QUINCE

ABSOLUTA INCREDULIDAD

1

Paralizados por una sensación de profundo horror que los atería como si fuera hielo, Thad y Liz escucharon de boca de Alan Pangborn cómo habían transcurrido las horas de la madrugada en Nueva York. Mike Donaldson, muerto a golpes y a navajazos en el pasillo de su edificio de apartamentos. Phyllis Myers y dos policías, asesinados a tiros en la casa de la fotógrafa en el West Side. El conserje de noche del edificio de la mujer había sido golpeado con un objeto contundente y sufría fractura de cráneo. Los médicos no daban mucho más de un cincuenta por ciento de posibilidades de que despertara en el lado mortal del paraíso. El conserje de la casa de Donaldson también estaba muerto. En todos los casos, el trabajo se había llevado a cabo al estilo de las bandas de gángsters: el autor, sencillamente, se había acercado a las víctimas y había entrado en acción.

En sus explicaciones, Alan se refirió repetidamente al asesino como «Stark».

«Le está llamando por su nombre sin darse cuenta siquiera de que lo hace —reflexionó Thad; luego sacudió la cabeza, un poco irritado consigo mismo—. De alguna manera había que llamar a aquel tipo —se dijo—, y tal vez referirse a “Stark” resultaba un poco mejor que denominarlo “el autor” o “el señor X”». Sería un error pensar que, a aquellas alturas, Pangborn estuviera utilizando el nombre solo como un recurso en la conversación.

—¿Qué sabe de Rick? —preguntó Thad cuando consiguió librarse por fin de su parálisis y al terminar Alan sus explicaciones.

—El señor Cowley está sano y salvo bajo la protección de la policía —respondió el comisario. Eran las diez y cuarto de la mañana y aún faltaban casi dos horas para la explosión que habría de matar a Rick y a uno de los agentes.

—Phyllis Myers también estaba bajo la custodia de la policía… —intervino Liz. En el espacioso parque de juegos, Wendy dormía profundamente y William estaba dando cabezadas. La cabeza le caía sobre el pecho, los ojos se le cerraban, y enseguida volvía a abrirlos y a levantar aquella dando un respingo. El niño recordó a Alan a un centinela tratando cómicamente de no caer dormido en plena guardia. Sin embargo, cada respingo era un poco más débil que el anterior. Mientras contemplaba a los gemelos, con la libreta de notas cerrada ahora sobre los muslos, Alan advirtió un detalle curioso: cada vez que William alzaba la cabeza en su intento por permanecer despierto, Wendy se agitaba en sueños.

«¿Se habrán fijado en eso los padres? —se preguntó. Y de inmediato pensó—: Claro que lo habrán notado».

—Tiene razón, Liz. El tipo los sorprendió. Los policías pueden verse pillados por sorpresa al igual que cualquier otra persona, pero se supone que saben reaccionar mejor ante lo inesperado. En la planta donde vivía Phyllis Myers, varios ocupantes de los apartamentos abrieron la puerta y se asomaron a mirar después de que sonaran los disparos, de modo que, gracias a sus declaraciones y a lo que ha encontrado la policía en el lugar del crimen, tenemos una idea bastante exacta de cómo sucedieron las cosas. Stark se hizo pasar por un invidente. No se había cambiado de ropa después de los asesinatos de Miriam Cowley y Michael Donaldson, dos muertes que fueron, perdonen que me muestre así de crudo, pero fueron dos baños de sangre. Pues bien, el tipo salió del ascensor con unas gafas oscuras que debió de comprar en Times Square o a algún vendedor ambulante y blandiendo un bastón blanco cubierto de sangre. Dios sabe dónde conseguiría el bastón pero la policía de Nueva York piensa que este fue el objeto contundente con el que atacó al conserje.

—Se lo robó a algún ciego de verdad, por supuesto —comentó Thad con toda calma—. Ese tipo no se anda con chiquitas, Alan.

—Es evidente que no. Parece que gritaba que le habían atracado, o que le habían agredido unos ladrones, a los que había sorprendido en su apartamento. En cualquier caso, el falso ciego se echó encima de los agentes antes de que estos tuvieran tiempo de reaccionar. Al fin y al cabo, no eran más que un par de patrulleros a los que se había apartado de sus tareas habituales, casi sin previo aviso, para asignarles la misión de vigilar la puerta de esa mujer.

—Pero sin duda estarían al corriente de que Donaldson también había sido asesinado, ¿no? —protestó Liz—. Si un hecho así no los convenció de que el individuo era sumamente peligroso…

—Aun así, también sabían que la escolta policial de Donaldson había llegado después de que este hubiera sido asesinado —intervino Thad—. Por eso actuaron con un exceso de confianza.

—Es posible que así fuera —reconoció Alan—. No hay modo de saberlo. En cualquier caso, los hombres que protegen a Rick Cowley saben que el tipo es atrevido y muy listo, además de un psicópata homicida. Tendrán los ojos bien abiertos. No, Thad… su agente literario está a salvo, puede contar con ello.

—Ha dicho que había testigos —apuntó Thad.

—¡Oh, sí! Montones de testigos. En la casa de Miriam Cowley, en la de Donaldson y en la de Myers. Al tipo no parecía importarle una mierda. —Volvió la vista hacia Liz y le pidió excusas por la expresión.

