TRECE

PURO PÁNICO

1

Durante unos momentos —nunca tuvo una idea clara de cuánto tiempo había transcurrido—, Thad fue presa de un pánico tan absoluto y total que quedó literalmente incapacitado para la menor reacción. Ya era un milagro que pudiera seguir respirando. Más tarde, Thad pensaría que la única vez en su vida que había sentido algo remotamente parecido había sido cuando tenía diez años y había decidido, con un par de amigos, ir a darse un baño a mediados de mayo, es decir, tres semanas antes de la fecha en que cualquiera de ellos había tomado el primer baño en años anteriores. A pesar de ello, les había parecido una buena idea, pues el día estaba despejado y hacía mucho calor para ser el mes de mayo en New Jersey; a mediodía, los termómetros marcaban casi treinta grados. Los tres habían bajado caminando al lago Davis, como llamaban irónicamente a la pequeña charca que había a un par de kilómetros de la casa de Thad, en Bergenfield. Thad fue el primero en quitarse la ropa y ponerse el traje de baño, de modo que también fue el primero en saltar al agua. Sencillamente, había cogido carrerilla y había saltado. Aún hoy pensaba que en ese momento debió de estar al borde de la muerte, aunque en realidad no quería saber cuán cerca había llegado. Tal vez el aire de aquel día había parecido el de una mañana de verano, pero el agua estaba como ese último día a principios de invierno, cuando el hielo acaba de formarse en la superficie. Al contacto con ella, su sistema nervioso había sufrido un cortocircuito momentáneo. La respiración se le había interrumpido, el corazón se le había detenido en pleno latido y, cuando volvió a la superficie, se había sentido como un coche con la batería descargada que necesitara un arranque rápido, que lo necesitara con urgencia, y no sabía cómo conseguirlo. Recordó el sol en lo alto, muy brillante, que producía diez mil destellos dorados en la superficie azul negruzca de la charca, recordó a Harry Black y Randy Wister de pie en la orilla, subiéndose los pantalones de gimnasia descoloridos hasta tapar su generoso trasero, Randy allí desnudo, con el bañador en la mano y gritando «¿Cómo está el agua, Thad?» en el momento en que asomaba a la superficie, y lo único que Thad había sido capaz de pensar había sido: «Me estoy muriendo, estoy aquí al sol con mis dos mejores amigos y ha terminado la escuela y no tengo deberes que hacer y esta noche dan una buena serie por televisión y mamá me ha dicho que podría cenar viéndola pero nunca la veré porque estaré muerto». Lo que solo segundos antes había sido una respiración fácil, sin complicaciones, se había transformado en un calcetín de atletismo atascado en la garganta, algo que no podía expulsar ni engullir. El corazón yacía en su pecho como una pequeña roca fría. En ese instante, el nudo se había deshecho, Thad había aspirado una gran y sonora bocanada, se le habían erizado todos los pelos del cuerpo y había logrado responder a Randy, con la inconsciente alegría malévola que solo poseen los niños: «¡El agua está bien! ¡No está demasiado fría! ¡Métete de golpe!». Solo años después se le ocurriría pensar que podría haber matado a uno o a ambos niños, al igual que había estado a punto de matarse él.

Lo mismo le estaba sucediendo ahora; se encontraba de nuevo en aquel mismo estado de bloqueo paralizante. Así era como llamaban en el ejército a lo que le estaba pasando: bloqueo paralizante. Sí, un buen nombre. En cuanto a terminología, el ejército se llevaba la palma. Allí estaba Thad, en medio de un gran bloqueo paralizante. Estaba sentado sobre la silla, no en la silla sino sobre ella, inclinado hacia delante, con el auricular aún en la mano y mirando el adorno marinero sobre el televisor. Tuvo conciencia de que Liz se había asomado a la puerta, de que le preguntaba primero quién había llamado y, a continuación, qué andaba mal. Sucedió como aquel día en el lago Davis, exactamente igual, su respiración era un sucio calcetín de algodón en la garganta, que no se movía ni en una dirección ni en otra, todas las líneas de comunicación entre el cerebro y el corazón se desconectaron de pronto, lamentamos esta momentánea interrupción, reanudaremos el servicio lo antes posible, o tal vez el servicio no se reanudará jamás pero, en cualquier caso, que disfruten de su estancia en la bella ciudad de Terminal, el lugar donde acaban todas las líneas de ferrocarril.

Entonces el nudo se deshizo, exactamente igual como ocurrió la otra vez, y Thad volvió a respirar entrecortadamente. El corazón dio de pronto dos rápidos latidos galopantes en el pecho y reanudó luego su ritmo habitual, aunque acelerado, muy acelerado.

¡Aquel grito! ¡Dios santísimo, aquel grito!

Liz cruzaba ahora la estancia a toda prisa y Thad solo se dio cuenta de que le había quitado el teléfono de las manos cuando la vio gritar «¿Diga?, ¿quién es?» por el aparato, una y otra vez. Después, Liz escuchó el zumbido de la comunicación interrumpida y colgó.

«Excepto en los libros, nunca he matado a nadie.

»Los gorriones están volando.

»Aquí abajo llamamos a eso cosas de locos.

»Aquí abajo lo llamamos Terminal.

»Voy a volver al norte, colega. Facilítame una coartada, porque voy a volver al norte. Voy a cortarme un buen filete».

—¿Miriam? ¿Gritando? ¿Miriam Cowley? Thad, ¿qué está pasando?

—Es él —dijo Thad—. Sabía que era él. Creo que lo he sabido casi desde el primero, y luego hoy, esta tarde… he sufrido otro.

—¿El primero? ¿Otro? ¿Otro qué? —Liz apretó los dedos contra el cuello, frotándoselo con fuerza—. ¿Otro desmayo? ¿Otro trance?

—Ambas cosas —respondió él—. Primero, los gorriones otra vez. Luego escribí un montón de palabras inconexas en un pedazo de papel sin saber lo que hacía. He tirado el papel, pero su nombre aparecía en él, Liz. El nombre de Miriam formaba parte de lo que he escrito en ese papel durante el trance… y…

Se interrumpió mientras los ojos se le abrían, se le abrían…

—¿Y qué? Thad, ¿qué más? —Liz lo agarró por el brazo y lo sacudió—. ¿Qué más?

—Miriam tiene un póster en la sala de estar —murmuró Thad. Escuchó su voz como si perteneciera a otra persona, como si llegara de muy lejos. Por un interfono, tal vez—. Un cartel de un musical de Broadway. Gatos. Me fijé la última vez que estuvimos en su apartamento. Gatos, AHORA Y SIEMPRE. También escribí eso. Lo escribí porque él estaba allí, y yo formaba parte de él, una parte de mí lo era, una parte de mí estaba viendo a través de sus ojos…

Miró a Liz. La miró con los ojos como platos.

—No es ningún tumor, Liz. Al menos, ninguno que esté dentro de mi cuerpo.

—¡No sé de qué me estás hablando! —exclamó Liz, casi con un grito.

—Tengo que llamar a Rick —murmuró él. Parte de su mente parecía despegar, moviéndose brillantemente y hablándose a sí misma con imágenes y toscos símbolos brillantes. Así era como sucedía cuando estaba escribiendo, en ocasiones, pero era la primera vez que recordaba haberse sentido así en la vida real. «¿Acaso escribir no formaba parte de la vida real?», se preguntó de repente. Le pareció que no. Era más bien un intermedio.

