COSA DE LOCOS
1
El tipo del estúpido bigotillo, que debía de utilizar para hacer cosquillas en el pubis a las mujeres, fue mucho más rápido de lo que Stark había previsto.
Stark había estado esperando a Michael Donaldson en el pasillo de la novena planta del edificio donde vivía el reportero, oculto tras el ángulo del corredor más próximo a la puerta del apartamento. Todo habría sido más sencillo si Stark hubiera podido entrar antes en el piso, como había hecho en el de aquella zorra, pero un simple vistazo le había bastado para convencerse de que aquellas cerraduras, a diferencia de las del piso de ella, no habían sido colocadas por un aficionado. En el fondo, tendría que haber dado lo mismo. Era muy tarde y todos los conejos de la madriguera debían de estar profundamente dormidos y soñando con campos de tréboles. El propio Donaldson tendría que haberse mostrado lento de reflejos y embotado por el alcohol pues, cuando uno llega a casa a la una y cuarto de la madrugada, no viene precisamente de la biblioteca pública.
En efecto, Donaldson parecía algo bebido, pero no había perdido en absoluto la rapidez de reflejos.
El plan de Stark era aparecer por la esquina del pasillo y descargar la navaja barbera sobre Donaldson mientras este buscaba la llave. Stark esperaba dejar ciego al individuo de manera rápida y efectiva. Después, antes de que pudiera gritar, le rebanaría el cuello abriéndole la tráquea y seccionándole a la vez las cuerdas vocales.
Stark no intentó actuar con sigilo. Quería que Donaldson le oyera, que volviera el rostro hacia él. Eso le facilitaría las cosas.
En un primer momento, Donaldson reaccionó según lo esperado. Stark dirigió la navaja contra su rostro en un arco corto y tajante. Sin embargo, Donaldson consiguió encoger un poco la cabeza; no mucho, pero sí demasiado para lo que se proponía Stark. En lugar de alcanzarle los ojos, la navaja barbera le rajó la frente hasta el hueso. Un colgajo de piel se enroscó sobre las cejas de Donaldson como una tira de papel pintado despegada de la pared.
—¡Socorro! —baló Donaldson con una voz sofocada, ovejuna, y toda la jugada de Stark se fue al garete. Mierda.
Stark avanzó un paso, sosteniendo la navaja delante de sus ojos con la hoja un poco vuelta hacia arriba, como un torero que citara al toro para el primer pase. Muy bien, se dijo, las cosas no siempre salían como uno las había previsto. No había dejado ciego a aquel soplón pero del corte en la frente manaba sangre a mares y, sin duda, lo que Donaldson pudiera ver le llegaría a través de una bruma roja y pegajosa.
Lanzó una cuchillada a la garganta de Donaldson, pero este apartó la cabeza hacia atrás casi con la rapidez de una serpiente de cascabel que retrocediera tras un ataque. Una rapidez asombrosa. Stark se descubrió admirando un poco a aquel hombre, a pesar del ridículo bigotillo.
La hoja cortó el aire a medio centímetro de la garganta del reportero, que volvió a pedir socorro a gritos. Los conejos, que nunca tenían el sueño muy profundo en aquella ciudad, en aquella podrida Gran Manzana, estarían despertándose. Stark invirtió el movimiento del brazo y llevó la navaja hacia atrás, al tiempo que se ponía de puntillas y lanzaba hacia delante todo el cuerpo. Fue un movimiento lleno de gracia, propio de un ballet, y debería haber sido definitivo. Pero Donaldson consiguió en el último instante levantar una mano delante de la garganta y, en lugar de acabar con él, Stark solo consiguió producirle una serie de heridas largas y poco profundas que los forenses de la policía denominarían luego cortes defensivos. Donaldson levantó la mano con la palma hacia fuera y la cuchilla pasó por la base de los cuatro dedos, sin tocar el pulgar. El reportero llevaba un abultado anillo en el anular, de modo que este no sufrió daños. Hubo un ligero y agudo tintineo metálico, ¡clinn!, cuando el filo de la navaja resbaló sobre el anillo dejando una pequeña muesca en la aleación de oro. La navaja, en cambio, dejó un corte profundo en los otros tres dedos, hundiéndose sin esfuerzo en la carne al igual que un cuchillo caliente en un trozo de mantequilla. Con los tendones cortados, los dedos se derrumbaron hacia delante como títeres dormidos; solo el anular quedó erguido como si, presa del terror y la confusión, Donaldson hubiera olvidado qué dedo usaba uno cuando quería hacer el gesto de mandar a alguien a la mierda.