—Me parece que ya he oído esa palabra más de una vez, comisario —respondió ella con una leve sonrisa. Alan asintió, sonrió a su vez y miró de nuevo a Thad.

—Entonces —dijo este—, ¿la descripción que le di…?

—Se corresponde punto por punto —explicó Alan—. Es un tipo corpulento, rubio y con un buen bronceado. Dígame quién es, Thad. Deme un nombre. Ahora tengo que preocuparme de muchas más cosas, además de la muerte de Homer Gamache. Tengo encima de mí al condenado jefe superior de policía de Nueva York; Sheila Brigham, la encargada de comunicaciones de mi comisaría, piensa que voy a convertirme en una estrella de los medios de comunicación. Pero lo que sigue importándome más es la muerte de Homer. Más incluso que la de los dos policías que intentaban proteger a Phyllis Myers, me interesa resolver la muerte del viejo Gamache. Deme, pues, ese nombre.

—Ya lo he hecho —respondió Thad.

Hubo un largo silencio; diez segundos, tal vez. Luego, en voz muy baja, Alan murmuró:

—¿Qué…?

—El nombre es George Stark. —A Thad le sorprendió la firmeza de su propia voz. Le sorprendió todavía más comprobar lo tranquilo que se sentía interiormente. A no ser que estuviera tomando por tranquilidad lo que era una profunda conmoción. En cualquier caso, el alivio que sentía al expresar en voz alta aquel pensamiento («Ya tiene usted el nombre; se llama George Stark») era indescriptible.

—Me parece que no le entiendo —apuntó Alan Pangborn tras otra larga pausa.

—Claro que le ha entendido, Alan —intervino Liz. Thad la miró, sorprendido por el tono firme y tajante de su voz—. Lo que está diciendo mi marido es que, de alguna manera, su seudónimo ha cobrado vida. La lápida de la foto, la frase que aparece donde debería haber escrito algún versículo o referencia religiosa es un comentario que hizo mi marido al periodista del servicio por cable que fue el primero en hacer público el asunto. NO ERA UN TIPO MUY AGRADABLE. ¿Se acuerda de eso?

—Sí, Liz, pero… —El comisario los miraba a ambos con una mezcla de sorpresa e impotencia, como si por primera vez se diera cuenta de que había estado conversando con una gente que había perdido la razón.

—Guárdese sus peros, comisario —continuó Liz en el mismo tono tajante—. Ya habrá tiempo para todos los peros y réplicas. Los suyos y los de cualquier otro. De momento, atienda a lo que le digo. Thad no bromeaba al decir que George Stark no era un tipo muy agradable. Es posible incluso que Thad creyera estar bromeando, pero no era así. George Stark no solo no era un tipo muy agradable, sino que era de hecho un tipo horrible. Aunque Thad no se diera cuenta de ello, yo sí. Con cada uno de los cuatro libros que escribió, me fui poniendo más y más nerviosa y, cuando Thad se decidió por fin a acabar con él, subí corriendo al dormitorio y me eché a llorar de alivio. —Liz volvió los ojos hacia Thad, que le estaba observando, y lo midió con la mirada antes de asentir—. Es verdad. Me puse a llorar de verdad. Ese tipo de Washington, Clawson, era un maldito reptiloide, pero nos hizo un favor, tal vez el mayor favor de toda nuestra vida de casados, y aunque solo sea por esa razón lamento que haya muerto.

—Escuche, Liz, no creo que piense usted en serio…

—¡No me diga lo que pienso o dejo de pensar! —replicó ella.

Alan parpadeó. La voz de Liz se mantuvo serena, lo bastante baja como para no despertar a Wendy; William alzó la cabeza por última vez antes de tumbarse de costado y caer dormido junto a su hermana. Alan tuvo la sensación de que, de no haber sido por los niños, Liz habría utilizado otro tono de voz más fuerte. Tal vez, incluso, un grito a pleno pulmón.

—Thad tiene que contarle varias cosas. Es preciso que lo escuche con suma atención, Alan, y que dé crédito a lo que le diga. Porque, si no lo hace, me temo que ese hombre (o lo que quiera que sea) continuará matando hasta que haya tachado el último nombre de su lista. Tengo muchas razones personales para no querer que suceda tal cosa. Creo que Thad, yo y los niños podemos figurar también en esa lista, ¿me entiende?

—De acuerdo —asintió el comisario en tono apaciguador. Sin embargo, sus pensamientos se sucedían con gran rapidez. Hizo un esfuerzo consciente por apartar a un lado la frustración, la cólera e incluso el asombro ante lo que acababa de oír, y por examinar aquella idea desquiciada de la forma más esquemática posible. No se trataba de decidir si todo aquello era verdad o no (por supuesto, era imposible imaginar siquiera que pudiese serlo), sino de averiguar por qué la pareja se había molestado en contarle una fábula semejante. ¿Sería un plan para ocultar una imaginaria complicidad en los crímenes? ¿O una complicidad real? ¿Era posible, acaso, que los Beaumont estuvieran realmente convencidos de lo que decían? Al comisario le parecía inconcebible que unas personas instruidas y racionales como aquellas (al menos, así se habían mostrado hasta aquel momento) pudieran dar crédito a una idea así, pero tenía la misma sensación que cuando acudió a la casa para detener a Thad por el asesinato de Homer: ninguno de los dos desprendía el leve pero inconfundible tufo de la gente que está mintiendo. Mintiendo conscientemente, se corrigió al instante—. Explíquese, Thad.