—¡Thad, por favor!

—Tengo que avisar a Rick. Quizá esté en peligro.

—¡Thad, esto no tiene sentido!

No, claro que no lo tenía. Si se detenía a explicarlo, aún parecería más incoherente y mientras perdía el tiempo confiando sus temores a su esposa, probablemente consiguiendo solo que se preguntara cuánto tiempo llevaría rellenar los formularios necesarios para internarle, George Stark podía estar cruzando los nueve bloques de Manhattan que separaban el apartamento de Miriam y el de su ex marido. Sentado en la parte de atrás de un taxi o tras el volante de un coche robado, sí, sentado tras el volante del Toronado negro del sueño, por lo que Thad sabía; si es que uno estaba dispuesto a adentrarse tanto en el camino de la locura, ¿por qué no mandarlo todo a la mierda y lanzarse a fondo? Allí sentado, fumando, disponiéndose a matar a Rick como había hecho con Miriam…

¿La había matado de verdad?

Tal vez solo la había asustado, para dejarla luego sollozando, en estado de conmoción. O tal vez la había maltratado. Sí, pensándolo bien, esto último era lo más probable. ¿Qué había dicho Miriam? «No dejes que me corte otra vez, no dejes que el hombre malo me corte otra vez». Y en el papel había escrito «cortes». Y… ¿no había escrito también «acabar»?

Sí. Sí que lo había escrito. Pero aquello estaba relacionado con el sueño, ¿no? Aquello tenía que ver con Terminal, el lugar donde «acaban» todas las vías del tren… ¿o no?

Rogó que así fuera.

Tenía que conseguir ayuda, al menos tenía que intentarlo, y tenía que avisar a Rick. Pero si lo llamaba, si se ponía en contacto con él de improviso para decirle que fuera con cuidado, Rick querría saber la razón.

«¿Qué sucede, Thad? ¿Qué ha sucedido?»

A la menor mención de Miriam, Rick saltaría de su asiento y correría como una bala a casa de ella, porque a Rick todavía le importaba Miriam. Le importaba muchísimo. Entonces sería él quien la encontraría, quizá despedazada (una parte de Thad quiso apartar de sí aquel pensamiento, aquella imagen, pero el resto de su mente seguía implacable, obligándole a ver el aspecto que ofrecería la bonita Miriam, descuartizada como una res en el mostrador de una carnicería).

Tal vez era esto lo que Stark estaba esperando. El idiota de Thad, enviando a Rick a una trampa. El idiota de Thad, haciendo el trabajo por él.

«¿Pero no he estado haciendo su trabajo todo el tiempo? ¿No es esto lo que significa todo el asunto del seudónimo, por el amor de Dios?»

Notó que su mente empezaba a replegarse, a cerrarse suavemente en un nudo como un calambre, en un bloqueo paralizante, y se dijo que no podía permitírselo. Justo en ese momento, no podía permitírselo en absoluto.

—¡Thad… por favor, dime qué está pasando!

Thad exhaló un profundo suspiro y tomó entre sus manos frías los gélidos brazos de Liz.

—Era el mismo hombre que ha matado a Homer Gamache y a Clawson. Estaba con Miriam. Estaba… amenazándola. Espero que no haya ido más allá. No lo sé. Miriam gritaba. Luego, la línea se cortó.

—¡Oh, Thad! ¡Por Dios!

—No hay tiempo para que ninguno de los dos se ponga histérico —le advirtió él mientras pensaba, «aunque Dios sabe que parte de mí lo desea»—. Ve arriba y trae le agenda de direcciones. No tengo anotado el número de teléfono de Miriam en la mía y creo que tú sí.

—¿Qué has querido decir con eso de que lo sabías casi desde el primero?

—No hay tiempo para eso ahora, Liz. Trae la agenda. Hazlo enseguida, ¿quieres?

Liz titubeó unos instantes más.

—¡Tal vez esté herida! ¡Vamos!

Liz dio media vuelta y salió deprisa. Thad oyó sus pasos rápidos y ligeros subiendo los peldaños y trató de ordenar de nuevo sus pensamientos.

No debía llamar a Rick. Si se trataba de una trampa, llamar a Rick sería muy mala idea.

«Está bien —se dijo—, ya tenemos algo. No es gran cosa, pero es un principio. ¿A quién llamar, entonces?»

¿Al departamento de policía de la ciudad de Nueva York? No. Seguro que empezarían con preguntas que le harían perder mucho tiempo, la primera de las cuales sería, probablemente, cómo era que un tipo de Maine informaba de un crimen en Nueva York. No, a la policía de Nueva York, no. Era otra idea muy mala.

Pangborn.

Su mente se apresuró a aceptar la idea. Llamaría primero a Pangborn. Debería tener cuidado con lo que decía al comisario, al menos de momento. Ya se preocuparía más adelante de decidir qué decía y qué se guardaba acerca de los trances, el ruido de los gorriones o Stark. De momento, lo importante era Miriam. Si estaba herida, pero aún con vida, no convenía introducir en la conversación ningún elemento que retrasara la reacción de Pangborn, y tenía que ser el comisario quien llamara a la policía de Nueva York. Seguro que actuarían más deprisa y harían menos preguntas si la información les llegaba de uno de su propio gremio, aunque aquel colega les llamara desde una zona rural de Maine.

Pero primero estaba Miriam. Thad rogó a Dios que Miriam respondiera al teléfono.

Liz regresó volando al salón con la agenda. Estaba casi tan pálida como cuando, por fin, había terminado felizmente de traer al mundo a William y Wendy.

—Aquí está —murmuró con la respiración acelerada, casi jadeante.

Thad pensó en decirle a su esposa que no iba a suceder nada, pero se contuvo. No deseaba hacer ningún comentario por el estilo, que fácilmente podía resultar falso, y el tono del grito de Miriam sugería que las cosas habían ido mucho más allá del «no suceder nada».

«Hay un hombre aquí, hay un hombre malo aquí».

Thad pensó en George Stark y sintió un leve escalofrío en la espalda. Stark era un hombre muy malo, sin duda. Thad sabía mejor que nadie hasta qué punto eso era cierto. Al fin y al cabo, él era quien había inventado a George Stark desde el principio… ¿o no?

—Nosotros estamos a salvo —le dijo pues a Liz. Al menos, aquello era verdad. «De momento», insistió en añadir su mente con un susurro—. Domínate, si puedes. Si te mareas y te desmayas, no ayudaremos a Miriam.

Liz se sentó, tiesa como un palo, mirándole y mordiéndose con fuerza el labio inferior. Thad empezó a pulsar el número de Miriam. Sus dedos, algo temblorosos, dudaron en la segunda cifra, que marcó dos veces. «Qué bien sabes decir a los demás que se dominen». Hizo de nuevo una profunda inspiración, contuvo el aliento, pulsó el botón para cortar la comunicación y empezó a marcar otra vez, obligándose a ir con calma. Tecleó la última cifra y escuchó los pausados chasquidos conforme se establecía la conexión.

«Dios, haz que esté bien. Y si no está del todo bien, si Tú no puedes concederme tanto, haz al menos que lo esté lo suficiente como para responder al teléfono. Por favor».

Pero el teléfono no emitió la señal de llamada. Solo el insistente bip-bip-bip de la señal de ocupado. Tal vez estaba comunicando realmente; tal vez Miriam estaba llamando a Rick o al hospital. O tal vez el teléfono estuviera descolgado.

