DOCE

NENA

Miriam Cowley se dio cuenta de que algo andaba mal cuando fue a introducir la llave en la cerradura de la puerta del apartamento y, en lugar de insertarse en la ranura con su familiar y reconfortante serie de clics, la puerta cedió al tocarla. Ni por un instante pensó «qué estúpida has sido, irte al trabajo dejando abierta la puerta del apartamento, desde luego, Miriam, ¿por qué no has colgado además una nota en la puerta diciendo HOLA, CACOS, GUARDO MÁS DINERO EN LA ENSALADERA DEL ESTANTE DE ARRIBA DE LA COCINA?».

No pensó tal cosa ni por un instante porque, cuando una llevaba en Nueva York seis meses, cuatro incluso, jamás se olvidaba de cerrar. Es posible que la gente solo cierre con llave la casa cuando se marcha de vacaciones, si vive en el campo, y tal vez se puede una olvidar alguna vez de echar la llave al marcharse al trabajo, si vive en una ciudad pequeña como Fargo, Dakota del Norte o Ames, Iowa, pero cuando se lleva un tiempo en la podrida Gran Manzana, la gente se asegura de cerrar bien, aunque solo salga a pedir un poco de azúcar a un vecino del rellano. Olvidarse de echar la llave sería como exhalar el aliento y no acordarse de inspirar otra vez. La ciudad estaba llena de museos y galerías de arte, pero también estaba plagada de adictos y psicópatas, y nadie corría riesgos. No, a menos que fuera idiota de nacimiento, y Miriam no tenía nada de idiota. Era un poco tonta, tal vez, pero no idiota.

De modo que se dio cuenta de que algo andaba mal y, aunque los ladrones que Miriam daba por supuesto que habían irrumpido en el apartamento se habrían largado probablemente hacía tres o cuatro horas, llevándose todo lo que tenía la más remota posibilidad de empeñarse (por no hablar de los ochenta o noventa dólares de la ensaladera, y tal vez la ensaladera misma, ahora que lo pensaba; al fin y al cabo, ¿no era acaso una ensaladera empeñable?), cabía la posibilidad de que aún estuvieran allí. En cualquier caso, era lo que debía una suponer, igual que al muchacho que va a recibir su primera arma de verdad se le enseña, antes que nada, a suponer que el arma está siempre cargada, que incluso cuando uno la saca de la caja en la que viene de fábrica, el arma está cargada.

Miriam empezó a retirarse de la puerta. Lo hizo casi al instante, antes incluso de que la puerta hubiera terminado su breve movimiento hacia el interior, pero fue demasiado tarde. Una mano surgió de la oscuridad, disparada como una bala por el resquicio de apenas tres dedos entre el dintel y la puerta. La mano se cerró sobre la de Miriam y las llaves cayeron sobre la moqueta del pasillo.

Miriam Cowley abrió la boca para gritar. El hombre, rubio y fuerte, había estado esperando justo detrás de la puerta, aguardando pacientemente desde hacía cuatro horas, sin beber un café, sin fumar un cigarrillo. Le apetecía el cigarrillo y se fumaría uno en cuanto terminara con aquello pero, de haberlo hecho antes, el olor podría haberla alertado: los neoyorquinos eran como pequeños animalillos que pululaban entre matojos urbanos, con los sentidos pendientes del peligro, incluso cuando pensaban que se lo estaban pasando en grande.

El hombre agarró la muñeca derecha de Miriam con su mano derecha sin darle tiempo a reaccionar. Puso luego la palma de la mano zurda en la puerta, sujetándola, y tiró de la mujer con todas sus fuerzas. La puerta parecía de madera pero era de metal, naturalmente, como la de cualquier apartamento un poco decente de la podrida Gran Manzana. La cara de la mujer fue a chocar contra el canto de la puerta con un ruido sordo. Dos o tres dientes se le rompieron a la altura de la encía y le hicieron un corte en la boca. Los labios, que se habían puesto tensos, se relajaron con el dolor y la sangre rebosó del interior. Unas gotas salpicaron la puerta. El pómulo se quebró como una rama.