—Está bien —dijo este.

Carraspeó y se puso en pie con aire nervioso. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa hasta que, entre sorprendido e irritado, se dio cuenta de lo que estaba haciendo: buscar el paquete de cigarrillos que hacía años había dejado de llevar allí. Hundió ambas manos en los bolsillos del pantalón y miró a Alan Pangborn como si este fuera uno de sus alumnos que, preocupado, hubiera acudido a refugiarse en los límites, generalmente acogedores, del despacho de Thad.

—Escuche, Alan, aquí está sucediendo algo muy extraño. No, es más que extraño. Es algo terrible e inexplicable, pero está sucediendo. Y empezó, me parece, cuando yo tenía once años.

2

Thad se lo contó todo: los dolores de cabeza de su infancia, los chillidos agudos y las visiones borrosas de los gorriones que anunciaban la llegada de aquellas jaquecas, el regreso de los gorriones. Le enseñó a Alan el folio de su nueva obra con la frase LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR garabateada en el papel con fuertes trazos a lápiz. Le habló del estado de trance que había experimentado el día anterior, en el despacho de la universidad, y de lo que había escrito (citando todas las palabras que pudo recordar) en el reverso del formulario. Le contó lo que había hecho con el papel e intentó transmitir el temor y el aturdimiento que le habían impulsado a destruirlo.

Alan escuchó su relato con rostro impasible.

—Además —concluyó Thad—, estoy convencido de que es Stark. Me lo dice el corazón. —Cerró el puño y se dio unos golpecitos en el pecho.

El comisario permaneció mudo durante unos instantes. Había empezado a dar vueltas al anillo de bodas que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda y este gesto parecía captar toda su atención.

—Ha perdido peso desde que se casó, comisario —comentó Liz—. Si no lleva a ajustar ese anillo, cualquier día lo perderá.

—Supongo que sí. —Alan levantó la cabeza y miró a la mujer. Cuando habló, fue como si Thad hubiera salido de la habitación para hacer algún recado y estuvieran los dos solos—. Su marido la llevó al estudio para enseñarle el primer mensaje del mundo sobrenatural después de que yo me fuera, ¿no es eso?

—No creo que el mensaje viniera de ningún mundo sobrenatural —respondió Liz sin alzar la voz—, pero es cierto que Thad me lo enseñó en cuanto usted se fue.

—¿Justo después de despedirnos?

—No, primero acostamos a los bebés y, cuando también nosotros nos disponíamos a meternos en la cama, le pregunté a Thad qué me estaba ocultando.

—Entre el momento de mi marcha y el momento en que él le habló de los trances y los sonidos de esos pájaros, ¿hubo algún instante en que lo perdiera de vista? ¿Tuvo ocasión de subir al piso de arriba y escribir la frase que yo había mencionado?

—No lo recuerdo con seguridad —admitió ella—. Creo que estuvimos juntos todo el rato, pero no puedo afirmarlo rotundamente. De todos modos, tampoco importaría mucho que yo afirmara que no lo perdí de vista ni un segundo, ¿verdad, comisario?

—¿A qué se refiere, Liz?

—Me refiero a que, en ese caso, pensaría usted que estaba mintiendo. ¿Me equivoco?

Alan exhaló un profundo suspiro. Aquella simple respuesta bastaba.

—Thad no miente en lo que ha explicado.

—Acepto que usted es sincera —asintió Alan— y, dado que no puede asegurar que Thad no se apartara de usted durante un par de minutos, no me veo obligado a acusarla de faltar a la verdad, de lo cual me alegro. Usted reconoce que su esposo pudo tener la oportunidad y creo que reconocerá también que la alternativa parece bastante extravagante.

Thad se apoyó sobre la repisa de la chimenea, pasando los ojos de un interlocutor a otro como si fuera un espectador en un partido de tenis. El comisario Pangborn no estaba diciendo una sola palabra que Thad no hubiera previsto y señalaba los puntos oscuros de su relato con mucha más delicadeza de la que cabía esperar del policía; pese a todo, Thad se sintió amargamente decepcionado, casi desconsolado. El presentimiento de que Alan lo creería —de que, de algún modo, lo creería instintivamente— había resultado tan falso como un frasco de panacea de un buhonero de feria.

—Sí, reconozco todo eso —murmuró Liz con voz tranquila.

—En cuanto a lo que su esposo afirma que sucedió en su despacho de la universidad… no hay testigos de ese desmayo o trance, ni pruebas de lo que asegura haber escrito. De hecho, no le comentó a usted el incidente hasta después de que llamara la señora Cowley, ¿no es cierto?

—Tiene razón, no lo hizo.

—¿Entonces…? —El comisario se encogió de hombros.

—Quiero hacerle una pregunta, Alan.

—Adelante.

—¿Por qué iba a mentir Thad? ¿Con qué propósito haría algo así?