Esta vez, cuando Donaldson abrió la boca, surgió de ella un verdadero aullido y Stark comprendió que ya podía olvidarse de acabar con aquel tipo sin despertar la alarma. Había previsto poder hacerlo sin ruido, ya que no necesitaba mantener a Donaldson con vida para que hiciera ninguna llamada por teléfono, pero las cosas no estaban saliendo bien. En cualquier caso, tampoco tenía intención de dejar vivo a Donaldson. Cuando uno empezaba un trabajo como aquel, no lo abandonaba hasta que lo terminaba o hasta que acababan con uno.
Stark descargó de nuevo. Su víctima había retrocedido por el pasillo casi hasta la puerta del piso de al lado. Stark sacudió la navaja hacia un lado con un gesto despreocupado para limpiar la hoja. Una rociada de gotitas encarnadas salpicó la pared de color crema.
Al fondo del corredor, se abrió una puerta y un hombre con un pijama azul y el cabello despeinado asomó la cabeza y los hombros.
—¿Qué pasa aquí? —exclamó con una voz áspera que daba a entender que la juerga había terminado, aunque fuera el mismísimo Papa de Roma quien armaba el alboroto.
—Un asesinato —respondió Stark como si tal cosa y, por un instante, apartó la vista del hombre ensangrentado y ululante que tenía ante él para volverse hacia el tipo que acababa de asomarse. Más tarde, este diría a la policía que el intruso tenía los ojos de un azul brillante. Los ojos de un loco de atar—. ¿Quieres que también haya para ti?
El hombre cerró tan deprisa que se diría que la puerta no había llegado a abrirse.
Pese al pánico que debía sentir, pese a las heridas que había recibido, Donaldson vio una oportunidad cuando la mirada de Stark se desvió de él, aunque la distracción solo durara unos segundos. Vio la oportunidad y se lanzó a por ella. Aquel pequeño hijo de puta era realmente rápido. Stark sintió aún más admiración por él. La rapidez de movimientos y el sentido de autoconservación del tipejo casi le hicieron olvidar lo molesto que estaba resultando.
Si hubiera saltado hacia Stark, si hubiera intentado trabar un cuerpo a cuerpo, probablemente habría pasado del estadio de molestia a otro más próximo al de auténtico problema. Pero Donaldson no lo hizo, sino que dio media vuelta para escapar.
Un impulso perfectamente comprensible, pero un error por su parte.
Stark corrió tras él y sus zapatones levantaron un susurro de la moqueta. Por fin, descargó la navaja barbera sobre la nuca del fugitivo, confiando en que aquel golpe sería el definitivo.
Pero en la décima de segundo antes de que la cuchilla alcanzara su destino, Donaldson estiró la cabeza hacia delante y, simultáneamente, la agachó como una tortuga que se refugiara en su caparazón. Stark empezaba a pensar que Donaldson tenía poderes telepáticos. Esta vez, lo que pretendía ser un golpe mortal no hizo más que rasgar el cuero cabelludo por encima de la protuberancia ósea que protege la nuca. Era una herida escandalosa por la sangre, pero en absoluto mortal. Aquello estaba resultando irritante, enloquecedor… y empezaba a entrar en el terreno de lo ridículo.
Donaldson corrió por el pasillo, zigzagueando de un lado a otro y, en ocasiones, rebotando incluso en las paredes como una bola de millón que golpeara uno de esos postes iluminados que le dan al jugador cien mil puntos o una partida gratis o alguna cosa así. Mientras corría, no dejaba de gritar. Mientras corría, no dejaba de verter sangre en la moqueta. Mientras corría, iba dejando aquí y allá la huella de su mano ensangrentada para señalar su avance. Pero mientras corría por aquel pasillo, seguía con vida.
No se abrió ninguna puerta más, pero Stark tenía la certeza de que en aquel mismo instante, en media docena de aquellos apartamentos, otros tantos dedos estarían marcando (o habrían marcado ya) el número de la policía en sus respectivos teléfonos.
Donaldson continuó su avance a trompicones hacia los ascensores. Stark fue tras él. No se sentía furioso ni asustado, solo terriblemente exasperado. De pronto, soltó un rugido:
—¡Por qué no te callas de una vez y te portas como es debido!
El grito de socorro que estaba lanzando Donaldson se convirtió en un aullido. Intentó volverse, tropezó y cayó de bruces a tres metros del umbral del pequeño vestíbulo de los ascensores. Stark había constatado que hasta el tipo más ingenioso se quedaba sin ideas brillantes si uno se las cortaba.
