. Después de lo que le hizo a Clawson, seguro que no. Al fin y al cabo, esa chica fue la primera soplona, ¿no? Clawson le puso delante algún dinero (no pudo ser mucho, a juzgar por el estado financiero del tipo) y ella se lo agradeció revelándole el secreto. Así que no me venga ahora con que le disparó antes de mutilarla y que no sufrió nada.

—Está bien —reconoció Alan—. No ocurrió como le he dicho. ¿Quieren saber qué sucedió de verdad?

—No —respondió Liz al instante.

Hubo un momento de denso silencio en la sala. Incluso los gemelos parecieron advertirlo y se miraron mutuamente con aire de gran solemnidad. Por fin, Thad insistió:

—Permítame preguntárselo otra vez: ¿qué piensa usted del asunto? ¿Cuál es su opinión ahora?

—No tengo ninguna teoría. Sé que no grabó usted la parte de la conversación correspondiente a Stark porque los aparatos especiales no detectaron ningún montaje a base de cintas y porque, una vez analizada la grabación de la llamada, se oyen los altavoces de la estación anunciando la inminente salida del tren Peregrino a Boston por el andén número tres. Hemos comprobado que, en efecto, el Peregrino salió esa tarde de la vía número tres y que a las dos y treinta y seis estaba subiendo a bordo el pasaje, todo lo cual demuestra la autenticidad de la llamada. Pero a mí me sobran esas comprobaciones. Si la conversación hubiera estado grabada o preparada de algún modo, usted o Liz me habrían preguntado por el resultado del análisis de la cinta en cuanto he sacado el asunto a colación. Y ninguno de los dos lo ha hecho.

—Es decir —murmuró Thad—, que a pesar de todo sigue sin creernos, ¿verdad? Me refiero a que no deja de darle vueltas y más vueltas al tema, hasta el extremo de seguir el rastro del doctor Pritchard, pero no termina de decidirse a tomar al toro por los cuernos, ¿no es eso? —Thad se sorprendió por el tono de frustración y desaliento de su voz.

—El propio tipo admitió que no era Stark.

—Sí, claro. Precisamente en eso fue sincero, ¿no? —Thad se echó a reír.

—Reacciona usted como si no le sorprendiera.

—Desde luego que no. ¿Acaso le sorprende a usted?

—Con franqueza, sí. Después de tomarse tanto trabajo para dejar constancia de que usted y él tienen las mismas huellas dactilares, los mismos registros vocales…

—Un momento, Alan, por favor… —intervino Thad. Pangborn se interrumpió y lanzó una mirada inquisitiva al escritor—. Esta mañana le he dicho que estaba seguro de que todo esto es obra de George Stark. No de un cómplice mío o de un psicópata que, de alguna manera, hubiera inventado un sistema para dejar las huellas dactilares de otras personas (en el tiempo libre que le dejan sus ataques asesinos y sus crisis de identidad, claro está). Usted no me ha creído entonces. ¿Me cree ahora?

—No, Thad. Ojalá pudiera darle otra respuesta, pero lo máximo que puedo decirle es esto: creo que usted está convencido de ello. —Volvió los ojos para mirar también a Liz—. Que ambos lo creen.

—Yo tendré que aceptarlo como cierto porque, de lo contrario, puedo darme por muerto —declaró Thad—. Y conmigo el resto de mi familia, más que probablemente. De momento, me alegra oírle decir que no tiene usted ninguna teoría. No es mucho, pero es un paso adelante. Yo pretendía hacerle ver que la cuestión de las huellas dactilares y de los registros vocales carece de importancia, y Stark lo sabe. Puede usted hablar todo lo que quiera respecto a descartar lo imposible y aceptar lo que quede, por improbable que sea, pero el asunto no va por ahí. Usted no acepta a Stark, pese a que es lo que queda cuando se elimina el resto. Mirémoslo de este modo, Alan: si usted tuviera todas estas pruebas de que sufre un tumor cerebral, seguro que acudiría al hospital para someterse a una intervención, aunque tuviera bastantes posibilidades de no salir de ella con vida.