—No lo sé —respondió Alan, mirándola con expresión de absoluta sinceridad—. Tal vez ni él mismo lo sepa. —Dirigió una breve mirada a Thad y la volvió enseguida a Liz—. Puede que ni siquiera sepa que está mintiendo. Mi postura es muy sencilla: ningún policía podría aceptar una cosa así sin un buen número de pruebas concluyentes. Y en este caso no hay ninguna.

—Thad le está diciendo la verdad —insistió Liz—. Entiendo lo que usted me explica, pero deseo fervientemente que usted acepte también que mi esposo le está diciendo la verdad. Lo deseo con desesperación. Mire, yo he vivido con George Stark. Sé lo que Thad fue sintiendo por él conforme transcurría el tiempo. Le contaré una cosa que no apareció en la revista People. Thad empezó a hablar de librarse de Stark cuando trabajaba en su penúltimo libro…

—El antepenúltimo —le corrigió Thad sin alzar la voz desde su rincón junto a la chimenea. El deseo de fumar un cigarrillo se había convertido en una fiebre—. Empecé a hablar de ello después del primer título.

—Está bien, el antepenúltimo. El artículo de la revista producía la impresión de que era una decisión muy reciente, pero no es así. A eso me refiero. Si no hubiera aparecido Frederick Clawson para forzar a mi esposo a actuar, creo que Thad aún estaría hablando de librarse de él, al igual que el alcohólico o el drogadicto asegura siempre a su familia y a sus amigos que al día siguiente lo deja… o al otro día… o al otro.

—No —replicó Thad—. No es exactamente lo mismo. Los tiros van por ahí, pero habría que matizar.

Hizo una pausa y frunció el ceño, pero no se limitó a pensar. Se concentró. Alan abandonó a regañadientes la idea de que la pareja le estaba mintiendo u ocultando algo por alguna extraña razón. Thad y Liz no trataban de convencerlo o de convencerse a sí mismos, sino que centraban sus esfuerzos en tratar de expresar verbalmente lo sucedido. Como haría alguien que intentara describir un incendio y la actuación de los bomberos mucho después de que hubiera terminado.

—Escuche —dijo Thad finalmente—. Olvidemos por un momento el asunto de los trances, los gorriones y las visiones precognitivas, si es eso lo que eran. Si lo considera necesario, puede hablar con el doctor George Hume acerca de mis síntomas físicos. Quizá las pruebas que me realizaron ayer muestren algo al analizarlas y, aunque no sea así, el doctor que me operó cuando era niño tal vez viva aún y pueda comentarle el caso. Quizá sepa algo que pueda arrojar cierta luz sobre este embrollo. No recuerdo cómo se llamaba, pero estoy seguro de que constará en mi historial clínico. En cualquier caso, ahora mismo, toda esa mierda paranormal solo es una pista que no conduce a ninguna parte, una vía muerta.

A Alan le pareció muy extraño que Thad dijera aquello, si realmente había falseado la primera nota precognitiva y había mentido respecto a la segunda. Alguien lo bastante chiflado como para hacer algo parecido —y lo bastante desquiciado como para olvidar que lo había hecho, como para convencerse a sí mismo de que las notas eran auténticas manifestaciones de fenómenos psíquicos— no querría hablar de nada más. ¿O sí? Empezaba a dolerle la cabeza.

—Muy bien —respondió con voz pausada—, si lo que usted llama «esa mierda paranormal» es una vía muerta, ¿cuál es entonces la vía principal?

—George Stark es la vía principal —respondió Thad, y pensó: «La vía que conduce a Terminal, donde concluyen su viaje todos los trenes»—. Imagine que un extraño se ha instalado en su casa. Alguien a quien siempre ha temido un poco, al igual que Jim Hawkins siempre estaba un poco asustado del viejo lobo de mar en la Almirante Benbow… ¿Ha leído La isla del tesoro, Alan?

Pangborn asintió.

—Entonces, comprenderá el tipo de sentimiento que trato de expresar. Tienes miedo de ese tipo y no te gusta en absoluto, pero permites que se quede. No tienes una posada, como en La isla del tesoro, pero tal vez piensas que es un pariente lejano de tu esposa, o algo así. ¿Me sigue?

Alan asintió de nuevo.

—Y, por fin, un día, después de que ese invitado haya hecho algo parecido a estrellar el salero contra la pared porque estaba atascado, le dices a tu mujer: «¿Cuánto tiempo más va a quedarse por aquí ese idiota de tu primo segundo?», y ella te mira y responde: «¿Mi primo segundo? ¡Yo pensaba que era pariente tuyo!».

Alan, a pesar suyo, dejó escapar una risa sofocada.

—Pero, entonces, ¿pones al tipo de patitas en la calle? —continuó Thad—. No, desde luego. Por un lado, el tipo ya lleva un tiempo en la casa y, por grotesco que pueda parecerle a alguien que no se encuentre en tu misma situación, parece como si hubiese adquirido una especie de… de derechos de inquilinato. De todos modos, no es esto lo más importante.

Liz estaba asintiendo con la cabeza. Sus ojos reflejaban la mirada excitada y agradecida de quien acaba de oír la palabra que había tenido en la punta de la lengua durante todo el día.

—Lo importante es el miedo que le tienes —apuntó—. El miedo a cómo reaccionará si le dices, lisa y llanamente, que recoja sus bártulos y coja la puerta.