Donaldson se puso de rodillas. Daba la impresión de querer arrastrarse a gatas hasta el vestíbulo, ahora que los pies lo habían traicionado. Volvió su ensangrentado no-rostro de un lado a otro para ver dónde estaba su atacante y Stark le lanzó un puntapié contra el puente de la nariz, bañado en sangre. Stark llevaba unos mocasines marrones y golpeó a aquel maldito pelmazo con todas sus fuerzas. Los brazos a los costados y ligeramente retrasados del cuerpo para mantener el equilibrio, el pie izquierdo impactando en su objetivo y alzándose luego en un arco hasta la altura de la frente… Cualquiera que hubiera visto un partido de fútbol americano habría evocado de inmediato un tiro de falta muy potente, muy profundo.
La cabeza de Donaldson voló hacia atrás, golpeó la pared con la fuerza suficiente para dejar una ligera marca cóncava en el yeso, y rebotó.
—Por fin se te han agotado las pilas, ¿verdad? —murmuró Stark, y oyó abrirse una puerta detrás de él. Se volvió y vio a una mujer de cabellos negros revueltos y enormes ojos oscuros asomada a la puerta de uno de los apartamentos, al otro extremo del pasillo—. ¡Vuelve a meterte ahí, zorra! —le gritó. La puerta se cerró como si tuviera un resorte.
Se inclinó hacia delante, agarró a Donaldson por el pelo, pegajoso y repulsivo, le echó la cabeza hacia atrás y lo degolló. Se dijo que el tipejo debía de haber muerto antes incluso de que la cabeza impactara contra la pared y, casi con absoluta seguridad, después del golpe, pero de todos modos era mejor asegurarse. Además, cuando uno empezaba a cuchilladas, tenía que terminar de la misma manera.
Se apartó enseguida del cuerpo, pero Donaldson no soltó un chorro de sangre como había sucedido con la mujer. El corazón del tipejo ya había dejado de latir o estaba haciéndolo en aquellos momentos. Stark dio unos rápidos pasos hacia el ascensor mientras cerraba la navaja barbera y la guardaba en el bolsillo.
Uno de los ascensores estaba deteniéndose en aquel piso.
Podía tratarse de un inquilino; al fin y al cabo, la una y pico de la madrugada no era una hora demasiado avanzada en la gran ciudad, aunque fuera un lunes por la noche. De todos modos, Stark se dirigió de inmediato hacia la gran planta de interior que ocupaba el rincón del vestíbulo de ascensores, junto a un cuadro abstracto absolutamente inútil. Se ocultó detrás de la planta. En todos sus radares sonaba una aguda alarma. Desde luego, podía ser alguien que volviera de un acceso de fiebre discotequera post fin de semana o de la prolongación alcohólica de una cena de negocios, pero a Stark le olía que no se trataba de nada de aquello. Stark pensaba que podía ser la policía. De hecho, estaba seguro.
¿Un coche patrulla que pasaba casualmente cerca del edificio cuando uno de los inquilinos de aquel piso había telefoneado para denunciar que se estaba cometiendo un asesinato en el pasillo? Era posible, pero Stark lo dudaba. Le pareció más probable que Beaumont hubiera levantado la liebre, que hubieran encontrado a la mujer y que en el ascensor subiera la escolta policial para Donaldson. Más vale tarde que nunca.
Se agachó lentamente con la espalda pegada a la pared. La chaqueta manchada de sangre que llevaba puesta emitió un ronco susurro con el roce. Más que ocultarse, Stark se sumergió como haría un submarino para quedar a profundidad de periscopio; además, la protección que le ofrecían la planta y la maceta era mínima. Si miraban a su alrededor, lo descubrirían. No obstante, Stark apostó a que toda su atención se centraría en la prueba A, tendida allí en mitad del pasillo. Al menos, esperaba que así sucediera, aunque solo fuera por unos segundos; con eso le bastaría.
Las hojas anchas de la planta, entrecruzándose, formaban sombras dentadas sobre su rostro. Stark miró entre ellas como un tigre de ojos azules al acecho.
Se abrieron las puertas del ascensor. Stark oyó una exclamación contenida y vio salir apresuradamente a dos agentes uniformados, a los que seguía un tipo negro con unos tejanos de pinzas y unas grandes zapatillas gastadas de bailarín callejero con cierres de velcro. El negro también llevaba una camiseta con las mangas recortadas en cuya parte frontal se leía PROPIEDAD DE LOS N.Y. YANQUEES. Además, llevaba unas gafas de sol plegables. Si aquel tipo no era detective, Stark era Tarzán de la jodida selva. Cuando los policías se disfrazaban para pasar inadvertidos, siempre se excedían, y luego actuaban como si se avergonzaran de ello. Era como si supieran que la estaban cagando pero no pudieran evitarlo. Así pues, aquellos hombres eran —o, en cualquier caso, habían sido enviados para ello— la escolta de Donaldson. No era probable que un detective viajara en un coche patrulla que casualmente se hallara por la zona. Sería demasiada coincidencia. Aquel tipo había acudido con los agentes para interrogar a Donaldson, primero, y para protegerlo después.