Alan abrió la boca, sacudió la cabeza y volvió a cerrar las mandíbulas. Salvo el tictac del reloj y el suave balbuceo de los gemelos, no se oía nada más en la sala, donde Thad empezaba a sentirse cada vez más como si hubiera pasado allí toda su vida adulta.

—Por un lado —prosiguió Thad con voz grave—, tiene usted pruebas circunstanciales lo bastante contundentes como para presentar el caso ante un tribunal. Por el otro, tiene la afirmación, imposible de comprobar, de una voz que dice por teléfono «haber recuperado el juicio» y «saber por fin quién es en realidad». Pero usted va a hacer caso omiso de las pruebas en favor de esa mera declaración.

—No, Thad. Eso no es verdad. De momento, no voy a aceptar ninguna afirmación: ni de usted ni de su esposa ni menos aún las del tipo que efectuó la llamada. Sigo abierto a todas las opciones.

Thad hizo un gesto con el pulgar por encima del hombro, señalando la ventana que quedaba a su espalda. Tras la cortina que se mecía suavemente, se vislumbraba el coche patrulla de la policía del estado que se ocupaba de vigilar la casa de los Beaumont.

—¿Qué me dice de ellos? ¿También están abiertos a todas las opciones? Ojalá se quedara usted aquí, Alan… Le preferiría a todo un ejército de agentes como esos porque, al menos, usted tiene un ojo medio abierto. Todos los demás los tienen completamente cerrados.

—Thad…

—No importa —continuó este—. Es verdad. Usted lo sabe… y él también. Esperará. Cuando todo el mundo decida que el asunto ha terminado y que los Beaumont están a salvo, cuando la policía desmonte la tienda y continúe su camino, entonces habrá llegado el momento de George Stark.

Hizo una pausa. Sus facciones formaban una composición sombría y compleja. Alan percibió pesar y remordimiento, determinación y temor, pugnando en ellas.

—Voy a decirle una cosa, voy a deciros una cosa a los dos. Sé exactamente qué se propone. Quiere que escriba otro libro bajo el nombre de Stark, probablemente otra novela de Alexis Máquina. No sé si sería capaz de hacerlo pero, si pensara que serviría de algo, lo intentaría. Haría trizas El perro dorado y empezaría esta misma noche.

—¡Thad, no! —gritó Liz.

—No te preocupes —la tranquilizó él—. Eso me mataría. No me preguntes cómo lo sé, pero estoy convencido. Y aun así, si mi muerte fuera a poner término a todo esto, me pondría a escribir. Pero no creo que eso arreglara nada. Porque en realidad no creo que Stark sea un hombre de carne y hueso.

Alan guardó silencio.

—¡Bien! —añadió entonces Thad con el aire de quien llega a las conclusiones de una importante conferencia—. Así están las cosas. No puedo, ni quiero, ni debo. Eso significa que vendrá a por mí. Y cuando llegue, solo Dios sabe qué sucederá.

—Thad —murmuró Alan, incómodo—, necesita usted un poco de distancia en este asunto, eso es todo. Cuando la tenga, la mayor parte de lo que le preocupa reventará. Como una pompa de jabón. Como una pesadilla de madrugada.

—No es distancia lo que necesitamos —replicó Liz. Los dos hombres la miraron y vieron que estaba llorando en silencio. No mucho, solo le caían unas lágrimas—. Lo que nos hace falta es alguien que lo elimine.

6

Alan regresó a Castle Rock a primera hora de la mañana siguiente y llegó a su casa poco después de las dos de la madrugada. Entró haciendo el menor ruido posible y advirtió que Annie se había olvidado una vez más de conectar la alarma contra los ladrones. No deseaba molestarla con aquellos detalles, pues las migrañas se habían acentuado durante los últimos tiempos, pero se dijo que tendría que hacerlo, tarde o temprano.