—Exacto —corroboró Thad—. Quieres ser valiente y decirle que se largue, y no solo porque temes que pueda ser peligroso. Se convierte en una cuestión de respeto hacia ti mismo. Sin embargo… te limitas a posponer el momento. Encuentras razones para aplazarlo: que está lloviendo y es menos probable que el tipo ponga el grito en el cielo si le pides que se vaya un buen día de sol; o que será mejor decírselo después de haber pasado todos una buena noche de descanso. Llegas a inventar mil razones para retrasar el asunto. Descubres que, si las excusas suenan lo bastante convincentes a tus propios oídos, puedes conservar al menos parte de tu dignidad. Una parte es mejor que ninguna en absoluto, y es mejor que toda, si para recuperarla debes arriesgar incluso la vida.

—Puede que no solo la tuya —intervino de nuevo Liz con la voz serena y agradable, como si estuviera hablando en una reunión de aficionados a la horticultura, tal vez acerca del tema de cuándo plantar maíz o cómo saber en qué momento estarán los tomates a punto para la cosecha—. Stark era un hombre desagradable y peligroso cuando… cuando vivía con nosotros… y sigue siéndolo ahora. Las pruebas demuestran que, en todo caso, se ha vuelto mucho peor. Está loco, desde luego, pero desde su punto de vista sus actos son perfectamente razonables: persigue a cuantos han conspirado para matarlo y los elimina a todos, uno por uno.

—¿Ha terminado ya?

Liz miró a Alan desconcertada, como si la voz del comisario la hubiera despertado de un profundo ensueño.

—¿Qué?

—Le pregunto si ha terminado ya. Si está segura de haber dicho todo lo que quería decir.

Liz perdió la calma. Exhaló un profundo suspiro y se pasó las manos por el cabello sin darse cuenta.

—No se ha creído una sola palabra, ¿verdad, Alan?

—Escuche, Liz —respondió él—, todo esto son… tonterías. Lamento utilizar esta palabra pero, dadas las circunstancias, me parece la más suave que puedo utilizar. Pronto tendrán aquí a más policías. El FBI, supongo, pues a ese hombre ya se le puede considerar fugitivo en más de un estado y el asunto pasa a jurisdicción federal. Si les cuentan ustedes toda esta historia, con los desmayos y trances y escrituras inconscientes, seguro que oirán palabras mucho más fuertes. Si me dijeran que a esas personas las ha matado un fantasma, tampoco les creería… —Thad se empezó a crispar, pero Alan alzó una mano y él volvió a calmarse, al menos de momento—… pero al menos estaría más dispuesto a aceptar una historia de fantasmas que lo que ustedes me están contando. ¡Estamos hablando de un hombre que no existe!

—¿Cómo explica entonces la descripción que hice? —preguntó Thad de improviso—. Esa descripción era mi imagen interior del aspecto que tenía, que tiene, George Stark. Aparece parcialmente en la ficha sobre el autor que guarda la Darwin Press en sus archivos, pero los detalles restantes solo existen en mi mente. Nunca me detuve a hacer una imagen mental concreta y consciente de Stark, ¿comprende usted?; simplemente, esa imagen mental fue formándose a lo largo de los años, al igual que nos hacemos una idea del aspecto del locutor que escuchamos cada mañana camino del trabajo. Si algún día vemos al locutor, la mayoría de las veces no coincide en absoluto con lo que habíamos imaginado. En cambio, esta vez parece que he acertado de pleno. ¿Cómo se lo explica?

—No lo sé —respondió Alan—. A menos, claro está, que esté mintiendo respecto a la fuente de la descripción.

—Usted sabe que no miento.

—¡No esté tan seguro! —replicó el comisario. Se incorporó, dio unos pasos hacia la chimenea y hurgó con el atizador en los troncos allí amontonados, con gesto inquieto—. No todas las mentiras son producto de decisiones conscientes. Si un hombre se ha autoconvencido de estar diciendo la verdad, puede pasar incluso por un detector de mentiras sin que se registre ninguna anomalía. Ted Bundy lo hizo.

—Vamos —le cortó Thad—. Deje de hilar tan fino. Volvemos a estar como en el asunto de las huellas dactilares. La única diferencia es que esta vez no puedo presentar una prueba concluyente. Por cierto, ¿qué me dice de esas huellas? Si lo junta todo, ¿no apuntan los indicios a que estamos diciéndole la verdad?

Alan se volvió en redondo. De pronto, se sentía furioso con Thad… y también con Liz. Se sentía como si lo estuvieran arrinconando inexorablemente contra las cuerdas y no tenían maldito derecho a hacerle sentir así. Era como si él fuese la única persona que creía en la redondez de la tierra en una reunión de la Sociedad de la Tierra Plana.

—No puedo explicar esas cosas… Todavía —declaró—. Pero, mientras tanto, quizá querrá usted explicarme de dónde surgió exactamente ese tipo, el real. ¿Qué me dice, Thad? ¿Acaso lo parió, digamos, una noche? ¿O salió de un maldito huevo de gorrión? ¿Tomaba usted su aspecto mientras escribía los libros que luego debían aparecer bajo el nombre del otro? ¿Cómo fue, exactamente?

