LA INVASIÓN DEL REPTILOIDE
1
—Yo lo llamaba «reptiloide» —empezó a exponer Liz—. Lamento que haya muerto, pero, de todos modos, Clawson era eso. No sé si los verdaderos reptiloides nacen o se hacen, pero en cualquier caso acaban alcanzando su viscosa posición en la vida, de modo que supongo que no importa. La de Frederick Clawson en concreto se desarrollaba en Washington. Había acudido allí, al nido de víboras legales más poblado de la tierra, a estudiar derecho… Thad, los bebés ya empiezan a tener sueño; ¿querrás darles el biberón de la noche? Y podrías alcanzarme otra cerveza, por favor.
Thad le pasó la cerveza y luego fue a la cocina a calentar los biberones. Calzó la puerta con una cuña para mantenerla abierta y poder oír mejor; mientras la colocaba, se golpeó en la rodilla. Era algo que le había sucedido ya tantas veces que apenas lo advirtió.
«Los gorriones vuelven a volar —pensó, y se frotó la cicatriz de la frente mientras llenaba un cazo con agua caliente y la ponía a hervir en la cocina—. ¡Ah!, si pudiera saber qué diablos significa esta frase».
—Al final, fue el propio Clawson quien nos contó toda la historia —continuó Liz—, aunque su perspectiva era, naturalmente, un poco sesgada. A Thad le gusta decir que todos somos los héroes de nuestras propias vidas. Clawson se hacía pasar por un biógrafo fanático, pero Thad y yo nos hicimos una idea más exacta de lo que se proponía gracias a lo que nos comentó la gente de Darwin Press (la editorial que publicó las novelas firmadas por George Stark) y a las revelaciones de Rick Cowley.
—¿Quién es Rick Cowley? —preguntó Alan.
—El agente literario que ha llevado a Thad bajo ambos nombres.
—¿Y qué andaba buscando Clawson?
—Dinero —respondió Liz fríamente.
En la cocina, Thad sacó de la nevera los dos biberones de noche (solo medio llenos para evitar en lo posible aquellos inoportunos cambios de pañales en mitad de la noche) y los colocó en el cazo del agua. Lo que Liz decía era cierto solo en parte. Clawson había querido mucho más que dinero.
Liz debió de leerle el pensamiento.
—Sin embargo, el dinero no era lo único que le interesaba. Ni siquiera estoy segura de que fuera lo principal. También quería ser conocido como el hombre que había puesto al descubierto la verdadera identidad de George Stark.
—Algo así como ser quien finalmente logra desenmascarar al increíble Hombre Araña.
—Exacto.
Thad introdujo un dedo en el agua del cazo para comprobar la temperatura y luego se apoyó en la puerta con los brazos cruzados, escuchando la conversación. Se dio cuenta de que deseaba un cigarrillo. Por primera vez en años, tenía ganas de fumar.
Le recorrió un escalofrío.
2
—Clawson estaba siempre en el lugar adecuado en el momento oportuno; demasiado —continuó Liz—. No solo era estudiante de derecho, sino que además trabajaba a tiempo parcial en una librería. Y no solo era empleado de una librería, también era un ávido seguidor de George Stark. Tal vez era el único admirador de Stark en todo el país que también había leído las dos novelas de Thad Beaumont.
En la cocina, Thad sonrió no sin cierta amargura y volvió a comprobar la temperatura del agua.
—En mi opinión, quiso organizar una especie de gran drama a partir de sus sospechas —oyó decir a su esposa—. Según vimos después, tuvo que moverse bastante para tratar de salir del anonimato. En cuanto decidió que Stark era en realidad Beaumont, y viceversa, llamó a Darwin Press.
—La editorial de Stark.