Empezó a subir las escaleras con los zapatos en la mano, desplazándose con una suavidad tal que casi le dio la impresión de estar flotando. Su cuerpo poseía una agilidad —exactamente opuesta a la torpeza de Thad Beaumont— que Alan rara vez revelaba; sus músculos parecían en posesión de algún misterioso secreto del movimiento que a su mente le resultaba un tanto perturbador. Pero en aquel instante, envuelto en el silencio, no había necesidad de ocultarlo y avanzó con una sombría facilidad que casi parecía macabra.

A mitad de la escalera, se detuvo y volvió sobre sus pasos. Junto al salón tenía un pequeño cuarto de trabajo, no mucho más que un trastero amueblado con un escritorio y unas estanterías, pero adecuado para sus necesidades. Alan procuraba no llevarse trabajo a casa. No siempre lo conseguía, pero lo intentaba.

Cerró la puerta, encendió la luz y miró el teléfono.

«No irás a hacerlo en serio, ¿verdad? —se preguntó—. Escucha, en Wisconsin es casi medianoche y ese tipo no es un simple médico retirado; es un neurocirujano retirado. Despiértalo y prepárate para una bronca de órdago».

A continuación, Alan recordó los ojos de Liz Beaumont, sus ojos oscuros y asustados. Decidió hacerlo de todos modos. Tal vez sería incluso lo más conveniente; una llamada en plena noche pondría de manifiesto que se trataba de un asunto importante y daría qué pensar al doctor Pritchard. Luego, Alan podría volver a llamarlo a una hora menos intempestiva.

«¿Quién sabe? —pensó sin muchas esperanzas, pero con un toque de humor—, tal vez eche de menos las llamadas en plena noche».

Alan sacó el pedazo de papel que llevaba en el bolsillo de la camisa de uniforme y marcó el número de Hugh Pritchard en Fort Laramie. Lo hizo sin sentarse, preparándose para el acceso de cólera de aquella voz ronca.

No debería haberse preocupado tanto; el contestador automático se puso en funcionamiento tras la misma fracción de timbrazo y transmitió el mismo saludo.

Alan colgó con aire pensativo y se sentó tras el escritorio. La lámpara de sobremesa formaba un marcado círculo iluminado en la superficie del escritorio y el comisario se puso a hacer una serie de sombras chinescas bajo su resplandor: un conejo, un perro, un águila, incluso un aceptable canguro. Sus manos poseían la misma agilidad que el resto de su cuerpo cuando estaba a solas y relajado; bajo aquellos dedos dotados de una misteriosa flexibilidad, los animales parecían marchar en un desfile bajo el pequeño foco de la lamparilla, cada uno transformándose en el siguiente. Aquel entretenimiento trivial nunca dejaba de fascinar y divertir a sus hijos y, con frecuencia, conseguía devolverle la calma cuando le preocupaba algún problema.

Pero esta vez no funcionó.

«El doctor Pritchard ha muerto. Stark lo ha eliminado también».

Esto era imposible, por supuesto; se dijo que era capaz de tragarse una historia de fantasmas si alguien le ponía una pistola en la sien, pero no una especie de maligno Superman capaz de cruzar continentes de un salto. Se le ocurrían varias buenas razones para que alguien dejara el contestador automático por la noche. Una de ellas podía ser la de evitar que desconocidos como el comisario Alan J. Pangborn, de Castle Rock, Maine, lo molestaran con llamadas a horas intempestivas.

«Sí, pero está muerto. Y su esposa también, ¿cómo se llamaba? Sí, Helga. “Probablemente estoy jugando al golf y Dios sabe qué planes tiene Helga.” Pero yo sé qué le esperaba a Helga. Sé lo que os esperaba a los dos: terminar degollados y bañados en sangre, eso es lo que os esperaba, y con un mensaje escrito en la pared de vuestra sala de estar. Un mensaje que dice: LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR».