Pero también cabía otra posibilidad, se dijo mientras pulsaba de nuevo la clavija para interrumpir la línea. Quizá Stark había arrancado el cable telefónico de la pared. O quizá «no dejes que el hombre malo me corte otra vez» el hombre lo había cortado, como había hecho con Miriam.

«Navaja», pensó Thad, y un escalofrío le recorrió la espalda. Aquella palabra también formaba parte del galimatías que había escrito por la tarde en la universidad. «Navaja».

2

La media hora siguiente, más o menos, fue un retorno a la siniestra situación surrealista que había experimentado cuando Pangborn y los dos policías del estado se habían presentado en su casa para detenerle por un asesinato que él ni sabía que se hubiese producido. No advertía ninguna sensación de amenaza personal —inmediata, al menos—, sino la misma impresión de caminar por una sala oscura llena de finas hebras de telarañas que le rozaban el rostro, primero cosquilleantes y finalmente enloquecedoras, unas hebras que no se quedaban pegadas, sino que se apartaban con un susurro justo cuando intentaba cogerlas.

Probó otra vez el número de Miriam y, al ver que seguía comunicando, pulsó la clavija de nuevo y titubeó un instante, indeciso entre llamar a Pangborn o hablar con alguna telefonista de Nueva York para que comprobara el teléfono de Miriam. ¿No tendría la compañía algún medio de distinguir entre una línea que está ocupada, otra que solo está descolgada y otra que ha quedado fuera de funcionamiento por alguna causa? Pensó que debía de tenerla, pero lo realmente importante era que la comunicación entre Miriam y él se había interrumpido y que ya no podía ponerse en contacto con ella. Sin embargo, podía resultar —Liz podía encargarse de averiguarlo— que Miriam tuviera dos líneas, en lugar de solo una. ¿Por qué no tenía dos líneas en la casa? Era una estupidez no tener dos líneas, ¿verdad?

Aunque todos aquellos pensamientos le cruzaron por la cabeza en apenas dos segundos, parecieron ocupar mucho más tiempo, y Thad se reprendió por imitar a Hamlet mientras Miriam Cowley podía estar muriendo desangrada en su apartamento. Los personajes de los libros —al menos, en los libros de Stark— nunca se tomaban pausas como aquella, nunca se detenían a hacerse preguntas disparatadas como por qué no se instalaba una segunda línea telefónica para casos en que una mujer pudiera estar muriendo desangrada en otro estado. En los libros, los personajes no precisaban tomarse un descanso para aliviar las tripas; y nunca se quedaban agarrotados de aquella manera.

El mundo sería un lugar más eficiente si todos sus habitantes procedieran de las novelas baratas, pensó Thad. En las novelas baratas, los personajes siempre consiguen mantener en orden sus pensamientos mientras pasan tranquilamente de un capítulo al siguiente.

Marcó el número de información de los abonados de Maine y cuando la telefonista le preguntó: «¿Qué ciudad, por favor?», por un instante se sintió desconcertado porque Castle Rock era un pueblo, no una ciudad sino un pueblo, por muy capital del condado que fuera, y luego pensó: «Esto es pánico, Thad. Puro pánico. Tienes que controlarte. No puedes dejar que Miriam muera porque sufras un ataque de pánico». E incluso tuvo tiempo, al parecer, de plantearse por qué no podía dejar que tal cosa sucediera, y de responder a la pregunta: porque él era el único personaje real sobre el cual tenía algún control; el pánico, simplemente, no formaba parte de la imagen de aquel personaje. Al menos, según él lo concebía.

«Aquí abajo llamamos a eso tonterías. Aquí abajo llamamos a eso cosa de…»

—¿Señor? —insistió la telefonista—. ¿Qué ciudad, por favor?

«Está bien. Control».

Hizo una profunda inspiración, tomó fuerzas y dijo a duras penas:

—Castle City. —«¡Dios santo!» Cerró los ojos. Con los párpados aún cerrados, añadió con voz lenta y clara—: Lo siento, señorita. Castle Rock. Deseo el número de la comisaría.

Hubo una pausa y, a continuación, una voz de robot empezó a recitar el número. Thad se dio cuenta de que no tenía nada para anotarlo. El robot repitió el número por segunda vez. Thad realizó un poderoso esfuerzo por retenerlo y las cifras cruzaron a toda velocidad por su mente hasta perderse de nuevo en la oscuridad, sin dejar el más leve rastro de su paso.

—Si necesita más información —continuó la voz del robot—, manténgase al aparato y una telefonista…

—Liz… —suplicó Thad—. ¿Un lápiz? ¿Algo para escribir?

La agenda de direcciones llevaba incorporado un Bic y Liz se lo alcanzó. La telefonista —la telefonista humana— se puso de nuevo al aparato. Thad le dijo que no había anotado el número y la mujer volvió a conectar el robot, que recitó las cifras de nuevo con su voz mecánica, vagamente femenina. Thad anotó el número en la cubierta de un libro y estuvo a punto de colgar, pero decidió escuchar por segunda vez la cinta para comprobar que no se había equivocado. La repetición le mostró que había confundido dos cifras. ¡Ah!, estaba llegando al máximo del pánico, esto era evidente.

Colgó. Todo su cuerpo estaba bañado en un ligero sudor.

—Con calma, Thad.

—Tú no la has oído —respondió él en tono lúgubre, mientras marcaba el número de la comisaría.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que una aburrida voz yanqui respondiera:

—Comisaría de Castle Rock, agente Ridgewick al habla. ¿En qué puedo servirle?

—Soy Thad Beaumont. Llamo desde Ludlow.

—¿Oh?

Ni el menor signo de que reconociera el nombre. Lo cual significaría más explicaciones. Más telarañas. El apellido Ridgewick despertó en Thad un leve recuerdo… Sí, claro: el agente que había interrogado a la señora Arsenault y había encontrado el cuerpo de Gamache. Por Dios santísimo, ¿cómo podía aquel hombre haber encontrado al viejo que Thad supuestamente había asesinado y no saber ahora con quién estaba hablando?

—Agente Ridgewick, el comisario Pangborn vino a verme para… para hablar del asesinato de Homer Gamache. Tengo cierta información sobre el asunto y es importante que hable con él enseguida.

—El comisario no está aquí —respondió Ridgewick. Su voz dio a entender que no se sentía en absoluto impresionado por la urgencia que transmitía Thad.

—Entonces, ¿dónde está?

—En su casa.

—Deme el número, por favor.

—Bueno, señor Bowman, no sé si debería. —Aquello era increíble, se dijo Thad—. El comisario… Alan, quiero decir, no ha tenido mucho tiempo libre últimamente y su esposa no se encuentra demasiado bien. Sufre dolores de cabeza.

—¡Tengo que hablar con él!

—Bueno, bueno —replicó Ridgewick tranquilamente—, es evidente que eso es lo que usted cree. Incluso es posible que sea cierto. Que realmente tenga que hablar con él, me refiero. Vamos a hacer una cosa, señor Bowman. ¿Por qué no me cuenta a mí lo que sea y deja que yo mismo juzgue si…?

—¡El comisario vino a detenerme por el asesinato de Homer Gamache, agente y ha sucedido algo más, y si no me da ese número ahora mismo…!