«Lo siento amigos —pensó Stark—. Me parece que los buenos tiempos de ese muchacho han terminado».
Se incorporó y salió de detrás de la planta. Ni una sola hoja susurró. Sus pisadas no produjeron el menor ruido sobre la moqueta. Pasó a menos de un metro de la espalda del detective, que estaba inclinado sobre el cuerpo y procedía a sacar una pistola de la funda atada a la pantorrilla. Si hubiera querido, Stark podría haberle propinado una soberana patada en el trasero.
Se deslizó en el interior del ascensor en el último momento antes de que las puertas empezaran a cerrarse. Uno de los policías uniformados captó un asomo de movimiento por el rabillo del ojo —tal vez la puerta, tal vez el propio Stark; en realidad no importaba— y alzó la vista del cuerpo de Donaldson.
—¡Eh…!
Stark levantó una mano y, con gesto solemne, agitó los dedos despidiéndose del policía. Adiós. A continuación, la puerta del ascensor ocultó la escena del pasillo.
El vestíbulo de la planta baja estaba desierto excepto por el conserje, que yacía sin sentido bajo el mostrador de recepción. Stark salió a la calle, dobló la esquina, montó en un coche robado y se alejó.
2
Phyllis Myers vivía en uno de los nuevos edificios de apartamentos del West Side de Manhattan. La escolta policial (acompañada de un detective que vestía pantalones deportivos Nike, una camiseta de entrenamiento de los New York Islanders con las mangas recortadas y unas gafas de sol plegables) se había presentado a las diez y media de la noche del 6 de junio y había encontrado a la mujer echando pestes por una cita anulada en el último momento. Al principio se mostró desconfiada, pero se animó bastante cuando oyó que alguien que se creía George Stark podía estar interesado en asesinarla. Phyllis respondió a las preguntas del detective sobre la entrevista a Thad Beaumont —a la que ella se refería como la sesión fotográfica de Thad Beaumont— mientras cargaba de película tres cámaras y jugaba con un par de decenas de lentes y objetivos. Cuando el detective le preguntó qué estaba haciendo, ella le guiñó un ojo y respondió:
—Sigo el lema de los boy scouts. ¿Quién sabe…? Podría suceder algo de verdad.
Después del interrogatorio, fuera del apartamento, uno de los agentes uniformados preguntó al detective:
—¿Es ella de veras?
—Sí —respondió el aludido—. El problema es que no se toma en serio nada de lo que sucede. Para ella, el mundo solo es otra fotografía que espera. Ahí dentro tenéis a una zorra estúpida que está convencida de que siempre va a encontrarse en el lado adecuado del objetivo.
A aquella hora, las tres y media de la madrugada del 7 de junio, el detective hacía rato que se había marchado. Un par de horas antes, los dos hombres asignados para custodiar a Phyllis Myers habían recibido la noticia del asesinato de Donaldson por la radio que llevaban en la cintura. También habían recibido la advertencia de ser muy prudentes y permanecer alerta, pues el psicópata con el que se enfrentaban había demostrado tener una tremenda sed de sangre y una gran inteligencia.
—«Prudente» es mi apodo —dijo el primer agente.
—Qué coincidencia —añadió el segundo—. El mío es «Alerta».
Los dos policías formaban pareja desde hacía más de un año y se llevaban bien. Desde su puesto de vigilancia, sonrieron ante el comentario. ¿Y por qué no? Eran dos miembros armados y uniformados de lo más selecto de la podrida Gran Manzana y estaban en un pasillo con buena iluminación y aire acondicionado, en el piso veintiséis de un edificio de apartamentos recién construido, y nadie iba a trepar hasta ellos, ni a saltarles encima desde el techo, ni a freírlos con un subfusil mágico que nunca se encasquillaba o se quedaba sin munición. Estaban en la vida real, no en una novela de gángsters o en una película de Rambo, y lo que les ofrecía la vida real aquella noche era un servicio especial muchísimo más agradable que patrullar con el coche, poniendo paz en peleas de bar hasta que los locales cerraban, y atajándolas luego, hasta las primeras luces del alba, en ruinosos apartamentos de edificios sin ascensor, donde maridos borrachos y sus mujeres decidían discutir. La vida real debería consistir siempre en ser prudente y estar alerta en algún pasillo con aire acondicionado durante las calurosas noches de la ciudad. Al menos, esa era la firme opinión de los dos hombres.