Alan Pangborn se estremeció. Aquello era una locura, pero se estremeció de todos modos. El escalofrío le recorrió la espalda como un alambre.

Marcó el número de información de Wyoming, pidió el número de la comisaría de Fort Laramie y efectuó otra llamada. La atendió un agente de guardia, medio dormido a juzgar por la voz. Alan se identificó, explicó al agente con quién trataba de ponerse en contacto y dónde vivía, y luego le preguntó si el doctor Pritchard y su esposa figuraban entre los vecinos ausentes por vacaciones. Si el matrimonio se había marchado de vacaciones —y ya empezaba a ser la temporada—, lo más probable era que hubieran informado a la policía local para que echaran un vistazo a la casa mientras estaba vacía.

—Bueno —respondió el agente—, ¿por qué no me da su número? Le volveré a llamar con la información.

Alan soltó un suspiro. Aquello era el procedimiento habitual de una comisaría. Las estupideces de costumbre, para decirlo de forma suave. El tipo no iba a soltar la información hasta estar seguro de que Alan era quien afirmaba ser.

—No —dijo al agente—. Le llamo desde mi casa, es de madrugada y…

—Aquí tampoco es mediodía precisamente, comisario Pangborn —replicó el agente, lacónico. Alan exhaló otro suspiro.

—Estoy seguro de ello —asintió—, y también estoy seguro de que no tiene a su esposa y a sus hijos durmiendo en el piso de arriba. Le diré lo que puede hacer, amigo mío: llame a la sede central de la policía del estado de Maine, en Oxford (ahora le daré el número), y compruebe mi identidad. Allí le darán mi número de identificación policial. Le volveré a llamar dentro de diez minutos y entonces confirmaremos quién soy.

—Deme ese número —accedió el agente, pero no pareció muy contento al decirlo.

Alan imaginó que había interrumpido al tipo mientras veía la película de madrugada o repasaba el Penthouse del mes.

—¿De qué va el asunto? —quiso saber a continuación, cuando hubo releído el número de teléfono de la sede central de la policía de Maine.

—Una investigación por asesinato —explicó Alan—, y es un asunto urgente. No le llamo por gusto, amigo.

Colgó. Se quedó sentado ante la mesa y continuó haciendo sombras chinescas y aguardando a que la manecilla de los segundos diera diez vueltas completas a la esfera del reloj. El avance parecía muy lento. Apenas había completado cinco vueltas cuando se abrió la puerta del despacho y entró Annie. Llevaba una bata rosa y a Alan le pareció una figura casi fantasmal; notó que el escalofrío quería abrirse paso de nuevo en su interior, como si se hubiera asomado al futuro y hubiera visto allí algo desagradable. Repulsivo, incluso.

«¿Cómo me sentiría si fuera a mí a quien persiguiera? —se preguntó de pronto—. ¿Si su objetivo fuéramos, yo, Annie, Toby y Todd? ¿Cómo me sentiría si yo supiera quién es él y nadie me hiciera caso?»

—Alan, ¿qué haces ahí sentado a estas horas?

El comisario sonrió, se puso en pie y la besó.

—Solo esperaba a que se disiparan los efectos de las drogas.

—Vamos, Alan, en serio, ¿se trata del asunto Beaumont?

—Sí. He intentado localizar a un doctor que tal vez sepa algo del asunto. Siempre me responde el contestador automático y he llamado a la comisaría para averiguar si se ha marchado de vacaciones. Se supone que el agente de guardia está comprobando mis credenciales. —Miró a su esposa con cariñosa preocupación y le preguntó—: ¿Cómo te encuentras, cariño? ¿Tienes dolor de cabeza esta noche?