—¡Oh, cielo santo! —exclamó Ridgewick. Thad oyó un golpe sordo e imaginó a Ridgewick sacando los pies de encima de la mesa, probablemente de la mesa de Pangborn, y dejándolos caer al suelo al tiempo que se ponía muy tieso en la silla—. ¡Beaumont, no Bowman!

—Exacto, y…

—¡Por todos los…! El comisario… Alan… dijo que si llamaba usted le pasara de inmediato la comunicación.

—Muy bien. Entonces…

—¡Por todos los…! ¡Qué estúpido soy!

Thad, que no podría haber estado más de acuerdo, insistió:

—Deme el número, por favor. —De alguna manera, haciendo uso de unas reservas que no tenía ni idea de que aún guardara, Thad consiguió no decirlo a gritos.

—Sí, claro. Un segundo. Hum…

A esto siguió una pausa angustiosa. Apenas unos segundos, por supuesto, pero a Thad le pareció que en aquel intervalo de tiempo podrían haberse construido las pirámides. Construido, y luego vuelto a destruir. Mientras tanto, Miriam podía estar perdiendo la vida sobre la alfombra de su salón a ochocientos kilómetros de distancia. «Tal vez la he matado —pensó—, por haber decidido llamar a Pangborn y haber encontrado a aquel idiota congénito, en lugar de avisar antes de nada al departamento de policía de Nueva York. O al número de la policía. Probablemente, era esto lo que hubiera debido hacer: marcar el 911 y poner el asunto en sus manos».

Pero ni siquiera en aquel instante le pareció una opción demasiado real. Era a causa del trance, se dijo, y de las palabras que había escrito durante aquel lapso. Thad no creía haber tenido una visión del ataque a Miriam; pero sí de haber presenciado, de una manera confusa, los preparativos de Stark para la agresión. Los gritos fantasmagóricos de aquellos miles de pájaros parecían cargarle con la responsabilidad de toda aquella locura.

Pero si Miriam moría, simplemente porque él se había dejado llevar por el pánico hasta el punto de ser incapaz de ponerle en contacto con la policía, ¿cómo podría volver a mirar a Rick a la cara?

Al diablo con eso; ¿cómo podría volver a mirarse él mismo en el espejo?

Ridgewick, el paleto yanqui idiota, volvió al aparato y le dio el número del comisario pronunciando cada cifra lo bastante despacio como para que pudiera anotarla, incluso un retrasado mental. Pero de todos modos Thad se lo hizo repetir, pese a la imperiosa necesidad de apresurarse que lo abrasaba. Aún estaba desconcertado por la facilidad con que había confundido el número de la comisaría, y lo que ya había sucedido una vez muy bien podía repetirse.

—De acuerdo, gracias —dijo a continuación.

—Esto… señor Beaumont… Le agradecería mucho que no explicara al comisario que yo…

Thad colgó sin el menor atisbo de remordimiento y marcó el número que le había dado Ridgewick. Pangborn no contestaría al teléfono, por supuesto; eso sería esperar demasiado en aquella Noche de las Telarañas. Quien contestara le diría (después de los obligados minutos de jugar a adivinanzas, por supuesto) que el comisario había salido a por una barra de pan y una botella de leche. A Laconi, New Hampshire, probablemente, aunque no podía descartarse del todo la posibilidad de que fuera Phoenix.

Dejó escapar una ronca carcajada y Liz lo miró, perpleja.

—¿Thad? ¿Te encuentras bien?

Iba a responder pero, antes de hacerlo, agitó la mano para indicar a su mujer que alguien había descolgado el teléfono. No era Pangborn, pero eso ya lo había dado por descontado. Escuchó la voz de un niño que, por su modo de hablar, debía de rondar los diez años.

—Hola, ¿quién es? —preguntó—. Habla Todd Pangborn.

—Hola —dijo Thad. Era vagamente consciente de que asía el teléfono con demasiada fuerza y trató de relajar los dedos. Notó que crujían, pero no llegaron a moverse—. Me llamo Thad… —«Pangborn», estuvo a punto de decir, ¡oh, Dios!, esta sí que es buena, esto ya es el colmo, desde luego, Thad, te has equivocado de vocación, hubieras tenido que ser controlador de tráfico aéreo—… Beaumont —terminó de decir después de la breve corrección sobre la marcha—. ¿Está el comisario?

«No, ha tenido que ir a Lodi, California, a por cerveza y cigarrillos».

En lugar de eso, la voz del niño se apartó del micrófono del aparato y gritó: «¡PAPAAÁ! ¡TELÉFONO!». Siguió a esto un fuerte golpe al otro lado de la línea, que casi le rompió el tímpano a Thad.

Un momento después («¡Oh, gracias a Dios y a todos los santos!»), la voz de Alan Pangborn preguntó:

—¿Diga?

Al sonido de su voz, el nerviosismo y la ansiedad de Thad desaparecieron por completo.

—Soy Thad Beaumont, comisario. Hay una mujer en Nueva York que tal vez necesite ayuda ahora mismo. Es urgente. Guarda relación con el asunto que discutíamos el sábado por la noche.

—Diga —se limitó a responder Alan Pangborn. Nada más. Pero Thad experimentó un gran alivio, como si la película volviera a enfocarse.

—La mujer es Miriam Cowley, la ex esposa de mi agente.

Thad pensó para sí que apenas un minuto antes, sin duda, habría identificado a Miriam como «la agente de mi ex esposa».

—Me ha llamado aquí. Estaba gritando, muy alterada. Al principio, ni siquiera se ha identificado. Luego he oído al fondo una voz de hombre ordenándole que me dijera quién era y qué estaba sucediendo. Ella ha gritado que había un hombre en su apartamento y que la amenazaba con hacerle daño. Con… —Thad tragó saliva—… con acuchillarla. Para entonces, ya había reconocido la voz que me hablaba, pero el hombre le decía a gritos que si no se identificaba le iba a cortar su maldita cabeza. Estas han sido sus palabras: «Haz lo que te digo o te voy a cortar tu maldita cabeza». Entonces ella me ha dicho que era Miriam y me ha suplicado… —Volvió a tragar saliva. De su garganta surgió un «clic», nítido como la letra E en el abecedario Morse—. Me suplicaba que no permitiera que el hombre malo la volviera a cortar.

Sentada frente a él, Liz estaba cada vez más pálida. «Que no se desmaye —deseó o suplicó Thad—. Por favor, que no se desmaye ahora».

—Miriam estaba gritando. De pronto, la comunicación se ha interrumpido. Tengo la impresión de que el hombre ha cortado el cable o lo ha arrancado de la pared. —Pero todo aquello eran tonterías. Thad no tenía la impresión de nada. Tenía la certeza de que el cable había sido cortado. Con una navaja de barbero—. He intentado ponerme en contacto con ella de nuevo, pero…

—¿Cuál es su dirección?

La voz de Pangborn seguía clara, agradable y calmada. De no ser por el vivo tonillo de urgencia y dominio que se apreciaba, podría haber estado hablando del tiempo con un amigo. Thad se dijo que había hecho bien en llamarlo. Menos mal que había gente que sabía lo que hacía, o que al menos creía saberlo. Menos mal que había gente que se comportaba como los personajes de una novela barata. Si hubiera tenido que enfrentarse a una persona como Saul Bellow en aquellas circunstancias, siguió diciéndose Thad, seguramente habría perdido el juicio.

