DIEZ

MÁS TARDE, ESA NOCHE

1

Llevaron arriba a los gemelos dormidos y empezaron los preparativos para acostarse. Thad se quedó en camiseta y calzoncillos —su pijama habitual— y entró en el baño. Estaba cepillándose los dientes cuando lo dominó un escalofrío. Dejó caer el cepillo, escupió una bocanada de espuma blanca en el lavabo y se lanzó hacia la taza del inodoro con las piernas tan insensibles como un par de zancos de madera.

Hizo un esfuerzo por devolver —un penoso sonido seco—, pero fue en vano. El estómago empezó a recobrar la tranquilidad, al menos lo intentó.

Cuando se volvió, Liz estaba en la puerta, luciendo un camisón azul de nailon que terminaba varios dedos por encima de las rodillas. La mujer le miraba con frialdad.

—Te estás guardando secretos, Thad. Y eso no es bueno. Nunca lo ha sido.

Thad exhaló un áspero suspiro y extendió las manos ante él con los dedos abiertos. Todavía le temblaban.

—¿Cuándo te has dado cuenta?

—Te he notado extraño desde que el comisario Pangborn ha vuelto a visitarnos esta noche. Cuando nos ha hecho aquella última pregunta, sobre esas palabras escritas en la pared del apartamento de Clawson… ha sido como si se te encendiera un rótulo de neón en la frente.

—Pangborn no ha visto ningún neón.

—El comisario no te conoce tanto como yo, pero si no lo has visto reaccionar ante tu respuesta, es que no lo estabas mirando. Incluso él se ha dado cuenta de que había algo turbio. Lo he advertido por su modo de mirarte.

Liz apretó ligeramente los labios y la mueca hizo más marcadas las antiguas arrugas de su rostro, las que Thad había observado por primera vez después del accidente de Boston y el aborto; las mismas que se habían acentuado mientras Liz lo veía luchar cada vez con más esfuerzo por sacar agua de un pozo que parecía haberse secado.

Fue más o menos por aquella época cuando su tendencia a la bebida había empezado a escapar de su control. Todas aquellas circunstancias —el accidente de Liz, la interrupción del embarazo, el fracaso de crítica y económico de Niebla púrpura después del espectacular éxito de Vida de Máquina bajo el seudónimo de Stark, la súbita caída en la bebida— se habían confabulado para sumirlo en un estado de profunda depresión. Thad había reconocido que era un estado mental egoísta e introvertido, pero darse cuenta de ello no le había servido de nada. Finalmente, se había tragado un puñado de somníferos acompañado de media botella de Jack Daniel’s. Había sido un intento de suicidio carente de entusiasmo, pero intento de suicidio al fin y al cabo. Todo aquello había sucedido en un período de tres años. Por aquel entonces, había parecido que duraba mucho más; el tiempo se había eternizado.

Naturalmente, poco o nada de todo aquello había aparecido en las páginas de la revista People.

Ahora, de nuevo, Thad encontraba a Liz mirándole como lo había mirado entonces. Aborreció aquella expresión. La preocupación era mala, pero la desconfianza era peor. Pensó que le habría resultado más fácil soportar el odio abierto que aquella mirada extrañada y preocupada.

—Me siento fatal cuando me mientes —se limitó a decir ella.

—¡No te he mentido, Liz, por el amor de Dios!

—A veces, callarse algo es una forma de mentir.

—Iba a explicártelo de todos modos —se justificó Thad—. Solo estaba tratando de encontrar la manera de exponerlo.

Pero ¿era cierto eso? ¿Lo era de verdad? Thad lo ignoraba. El asunto era pura basura, una basura extraña y desquiciada, pero esta no era la razón que le había llevado a mentir con el silencio. Había sentido el impulso de guardar el secreto, igual que lo siente el hombre que observa sangre en sus deposiciones o nota un bulto en la ingle. El silencio en tales casos es irracional; pero también lo es el miedo.