—No —respondió Annie—, pero te he oído llegar. —Con una sonrisa, añadió—: Cuando quieres, Alan, eres el hombre más silencioso del mundo, pero no puedes evitar el ruido del coche.

Él la abrazó.

—¿Quieres una taza de té?

—No, qué va. Un vaso de leche, si no te molesta.

Annie lo dejó solo y volvió enseguida con la leche.

—¿Qué tal es el señor Beaumont? —preguntó entonces—. Lo he visto en el pueblo, y su esposa viene a la tienda de vez en cuando, pero nunca he hablado con él.

La tienda a la que se refería era una mercería, de la que era propietaria y encargada una mujer llamada Polly Chalmers, y en la que Annie Pangborn había trabajado por horas durante cuatro años.

—Me cae bien —dijo Alan después de pensar la respuesta—. Al principio no; me pareció un tipo desagradable, pero lo conocí en unas circunstancias difíciles para él. Solo es… distante. Tal vez se deba a su trabajo.

—Sus dos libros me gustaron mucho —aseguró Annie.

Alan levantó las cejas.

—No sabía que los hubieras leído.

—No me lo habías preguntado. Luego, cuando surgió el asunto del seudónimo, traté de leer uno de esos otros. —Annie arrugó la nariz en un gesto de desagrado.

—¿No era bueno?

—Era terrible. Daba miedo. No lo terminé. Jamás habría imaginado que los dos libros los había escrito la misma persona.

«¿Sabes una cosa, cariño? —pensó Alan—. Él tampoco lo cree».

—Tienes que volver a la cama o te levantarás con otra jaqueca.

Ella movió la cabeza en un gesto de negativa.

—Creo que don Dolor de Cabeza se ha vuelto a ir, al menos de momento. —Lanzó una mirada a su esposo entornando los ojos y añadió—: Estaré despierta cuando subas… si no tardas mucho.

Alan le acarició los pechos por encima de la bata rosa y le besó los labios entreabiertos.

—Subiré en cuanto pueda.

Annie se marchó y Alan vio que habían transcurrido más de diez minutos. Llamó de nuevo a Wyoming y respondió el mismo agente de guardia de voz soñolienta.

—Pensaba que se había olvidado de mí, amigo.

—En absoluto —dijo Alan.

—¿Le importaría darme su número de identificación policial, comisario?

—109-44-205-ME.

—Bueno, supongo que es usted de verdad. Lamento haberle sometido a tantas monsergas a estas horas, comisario Pangborn, pero supongo que lo comprende.

—Desde luego. ¿Qué puede decirme acerca del doctor Pritchard?

—Ah, sí, él y su esposa se han marchado de vacaciones, en efecto —respondió el agente—. Están de acampada en el parque Yellowstone hasta final de mes.

«Ahí tienes —pensó Alan—. ¿Lo ves? Y tú aquí pegando brincos por una sombra en mitad de la noche. Nada de gargantas cortadas. Nada de mensajes en las paredes. Simplemente, dos viejos de excursión por el campo».

Pero descubrió que aquel pensamiento no le servía de gran alivio. Iba a ser difícil ponerse en contacto con el doctor Pritchard, al menos durante el siguiente par de semanas.

—Si necesitara dejarle un mensaje, ¿cree que podría hacerlo? —preguntó al agente.

—Supongo que sí —contestó este—. Puede llamar al Servicio Forestal de Yellowstone. Allí sabrán dónde están, o deberían saberlo. Tal vez tarden un poco, pero probablemente le pondrán en contacto. Yo he hablado con el doctor un par de veces y parece un vejete bastante agradable.

—Bien, bueno es saberlo —comentó Alan—. Perdón por las molestias.

—De nada… ¡Para eso estamos!

Alan escuchó un ligero crujido de papeles e imaginó a aquel tipo sin rostro cogiendo otra vez el Penthouse, a medio continente de distancia.

—Buenas noches.

—Buenas noches, comisario.