Habían llegado hasta aquel punto en sus razonamientos cuando se abrió la puerta del ascensor y un hombre ciego y herido salió de él y avanzó por el pasillo tambaleándose.
Era un hombre alto, de hombros muy anchos. En apariencia rondaba los cuarenta. Llevaba una chaqueta deportiva rota y unos pantalones que no hacían juego con la chaqueta pero, al menos, la complementaban. Más o menos, en cualquier caso. El primer policía, «Prudente», tuvo tiempo de pensar que la persona vidente que le había escogido la ropa al ciego debía de tener bastante buen gusto. El ciego llevaba también unas grandes gafas oscuras, algo torcidas porque les faltaba una de las patillas. No eran, ni mucho menos, unas gafas de sol plegables de última moda como las del detective. Más bien parecían las que lucía Claude Rains en El hombre invisible.
El ciego avanzaba con ambas manos extendidas ante él. La zurda, vacía, tanteaba el aire al azar. En la diestra llevaba un bastón blanco bastante sucio con una empuñadura de goma como la del manillar de una bicicleta. Tenía ambas manos cubiertas de sangre seca. Numerosas manchas de sangre coagulada, de color rojo oscuro, le salpicaban la camisa y la chaqueta deportiva. Si los dos policías destinados a la protección de Phyllis Myers hubieran sido realmente prudentes y hubieran estado de veras alerta, todo aquello debería haberles extrañado. El ciego venía vociferando, refiriéndose a algo que aparentemente acababa de sucederle. A juzgar por su aspecto, era obvio que algo le había sucedido, y algo bastante desagradable. Sin embargo, la sangre de su ropa y de su piel ya había tomado un matiz marronáceo, lo cual indicaba que había sido vertida hacía un buen rato. Un hecho que debería haber llamado la atención de unos agentes a los que se había recomendado extrema cautela. Casi debería haber levantado una bandera roja de alarma en sus mentes.
Aunque también era probable que no. Las cosas se sucedieron con demasiada rapidez y, cuando ocurren a esa velocidad, carece de importancia si uno es extremadamente cauteloso o excesivamente despreocupado: hay que seguir la corriente.
En un momento dado, los dos hombres estaban ante la puerta del apartamento de Phyllis Myers, felices como niños a los que se hubiera dado fiesta en la escuela porque se había estropeado la calefacción; un instante después, tenían al ciego ante sus narices, blandiendo su sucio bastón blanco. No tuvieron tiempo ni para pensar, ni mucho menos para hacer deducciones.
—¡Policía! —aullaba el ciego antes incluso de que la puerta del ascensor terminara de abrirse—. ¡El conserje dice que hay unos policías en la planta veintiséis! ¡Policía! ¿Están ahí?
El hombre avanzaba ahora tambaleándose por el pasillo, moviendo el bastón de un lado a otro y ¡tac!, la punta golpeó la pared a su izquierda y ¡suiss!, el bastón cortó el aire hacia el otro lado, y ¡tac!, golpeó la pared de la derecha, y si había alguien en aquella maldita planta veintiséis que aún durmiera, no tardaría en despertarse con el alboroto.
Prudente y Alerta contemplaron la aparición sin cruzar siquiera una mirada.
—¡Policía! ¡Poli…!
—¡Señor! —le interrumpió Alerta—. ¡Cuidado! ¡Se va a caer!
El ciego volvió la cabeza en dirección a la voz del policía pero no se detuvo y continuó avanzando, agitando la mano libre y el sucio bastón blanco. Recordaba ligeramente a un director de orquesta, como si Leonard Bernstein tratara de dirigir la Filarmónica de Nueva York después de fumarse un par de dosis de crack.
—¡Policía! ¡Me han matado la perra! ¡Me han matado a Daisy! ¡Policía!
—Señor…
Prudente alargó el brazo para sostener al ciego que avanzaba tambaleante. El ciego que avanzaba tambaleante se llevó la mano libre al bolsillo izquierdo de la chaqueta deportiva y, en vez de sacar un par de entradas para el baile de la Gala de los Invidentes, extrajo un revólver del calibre 22. Apuntó con él a Prudente y apretó dos veces el gatillo. Los disparos sonaron ensordecedores y secos en el pasillo. Se levantó una humareda azulada. Prudente recibió los balazos casi a quemarropa y cayó con el pecho hundido como una cesta de fruta con el fondo reventado. La chaqueta del uniforme quedó chamuscada y humeante.