Había algo más: Thad era escritor, trabajaba con la imaginación. Nunca había conocido a nadie —incluido él mismo— que tuviera algo más que una vaguísima idea de las razones por las que hacía cualquier cosa. A veces pensaba que el impulso de escribir ficciones no era más que un bastión contra la confusión mental, tal vez incluso contra la locura. Era una desesperada imposición de orden por parte de gente capaz de encontrar este preciado material solo en sus mentes… nunca en sus corazones.

Dentro de él, una voz susurró por primera vez: «¿Quién eres tú cuando escribes, Thad? ¿Quién eres entonces?».

Pero no encontró respuesta para aquella voz.

—¿Y bien? —inquirió Liz. Su tono de voz era incisivo, al borde de la cólera. Thad pareció despertar de sus propios pensamientos, sobresaltado.

—¿Perdón?

—¿Has encontrado ya la manera de contarme eso, sea lo que sea?

—Mira, Liz, no entiendo por qué estás tan enfadada.

—¡Porque estoy asustada! —exclamó ella con rabia. Pero Thad vio lágrimas en sus ojos—. ¡Porque le has ocultado algo al comisario y sigo preguntándome si también piensas ocultármelo a mí! Si no me hubiese dado cuenta de tu expresión…

—¿Eh? —Ahora, también Thad empezaba a sentirse irritado—. ¿Y qué expresión era esa? ¿Qué te pareció?

—Era un aire de culpabilidad —replicó ella—. Era la misma expresión que ponías tiempo atrás cuando le decías a alguien que habías dejado de beber y no era cierto. Cuando… —Al llegar allí se interrumpió. Thad no supo qué veía Liz en su rostro (no estaba seguro de querer saberlo) pero, fuera lo que fuese, borró de repente su cólera. Una expresión afligida ocupó su lugar—. Lo siento, eso no ha sido justo por mi parte.

—¿Por qué no? —dijo Thad débilmente—. Fue verdad, durante un tiempo.

Volvió al lavabo y utilizó el enjuague bucal para eliminar los últimos restos de pasta de dientes. Era como un elixir dental sin alcohol, como el jarabe para la tos. Como el sucedáneo de vainilla de la alacena de la cocina. Thad no había probado una copa desde que terminara la última novela de Stark.

Liz le tocó ligeramente el hombro con la mano.

—Thad, enfadarnos nos perjudica a los dos y no sirve para solucionar el problema. Tú mismo has dicho que ahí fuera podría haber un hombre, un psicópata, que se cree George Stark. Ya ha matado a dos personas que conocemos, que conocíamos. Una de ellas fue en parte responsable de que el seudónimo Stark saliera a la luz. Se le habrá ocurrido que podrías ser el primero en la lista de enemigos de ese hombre pero, aun así, le has ocultado algo al comisario. ¿Cómo era esa frase?

—«Los gorriones vuelven a volar» —dijo Thad mientras se contemplaba en el espejo del baño bajo la áspera luz blanca de los fluorescentes. Era el mismo rostro de siempre. Con unas tenues ojeras bajo los párpados, tal vez, pero seguía siendo el mismo rostro de siempre. Se alegró. No era la cara de un actor de cine, pero era la suya.

—Sí. Esas palabras tenían sentido para ti. ¿Cuál es?

Thad apagó la luz del cuarto de baño y le pasó el brazo por los hombros. Dieron unos pasos hasta la cama y se sentaron en ella.

—Cuando tenía once años —explicó entonces a Liz—, sufrí una operación para extirparme un pequeño tumor en el lóbulo frontal (sí, creo que fue en el lóbulo frontal) del cerebro. Pero todo esto ya lo sabías.

—¿De veras? —Liz lo miró, desconcertada.

—Te conté que había sufrido terribles dolores de cabeza antes de que me diagnosticaran el tumor, ¿lo recuerdas?

—Sí.

Thad empezó a acariciarle el muslo con gesto ausente. Liz tenía unas piernas largas y preciosas, y el camisón era corto de verdad.

—¿Te hablé también de los ruidos?

—¿Los ruidos? —repitió Liz, de nuevo desconcertada.