—Exacto. Habló con Ellie Golden, la directora literaria de las novelas de Stark. Le planteó la pregunta sin rodeos: por favor, dígame si George Stark es, en realidad, Thaddeus Beaumont. Ellie contestó que la idea le parecía ridícula. Clawson preguntó entonces por la fotografía del autor que ocupaba la contraportada de las novelas de Stark. Dijo que quería la dirección del hombre que aparecía en la foto. Ellie le contestó que no estaba autorizada para darle la dirección de ningún escritor de la editorial. Clawson insistió: «No quiero la dirección de Stark, sino la del hombre de la foto. El hombre que se hace pasar por Stark». Ellie Golden le respondió que todo aquello era ridículo y que el retrato correspondía al auténtico George Stark.
—¿Antes de esto, la editorial no había revelado a nadie que el nombre era solo un seudónimo? —preguntó Alan, con aire realmente interesado—. ¿Siempre había mantenido la postura de que George Stark era una persona real?
—Sí, sí… Thad insistió en ello.
«Es cierto —pensó él mientras sacaba los biberones del cazo y comprobaba la temperatura de la leche en la parte interna de la muñeca—. Yo insistí. Pensándolo un poco, no sé muy bien por qué lo hice; en realidad, no tengo la menor idea, pero es cierto que insistí».
Cogió los biberones y volvió con ellos al salón, evitando una colisión con la mesa de la cocina por el camino. Entregó uno a cada bebé. Los gemelos se agarraron a las tetinas con gesto solemne y soñoliento y empezaron a chupar. Thad volvió a sentarse, prestó atención a Liz y se dijo que nada más lejos de su mente que la idea de fumar un cigarrillo.
—De todos modos —prosiguió Liz—, Clawson quiso continuar con sus preguntas (supongo que tenía un buen montón de reserva), pero Ellie no le siguió el juego. Le dijo que llamara a Rick Cowley y colgó. Clawson llamó entonces al despacho de Rick y se puso Miriam, la ex esposa de Rick y su socia en la agencia. Un arreglo un poco extraño, pero parece que así les va bien.
»Clawson le hizo la misma pregunta: quería saber si George Stark era en realidad Thad Beaumont. Según Miriam, ella le contestó que sí. También le dijo que ella era Dolley Madison. “Yo me acabo de divorciar de James —le dijo—, Thad se está divorciando de Liz y él y yo vamos a casarnos en primavera.” Después, colgó el teléfono, entró en el despacho de Rick y le dijo que un tipo de Washington estaba tras la pista de la identidad secreta de Thad. Desde ese momento, las llamadas de Clawson a Cowley Asociados solo sirvieron para que le cortaran rápidamente la comunicación.
Liz tomó un largo trago de cerveza y añadió:
—De todos modos, no se dio por vencido. He llegado a la conclusión de que los verdaderos reptiloides no abandonan nunca. Simplemente, decidió que por las buenas no iba a conseguir nada.
—¿Y no llamó a Thad? —preguntó Alan.
—No, ni una vez.
—Supongo que su número no aparece en la guía.
Thad hizo aquí una de sus escasas contribuciones directas al relato.
—No aparecemos en el listín ordinario, pero nuestro teléfono de aquí consta en la guía de la facultad. Tiene que constar porque doy clases allí y soy tutor de varios alumnos.
—Sin embargo, el tipo nunca acudió directamente a quien podía resolverle la duda —se admiró Alan.
—Se puso en contacto más adelante, por carta —dijo Liz—. Pero ya llegaremos a eso. ¿Continúo?
—Por favor —asintió Alan—. Es una historia fascinante por sí misma.
—Pues bien, nuestro reptiloide no empleó más de tres semanas y, probablemente, apenas quinientos dólares en averiguar lo que ya presumía desde el principio: que Thad y George Stark eran la misma persona.
»Empezó por el Literary Market Place, una publicación que los del gremio editorial conocen por LMP y donde aparecen los nombres, direcciones y números de teléfono de prácticamente todos los profesionales del ramo: escritores, editores, agentes, etc. Con este anuario y la columna de “Gente” de la revista Publishers Weekly, consiguió encontrar media docena de empleados de Darwin Press que habían dejado la empresa entre el verano de 1986 y el de 1987.