Semiinconsciente, las piernas le fallaron. El hombre rubio la soltó y Miriam cayó sobre la moqueta. Aquello tenía que ser muy rápido. Según la leyenda neoyorquina, a nadie en la podrida Gran Manzana le importaba un pimiento lo que sucediera, mientras no le sucediera a él mismo. Según la leyenda, un psicópata podía asestar veinte o treinta cuchilladas a una mujer delante de una barbería de veinte sillas de la Séptima Avenida en pleno mediodía, y nadie haría el menor comentario, salvo quizá: «¿podría cortarme un poco más encima de las orejas?», o: «me parece que esta vez dejaremos la colonia, Joe». El hombre rubio sabía que la leyenda era falsa. Entre los animales pequeños, presas de los cazadores, la curiosidad forma parte del instinto de supervivencia. Sí, lo fundamental del juego era proteger la propia piel, pero un animal descuidado tenía muchas probabilidades de convertirse pronto en un animal muerto. Por lo tanto, la rapidez era esencial.

Abrió la puerta, agarró a Miriam por el cabello y la arrastró al interior.

Apenas un instante después, escuchó el chasquido de un pestillo en el rellano, seguido del ruido de una puerta al abrirse. No tuvo que asomarse para ver la cara que estaría asomando en otro de los apartamentos, una cara de conejillo lampiño, casi crispando espasmódicamente la nariz.

—No lo habrás roto, ¿verdad, Miriam? —preguntó en voz alta. Luego pasó a otro registro más agudo, no del todo un falsete, ahuecó las manos a unos centímetros de la boca para crear un efecto amortiguador del sonido y pasó a ser la mujer—: Creo que no. ¿Me ayudas a recogerlo? —Apartó las manos y recuperó el tono de voz normal—. Claro. Un momento.

Cerró la puerta y echó una ojeada por la mirilla. Era una lente de ojo de pez que proporcionaba una visión distorsionada de una gran parte del pasillo, y por ella vio exactamente lo que esperaba ver: una cara blanca asomando en el umbral de una puerta al otro lado del corredor, como un conejo que sacara la cabeza de su madriguera.

La cara se retiró.

La puerta se cerró.

No se cerró de golpe; simplemente se cerró. A la tonta de Miriam se le había caído algo y el hombre que la acompañaba —tal vez un novio, tal vez su ex— le ayudaba a recogerlo. Nada de que preocuparse. Cosas de conejitos y conejitas, por así decirlo.

Miriam empezaba a volver en sí y lanzó un gemido.

El hombre rubio se llevó la mano al bolsillo, sacó una cuchilla de afeitar y la abrió con un golpe de muñeca. La hoja brilló bajo el débil resplandor de la única luz que había dejado encendida, una lámpara de mesa del salón.

La mujer abrió los ojos. Los dirigió hacia el hombre y vio su rostro del revés mientras él se inclinaba sobre ella. Miriam tenía la boca manchada de rojo, como si hubiera comido fresas.

El hombre le mostró la navaja barbera. Los ojos de la mujer, hasta aquel momento apagados y aturdidos, se despejaron de pronto y se abrieron como platos. Su boca, manchada de rojo, se abrió para lanzar un grito.

—Haz el menor ruido y te rajo, nena —susurró el hombre, y ella cerró la boca.

El intruso volvió a agarrarla por el pelo y la arrastró hasta el salón. La falda de Miriam se deslizó con un susurro sobre el suelo de madera encerada. Su rabadilla tropezó con una alfombra pequeña, que se arrugó debajo de ella, y Miriam soltó un gemido de dolor.

—No vuelvas a hacer eso —masculló el hombre—. Ya te lo he advertido.

Entraron en el salón, pequeño pero agradable. Coqueto. Grabados de impresionistas franceses en las paredes. Un cartel enmarcado que anunciaba: «Gatos: AHORA Y SIEMPRE». Flores secas. Un pequeño sofá de módulos, tapizado con una tela rugosa de color trigueño. Una librería, donde el intruso identificó los dos libros de Beaumont en un estante y los cuatro de Stark en otro. Los de Beaumont estaban en el estante superior, lo cual era un error, pero el hombre tenía que suponer que aquella zorra no daba más de sí. Le soltó el cabello.

—Siéntate en el sofá, nena. En ese extremo. —Señaló el rincón del sofá más próximo a la mesilla auxiliar donde estaban el teléfono y el contestador automático.

—Por favor —susurró ella, sin hacer ningún ademán de incorporarse. La boca y la mejilla estaban empezando a hinchársele y las palabras surgieron deformadas de sus labios: Poo jahor—. Llévese lo que sea. El dinero está en la cocina. —Eh inero ejtá en a ocina.

—Siéntate en el sofá. En ese extremo.