Thad miró en la agenda el número anotado al lado del nombre de Miriam.

—Cariño, ¿esto es un tres o un ocho?

—Un ocho —respondió ella con voz distante.

—Bien. Vuélvete a sentar ahí. Pon la cabeza entre las rodillas.

—¿Señor Beaumont? ¿Thad?

—Lo siento, comisario. Mi mujer está muy trastornada. Parece a punto de desmayarse.

—No me sorprende. Los dos están trastornados. Es una situación perturbadora. Pero lo está haciendo muy bien, Thad. Manténgase así.

—Sí.

Thad se dio cuenta con desconsuelo de que, si Liz se desmayaba, tendría que dejarla tendida en el suelo y continuar la conversación hasta que Pangborn tuviera suficiente información para empezar a moverse. «Por favor, no te desmayes».

—La dirección —prosiguió— es 109 Oeste, calle 84.

—¿Número de teléfono?

—Ya he intentado llamarla… el teléfono no…

—Necesito el número de todos modos, Thad.

—Sí, claro —murmuró, aunque no tenía la menor idea de por qué—. Lo siento.

Recitó el número.

—¿Cuánto hace de la llamada?

Horas, se dijo, y consultó el reloj que presidía la repisa de la chimenea. Su primer pensamiento fue que se había parado. Tenía que haberse parado.

—¿Thad?

—Estoy aquí —dijo con una voz serena que parecía la de otra persona—. Hace más o menos seis minutos. Ha sido entonces cuando se ha interrumpido la comunicación. O, mejor, cuando la han cortado.

—Está bien, no se ha perdido mucho tiempo. Si hubiera llamado usted a la policía de Nueva York, le habrían tenido colgado del teléfono mucho más rato. Volveré a llamarle tan pronto como me sea posible, Thad.

—Rick —añadió entonces Thad—. Cuando hable con la policía, dígales que el ex marido de Miriam no debe saber nada de esto y que si ese tipo… ya sabe, le ha hecho algo a Miriam, Rick será el siguiente en la lista.

—Usted está seguro de que es el mismo individuo que mató a Homer y a Clawson, ¿verdad?

—Totalmente. —Las palabras surgieron de su boca y corrieron por el cable antes de que Thad estuviera seguro de querer decirlas—: Creo que sé quién es.

Tras un brevísimo instante de vacilación, Pangborn respondió:

—Muy bien. Quédese junto al teléfono. Quiero que hablemos de esto cuando tengamos tiempo.

A continuación, colgó.

Thad miró a Liz y la vio encogida en la silla. Tenía los ojos muy abiertos y vidriosos. Se levantó y fue hacia ella rápidamente, la enderezó y le dio unos suaves cachetes en las mejillas.

—¿Cuál de ellos es? —le preguntó su esposa con voz pastosa desde el mundo gris de la semiinconsciencia—. ¿Stark o Alexis Máquina? ¿Cuál de los dos, Thad?

Y, tras una pausa muy larga, él le respondió:

—No creo que haya ninguna diferencia. Voy a preparar un té, Liz.

3

Thad estaba seguro de que Liz y él iban a hablar del asunto. ¿Cómo evitarlo? Y, sin embargo, no lo hicieron. Durante un largo rato permanecieron sentados sin más, mirándose por encima del borde de sus respectivas tazas, mientras esperaban a que Alan llamara. Conforme iban transcurriendo aquellos interminables minutos, Thad empezó a considerar mejor que guardaran silencio, al menos hasta que Alan volviera a ponerse en contacto con ellos y les dijera si Miriam estaba viva o muerta.

«Supongamos —pensó, mientras se llevaba a los labios la taza de té y observaba a Liz hacer lo mismo—, supongamos que estuviéramos aquí sentados una noche con un libro entre manos (a alguien ajeno a la casa podría parecerle que estábamos leyendo y tal vez así fuera, en parte; pero en realidad estaríamos saboreando el silencio como si fuera un vino de excepcional calidad, de la manera que solo los padres de niños pequeños saben apreciarlo por las pocas ocasiones que tienen de disfrutarlo) y supongamos además que, mientras estuviéramos así, un meteorito atravesara el techo y cayera, humeante e incandescente, en mitad del salón. ¿Acaso nuestra única reacción sería acudir a la cocina, llenar un cubo de agua y arrojarlo sobre la piedra antes de que prendiera fuego a la alfombra, para seguir leyendo luego como si tal cosa? No. Seguro que hablaríamos de ello. Sentiríamos la necesidad de hacerlo. Igual que ahora tenemos que hablar de lo que está sucediendo —se dijo.

Tal vez empezarían a hacerlo cuando Alan volviera a llamar. Incluso era posible que Liz y él hablaran a través del comisario, ella escuchando con atención mientras Alan hacía preguntas y Thad las contestaba. Sí, así podía empezar la conversación entre ellos. Porque a Thad le parecía que Alan era el catalizador. Por alguna extraña razón, a Thad le daba la impresión de que había sido Alan quien había iniciado aquel asunto, aunque el comisario solo había reaccionado ante las acciones de Stark.

Mientras tanto, los dos permanecieron sentados, esperando.

Sintió el impulso de volver a marcar el número de Miriam, pero no se atrevió. Alan podía llamar en aquel mismo momento y encontraría ocupada la línea de los Beaumont. «Ojalá ellos también tuvieran dos líneas en casa», se dijo vagamente. Era una mezcla de deseo y frustración.

La lógica y la razón le indicaban que Stark no podía estar por ahí, errando como una especie de cáncer sobrenatural con forma humana y matando a la gente. Aquello era absolutamente imposible.

Sin embargo, era él. Thad y Liz lo sabían. Se preguntó si Alan lo aceptaría cuando se lo dijera. Probablemente, no; lo más probable era que el comisario se limitara a mandar a un par de camilleros en bata blanca impoluta, con una camisa de fuerza. Porque George Stark no era un ser real, y tampoco lo era Alexis Máquina, esa ficción dentro de una ficción. Ninguno de los dos había existido nunca. Como tampoco George Eliot, Mark Twain o Lewis Carroll. Un seudónimo solo era una forma superior de personaje de ficción.

Con todo, a Thad le costaba aceptar que Alan Pangborn no terminara convenciéndose también, aunque al principio se mostrara reacio. También Thad hubiese querido aparentar escepticismo, pero se sentía impotente. Era algo, si se me permite la expresión, inexorablemente posible.

—¿Por qué no llama? —preguntó Liz, inquieta.

—Solo han pasado cinco minutos, cariño.

—Casi diez.

Thad reprimió el impulso de replicar que aquello no era ningún concurso de televisión, que Alan no conseguiría puntos extra y valiosos regalos si llamaba antes de las nueve en punto.

No había ningún Stark, continuaba insistiendo una parte de su mente. Pero esta voz interior de la razón resultaba extrañamente desvalida y parecía repetir aquel pensamiento no porque estuviera convencida de ello, sino solo por hábito, como el pájaro amaestrado que repite «¡Lorito real!» o «¡Lorito quiere galleta!». Con todo, era cierto… ¿o no? ¿Acaso tenía que creer que Stark había regresado de la tumba como un monstruo de una película de terror? Aquel sí que sería un buen truco, ya que el hombre —el no-hombre— no había sido enterrado en ninguna parte y su tumba era solo una lápida de cartón-piedra plantada sobre una parcela vacía del cementerio, una tumba tan ficticia como el resto de él…

«De todos modos, eso nos conduce al último punto… o aspecto… o como diablos quiera llamarlo… ¿Qué número calza usted, señor Beaumont?»