»Uno de ellos conocía el dato y no tuvo inconveniente en revelarlo. Ellie Golden está casi segura de que fue la chica que trabajó como secretaria del contable durante ocho meses entre 1985 y 1986. Ellie la llamó putilla con malos hábitos nasales.
Alan se echó a reír.
—Thad también sospecha de ella —siguió Liz—, porque la pista definitiva resultó ser una serie de fotocopias de las liquidaciones de derechos de autor a George Stark, que habían salido del despacho de Roland Burrets…
—El jefe de contabilidad de Darwin Press —añadió Thad. A la vez que escuchaba, estaba observando a los mellizos. Los dos estaban ahora tumbados de espalda, con los piececitos enfundados en el pijama y apretados amistosamente unos contra otros, y los biberones apuntando al techo. Sus ojitos miraban sin brillo, inexpresivos. Muy pronto se quedarían dormidos y, cuando llegara el momento, lo harían a la vez. «Lo hacen todo a la vez —pensó Thad—. Los bebés tienen sueño y los gorriones están volando».
Se tocó la cicatriz otra vez.
—El nombre de Thad no se mencionaba en esas fotocopias —prosiguió Liz—. A veces, las liquidaciones de derechos significaban cheques, aunque no son en sí mismas un cheque, de modo que el nombre no tenía por qué aparecer allí. Me sigue, ¿verdad?
Alan asintió.
—La dirección, sin embargo le sirvió a Clawson para comprobar lo que más necesitaba saber. Las señas eran: George Stark, apartado de Correos 1642, Brewer, Maine 04412. Eso queda muy lejos de Mississippi, donde se suponía que residía Stark. Un vistazo al mapa de Maine debió de indicarle que la ciudad inmediatamente al sur de Brewer es Ludlow, y Clawson sabía muy bien qué escritor, si no famoso al menos bien considerado, vivía allí: Thaddeus Beaumont. Vaya coincidencia…
»Ni Thad ni yo lo llegamos a ver en persona, pero él sí vio a Thad. Por las fotocopias que ya tenía en su poder, sabía cuándo enviaba la Darwin Press sus cheques trimestrales por derechos de autor. La mayoría de estos cheques pasan primero por el agente literario. A continuación, el agente remite otro que refleja la cantidad original menos su comisión. Pero, en el caso de Stark, el contable enviaba los cheques directamente al apartado de Correos de Brewer.
—¿Y la comisión del agente? —quiso saber Alan.
—Se descontaba del total en Darwin Press y se remitía a Rick Cowley mediante otro talón —explicó Liz—. Aquello habría dado a Clawson otro claro indicio de que George Stark no era quien afirmaba ser; pero, para entonces, el tipo ya no necesitaba más pistas. Lo que buscaba eran pruebas irrefutables, y se dedicó a conseguirlas.
»Cuando llegó el momento de mandar el cheque, Clawson llegó en avión al pueblo. Se alojó varias noches en el Holiday Inn y pasó los días “plantado” ante la oficina de correos de Brewer. Esa es la palabra exacta que utilizó en la carta que recibió Thad más adelante. Fue un acecho en toda regla, propio del cine policíaco, pero realizado con un presupuesto bastante bajo. Si “Stark” no hubiera aparecido a cobrar el cheque al cuarto día de su estancia en Brewer, Clawson habría tenido que cerrar la tienda y perderse de nuevo en la noche. De todos modos, no creo que las cosas hubieran terminado allí. Cuando un auténtico reptiloide hinca los dientes en su presa, no la suelta hasta que se ha llevado un buen mordisco.
—O hasta que uno le hace saltar los dientes —gruñó Thad. Al instante, vio que Alan se volvía hacia él con el ceño fruncido y una mueca en los labios. Había escogido unas palabras inadecuadas. Al parecer, alguien le había hecho precisamente aquello al reptiloide de Liz, o incluso algo peor.