Esta vez, el hombre levantó la navaja hacia el rostro de Miriam con una mano mientras le señalaba el sofá con la otra.

Miriam ganó el sofá a duras penas y se apretó contra los cojines todo lo posible, con sus ojos oscuros muy abiertos. Se llevó una mano a la boca y, por un instante, contempló con incredulidad la sangre que le manchaba los dedos; luego, su mirada volvió al intruso.

—¿Qué quiere de mí? —¿Eh iere e mí? Era como si hablara con la boca llena.

—Quiero que hagas una llamada por teléfono, nenita. Eso es todo.

Levantó el teléfono y utilizó la mano en la que sostenía la navaja para pulsar el botón de llamada del contestador automático. Después le acercó el auricular a Miriam. Era uno de esos aparatos antiguos que se cuelgan en una horquilla y que parecen unas pesas de halterofilia ligeramente derretidas, mucho más sólidos y pesados que el auricular de un modelo góndola. El hombre lo advirtió y notó, por la ligera tensión del cuerpo de Miriam al entregarle el auricular, que ella también se había dado cuenta. Un asomo de sonrisa apareció en los labios del hombre rubio. No apareció en ningún sitio más; solo en sus labios. Y no había la menor sombra de alegría en esa sonrisa.

—Estás pensando que podrías abrirme la cabeza con eso, ¿verdad, nena? Deja que te diga una cosa: no es una idea muy brillante. Y sabes lo que le sucede a la gente que se queda sin ideas brillantes, ¿verdad? —Al ver que ella no respondía, añadió—: Se caen del cielo. Es cierto. Lo vi una vez en unos dibujos animados. Por lo tanto, deja el auricular sobre las piernas y concéntrate en recuperar tus ideas brillantes.

Miriam lo miró, toda ojos. La sangre se le deslizaba lentamente por la barbilla. Una gota cayó y fue a parar al corpiño de su vestido. «Esa mancha no desaparecerá nunca, nena —pensó el hombre—. Dicen que se puede eliminar si se pone enseguida en agua fría, pero no es cierto. Ellos tienen máquinas. Espectroscopios. Cromatógrafos de gases. Ultravioletas. Lady Macbeth tenía razón».

—Si te vuelven esos malos pensamientos, lo veré en tus ojos, nena. Son unos ojos muy grandes y oscuros. No querrás verte con uno de esos ojos grandes y oscuros colgándote de la mejilla, ¿verdad?

Miriam sacudió la cabeza con tal fuerza y rapidez que el cabello se le arremolinó en torno al rostro. Mientras la cabeza iba de un lado a otro, aquellos hermosos ojos oscuros no dejaron de observar ni por un instante a aquel hombre rubio. Él notó un cosquilleó en la entrepierna. ¿Lleva usted una regla plegable en el bolsillo, señor, o es solo que se alegra de verme?

Esta vez, la sonrisa apareció en sus ojos, además de en los labios, y pensó que la mujer se había relajado un ápice.

—Quiero que te incorpores y marques el número de Thad Beaumont.

Miriam se limitó a dirigirle una mirada luminosa y radiante de sorpresa.

—Thad Beaumont —insistió—. El escritor. Hazlo, nena. El tiempo pasa volando como los pies alados de Mercurio.

—La agenda —dijo ella. La boca se le había hinchado tanto que apenas podía cerrarla y cada vez resultaba más difícil entenderla. Sus palabras sonaron algo así como ahen-a.

¿A ahen-ha? —repitió él—. ¿Qué es eso? No tengo ni idea de a qué te refieres. Explícate mejor, nenita.

Sentía dolor pero se esforzó en articular con cuidado:

—La agenda. Agenda. La libreta de direcciones. No recuerdo el número.

La navaja barbera cortó el aire hacia ella y pareció emitir un sonido parecido a un susurro humano. Probablemente solo fue el producto de la imaginación, pero los dos lo oyeron, de todos modos. Miriam se agazapó todavía más en los cojines de color trigueño e hizo una mueca con los hinchados labios. El intruso movió la navaja hasta que la hoja reflejó la luz mortecina de la lámpara de mesa. La inclinó, haciendo que la luz corriera por la hoja como si fuera agua, y luego miró a su víctima como diciendo que los dos estaban locos si aquel hermoso objeto no despertaba su admiración.