Thad había estado hasta aquel momento repantigado en el asiento, casi adormilado a pesar de todo. De pronto, se incorporó con tal brusquedad que estuvo a punto de derramar el té. Huellas de pisadas. Pangborn había dicho algo sobre…

«¿Qué pisadas eran esas?»

«No importa. Ni siquiera tenemos fotos. Ya hemos reunido casi todos los datos…»

—¡Thad! ¿Qué sucede? —quiso saber Liz.

¿Qué pisadas? ¿Dónde? En Castle Rock, por supuesto; de lo contrario, Alan Pangborn no se habría enterado. ¿Acaso en el cementerio Tierra Natal, donde la fotógrafa neurasténica había tomado la instantánea que les había resultado divertida a Liz y a él?

—No era un tipo muy agradable —murmuró.

—¿Thad?

Sonó el teléfono y los dos derramaron el té de sus tazas.

4

La mano de Thad descendió hasta el teléfono, para detenerse a continuación flotando sobre el aparato.

«¿Y si es él?»

«No he acabado contigo, Thad. No intentes joderme, porque si me jodes, jodes al mejor».

Obligó a su mano a descender hasta el auricular, a asirlo y a llevárselo al oído.

—¿Diga?

—¿Thad?

Era la voz de Alan Pangborn. De pronto, Thad se sintió sin fuerzas como si su cuerpo se hubiera mantenido erguido gracias a unas varillas metálicas y ahora se las hubieran quitado.

—Sí —respondió. La palabra salió de sus labios como una especie de suspiro. Tomó aliento otra vez—. Y Miriam, ¿se encuentra bien?

—No lo sé —respondió el comisario—. He comunicado la dirección a la policía de Nueva York. Tendremos noticias muy pronto, aunque debo advertirle que esta noche quince minutos o media hora puede parecerles mucho tiempo a usted y a su esposa.

—Sí, tiene usted razón.

—¿Miriam está bien? —preguntó Liz, y Thad tapó con la mano el micrófono del auricular el tiempo suficiente para decirle que Pangborn aún no lo sabía. Liz asintió y se arrellanó en el asiento, muy pálida todavía pero con un aspecto más sosegado y controlado que un poco antes. Al menos, ahora había gente actuando y la responsabilidad ya no recaía solo sobre ellos dos.

—También han encontrado la dirección del señor Cowley en el listín de teléfonos.

—¡Eh! ¿No le habrán…?

—Escuche, Thad, no van a hacer nada hasta que sepan en qué estado se encuentra la señora Cowley. Les he contado que estábamos ante un caso en el cual un desequilibrado mental podía andar tras una o varias personas citadas en un artículo de la revista People sobre el seudónimo literario Stark, y les he explicado la relación entre Cowley y usted. Espero haberlo contado bien, porque no sé mucho sobre escritores y menos aún sobre sus agentes. Lo que sí he dado a entender a esa gente de Nueva York es que no conviene que el ex marido de la dama llegue antes que la patrulla.

—Gracias. Gracias por todo, Alan.

—Thad, la policía de Nueva York está demasiado ocupada con el asunto para querer o necesitar más explicaciones de momento, pero pronto las exigirá. Yo también. ¿Quién cree usted que es ese tipo?

—Lo siento, comisario, no quiero hablar de esto por teléfono. Iría a verlo, pero no quiero dejar a mi esposa y a los niños en este momento. Supongo que lo comprende; tendrá que venir usted.

—No puedo —respondió Alan con voz paciente—. Tengo que estar en mi puesto y…

—¿Está enferma su esposa?

—Esta noche parece encontrarse muy bien, pero uno de mis agentes está de baja y tengo que encargarme de su turno. Es lo habitual en los pueblos. Me disponía a salir. Con esto quiero decirle que es muy mal momento para mostrarse reservado, Thad. Cuénteme.

Thad se lo pensó. Estaba extrañamente seguro de que Pangborn aceptaría lo que tenía que decirle en cuanto lo oyera. Pero, tal vez, no por teléfono.

—¿Podría venir mañana?

—Mañana tenemos que vernos, desde luego —respondió Pangborn con una voz uniforme pero dotada de una extraña insistencia—, pero necesito que esta noche me cuente todo lo que sabe. Que la policía de Nueva York pida una explicación carece de importancia, por lo que a mí concierne. Tengo suficiente con lo mío. Aquí en el pueblo hay mucha gente que quiere ver detenido al asesino de Homer Gamache, y pronto. Yo soy uno de ellos, de modo que no me haga pedírselo otra vez. Aún estoy a tiempo de llamar al fiscal del distrito del condado de Penobscot y pedirle que le detengan como testigo de un caso de asesinato en el condado de Castle Rock. El fiscal ya sabe, por la policía del estado, que es usted sospechoso, con coartada o sin ella.

—¿Haría una cosa así, comisario? —replicó Thad entre perplejo y fascinado.

—Lo haré si me obliga, pero no creo que usted quiera.

Thad empezaba a notar la cabeza un poco más despejada; sus pensamientos parecían por fin conducir a alguna parte. En realidad, ni a Pangborn ni a la policía de Nueva York les podía importar demasiado si el hombre a quien buscaban era un psicópata que se creía Stark o si era el propio Stark, ¿verdad? Se dijo que no, pero tampoco creía que llegaran a atraparlo.

—Estoy convencido de que es un psicópata, como dijo mi esposa —respondió por fin. Buscó la mirada de Liz y trató de mandarle un mensaje. Algo debió de transmitirle, pues ella asintió con un leve movimiento de cabeza—. Aunque parezca extraño, tiene sentido. ¿Recuerda que me habló de unas huellas de pisadas?

—Sí.

—Estaban en el cementerio Tierra Natal, ¿verdad? —Delante de él, Liz abrió unos ojos como platos.

—¿Cómo lo ha sabido? —Por primera vez, la voz de Alan parecía alterada—. Eso no se lo conté.

—¿Ha leído ya el artículo de People?

—Sí.

—Fue en ese cementerio donde la fotógrafa colocó la lápida falsa. Donde enterramos a George Stark.

Hubo un silencio al otro lado de la línea, seguido de un:

—¡Oh, mierda!

—¿Se da cuenta, comisario?

—Creo que sí. Si el tipo cree que es Stark y está loco, la idea de que empiece a actuar en la tumba de Stark cobra cierto sentido, ¿verdad? Esa mujer, ¿está en Nueva York?

—Sí… —empezó a responder Thad.

—Entonces, puede que también esté en peligro.

—Sí, yo… Bueno, no había pensado en ello, pero supongo que sí.

—¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?

—No tengo la dirección. —Recordó que ella le había dado su tarjeta, pensando probablemente en el libro para el cual le había pedido su colaboración, pero Thad la había tirado. Mierda. Lo único que pudo facilitarle a Alan fue el nombre—. Phyllis Myers.

—¿Y el tipo que redactó el artículo?

—Mike Donaldson.

—¿También de Nueva York?

De pronto, Thad se dio cuenta de que no lo sabía, de que no estaba seguro, y titubeó un poco.

—Bueno, supongo que, en realidad, di por sentado que los dos lo eran…

—Es bastante lógico que lo pensara. Si la sede de la revista está en Nueva York, no vivirán muy lejos, ¿verdad?