—En cualquier caso, la cuestión está de más —reanudó la narración Liz, y Alan le prestó atención de nuevo—. Clawson no tuvo que esperar tanto. Al tercer día, mientras estaba sentado en un banco del parque frente a la oficina de correos, vio detenerse el coche de Thad en uno de los puestos de las zonas azules próximas al edificio.
Liz tomó otro trago de cerveza y se limpió la espuma del labio superior. Cuando retiró la mano, estaba sonriendo.
—Ahora viene lo que más me gusta —dijo—. Es algo de… de… delicioso, como decía el protagonista de Retorno a Brideshead. Clawson tenía una cámara, una de esas pequeñas que caben en la palma de la mano y que, cuando uno está a punto para disparar, solo tiene que abrir un poco los dedos, para dejar que asome la lente y, ¡bingo!, ya está.
Lanzó una risita, meneando la cabeza al imaginarlo.
—En la carta afirmaba que la había sacado de uno de esos catálogos donde venden material de espionaje: micrófonos ocultos para teléfonos, líquidos especiales para volver transparentes los sobres durante diez o quince minutos, maletines que se autodestruyen y cosas así. Clawson, el agente secreto X-9, cumpliendo con su deber. Apuesto a que habría comprado un diente hueco lleno de cianuro si se vendieran legalmente. Cuadraría perfectamente con la imagen que ofrecía de sí mismo.
»En cualquier caso, consiguió media docena de fotos bastante aceptables. No eran obras de arte, pero se podía ver al sujeto y lo que estaba haciendo. Había una de Thad acercándose a las cajas del vestíbulo de la oficina de correos, otra en la que introducía la llave en el apartado 1642, y otra mientras retiraba un sobre.
—¿Les envió copias de esas fotos? —preguntó Alan. Liz había dicho que el hombre buscaba dinero y el comisario había dado por supuesto que sabía muy bien de qué hablaba. El asunto no olía a chantaje: apestaba.
—Sí, desde luego. Con una ampliación de esta última. En ella se ve parte de la dirección del remitente, las letras DARW, y se distingue con claridad el sello editorial de la Darwin Press en la parte superior.
—X-9 contraataca —comentó Alan.
—Sí, X-9 contraataca. Llevó las fotos a revelar y luego regresó a Washington. La carta, con las fotos incluidas, nos llegó unos días después; era realmente maravillosa. Todo el rato rayaba la amenaza, pero ni una sola vez traspasaba el límite.
—Clawson era estudiante de derecho —recordó Thad.
—Exacto —asintió Liz—. Al parecer, sabía hasta dónde podía llegar. Si quiere, Thad le traerá la carta, pero se la puedo resumir. Empezaba diciendo lo mucho que admiraba las dos mitades de lo que llamaba «la mente demediada» de Thad. Hacía recuento de lo que había descubierto y de cómo lo había averiguado. Luego pasaba al meollo del asunto. Ponía mucho cuidado en no enseñárnoslo, pero se advertía que allí había tendido un anzuelo. Contaba que él también aspiraba a ser escritor, pero que no disponía de mucho tiempo para dedicarse a ello; los estudios de derecho le exigían mucho, pero no se trataba solo de eso. El verdadero problema era que debía trabajar en una librería para costearse los estudios y todo lo demás. Por eso, decía, deseaba mostrarle a Thad parte de su trabajo y, si Thad consideraba que la obra era prometedora, tal vez podría conseguir que le asignara una ayuda para empezar a abrirse camino.
—¿Una ayuda? —repitió Alan, entre divertido y sorprendido—. ¿Es así como lo llaman hoy en día?
Thad echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—En cualquier caso, así fue como lo llamó Clawson. Creo que puedo citar de memoria el último fragmento: «Sé que esto puede parecerle una propuesta muy atrevida cuando lo lea, pero estoy seguro de que si estudia mi obra comprenderá que un acuerdo así resultaría ventajoso para ambos». Thad y yo nos pusimos furiosos durante un rato, después nos echamos a reír, y creo que luego nos volvimos a enfurecer.