—Ya me parecía que no… Verás, todo esto sucedió hace tanto tiempo que nunca pensé que tuviera la menor importancia. Las personas que tienen tumores cerebrales suelen padecer dolores de cabeza o sufrir ataques, o ambas cosas a la vez. Con mucha frecuencia, estos síntomas tienen sus propios síntomas. Se los conoce como «precursores sensoriales». Los más comunes son de tipo olfativo: el olor a raspaduras de lápiz, a cebollas recién cortadas, a fruta podrida. Mi precursor sensorial era de tipo auditivo: eran voces de pájaros.

Miró a su mujer fijamente. Las puntas de las narices casi se tocaban. Notó que un mechón del cabello de Liz le hacía cosquillas en la frente.

—De gorriones, para ser exacto. —Se echó hacia atrás y apartó los ojos, para evitar ver la repentina expresión de sobresalto de Liz. La tomó de la mano y añadió—: Vamos.

—Thad… ¿adónde?

—Al estudio —dijo él—. Quiero enseñarte una cosa.

2

Un enorme escritorio de roble dominaba el despacho de Thad. No era un mueble de estilo antiguo ni moderno. Solo era un pedazo de madera extremadamente grande y sólido, una especie de dinosaurio bajo tres globos de cristal colgados del techo, cuya luz combinada caía sobre la superficie de trabajo casi con furia. Manuscritos, pilas de correspondencia, libros y galeradas de prueba que le habían enviado ocupaban prácticamente toda la mesa, dejando muy poca madera a la vista. En la pared blanca, tras el escritorio, había un cartel que mostraba la obra arquitectónica favorita de Thad en el mundo entero: el edificio Flatiron de Nueva York. Su inverosímil forma de cuña nunca dejaba de asombrarle.

Al lado de la máquina de escribir se hallaba el manuscrito de su nueva novela, El perro dorado. Encima de la máquina reposaba la producción de aquel día. Seis páginas. Era la cantidad habitual, cuando trabajaba con su nombre. Bajo la firma de Stark, solía hacer ocho, a veces diez.

—Esto es lo que estaba repasando antes de que se presentara Pangborn —dijo a Liz, levantando el delgado montón de hojas de encima de la máquina y entregándoselo—. Entonces me sobrevino el ruido… el sonido de los gorriones. Era la segunda vez que me sucedía hoy, solo que en esta ocasión lo percibí con mayor intensidad. ¿Ves lo que hay escrito en el folio de encima?

Liz lo contempló por un largo espacio de tiempo, durante el cual Thad solo pudo verle el cabello y la parte superior de la cabeza. Cuando volvió a alzar los ojos hacia él, Liz estaba lívida y tenía los labios apretados, formando una fina línea gris.

—Es lo mismo —susurro—. Es exactamente lo mismo. ¿Oh, Thad, qué es esto? ¿Qué…?

Se tambaleó y Thad dio un paso hacia ella, temiendo por un momento que fuera a desmayarse. La asió por los hombros, pero tropezó con la pata de la silla que presidía el escritorio y los dos estuvieron a punto de caer juntos sobre este.

—¿Estás bien?

—No —respondió ella con un hilo de voz—. ¿Y tú?

—No exactamente —dijo Thad—. Lo siento. Sigo tan torpe como siempre. Como un caballero con su reluciente armadura, cualquier escalón me parece una montaña.

—Dices que escribiste esto antes de que Pangborn se presentara… —murmuró Liz. Daba la impresión de que le resultara imposible entenderlo—. Antes…

—Exacto.

—¿Y qué significa? —Liz lo miraba con frenética atención. Pese a la intensidad de la luz, tenía las pupilas grandes y oscuras.

—No lo sé —respondió Thad—. Pensaba que tal vez tú tuvieras alguna pista.

Ella movió la cabeza en gesto de negativa y dejó los folios sobre el escritorio. Después se frotó la mano en la breve falda de nailon del camisón, como si hubiera tocado algo desagradable. Thad pensó que no debía de ser consciente de lo que estaba haciendo y no dijo nada.

—¿Entiendes ahora por qué se lo he ocultado a Pangborn?