—Tal vez, pero si uno o ambos son colaboradores independientes…

—Volvamos a la foto de la falsa tumba. Ni en el texto ni en el pie de foto se citaba específicamente el cementerio Tierra Natal. De eso estoy seguro. Seguramente lo reconocí por el paisaje, pero estaba concentrado en los detalles.

—Sí, creo que no se mencionaba el nombre —admitió Thad.

—El primer administrador municipal, Dan Keeton, habría insistido en que no se identificara el cementerio; sin duda, habría sido una condición ineludible para dar el permiso. Es un hombre muy prudente, casi un pelmazo, en realidad. Puedo imaginarlo autorizando las fotos, pero creo que habría prohibido que se citara el nombre del cementerio por si daba lugar a actos de vandalismo, gente buscando la falsa tumba y cosas así.

Thad lo escuchaba asintiendo. Tenía sentido.

—De modo que ese psicópata le conoce a usted, o es de aquí —continuó el comisario por el teléfono.

Thad había dado por sentado algo de lo cual ahora se avergonzaba de corazón: que el comisario de un pequeño condado de Maine donde había más árboles que personas debía de ser un palurdo. Alan Pangborn no era ningún palurdo; desde luego, le daba cien vueltas a Thaddeus Beaumont, el novelista tarado.

—Tenemos que partir de ese supuesto, al menos de momento, ya que el tipo parece disponer de información confidencial.

—Entonces, las huellas estaban en Tierra Natal… —dedujo Thad.

—Claro que sí —respondió Pangborn casi sin prestar atención—. Usted se reserva algo, Thad. ¿De qué se trata?

—¿A qué se refiere?

—Dejémonos de juegos, ¿le parece? Tengo que llamar a Nueva York para darles esos dos nombres, y usted tiene que concentrarse y repasar si hay alguno más que deba mencionarme. Editores, empleados de la editorial… yo qué sé. Pero antes cuénteme por qué está seguro de que el tipo que buscamos cree que es Stark. El sábado por la noche hablamos de esa posibilidad, especulamos sobre ella, y ahora me llama como si fuera un hecho comprobado. O bien ha realizado usted alguna deducción imprevista de los hechos que los dos conocemos, o bien sabe algo que yo ignoro. Como es lógico, me quedo con la segunda alternativa. Desembuche, pues.

Pero ¿qué tenía Thad, en realidad? ¿Unos trances anunciados por el trino de miles de gorriones? ¿Unas palabras que podía haber escrito en el folio del despacho después de que Alan Pangborn le dijera que aquellas mismas palabras estaban escritas en la pared del apartamento de Frederick Clawson? ¿Otras palabras anotadas en un papel que había roto en pedazos y arrojado luego al incinerador del edificio de literatura y matemáticas? ¿Unos sueños en los que un hombre terrible al que no llegaba a ver le guiaba por su casa de Castle Rock, donde todo lo que su mano tocaba, incluida su esposa, se destruía? Se dijo que podía denominarlo una corazonada, una certeza emocional, en lugar de una intuición de la mente; pero aquello no era ninguna prueba, ¿verdad? Las huellas digitales y los rastros de saliva apuntaban que había algo muy extraño, desde luego, pero ¿tanto?

Thad se dijo que no.

—Se reiría usted, Alan —respondió, pues, con voz tranquila—. No, retiro eso. Ahora lo conozco un poco mejor y sé que no se reiría, pero dudo mucho de que me crea. Le he dado vueltas al asunto, pero esa es mi conclusión. Definitivamente, me parece que no me creerá.

Alan replicó al instante con voz imperiosa, cargada de urgencia, difícil de resistir.

—Inténtelo.

Thad vaciló, miró a Liz y movió la cabeza negativamente.

—Mañana. Cuando podamos vernos cara a cara. Entonces se lo diré. Por esta noche, tendrá que aceptar mi palabra de que la identidad no importa. No puedo decirle más. Ya le he contado todo lo que puede ser de utilidad para las investigaciones.

—Thad, lo que he dicho sobre su detención como testigo presencial…

—Si tiene que hacerlo, hágalo. Por mi parte, no le guardaré rencor. Pero, en cualquier caso, no diré nada más sobre el asunto hasta que le tenga a usted delante.

Hubo un nuevo silencio por parte de Pangborn, seguido de un suspiro.

—Está bien.

—Quiero darle una descripción del hombre que busca la policía. No estoy totalmente seguro de que sea correcta, pero creo que se parecerá. Al menos, lo suficiente como para que resulte útil a la policía de Nueva York. ¿Tiene un lápiz?

—Sí, hable.

Thad cerró los ojos que Dios le había puesto en el rostro y abrió el que Dios había puesto en su mente, aquel ojo que insistía en ver incluso las cosas que Thad no quería saber. Invariablemente, cuando los lectores de sus libros lo veían en persona, quedaban decepcionados. Aunque trataran de ocultarlo ante él, no podían. Él no les guardaba rencor, porque comprendía cómo se sentían… al menos en parte. Si les gustaba su obra (y algunos incluso aseguraban adorarla), antes de conocerlo lo tenían por una especie de primo hermano de Dios. Pero, en lugar de un dios, encontraban a un tipo de metro ochenta y poco, con gafas, una incipiente calvicie y la costumbre de tropezar con todo. Veían a un hombre con el cuero cabelludo algo escamoso y una nariz con dos agujeros, como la de todo el mundo.

Lo que no alcanzaban a ver era aquel tercer ojo de su mente. Un ojo que brillaba en su mitad oscura, en aquella parte de él que permanecía en las sombras. Aquella mitad oscura que sí era como un dios y que Thad se alegraba de que los demás no vieran. De lo contrario, estaba seguro de que muchos habrían intentado robárselo. Sí, aunque ello significara arrancárselo de su propia carne con una navaja mellada.

Asomado a las sombras, evocó sus imágenes privadas de George Stark, del auténtico George Stark, que no se parecía en nada al modelo que había posado para las fotos de solapa. Buscó al hombre-sombra que había ido creciendo con sigilo durante años, lo encontró y empezó a describírselo a Alan Pangborn.

—Es bastante alto —empezó—. Más que yo, en cualquier caso. Rondando el metro noventa, un poco más si calza botas. Es rubio y lleva el cabello corto y cuidado. Ojos azules. Tiene una visión de lejos excelente. Hace unos cinco años empezó a llevar gafas para ver de cerca. Para leer y escribir, sobre todo.

»Llama la atención no tanto por su altura como por su corpulencia. No es grueso, sino excepcionalmente ancho. Debe de gastar una talla cincuenta o cincuenta y dos de camisa. Tiene mi edad, pero no se le ve nada ajado, como empieza a sucederme a mí, ni muestra tendencia a engordar. Es un hombre muy fuerte. Con el mismo aspecto que tiene Schwarzenegger ahora que ha empezado a perder un poco de musculatura. El tipo hace pesas y es capaz de sacar bíceps con suficiente fuerza como para desgarrar la tela de la manga, pero no se ve musculoso.