—No sé cómo empezó a existir —respondió Thad con gesto fatigado—. ¿No cree que se lo diría si pudiera? Por lo que sé y recuerdo, me sentía yo mismo mientras escribía Vida de Máquina, Oxford Blues, Pastel de carne de tiburón y Camino de Babilonia. No tengo ni la más remota idea de cuándo se convirtió en… en otra persona distinta. Mientras escribía las obras que firmaba con su nombre, Stark me parecía un ser real, pero solo como me han parecido reales todos mis argumentos mientras los escribo. Quiero decir que me los tomo en serio, pero no me los creo… aunque sí… cuando…

Hizo una pausa y soltó una ligera carcajada.

—Cuántas veces habré hablado sobre la labor del escritor —continuó—. Cientos de conferencias, miles de clases, y no creo haber dicho nunca una palabra sobre la percepción del escritor de ficción sobre las realidades gemelas que existen para él: el mundo real y el mundo de la novela. Creo que ni siquiera había pensado nunca en ello. Y ahora me doy cuenta de que… bueno… ni siquiera sé qué pensar del tema.

—No importa —intervino Liz—. Stark no tuvo necesidad de ser una persona distinta hasta que Thad se propuso matarlo.

Alan se volvió hacia ella y dijo:

—Bueno, Liz, usted conoce a su marido mejor que nadie. ¿Se transformaba el doctor Beaumont en mister Stark mientras trabajaba en sus novelas de crímenes? ¿Se mostraba violento con usted? ¿Amenazaba a la gente con una navaja barbera en las fiestas?

—Con sarcasmos no conseguiremos allanar esta conversación —replicó Liz, mirándolo con gesto ceñudo.

Alan levantó las manos, exasperado, aunque no sabía con quién estaba más irritado, si con la pareja, consigo mismo o con los tres a la vez.

—No es sarcasmo; solo trato de utilizar un poco de tratamiento de shock verbal para hacerles ver lo desquiciados que suenan los comentarios de ambos. ¡Están hablando de un maldito seudónimo que se convierte en un ser de carne y hueso! Si les cuentan a los del FBI solo la mitad de lo que me han dicho a mí, estoy seguro de que empezarán a leerse las leyes del estado de Maine para el internamiento psiquiátrico forzoso.

—La respuesta a su pregunta es no —declaró Liz—. No me pegaba ni mostró nunca una de esas navajas en una fiesta. Pero mientras trabajaba como George Stark y, en particular, cuando escribía acerca de Alexis Máquina, Thad no era el mismo. Cuando… abría la puerta y dejaba entrar a George Stark (creo que esa es la mejor forma de expresarlo), se volvía distante. No frío ni indiferente, sino solo distante. Se mostraba menos interesado en salir, en ver a gente. A veces se saltaba reuniones de la facultad, incluso citas con los alumnos; aunque esto último muy rara vez. Se acostaba muy tarde y a menudo se pasaba una hora dando vueltas en la cama antes de dormirse. Cuando por fin conseguía conciliar el sueño, seguía agitado y murmurando incoherencias como si tuviera una pesadilla. En alguna ocasión le pregunté si las sufría y me dijo que se sentía inquieto y que tenía dolor de cabeza pero, si había tenido alguna pesadilla, no recordaba nada de ella.

»No experimentaba grandes cambios de personalidad, pero no era el mismo. Mi marido dejó de beber hace algún tiempo, Alan. No asiste a las reuniones de Alcohólicos Anónimos ni nada parecido, pero no ha vuelto a beber. Con una excepción. Cada vez que ha terminado una de las novelas de Stark, ha pillado una borrachera. Es como si así se librara de todo ello, como si se dijera: “Ese hijo de puta se ha ido otra vez. Al menos por ahora, se ha largado. George ha vuelto a su casa de campo en Mississippi. ¡Hurra!”.

—Exacto —asintió Thad—. ¡Hurra!, eso es exactamente lo que sentía. Veamos qué tenemos si dejamos aparte todo ese asunto de los trances y de la escritura automática. El hombre que anda buscando, Alan, está asesinando a gente que conozco, a personas que, con la excepción de Homer Gamache, son responsables de haber «ejecutado» a George Stark… con mi aquiescencia, desde luego. Ese hombre tiene mi mismo grupo sanguíneo, que no es de los más raros pero que, de todos modos, solo posee el seis por ciento de la gente. También concuerda con la descripción que le he dado y que procede de la imagen mental que yo mismo he construido de cómo sería George Stark si existiera de verdad. Fuma la misma marca de cigarrillos que yo hace años. Por último, lo más interesante: por lo visto ese hombre tiene las huellas dactilares idénticas a las mías. Es posible que seis de cada cien personas compartan mi grupo sanguíneo A negativo pero, por lo que sé, no puede haber nadie en este maldito planeta azul que tenga mis mismas huellas. A pesar de todo esto, usted sigue negándose a tomar en cuenta siquiera mi afirmación de que Stark, de algún modo, está vivo. Ahora, comisario Alan Pangborn, dígame una cosa: ¿quién está más desorientado en este asunto, por decirlo así?