—Sí… creo que sí.

—¿Qué habría pensado nuestro buen comisario, un tipo práctico del condado más remoto de Maine, que confía en los resultados de los ordenadores del SIFA y en las declaraciones de los testigos presenciales? Nuestro buen comisario, dispuesto a sospechar que yo estaba ocultando a un hermano gemelo antes que aceptar la posibilidad de que alguien hubiera descubierto algún método para duplicar las huellas digitales… ¿Qué habría pensado de esto?

—Yo… no lo sé. —Liz estaba esforzándose por recobrar el dominio de sí misma, por salir de la onda de choque. Thad la había visto hacerlo en otras ocasiones, pero no por ello sintió menos admiración—. No sé qué habría pensado, Thad.

—Yo tampoco. Supongo que, en el peor de los casos, habría considerado que yo tenía un conocimiento previo del crimen. Pero lo más probable es que creyera que he subido y he escrito eso después de que se marchara.

—¿Por qué harías tú una cosa así? ¿Por qué?

—Supongo que, de entrada, lo atribuiría a un acto de locura —respondió Thad con sequedad—. Creo que un policía como Pangborn se inclinaría mucho más por la teoría de la locura que por aceptar un suceso que no parece tener explicación fuera del terreno de lo paranormal. Pero si piensas que hago mal (y tal vez así sea) en ocultar este asunto hasta que tenga ocasión de sacar algo en claro de él, dímelo. Podemos llamar a la comisaría de Castle Rock y dejarle un mensaje.

—No sé… —dijo Liz moviendo la cabeza—. A veces he oído hablar… en algún programa de entrevistas, supongo, de vínculos psíquicos…

—¿Crees en ellos?

—Nunca he tenido motivos para tomar el tema en consideración —explicó Liz—. Ahora, supongo que sí. —Alargó la mano y levantó el folio donde aparecía garabateada la frase—. La has escrito con uno de los lápices de George —comentó.

—Era lo que tenía más a mano, eso es todo —replicó Thad irritado. Pensó por un instante en el bolígrafo Scripto y lo apartó rápidamente de su cabeza—. Además, no son los lápices de George, ni nunca lo han sido. Son míos. Ya me estoy cansando de referirme a él como si fuera otra persona. El asunto ya ha perdido la poca gracia que podía tener.

—Sin embargo, hoy has empleado también una de sus frases: «facilitar una coartada». Nunca te había oído utilizarla, fuera de los libros. ¿Es una mera coincidencia?

Thad se dispuso a responderle que lo era, por supuesto, pero se contuvo. Era probable que lo fuera pero, a la vista de lo que había escrito en aquella hoja de papel, ¿cómo podía estar seguro?

—No lo sé —contestó, pues.

—¿Estabas en trance, Thad? ¿Estabas en trance cuando escribiste esto?

Lentamente, a regañadientes, Thad respondió:

—Sí. Creo que sí.

—¿Fue eso todo lo que sucedió, o hubo algo más?

—No lo recuerdo —dijo Thad, y añadió contrariado—: Me parece que dije algo, pero no logro recordarlo con claridad.

Liz le miró largamente y murmuró:

—Vamos a acostarnos.

—¿Crees que podremos dormir, Liz?

Ella soltó una risa de desesperanza.

3

Sin embargo, veinte minutos más tarde, Thad ya estaba sumiéndose en el sueño cuando la voz de Liz lo desveló de nuevo.

—Tienes que ir al médico —oyó que le decía—. El lunes.

—Esta vez no hay dolores de cabeza —protestó él—. Solo el ruido de los pájaros y esa extraña frase que he escrito. —Hizo una pausa y añadió con voz esperanzada—: ¿No crees que ha podido ser una coincidencia?

—No sé qué será, Thad, pero debo advertirte que en mi lista de explicaciones, la posibilidad de una coincidencia cuenta con muy pocos puntos.