Alerta no hizo más que mirar cómo el ciego le apuntaba con el revólver.
—¡No, por favor, Dios mío! —exclamó con una débil vocecilla, como si alguien lo hubiera dejado sin aliento de un golpe.
El ciego realizó dos nuevos disparos. Se formó otra nube de humo azulado. Para ser un ciego, tenía una puntería magnífica. El agente Alerta voló hacia atrás a causa de los impactos, saliendo de la nubecilla de humo azulado, y fue a dar con los omoplatos en la moqueta del pasillo; allí experimentó un súbito espasmo y, por fin, quedó inmóvil.
3
En Ludlow, a más de setecientos kilómetros de distancia, Thad Beaumont se agitó inquieto en su lado de la cama.
—Humo azul —murmuró—. Humo azul.
Frente a la ventana del dormitorio había nueve gorriones posados en el cable del teléfono. A ellos se unió media docena más. Los pájaros permanecieron tranquilos, silenciosos e inadvertidos, unos metros por encima del coche patrulla que vigilaba la casa.
—No voy a necesitarlos más —murmuró Thad en sueños, al tiempo que se pasaba una mano por la cara con gesto torpe y hacía un movimiento como si arrojara algo lejos de sí con la otra.
—¿Thad? —preguntó Liz, incorporándose—. Thad, ¿estás bien?
Thad respondió en sueños algo incomprensible.
Liz se miró los brazos. Tenía toda la piel de gallina.
—¿Thad? ¿Son los pájaros otra vez? ¿Estás oyendo los pájaros?
Thad no respondió. Al otro lado de los cristales, los gorriones remontaron el vuelo al unísono y desaparecieron en la oscuridad, aunque no era su hora de volar.
Ni Liz ni los dos policías del coche patrulla lo advirtieron.
4
Stark dejó a un lado las gafas oscuras y el bastón. El pasillo estaba impregnado del olor acre del humo de cordita. Acababa de disparar cuatro balas Colt de alta potencia que él mismo había transformado en explosivas. Dos de ellas habían atravesado a los policías y habían dejado sendos agujeros del tamaño de platos en la pared del pasillo. Avanzó hasta la puerta de Phyllis Myers. Estaba dispuesto a convencerla para que saliera si era preciso, pero la mujer estaba justo al otro lado de la puerta y, al oír su voz, Stark comprendió que no iba a tener problemas.
—¿Qué sucede? —gritó—. ¿Qué ha sido eso?
—Lo hemos cazado, señora Myers —respondió con excitada alegría—. Si quiere sacar esa foto, dese prisa. Pero recuerde luego que yo nunca le dije que podía hacerlo.
Phyllis Myers mantuvo la cadena puesta cuando abrió la puerta, pero a Stark no le importó. Cuando la mujer asomó uno de sus grandes ojos castaños por la rendija, él le metió un balazo.
Esta vez no tuvo tiempo de cerrarle los ojos a la fotógrafa —más bien para cerrarle el único que le quedaba—, de modo que dio media vuelta y echó a andar hacia los ascensores. No se demoró, pero tampoco echó a correr. Se abrió la puerta de uno de los apartamentos —aquella noche parecía que todo el mundo le abría su puerta— y Stark levantó el revólver hacia el rostro del conejo de mirada asombrada que acababa de asomarse. La puerta se cerró al instante.
Pulsó el botón de llamada. La puerta del ascensor que había tomado después de dejar inconsciente al segundo conserje de la noche (con el bastón que le había robado al ciego de la calle 60) se abrió de inmediato, como Stark había previsto. A aquellas horas de la noche, los tres ascensores del edificio estaban especialmente solicitados. Arrojó el revólver por encima del hombro y lo oyó caer sobre la moqueta con un ruido sordo.
—Esta vez, todo ha salido a pedir de boca —murmuró. Penetró en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja.
5
El sol asomaba ya por la ventana de la sala de estar del piso de Rick Cowley cuando sonó el teléfono. Rick, un cincuentón, tenía los ojos enrojecidos y el aspecto macilento de un hombre medio borracho. Levantó el auricular con una mano presa de un violento temblor. Apenas sabía dónde estaba y su mente cansada y dolorida insistía en decirle que todo aquello era un sueño. ¿De veras había estado hacía menos de tres horas en el depósito de cadáveres de la Primera Avenida (a menos de una calle del pequeño y selecto restaurante francés adonde solo llevaban a los clientes que, además, eran amigos), para identificar el cuerpo mutilado de su ex esposa? ¿De veras tenía protección policial ante su puerta porque el hombre que había matado a Miriam también quería acabar con él? ¿Era cierto todo aquello? Seguro que no. Tenía que ser un sueño… y tal vez lo que sonaba no era en realidad el teléfono, sino el despertador de la mesilla de noche. Por lo general, Rick odiaba aquel aparato, incluso lo había tirado contra la pared en más de una ocasión; pero aquella mañana le habría dado un beso. ¡Qué diablos, le habría dado un beso de tornillo!