Alan sintió que el suelo que pisaba, que hasta entonces había creído sólido y seguro, se movía un poco. Todo aquello era totalmente imposible, ¿no? Pero… Aunque no hiciera nada más el resto del día, tenía que hablar con el médico de Beaumont y empezar a rastrear su historial clínico. Se le pasó por la cabeza que sería realmente magnífico descubrir que el presunto tumor cerebral no había existido, que Thad había mentido… o que lo había imaginado. Si lograba demostrar que aquel tipo era un psicópata, todo resultaría mucho más tranquilizador. Tal vez…

Tal vez, mierda. No existía ningún George Stark, nunca había existido ningún George Stark. Puede que él no fuera uno de esos jóvenes genios del FBI, pero no por eso debía mostrarse tan crédulo como para tragarse un cuento así. Seguramente cazarían a aquel chiflado hijo de puta en Nueva York, cuando fuera a por Cowley; sí, lo más probable era que así fuera. Pero, en caso contrario, tal vez el psicópata decidiera pasar las vacaciones en Maine, aquel verano. Si volvía, Alan quería encontrarlo. No creía que hacer caso de toda aquella basura de La dimensión desconocida le fuera de gran utilidad, si llegaba tal ocasión. No quería perder más tiempo hablando de ello.

—El tiempo lo dirá, supongo —respondió con vaguedad—. De momento, les aconsejo que sigan con la explicación que me dieron a mí anoche: que ese individuo se cree George Stark y está lo bastante chiflado como para haber empezado a actuar en el lugar más lógico (lógico para un lunático, al menos): el cementerio donde fue enterrado oficialmente su ídolo.

—Si no deja al menos un poco de espacio en su mente a esa idea, se va a ver metido en un cenagal sin fondo —advirtió Thad—. Ese individuo… No se puede razonar con él, Alan. No se le puede ablandar con súplicas. Uno puede rogarle clemencia, si le da tiempo, pero será en vano. Si alguna vez se acerca a él con la guardia baja, Alan, Stark hará pastel de carne de tiburón con usted.

—Voy a hablar con su médico y con el cirujano que le operó de niño —respondió el comisario—. No sé qué sacaré en claro o si eso arrojará alguna luz sobre el asunto, pero eso es lo que voy a hacer. Por lo demás, supongo que tendré que afrontar los riesgos.

Thad lanzó una sonrisa sin el menor atisbo de humor.

—Desde mi punto de vista, ello conlleva un problema. Mi esposa, mis hijos y yo estaremos afrontando esos riesgos con usted.

3

Un cuarto de hora más tarde, una camioneta cerrada de carrocería blanca y azul aparcó en el camino particular de la casa de Thad, detrás de su coche. Parecía una camioneta de teléfonos y eso resultó ser, aunque en letras minúsculas muy discretas podía leerse en uno de los laterales: «Policía del estado de Maine».

Dos técnicos llamaron a la puerta, se presentaron, pidieron disculpas por el retraso (disculpa que era perfectamente inútil para Thad y Liz, ya que ninguno de los dos sabía que aquellos tipos iban a presentarse) y preguntaron a Thad si tenía inconveniente en firmar el formulario que uno de ellos llevaba en una carpeta. Thad estudió el documento por encima y vio que era una autorización para instalar un equipo de grabación y seguimiento en su teléfono. El documento no les concedía permiso para utilizar las transcripciones obtenidas ante los tribunales de justicia.

Thad estampó la firma en el lugar indicado. Alan Pangborn y uno de los técnicos (Thad advirtió con sorpresa que llevaba un comprobador telefónico colgado de un costado del cinturón y un revólver del 45 en el otro) firmaron como testigos.

—¿Eso de rastrear un teléfono funciona de verdad? —preguntó Thad unos minutos después de que Alan se fuera en el coche al cuartel de la policía del estado. Desde que les había devuelto el documento, los técnicos habían guardado absoluto silencio y a Thad le pareció importante decir algo.

—Sí —respondió uno de los hombres al tiempo que descolgaba el auricular del teléfono del salón y desmontaba con rapidez la tapa interior de plástico—. Podemos rastrear el punto de origen de una llamada en cualquier lugar del mundo. No se trata de esas viejas escuchas de las películas, donde hay que mantener al comunicante en línea hasta que se ha efectuado el rastreo. Hoy, mientras no cuelgue a este lado de la línea —movió el teléfono, que ahora guardaba cierto parecido a un androide reventado por un disparo de pistola de rayos en una película de ciencia ficción—, podemos rastrear el punto donde se realizó la llamada. Que la mayoría de las veces resulta ser una cabina de un centro comercial.

—En efecto —asintió su compañero. Este manipulaba la conexión del teléfono, que había extraído de la clavija—. ¿Hay algún teléfono en el piso de arriba?

—Dos —le informó Thad. Empezaba a sentirse como si alguien lo hubiera empujado con malos modos al agujero por donde desapareció Alicia—. Uno en mi despacho y otro en el dormitorio.

—¿Con líneas separadas?

—No; todos son supletorios de la misma línea. ¿Dónde pondrán la grabadora?

—Probablemente abajo, en el sótano —respondió el primero con aire ausente mientras introducía los cables del teléfono en un bloque de plástico transparente erizado de conexiones de resorte. En la voz del hombre había un tonillo de «¿le importaría dejarnos hacer nuestro trabajo en paz?».