—No me jodas, nena. —Ahora, en sus palabras se advertía un leve acento sureño—. Eso es algo que no se debe hacer nunca, y menos cuando estás tratando con un tipo como yo. Vamos, marca ya ese maldito número.

Tal vez la mujer no recordara de memoria el número de Beaumont, pues no tenía muchos asuntos que tratar con él, pero sin duda sabría el de Stark. En el mundo del libro, Stark era el cliente más importante de la agencia y daba la casualidad de que el número de teléfono era el mismo para los dos.

—No lo recuerdo —gimió Miriam, con las lágrimas corriéndole por el rostro. No ho ecueddo.

El hombre rubio se dispuso a rajarla —no porque estuviera enfadado con ella sino porque, cuando se permitía que una mujer como aquella colara una primera mentira, esta siempre llevaba a otra—, pero se lo pensó mejor. Al fin y al cabo, se dijo, era perfectamente posible que la mujer hubiera perdido temporalmente el control sobre cosas tan triviales como un número de teléfono, aunque fuera el de unos clientes importantes como Beaumont/Stark. Estaba en un estado de conmoción y posiblemente, si le hubiera pedido que marcara el número de su propia agencia, tampoco habría sabido hacerlo.

Pero como a quien había que llamar era a Thad Beaumont, y no a Rick Cowley, el hombre decidió ayudarla.

—Está bien —dijo—. Está bien, nena. Estás trastornada y lo entiendo. No sé si me creerás, pero incluso me caes bien. Estás de suerte, porque da la casualidad de que yo sí conozco el número. Lo conozco mejor que el mío, podría decirse. ¿Y sabes otra cosa? Ni siquiera voy a hacer que lo marques, en parte porque no quiero quedarme aquí hasta que el infierno se apague esperando a que seas capaz de hacerlo, pero también porque realmente me caes bien. Voy a agacharme a marcarlo yo mismo. ¿Sabes qué significa eso?

Miriam Cowley movió la cabeza en un gesto de negativa. Sus ojos oscuros parecían haberse comido la mayor parte del rostro.

—Significa que voy a confiar en ti. Pero solo un poco; solo un poco y nada más, muñeca. ¿Me oyes bien? ¿Lo has entendido?

Miriam asintió frenéticamente, agitando el cabello. Ah, cuánto le gustaban las mujeres con una buena cabellera.

—Bien, muy bien. Mientras marco el número, nena, será mejor que mantengas los ojos en esta cuchilla. Te ayudará a mantener las ideas claras.

El hombre se inclinó hacia delante y empezó a marcar los números en el anticuado dial giratorio. Mientras lo hacía, surgieron unos chasquidos amplificados del contestador automático. Sonaban como la rueda de la fortuna de una feria a punto de detenerse. Miriam Cowley continuó sentada con el auricular en el regazo, mirando alternativamente la navaja y las facciones toscas y angulosas de aquel horrible intruso.

—Habla con él —indicó el hombre rubio—. Si contesta la mujer, dile que eres Miriam, desde Nueva York, y que quieres hablar con su marido. Sé que tienes la boca hinchada, pero date a conocer a quien responda. Hazlo por mí, nena. Si no quieres terminar con la cara como un retrato de Picasso, hazlo todo por mí tal como te digo.

—¿Qué… qué digo?

El hombre sonrió. La muchacha no estaba nada mal. Resultaba muy apetecible. Con toda aquella cabellera… Notó un nuevo cosquilleo en la zona por debajo del cinturón. Allá abajo se estaba animando la cosa.

El teléfono estaba llamando. Los dos podían oírlo a través del contestador automático.

—Ya se te ocurrirá algo, nena.

Se escuchó un chasquido cuando descolgaron el teléfono al otro extremo de la línea. El hombre rubio esperó hasta que oyó la voz de Beaumont diciendo «hola»; entonces, con la rapidez del ataque de una víbora, se inclinó hacia delante y descargó la navaja barbera sobre la mejilla izquierda de Miriam Cowley. Una rebanada de piel y carne quedó colgando de su rostro y la sangre manó a borbotones de la herida. Miriam lanzó un chillido.

—¿Diga? —rugió Thad—. ¿Quién es? Maldita sea, ¿eres tú?

«Sí, soy yo, hijo de puta —pensó el hombre rubio—. Soy yo y tú lo sabes, ¿verdad?»

—¡Dile quién eres y qué está sucediendo aquí! —rugió, mirando a Miriam—. ¡Hazlo! ¡No me lo hagas decir dos veces!