Pero no despertó de ningún sueño y respondió al teléfono.
—¿Diga?
—Soy el hombre que le ha abierto el gaznate a tu mujer —dijo la voz por el auricular y, de pronto, Rick se sintió absolutamente despierto. Las pocas esperanzas que aún tenía de que aquello fuera un sueño se desvanecieron. Era una voz de esas que solo deben de oírse en sueños, pero que nunca se escuchan en el mundo real.
—¿Quién es? ¿Quién habla? —oyó que preguntaba su propia voz, una vocecilla débil.
—Pregúntaselo a Thad Beaumont —respondió la voz—. Él lo sabe todo al respecto. Dile que te he dicho que puedes darte por muerto. Y dile que aún no he terminado de hacer locuras.
El teléfono hizo clic en su oído y, tras un momento de silencio, empezó a sonar el insulso zumbido de la línea libre.
Rick colgó, se apoyó el teléfono sobre los muslos, lo contempló y, de pronto, rompió en sollozos.
6
A las nueve de la mañana, Rick llamó a la oficina para decirle a Frieda que ella y John se marcharan a casa. La agencia permanecería cerrada todo el día y el resto de la semana. Frieda quiso saber la razón y Rick advirtió consternado que estaba a punto de mentirle, como si le hubieran acusado de algún delito grave y repulsivo —abusos sexuales infantiles, por ejemplo— y no quisiera resignarse a admitirlo hasta que la conmoción se atenuara un poco.
—Miriam ha muerto —dijo por fin a Frieda—. La mataron anoche en su apartamento.
Frieda expulsó el aire de los pulmones en un rápido siseo de sorpresa.
—¡Por Dios, Rick! ¡No hagas bromas con cosas así! ¡Si te burlas de estas cosas, terminan pasando!
—No es broma, Frieda —insistió Rick, sintiéndose de nuevo al borde de las lágrimas.
Aquellas lágrimas —las que había derramado en el depósito de cadáveres, las que había vertido en el coche durante el trayecto de vuelta, las que le habían saltado tras la llamada de aquel loco, las que ahora trataba de reprimir—, todas aquellas lágrimas eran solo las primeras. El pensamiento de todas las que iba a derramar en el futuro lo dejó profundamente agotado. Miriam había sido una zorra, pero también había sido, a su manera, una zorra dulce. Él la había querido mucho. Rick cerró los ojos. Cuando los abrió, encontró a un hombre mirándolo desde el otro lado de la ventana, aunque la ventana estaba en un piso catorce. Rick se sobresaltó y luego vio el uniforme. Un limpiacristales. El hombre lo saludó desde el andamio. Rick levantó la mano en respuesta a su gesto, parecía pesar una tonelada; la dejó caer sobre el muslo tan pronto como la hubo alzado. Frieda le repitió que no se andara con bromas y Rick se sintió más abrumado que nunca. Las lágrimas, se dijo, eran solo el principio.
—Un momento, Frieda —dijo. Dejó el auricular sobre la mesa y se acercó a la ventana para echar la cortina. Ponerse a llorar por teléfono con Frieda al otro lado de la línea ya era bastante horrible como para que, encima, le viera hacerlo un limpiacristales.
Mientras alargaba la mano hasta la cortina, el hombre del andamio se llevó la suya al bolsillo pectoral del mono de trabajo, como si buscara algo. Rick sintió un súbito aguijonazo de inquietud. «Dile que te he dicho que puedes darte por muerto».
(Dios…)
El limpiacristales sacó un pequeño rótulo amarillo con letras negras. El mensaje estaba flanqueado por dos caras imbéciles y sonrientes de «Smiley». ¡QUE TENGAS UN BUEN DÍA!, decía.
Rick asintió cansinamente. Un buen día. Desde luego. Echó la cortina y volvió al teléfono.
7
Cuando por fin convenció a Frieda de que estaba hablando en serio, la empleada estalló en sonoros sollozos, absolutamente sinceros (tanto los empleados de la agencia como los clientes, incluso aquel maldito Ollinger, que escribía unas horribles novelas de ciencia ficción y que al parecer se empeñaba en la tarea de hacer saltar el cierre de todos los sostenes del mundo occidental, apreciaban mucho a Miriam). Por supuesto, Rick lloró con ella hasta que al fin logró dominarse. «Por lo menos —pensó—, había echado la cortina».