»Nació en New Hampshire pero, tras el divorcio de sus padres, se trasladó con su madre a Oxford, Mississippi, donde creció. Ha pasado la mayor parte de su vida allí. Cuando era joven tenía un acento tan marcado que parecía bajado de las montañas. Muchos compañeros se burlaban de ese acento en la escuela (pero no en su cara; uno no se reía de un tipo con aquella cara), de modo que se esforzó por librarse de él. Ahora creo que la única ocasión en que debe de escapársele esa manera de hablar es cuando se pone furioso, y me parece que la gente que lo enfurece no suele quedar en condiciones de atestiguarlo. Es un hombre irascible que no aguanta nada. Es violento y peligroso. Es, de hecho, un auténtico psicópata.

—¿Qué…? —empezó a decir Pangborn, pero Thad continuó hablando:

—Está muy bronceado y, como los hombres rubios no suelen ponerse tan morenos como él, puede ser un buen rasgo distintivo. Pies grandes, manos grandes, cuello grueso, hombros anchos. Sus facciones parecen talladas en roca por un escultor de talento, pero demasiado apresurado.

»Una última cosa: tal vez conduzca un Toronado negro. Ignoro de qué año. En cualquier caso, uno de esos viejos modelos que tenían un montón de potencia bajo el capó. Negro. Podría llevar matrícula de Mississippi, pero es probable que haya cambiado las placas. —Tras una pausa, añadió—: ¡Ah!, también lleva un adhesivo en el parachoques trasero que dice HIJO DE PUTA DE CATEGORÍA.

Abrió los ojos.

Liz estaba mirándole, más pálida que nunca.

Hubo una larga pausa al otro lado de la línea.

—¿Alan? ¿Está usted…?

—Un momento. Estoy tomando nota. —Una nueva pausa, más corta, y por fin—: Muy bien, ya lo tengo. De modo que puede decirme todo esto del individuo, pero no su nombre, la relación que guarda con usted o de dónde lo conoce, ¿no es eso?

—No lo sé, pero intentaré averiguarlo. Mañana. De todos modos, saber el nombre no nos será de mucha ayuda esta noche, porque está usando otro.

—George Stark —dijo el comisario.

—Bueno, podría estar lo bastante loco como para hacerse llamar Alexis Máquina, pero lo dudo. Me inclino más por Stark, sí.

Thad intentó lanzarle un guiño a Liz. No creía que a su pobre esposa la animara un guiño ni ninguna otra cosa, pero lo intentó de todos modos. Lo único que consiguió fue guiñar los dos a la vez, como un búho soñoliento.

—No hay manera de convencerle de que me lo diga esta noche, ¿verdad?

—No, ninguna. Lo siento.

—Está bien. Volveré a llamarle en cuanto pueda.

Tras esto, el comisario colgó sin despedirse. Sin dar las gracias. Aunque, pensándolo bien, Thad se dijo que no las merecía.

Colgó el teléfono y se acercó a Liz, que lo miraba fijamente, como si se hubiera convertido en una estatua. Le tomó las manos, que notó heladas, y le dijo:

—No pasará nada, Liz. Te lo aseguro.

—¿Piensas contarle lo de los trances cuando hables con él mañana? ¿Y lo de los pájaros? ¿Le explicarás que los oías cuando eras pequeño y lo que significó entonces? ¿Y lo de esas cosas que has escrito?

—Voy a contárselo todo —respondió Thad—. Lo que él decida explicar a las otras autoridades… —Se encogió de hombros—. Eso será asunto suyo.

Liz aún tenía los ojos fijos en él, como si fuera incapaz de apartarlos. Con una vocecilla débil, murmuró:

—Cuánto sabes de él, Thad. ¿Cómo…?

Lo único que pudo hacer Thad fue arrodillarse delante de su esposa, apretando sus manos heladas. ¿Cómo podía saber tanto?, se repitió Liz. La gente siempre le preguntaba lo mismo. Utilizaban palabras diferentes para expresarlo —¿cómo logró imaginar eso?, ¿cómo lo puso por escrito?, ¿cómo recordó este detalle?, ¿cómo pudo ver tal cosa?—, pero siempre se referían a lo mismo: ¿Cómo podía saber tanto?

Thad ignoraba cómo lo sabía.

Pero así era.

—Cuánto… —repitió Liz con el tono de voz de una persona que habla en mitad de un sueño agitado. Después, los dos permanecieron en silencio. Thad siguió esperando que los gemelos percibieran la inquietud de sus padres, que despertaran y se echaran a llorar, pero el único sonido fue el tic tac uniforme del reloj. Se colocó en una posición más cómoda en el suelo, junto a la silla de Liz, y continuó apretándole las manos con la esperanza de hacerlas entrar en calor. Un cuarto de hora más tarde, cuando sonó el teléfono, aún seguían frías.

5

Alan Pangborn se mostró inexpresivo y expeditivo. Rick Cowley estaba a salvo en su apartamento, bajo protección policial. Pronto iría a ver a su ex esposa, que ahora lo sería para siempre. La reconciliación de la que ambos habían hablado de vez en cuando con considerable nostalgia no llegaría a producirse nunca. Miriam estaba muerta. Rick realizaría la identificación oficial en el depósito de cadáveres de Manhattan, en la Primera Avenida. Thad no debía esperar ninguna llamada de Rick esta noche, ni intentar ponerse en contacto con él. A Rick se le había ocultado la relación de Thad con el asesinato de Miriam Cowley, «en espera de acontecimientos». Phyllis Myers había sido localizada y estaba también bajo protección policial. Michael Donaldson estaba resultando más difícil de encontrar, pero esperaban tenerlo localizado y protegido antes de medianoche.

—¿Cómo ha muerto Miriam? —preguntó Thad. Sabía perfectamente cuál sería la respuesta, pero a veces había que preguntar. Dios sabría por qué.

—La degolló —respondió Alan con una brutalidad que Thad sospechó intencionada. Unos instantes después, el comisario insistió—: ¿Sigue obstinado en no decirme nada?

—Por la mañana. Cuando estemos cara a cara.

—Muy bien. He pensado que no pasaba nada por preguntarlo.

—No, nada.

—La policía de Nueva York tiene una orden de busca y captura contra un hombre llamado George Stark que se ajusta a su descripción.

—Estupendo —respondió Thad, y supuso que lo era, aunque también sabía que resultaría inútil, probablemente. Lo más seguro era que no lo encontraran si él no quería ser localizado, y Thad se dijo que, si alguien lo descubría, sin duda lo lamentaría.

—A las nueve en punto —dijo Pangborn—. Asegúrese de estar en casa, Thad.

—Cuente con ello.

6

Liz tomó un tranquilizante y al fin se durmió. Thad pasó varias horas en un duermevela tenue e irritante y, a las tres y cuarto, se levantó para ir al baño. Mientras estaba allí, orinando, le pareció oír los gorriones. Se puso en tensión, aguzó el oído y al instante se le cortó la meada. El sonido no creció ni disminuyó y, al cabo de unos momentos, se dio cuenta de que solo eran unos grillos.

Miró por la ventana y vio un coche patrulla de la policía del estado aparcado al otro lado de la calzada, oscuro y silencioso. Habría pensado que estaba vacío, de no haber visto el brillo intermitente de un cigarrillo encendido. Al parecer, también él, Liz y los gemelos estaban bajo protección policial.

O «bajo vigilancia policial», se dijo, y volvió a la cama.

Fuera lo que fuese, le proporcionaba cierta tranquilidad. Se durmió y despertó a las ocho sin recordar ningún mal sueño. Pero, por supuesto, la auténtica pesadilla seguía allí fuera. En alguna parte.