Alan colgó y permaneció sentado un momento más, escrutando la oscuridad al otro lado de la ventana del despacho.

«Está ahí fuera. En alguna parte. Y sigue acercándose».

Alan volvió a preguntarse qué sentiría si fuera su propia vida y las de Annie y los niños las que estuvieran en juego. Se preguntó cómo se sentiría si él lo supiera y nadie diera crédito a sus palabras.

«Te has traído otra vez el trabajo a casa, querido», oyó decir mentalmente a Annie.

Era verdad. Hacía un cuarto de hora había tenido el convencimiento —en sus terminaciones nerviosas, si no en su cabeza— de que Hugh y Helga Pritchard yacían muertos en un charco de sangre. No era cierto; a aquellas horas estaban durmiendo pacíficamente bajo las estrellas en el parque nacional Yellowstone. Así sucedía con la intuición: tenía la virtud de desvanecerse en cuestión de instantes.

«Así es como va a sentirse Thad cuando descubramos qué está sucediendo en realidad —se dijo—. Cuando descubramos que la explicación, por extraña que pueda resultar, se ajusta a todas las leyes naturales».

¿Estaba realmente convencido de aquello?

Sí, decidió. Estaba convencido. Racionalmente, por lo menos. Sus terminaciones nerviosas, sin embargo, no estaban muy seguras.

Terminó la leche, apagó la lámpara del escritorio y subió las escaleras. Annie estaba aún despierta. Gloriosamente desnuda. Ella lo envolvió en sus brazos y Alan se olvidó con placer de todo lo demás.

7

Stark volvió a llamar dos días después. Thad estaba en la tienda de Dave en aquel momento.

La tienda de Dave era un pequeño almacén situado a un par de kilómetros de la casa de los Beaumont, en la misma carretera, y era el último recurso de la familia cuando ir de compras al supermercado de Brewer representaba una molestia excesiva.

Thad había bajado allí el viernes por la tarde a por unas Pepsis, patatas fritas y un poco de salsa. Uno de los policías que custodiaban a la familia lo acompañó. Eran las seis y media de la tarde del 10 de junio y aún había mucha luz en el cielo. El verano, la espléndida estación del verdor, había llegado otra vez a Maine.

El policía esperó en el coche mientras Thad entraba a hacer las compras. Ya tenía la bebida y estaba inspeccionando un amplio surtido de salsas (estaba la de ostras o, si uno prefería, la de cebolla) cuando sonó el teléfono.

Thad alzó la cabeza al momento, pensando: «¡Oh, muy bien!».

Detrás del mostrador, Rosalie descolgó, dijo hola, escuchó a su interlocutor y le tendió el auricular a Thad, como este supo que haría. De nuevo, Thad se sintió engullido por aquella sensación nebulosa de presque vu.

—Teléfono para usted, señor Beaumont.

Thad se sintió muy tranquilo. El corazón le había dado un vuelco durante un instante, pero nada más; ahora volvía a latir a su ritmo normal. Tampoco se puso a sudar.

No hubo ningún ruido de pájaros.

Thad no sentía en absoluto el miedo y la furia que le habían asaltado tres días atrás. No se molestó en preguntar a Rosalie si era su esposa quien llamaba (para pedirle que, de paso, se acordara de llevarle una docena de huevos o un paquete de detergente). Sabía muy bien quién estaba al otro lado del aparato.

Dio unos pasos hasta detenerse junto a la máquina de boletos de la lotería, cuya brillante pantalla verde anunciaba que no había habido ganadores la semana anterior y que el bote acumulado era de cuatro millones de dólares. Cogió el auricular de manos de Rosalie y respondió:

—Hola, George.

—Hola, Thad.

Su voz conservaba aún el ligero acento sureño, pero ya no producía en absoluto la impresión de ser un patán pueblerino quien hablaba. Únicamente entonces, al advertir la total ausencia de aquel tonillo bobalicón en su voz, Thad se dio cuenta de la fuerza y, al mismo tiempo, de la sutileza con que Stark había logrado transmitir aquella sensación de «¡Eh, muchachos!, no seré muy brillante pero tengo luces suficientes para esto, ¿no os parece?».