—¿Quién está ahí? —gritó Beaumont—. ¿Qué sucede? ¿Quién es?

La mujer se encogió de nuevo. La sangre salpicó los cojines del sofá de color trigueño. Ahora no había una única gota de sangre en el cuerpo del vestido; todo él estaba empapado.

—¡Haz lo que he dicho o te cortaré tu maldita cabeza con esto!

—¡Thad, hay un hombre aquí! —gritó Miriam por el teléfono. El dolor y el miedo hacían que pronunciara con claridad otra vez—. ¡Hay un hombre malo aquí! Thad, hay un hombre malo aq…

—¡Di tu nombre! —rugió el intruso, cortando el aire con la navaja a un centímetro de sus ojos. Ella se encogió, sollozando.

—¿Quién está ahí? ¿Quién…?

—¡Miriam! —articuló con un chillido—. ¡Thad, no dejes que lo haga de nuevo, no dejes que el hombre malo me vuelva a cortar, no…!

George Stark descargó la cuchilla sobre el enroscado cable telefónico. El contestador automático exhaló un áspero carraspeo de electricidad estática y se quedó en silencio.

La cosa había salido bien. Podría haber ido mejor. Había deseado tirarse a la mujer; realmente, lo había deseado. Hacía mucho tiempo que quería cepillarse a una mujer, pero le hubiese gustado que fuera aquella, y ahora no iba a poder hacerlo. Había habido demasiados gritos. Los conejos estarían asomando el hocico en sus madrigueras, olisqueando la presencia del gran depredador que acechaba en algún lugar de la jungla, más allá del pequeño y triste círculo de luz de sus hogueras eléctricas.

La mujer seguía chillando.

Era evidente que había perdido todas sus ideas brillantes.

Así pues, Stark volvió a agarrarla por el cabello, le echó la cabeza hacia atrás hasta que Miriam quedó mirando al techo, chillándole al techo, y le rebanó la garganta.

La habitación quedó en silencio.

—Ya está, nena —murmuró con ternura. Cerró la navaja barbera y se la guardó en el bolsillo. Después adelantó la mano izquierda, ensangrentada, y le cerró los ojos. El puño de la camisa quedó empapado de inmediato en sangre caliente, pues la yugular aún bombeaba su vino tinto, pero lo que debía hacerse, se hacía. Cuando se trataba de una mujer, había que cerrarle los ojos. No importaba lo mala que hubiera sido, no importaba si era una prostituta drogadicta capaz de vender a sus hijos para comprar costo, había que cerrarle los ojos.

La mujer no era más que una pequeña parte del asunto. Rick Cowley era otra historia.

Y el hombre que había escrito el artículo en la revista.

Y la zorra que había tomado las fotos, sobre todo esa de la lápida. Una zorra, sí, una auténtica zorra, pero a ella también le cerraría los ojos…

Cuando les hubiera ajustado las cuentas a todos, sería el momento de hablar con Thad. Sin intermediarios, frente a frente. Sería el momento de hacer entrar en razón a Thad. Confiaba plenamente en que, cuando se hubiera ocupado de todos los demás, Thad estaría dispuesto a entrar en razón. En caso contrario, siempre había otras maneras de hacerle ver las cosas.

Al fin y al cabo, era un hombre casado, y con una mujer muy atractiva, por cierto, una verdadera reina del aire y la oscuridad.

También tenía hijos.

Mojó el dedo índice en el chorro caliente de la sangre de Miriam y se puso a escribir sobre la pared con gestos rápidos. Tuvo que volver a mojar dos veces para apuntarlo todo, pero el mensaje quedó listo enseguida, garabateado encima de la cabeza ladeada de la mujer. Esta habría podido leerlo del revés si hubiera tenido los ojos abiertos. Naturalmente, si todavía hubiera estado con vida.

Se inclinó hacia delante y besó a Miriam en la mejilla.

—Buenas noches, nenita —murmuró, y abandonó el apartamento.

El hombre del rellano había vuelto a sacar la cabeza. Cuando vio al hombre rubio y alto, manchado de sangre, que salía del apartamento de Miriam, cerró la puerta de golpe y echó la llave.

«Muy sensato —pensó George Stark mientras recorría el pasillo hacia el ascensor—. Muy sensato y muy prudente».

Debía darse prisa. No había tiempo que perder.

Tenía otros asuntos de que ocuparse esa noche.