—Sí —intervino Thad—. No estoy muy seguro de haberme reído, pero desde luego mi primera reacción fue de rabia.
—Por último, nos tranquilizamos lo suficiente para hablar del tema. Lo discutimos hasta casi medianoche. Los dos dimos a la carta de Clawson y a las fotografías el valor que merecían y, cuando a Thad se le pasó el ataque de cólera…
—Todavía no se me ha pasado —le interrumpió Thad—, y el tipo está muerto.
—Bueno, cuando se acabaron los gritos, Thad casi se sintió aliviado. Llevaba tiempo queriendo deshacerse de Stark y ya se había puesto a trabajar en un libro bajo su propio nombre. Todavía está en ello. Se titula El perro dorado. He leído las doscientas primeras páginas y es magnífico. Mucho mejor que el último par de obras que produjo como George Stark. Así pues, Thad decidió…
—Decidimos los dos —puntualizó su marido.
—Está bien, decidimos que Clawson era una bendición disfrazada, una manera de adelantar lo inevitable. El único temor de Thad era que a Rick Cowley no le gustara mucho la idea, porque George Stark le estaba dando mucho más dinero a la agencia que Thad Beaumont, desde luego. Sin embargo, se mostró muy comprensivo y dijo que, de hecho, el asunto podía generar cierta publicidad muy conveniente en algunos aspectos: los libros de saldo de Stark, los del propio Thad…
—Las dos novelas —apuntó Thad con una sonrisa.
—… y el nuevo libro de este, cuando saliera finalmente.
—Perdone… ¿qué es una edición de saldo? —quiso saber Alan.
Thad, ahora con una sonrisa, se lo explicó:
—Son los libros viejos que ya no colocan en esos grandes bidones decorados a la entrada de las librerías.
—De modo que decidieron ustedes hacer público el asunto del seudónimo, ¿no es eso?
—Efectivamente —asintió Liz—. Primero a la AP aquí, en Maine, y a la Publishers Weekly, pero el asunto saltó a nivel nacional, pues, al fin y al cabo, Stark era un escritor muy leído y el hecho de que no hubiera existido nunca en realidad lo convertía en un tema de interés para las páginas de cotilleo de periódicos y revistas. Más tarde se puso en contacto con nosotros la revista People.
»Recibimos otra carta de Frederick Clawson, quejoso y enfadado, en la que decía lo mezquinos, desagradables y desagradecidos que éramos. Por lo visto opinaba que no teníamos derecho a dejarle al margen del asunto tal como habíamos hecho, porque él había puesto todo el trabajo y lo único que había hecho Thad era escribir unos cuantos libros. Después de esto, se quitó de en medio.
—Y ahora se ha quitado de en medio definitivamente —añadió Thad.
—No —terció Alan—. Alguien lo quitó de en medio… y eso es muy diferente.
Un nuevo silencio se hizo en la sala. Fue breve, pero sumamente intenso.
3
Alan permaneció pensativo varios minutos. Thad y Liz no intervinieron. Por fin, levantó la vista y dijo:
—Muy bien. ¿Por qué? ¿Por qué recurriría alguien al asesinato por un asunto así, sobre todo después de que el secreto se hiciera público?
Thad movió la cabeza en un gesto de negativa.
—Si tiene que ver conmigo o con los libros que he escrito como George Stark, no sé quién ni por qué.
—¿Y por un seudónimo? —preguntó Alan con voz pensativa—. Me refiero a que… no es que quiera ofenderle, Thad, pero no era precisamente un documento reservado ni un gran secreto militar…
—No me ofende, Alan —respondió Thad—. De hecho, estoy completamente de acuerdo con usted.
—Stark tenía muchos seguidores —apuntó Liz—. Algunos de ellos se enfadaron al saber que Thad no iba a escribir más novelas bajo ese nombre. People recibió algunas cartas tras el artículo y a Thad le llegó un puñado de ellas. Una anciana sugería incluso que Alexis Máquina debería volver de su retiro y arruinarle los planes a Thad.