Por alguna razón, este comentario les pareció gracioso a los dos y se tumbaron en la cama, riéndose lo más bajo que pudieron para no despertar a los niños, y se abrazaron. En cualquier caso, las cosas entre ellos volvían a estar en su sitio; en aquel preciso instante, no había muchas cosas de las que Thad pudiera sentirse seguro, pero esta era una de ellas. Todo iba bien. La tormenta había pasado. Los viejos huesos doloridos habían quedado enterrados de nuevo, al menos por el momento.

—Me encargaré de llamar y pedir hora —dijo Liz cuando las risitas se lo permitieron.

—No —replicó Thad—. Lo haré yo.

—¿Y no caerás en alguno de tus olvidos creativos?

—No. Será lo primero que haré el lunes por la mañana. Te lo prometo.

—Está bien —suspiró Liz—. Será un milagro si pego ojo esta noche.

Sin embargo, cinco minutos más tarde, su respiración ya era reposada y regular; y cinco minutos después, también Thad se dormía.

4

Volvió a soñar lo mismo.

Era lo mismo (o eso parecía, en cualquier caso) hasta el final: Stark lo conducía por la casa desierta, permaneciendo siempre detrás de él y diciéndole que se equivocaba cuando Thad insistía con voz temblorosa y perturbada en que aquel lugar era su casa. «Estás totalmente equivocado», le decía Stark desde detrás de su hombro derecho (¿o era el izquierdo? ¿Y tenía aquel detalle alguna importancia?). El propietario de la casa, le repitió a Thad, estaba muerto. El propietario de la casa estaba ya en ese mítico lugar donde iban a parar todos los tendidos de ferrocarril, ese lugar que todo el mundo por allí abajo (dondequiera que fuese aquel «allí») llamaba Terminal.

Todo en el sueño sucedía igual hasta que llegaban al salón de atrás, donde Liz ya no estaba sola. Frederick Clawson la acompañaba. Estaba desnudo, salvo por un absurdo abrigo de cuero, y estaba tan muerto como Liz.

Por encima de su hombro, Stark le decía con aire pensativo: «Esto es lo que les pasa a los soplones aquí abajo. Ahora, ya le he ajustado las cuentas a este. Voy a ajustárselas a todos, uno por uno. Asegúrate bien de que no tenga que ajustártelas a ti. Los gorriones vuelan de nuevo, Thad, recuérdalo. Los gorriones están volando».

En ese momento, fuera de la casa, Thad los oyó: no unos cuantos miles, sino millones, quizá billones, y el día se convirtió en oscuridad mientras la gigantesca bandada de pájaros empezaba a cruzar el sol y, luego, a ocultarlo por completo.

«¡No veo!», gritó. Y, detrás de él, George Stark susurró: «Están volando de nuevo, muchacho. No lo olvides. Y no te cruces en mi camino».

Thad despertó temblando y aterido de frío. Esta vez tardó mucho en volver a dormirse. Permaneció acostado en la habitación en penumbra, pensando en lo absurdo de la idea que el sueño le había sugerido. Tal vez también lo había hecho la primera vez, pero en esta ocasión la reminiscencia había sido mucho más clara, y totalmente absurda. El hecho de que él siempre hubiera imaginado muy parecidos a Stark y a Alexis Máquina (por qué no, si en realidad los dos habían nacido a la vez con Vida de Máquina), los dos altos y corpulentos, hombres con aspecto de no haber crecido, sino de haber sido tallados de algún modo en un bloque sólido de materia, y los dos rubios… ese hecho no desmentía lo absurdo de la idea. Los seudónimos no cobran vida y asesinan a la gente. Se lo diría así a Liz por la mañana, en el desayuno, y los dos se reirían de ello. Bueno, tal vez no llegarían a reírse de verdad, dadas las circunstancias, pero al menos compartirían una sonrisa apesadumbrada.

«Lo llamaré mi complejo de William Wilson», se dijo, abandonándose de nuevo al sueño. Sin embargo, cuando llegó la mañana, le pareció que no merecía la pena mencionar el sueño; no era preciso añadirlo a lo que ya estaba pasando. Así pues, no habló del asunto pero, en el transcurso del día, descubrió que su mente volvía a ello una y otra vez, dándole vueltas como a una joya oscura.