Quince minutos más tarde, mientras se preparaba un café, lo asaltó de nuevo el recuerdo de la llamada del loco. Tenía a dos policías ante su puerta y no les había dicho nada. ¿Qué coño le estaba pasando?
«Bueno —se dijo—, mi esposa ha muerto y, cuando la he visto en el depósito, parecía que se le hubiera abierto una segunda boca tres dedos por debajo de la barbilla. Tal vez eso tenga algo que ver».
«Pregúntaselo a Thad Beaumont. Él lo sabe todo al respecto».
El hombre, estaba claro, le había dicho que llamara a Thad. Pero su mente aún estaba en las nubes. Las cosas habían adquirido unas nuevas proporciones que Rick no se veía capaz de comprender, al menos de momento. De acuerdo: llamaría a Thad. Lo haría cuando hubiera informado a la policía de la llamada del loco asesino.
Contó lo sucedido a los agentes de vigilancia y estos se mostraron muy interesados. Uno de ellos trasmitió la información a la central por su radiotransmisor. Cuando hubo terminado, dijo a Rick que el detective jefe quería que acudiera a la central para hablar de la llamada que había recibido. Mientras tanto, un equipo acudiría al apartamento para conectar al teléfono una grabadora y un equipo rastreador. Por si había alguna otra llamada.
—Es probable que las reciba —comentó a Rick el segundo agente—. Estos psicópatas están realmente enamorados del sonido de su propia voz.
—Antes de irnos tengo que hablar con Thad —replicó Cowley—. Tal vez él esté también en un apuro, a juzgar por el tono de voz de ese tipo.
—El señor Beaumont ya se encuentra bajo protección policial en su casa de Maine, señor Cowley. Vámonos ya, ¿quiere?
—Sigo pensando que…
—Podrá usted llamarle desde la central. Y ahora, ¿quiere coger una chaqueta?
Rick, perplejo y no muy seguro de que todo aquello fuera real, dejó que los agentes lo llevaran.
8
Un par de horas después, cuando volvieron, uno de los policías que daban escolta a Rick frunció el ceño al ver la puerta del apartamento y murmuró:
—No veo a nadie ahí.
—¿Y pues? —replicó Rick lánguidamente. Se sentía lánguido, como un panel de cristal lechoso a través del cual casi se pudiera ver. Le acababan de formular un montón de preguntas y las había contestado lo mejor que había podido. Tarea difícil, ya que la mayoría carecía de sentido para él.
—Los tipos de Comunicaciones tenían orden de esperar si terminaban antes de que volviéramos.
—Estarán dentro —apuntó Rick.
—Uno de ellos, tal vez, pero el otro debería estar aquí fuera. Es el procedimiento habitual.
Rick sacó las llaves, las revolvió hasta encontrar la del piso y la introdujo en la cerradura. Los problemas que pudieran tener aquellos tipos con los procedimientos de sus colegas no eran de su incumbencia. Afortunadamente, pues aquella mañana ya tenía suficiente con sus propias preocupaciones.
—Primero llamaré a Thad —murmuró. Exhaló un suspiro y ensayó una sonrisa—. Aún no es mediodía y ya me siento como si el día nunca fuera a ter…
—¡No haga eso! —gritó de pronto uno de los policías, al tiempo que saltaba hacia él.
—¿Hacer q…? —empezó a replicar Rick mientras giraba la llave. La puerta estalló en una bola de luz, humo y ruido. El policía cuyo instinto había dado la alarma un segundo demasiado tarde quedó irreconocible para sus familiares. Rick Cowley resultó casi volatilizado. El otro agente, que estaba ligeramente separado de ellos y que se había protegido instintivamente el rostro al oír gritar a su compañero, fue atendido por quemaduras, contusiones y lesiones internas. Por fortuna —casi milagrosamente— la metralla de la puerta y la pared que salió despedida como una nube a su alrededor, no llegó a alcanzarlo. Con todo, el hombre no volvería a trabajar para el departamento de policía de la ciudad de Nueva York; la explosión lo había dejado sordo para siempre. Dentro del apartamento de Rick, los dos técnicos de Comunicaciones que habían acudido para intervenir el teléfono yacían muertos sobre la alfombra del salón. Clavada con una chincheta en la frente de uno de ellos había una nota:
LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR.
Clavada con una chincheta en la frente del otro había un segundo mensaje:
MÁS COSAS DE LOCOS. DÍSELO A THAD.