—¿Quién es Alexis Máquina? —Alan había vuelto a sacar la libreta de notas. Thad sonrió.
—Tranquilo, comisario. Máquina no es más que un personaje de dos de las novelas de Stark. La primera y la última.
—La ficción de una ficción —comentó Alan, guardando de nuevo la libreta—. Estupendo.
Thad lo miró ligeramente sorprendido.
—La ficción de una ficción —repitió—. No está mal. No está nada mal.
—Quiero decir —insistió Liz— que tal vez Clawson tenía un amigo (dando siempre por supuesto que los reptiloides los tengan) que era un seguidor fanático de Stark. Quizá ese amigo supo que Clawson era el verdadero responsable de que todo el asunto saliera a la luz y se enfureció tanto al comprender que no habría más novelas de Stark que…
Liz suspiró, contempló su botella de cerveza unos momentos y volvió a levantar la cabeza.
—Resulta bastante increíble, ¿no es cierto?
—Me temo que sí —respondió Alan cortésmente; luego se volvió hacia Thad—. Debería usted arrodillarse y dar gracias a Dios por tener esa coartada, si no lo ha hecho antes. ¿Se da cuenta de que esto le hace aún más apetecible como sospechoso?
—Supongo que, en cierto modo, sí. Thaddeus Beaumont ha escrito dos libros que prácticamente nadie ha leído. El segundo, publicado hace once años, ni siquiera suscitó buenas críticas. Los mínimos anticipos que recibió no se recuperaron en las ventas; será una suerte si consigue que le publiquen de nuevo, tal como está el negocio. Stark, en cambio, gana dinero a puñados. A puñados discretos, pero los libros aún le producen cuatro veces más de lo que gana anualmente en la enseñanza. Se presenta ese Clawson con su amenaza de chantaje cuidadosamente redactada. Yo me niego a ceder, pero la única opción que me queda es adelantarme y hacer pública la historia yo mismo. No mucho después, Clawson es asesinado. Parece haber un gran motivo, pero en realidad no es así. Matar a un posible chantajista cuando uno mismo ha revelado el secreto sería estúpido.
—Sí, pero siempre queda la venganza.
—Supongo que sí… hasta que uno conoce el resto de la historia. Lo que acaba de decirle Liz es la pura verdad. De todos modos, Stark ya estaba a punto de acabar en la basura. Tal vez habría escrito otro libro, pero solo uno. Una de las razones por las que Rick Cowley se mostró muy comprensivo, según la expresión de Liz, fue también porque él lo sabía; y acertó con lo de la publicidad extra. El artículo de People, por estúpido que fuera, ha conseguido maravillas con las ventas. Rick me ha dicho que Camino de Babilonia ha vuelto a entrar en las listas y que todas las demás novelas de Stark han aumentado el volumen de ventas. Dutton incluso está pensando en hacer una reimpresión de Las súbitas bailarinas y Niebla púrpura. Desde esta perspectiva, Clawson me hizo un favor.
—Entonces, ¿adónde nos lleva todo esto? —preguntó Alan.
—Que me cuelguen si lo sé —replicó Thad.
En el silencio que siguió, Liz dijo en voz baja:
—Es un cazador de cocodrilos. Esta misma mañana estaba pensando en ellos. Es un cazador de cocodrilos y está como un cencerro.
—¿Un cazador de cocodrilos? —Alan se volvió hacia ella.
Liz le explicó lo que Thad denominaba el síndrome de ver a los cocodrilos vivos.
—Podría haber sido un lector que estaba loco —insistió—. No resulta increíble, si se piensa en el tipo que mató a John Lennon y en ese otro que intentó matar a Ronald Reagan para impresionar a Jodie Foster. Existe gente de este tipo. Si Clawson llegó a descubrir a Thad, otra persona podría haber descubierto a Clawson.
—Pero ¿por qué un tipo así querría comprometerme, si tanto le entusiasma mi obra? —se extrañó Thad.