«Pero, claro, ahora estamos solo los interesados —pensó Thad—. Solo un par de novelistas consagrados charlando un rato».

—¿Qué quieres?

—Lo sabes muy bien. No es necesario que nos andemos por las ramas, ¿de acuerdo? Es un poco tarde para eso.

—Tal vez solo quiero oírtelo decir en voz alta.

De nuevo lo dominó aquella extraña sensación de separarse de su propio cuerpo y ser aspirado por la línea telefónica hasta algún lugar justo a medio camino entre los dos.

Rosalie se había apartado hasta el otro extremo del mostrador, donde estaba sacando paquetes de cigarrillos de un montón de cartones para llenar con ellos la máquina de tabaco. La ostentación con la que la mujer trataba de mostrar que no estaba escuchando la conversación de Thad casi resultaba graciosa. No había nadie en Ludlow —en aquella parte del pueblo, por lo menos— que no estuviera al corriente de que Thad se encontraba bajo custodia policial, o bajo protección policial, o bajo alguna cosa policial; el escritor no necesitaba oír personalmente los rumores para saber que estos ya habían empezado a circular. Quienes no pensaban que estaba a punto de ser detenido por tráfico de drogas, supondrían sin duda que se trataba de un asunto de abusos sexuales infantiles o de malos tratos a su esposa. La pobre Rosalie estaba allí, al otro extremo del mostrador, tratando de portarse bien, y Thad se sintió absurdamente agradecido por ello. También se sintió como si estuviera viéndola por el extremo equivocado de un potente telescopio, por el agujero de Alicia, donde no había ningún conejo blanco, sino que estaba solamente George Stark, el astuto de George, el hombre que resultaba imposible que estuviera allí pero que, a pesar de todo, allí se encontraba.

El astuto de George y allí abajo, en Terminal, todos los gorriones habían emprendido el vuelo otra vez.

Luchó contra aquella sensación; se resistió a ella con fuerza.

—Vamos, George —murmuró, un poco sorprendido ante el áspero tono de rabia que surgía en su voz. Se sentía mareado, atrapado en un poderoso reflujo de distancia e irrealidad. Pero, pese a todo, se sabía perfectamente despierto y consciente—. ¿Por qué no quieres decirlo en voz alta?

—Si insistes…

—Insisto.

—Es hora de empezar otro libro. Otra novela de Stark.

—Me parece que no.

—¡No repitas eso! —Su voz sonaba como un latigazo cargado de pequeños perdigones de metal en la punta—. Te he estado dibujando una imagen, Thad. La he dibujado para que la vieras. ¡No me obligues a hacer que la sufras!

—Estás muerto, George. ¿Por qué no eres razonable y te quedas bajo tierra?

Rosalie volvió ligeramente la cabeza; Thad observó unos ojos muy abiertos antes de que la mujer volviera a concentrarse apresuradamente en la máquina de tabaco.

—¡Ten cuidado con lo que dices!

En la voz de George había verdadera rabia, pero a Thad le pareció captar algo más. ¿Era miedo? ¿Dolor? ¿Ambas cosas? ¿O solo estaba engañándose a sí mismo?

—¿Qué sucede, George? —soltó con aire súbitamente burlón—. ¿Te estás quedando sin ideas brillantes?

Tras esto, reinó el silencio. Thad se dijo que aquello había sorprendido a su interlocutor, le había hecho perder el hilo, al menos por un momento. Sí, Thad estaba seguro de ello. Pero ¿por qué? ¿Qué era, exactamente, lo que había sacado a Stark de sus casillas?

—Escúchame, idiota —respondió George por fin—. Te doy una semana para que empieces. Te equivocas si piensas que esas tonterías te van a servir de algo.