Thad pasó el brazo en torno a la cintura de Liz y se la llevó de allí, preguntándose si no habría nadie que pudiera o quisiera entender que todas las grabadoras y demás inventos del mundo, por muy último grito de la alta tecnología que fueran, no detendrían a Stark. George Stark estaba allí fuera, tal vez descansando, tal vez ya en camino.

Y si nadie le creía, ¿qué demonios podía hacer, cómo podía prepararse? ¿Cómo iba a defender a su familia? ¿Había algún modo de hacerlo? Se esforzó en pensar y, cuando vio que era inútil, se limitó a escucharse a sí mismo. A veces —no siempre, pero a veces sí— la respuesta le llegaba por este sistema cuando no la obtenía de ninguna otra manera.

Pero en esta ocasión no fue así. Thad se sorprendió al notarse, de pronto, con unas ganas tremendas de camelar a su mujer, llevarla al dormitorio y… Luego recordó que los técnicos de la policía subirían enseguida para continuar sus misteriosas manipulaciones en los supletorios de su anticuada línea única.

«Ni siquiera podemos acostarnos —pensó—. Entonces, ¿qué hacemos?»

Pero la respuesta era bastante sencilla. Se limitaron a aguardar.

De todos modos, no tuvieron que esperar mucho hasta la siguiente y horrible noticia: Stark había acabado con Rick Cowley a pesar de todo. Le había puesto una especie de bomba trampa en la puerta después de emboscar a los técnicos que estaban haciendo en el teléfono de Rick lo mismo que los hombres del salón hacían ahora en el de los Beaumont. Cuando Rick había girado la llave en la cerradura, la puerta había reventado.

Alan les trajo la noticia. No había hecho cinco kilómetros en dirección al cuartel cuando se la habían comunicado por la radio del coche patrulla. Inmediatamente, había dado media vuelta.

—Usted nos había asegurado que Rick estaba a salvo —le dijo Liz. Tanto su voz como su mirada eran apagadas. Incluso su cabello parecía haber perdido el brillo—. Prácticamente, nos lo había garantizado.

—Me equivoqué. Lo siento.

Alan se sentía tan afectado como Liz, pero estaba haciendo un gran esfuerzo para que no se le notara como a ella. Observó a Thad, que le devolvió la mirada con una especie de callado fulgor en los ojos. En las comisuras de los labios de Thad asomaba una leve sonrisa desprovista de todo humor.

«Sabe lo que estoy pensando —se dijo Alan. Probablemente no era cierto, pero así se lo pareció—. Bueno… tal vez no todo, pero al menos una parte. Una buena parte, quizá. Tal vez no consigo disimular, pero no creo que se trate de eso. Creo que está viendo demasiado».

—De acuerdo, hizo usted una suposición que ha resultado errónea, eso es todo —murmuró Thad—. Le sucede al más pintado. Tal vez debería dar marcha atrás y volver a pensar en lo de George Stark. ¿Qué me dice, Alan?

—Que tal vez tenga usted razón —respondió Alan, y se convenció que solo lo decía para tranquilizar a la pareja, sin embargo, el rostro de George Stark, que hasta aquel momento no había vislumbrado más que a través de la descripción de Thad Beaumont, empezó a asomar por encima del hombro. Aún no podía verlo, pero ya lo notaba allí, observando.

—Quiero hablar con ese doctor Hurd…

—Hume —le corrigió Thad—. George Hume.

—Gracias. Quiero hablar con él, de modo que me marcho. Si aparece el FBI, ¿quieren que me pase a verles más tarde?

—No sé Thad, pero yo estaría encantada —dijo Liz.

Thad asintió.

—Lamento mucho todo este asunto, pero lo que más siento es haberle prometido que algo estaba bajo control cuando ha resultado no ser así.

—En un caso como este, supongo que resulta fácil subestimar la situación —contestó Thad—. Le he contado la verdad (al menos, tal como yo la entiendo) por una sencilla razón: si realmente se trata de Stark, creo que mucha gente más va a subestimarlo antes de que concluya todo esto.

Alan pasó la mirada de Thad a Liz y viceversa. Tras una larga pausa durante la cual no se oyó más sonido que el de la pareja de escolta policial charlando al otro lado de la puerta principal (había otra patrulla de vigilancia en la parte de atrás de la casa) el comisario habló por fin:

—Lo peor del asunto es que ustedes dos están realmente convencidos de lo que dicen, ¿verdad?

—Yo, sí, en cualquier caso —asintió Thad.

—Yo, no —respondió Liz. Los dos hombres la miraron, perplejos—. Yo no estoy convencida. Sencillamente, lo sé.

Alan suspiró y hundió las manos en los bolsillos.

—Hay una cosa que me gustaría saber —prosiguió—. Si esto resultara ser lo que ustedes dicen… Yo no lo creo, no puedo creerlo… Pero si lo fuera, ¿qué diablos busca ese individuo? ¿Solo venganza?

—Ni mucho menos —contestó Thad—. Quiere lo mismo que querríamos usted o yo si estuviéramos en su situación. Quiere dejar de estar muerto. Eso es lo único que quiere: dejar de estar muerto. Yo soy el único capaz de hacer que tal cosa suceda. Si no puedo o no quiero… bueno… entonces él se asegurará al menos de que no le falte compañía.