—¡Porque no le gusta! —replicó Liz con vehemencia—. El escritor que le gusta al cazador de cocodrilos es Stark. Probablemente te odia casi tanto como odiaba a Clawson. Tú dijiste que no lamentabas que Stark hubiera muerto. Esa podría ser razón suficiente para él.
—Sigo sin entenderlo —dijo Alan—. Las huellas dactilares…
—Usted ha dicho que nunca se han copiado o dejado huellas falsas pero, dado que estaban en ambos escenarios de los crímenes, tiene que haber un sistema. Es la única explicación.
—No, Liz, te equivocas —se descubrió diciendo Thad—. Si existe un tipo así, no solo adora a Stark.
Se observó los brazos y vio que tenía la piel de gallina.
—¿Ah, no? —exclamó Alan.
Thad alzó la vista hacia los dos.
—¿No se le ha ocurrido a nadie que el hombre que mató a Homer Gamache y a Frederick Clawson podría pensar que él mismo es George Stark?
4
—Estaré en contacto con usted, Thad —repitió Alan desde las escaleras del porche. En una mano llevaba las fotocopias de las dos cartas de Frederick Clawson, que había sacado en la máquina del despacho de Thad. El escritor pensó que el hecho de que el comisario aceptara las fotocopias (al menos de momento), en lugar de insistir en llevarse los originales como prueba documental, era el indicio más claro de que había dejado de lado la mayor parte de sus sospechas.
—¿Cuando vuelva para arrestarme si encuentra el punto débil de mi coartada? —le preguntó Thad con una sonrisa.
—No creo que eso suceda. Lo único que le pido es que usted se mantenga también en contacto conmigo.
—Si surge algo, se refiere…
—Sí, a eso me refiero.
—Lamento que no hayamos podido colaborar más —se disculpó Liz.
—Me han ayudado mucho —respondió Alan con una sonrisa—. No sabía si quedarme un día más, lo cual significaría otra noche en una habitación de Ramada Inn, o volver a Castle Rock. Gracias a lo que me han contado, me he decidido por la carretera. Me marcho ahora mismo. Será estupendo volver porque, últimamente, mi esposa Annie está algo indispuesta.
—Nada serio, espero —dijo Liz.
—Migraña —se limitó a informar Alan. Echó a andar por el camino de la casa, pero se detuvo y dio media vuelta—. Solo una cosa más.
Thad volvió la mirada hacia Liz.
—Aquí viene —murmuró—. Igual que ese desastrado Colombo y su gabardina arrugada.
—No es nada de eso —dijo Alan—, pero la policía de Washington se está reservando un detalle de las pruebas encontradas en el caso Clawson. Es una práctica común, que ayuda a desenmascarar a los chiflados que se dedican a confesar crímenes que no han cometido. En la pared del apartamento de Clawson había una frase escrita. —El comisario hizo una pausa y luego añadió, casi disculpándose—: Estaba escrita con sangre de la víctima. Si les cuento de qué se trata, ¿me dan su palabra de que guardarán el secreto?
Los Beaumont asintieron.
—La frase decía: «Los gorriones vuelven a volar». ¿Significa algo para ustedes?
—No —dijo Liz.
—No —respondió Thad con voz neutra, tras un instante de vacilación.
Alan fijó la mirada en el rostro de Thad por unos instantes.
—¿Están seguros?
—Totalmente seguros.
Alan suspiró.
—Dudaba que lo tuviera, pero me pareció que merecía la pena probar. Hay tantas conexiones extrañas en este caso, que pensé que tal vez hubiera una más. Buenas noches. Thad, Liz, acuérdense de ponerse en contacto si ocurre algo.
—Lo haremos —aseguró Liz.
—Cuente con ello —asintió Thad.
Un momento después, los dos estaban dentro otra vez. Al otro lado de la puerta quedaban Alan Pangborn y la oscuridad a través de la cual haría su largo viaje de regreso.