Pero la voz lo traicionaba. Sí, George estaba muy molesto. Tal vez a Thad le esperasen muchos sufrimientos antes de que todo aquello terminara, pero, por el momento, lo único que sentía era una alegría incontenible. Lo había conseguido. Al parecer, no era el único que se sentía desamparado y vagamente vulnerable durante aquellas dantescas conversaciones íntimas; había conseguido herir a Stark y eso le parecía absolutamente perfecto.

—En eso tienes razón. Nada de tonterías entre nosotros. Puede haber cualquier otra cosa, pero no tonterías.

Stark insistió:

—Tenías una idea. La tenías ya antes de que a aquel condenado tipejo se le ocurriera hacerte chantaje. Esa idea sobre la boda y la escena del coche blindado.

—He tirado las notas. He terminado contigo.

—No, esas notas que tiraste eran mías, pero no importa. No las necesitas. Será un buen libro.

—No lo entiendes. George Stark está muerto.

—Eres tú quien no lo entiende —replicó Stark. Su voz sonaba suave, mortífera, categórica—. Tienes una semana. Si para entonces no has terminado treinta páginas de original, acabaré contigo. Solo que no empezaré por ti, eso sería demasiado fácil. Sí, definitivamente sería demasiado fácil. Primero me ocuparé de los niños, tendrán una muerte lenta. Me ocuparé de ello. Sé cómo hacerlo. Ellos no sabrán qué está sucediendo, salvo que están muriendo dolorosamente. En cambio, tú sí lo sabrás, y yo también. Y tu mujer. Luego me ocuparé de ella, solo que… antes de ocuparme de ella, me emplearé a fondo con ella. ¿Entiendes a qué me refiero, muchacho? Cuando me haya encargado de todos, acabaré contigo, Thad, y tendrás una muerte como no la ha tenido ningún hombre sobre la tierra.

Dejó de hablar. Thad lo oía jadear ásperamente junto a su oído, como un perro en un día de calor.

—Una cosa es segura —replicó después en voz baja—. No sabías nada de los pájaros, ¿verdad?

—Sé razonable, Thad. Si no empiezas enseguida, lo pagará un montón de gente. El tiempo corre.

—Te he oído perfectamente —dijo Thad—. Pero me pregunto cómo has podido escribir esas cosas en las paredes de las casas de Clawson y de Miriam si no lo sabes.

—Será mejor que te dejes de tonterías y empieces a mostrarte razonable, amigo —repitió Stark, pero Thad percibió un tono de perplejidad, de agitación y temor, bajo la superficie de su voz—. No había nada escrito en las paredes.

—Claro que sí. Claro que había algo. ¿Y sabes una cosa, George? Creo que no lo sabes porque esas palabras las escribí yo. Creo que una parte de mí estaba allí. De algún modo, parte de mí estaba allí, observándote. Me parece que yo soy el único de los dos que sabe lo de los gorriones, George. Creo que tal vez las escribí yo. Seguro que querrás pensar en eso, pensar en ello a fondo, antes de empezar a acosarme.

—Escúchame —dijo Stark con ira contenida—. Préstame mucha atención: primero tus hijos, luego tu esposa y luego tú. Empieza otro libro, Thad. Es el mejor consejo que puedo ofrecerte. El mejor consejo que te ha dado nadie en tu condenada vida. Empieza otro libro. No estoy muerto.

Hubo una larga pausa. Luego, en un susurro cargado de intención, añadió:

—Y no quiero estarlo. Así que vete a casa, saca punta a los lápices y, si necesitas inspiración, piensa en el aspecto que tendrían esos bebés tuyos con la cara llena de cristales. No existe ningún maldito pájaro. Olvídate de eso y ponte a escribir.

Se oyó un clic.

—¡A la mierda! —masculló Thad a la línea cortada y, con gesto lento, colgó el auricular.