PANGBORN HACE UNA VISITA
1
Cuando el timbre de la puerta volvió a sonar a las siete y cuarto de aquella tarde, le tocó de nuevo a Liz acudir a ver quién era, pues ya había terminado de preparar a William para la cama y Thad aún estaba ocupado con Wendy. Todos los libros sostenían que cuidar a los niños era una habilidad adquirida que no tenía nada que ver con el sexo del progenitor, pero Liz albergaba sus dudas. Thad hacía su parte —de hecho, se mostraba escrupuloso en el reparto de las obligaciones—, pero era lento. Era capaz de ir a la tienda de la esquina un domingo por la tarde, comprar lo necesario y estar de vuelta en el tiempo que ella tardaría en llegar hasta el último estante, pero cuando se trataba de preparar a los gemelos para acostarlos, entonces…
William estaba bañado, recién cambiado, enfundado en su pijama verde y sentado de nuevo en su parque de juegos mientras Thad aún andaba atareado con los pañales de Wendy (y no había terminado de enjuagarle todo el champú del cabello, según advirtió Liz; sin embargo, teniendo en cuenta el día que habían tenido, creyó aconsejable no comentar nada y quitarle el jabón a la pequeña más tarde, con un paño húmedo).
La mujer cruzó el salón para llegar a la puerta principal y echó un vistazo por la ventana lateral. El comisario Pangborn estaba de nuevo al otro lado. Esta vez venía solo, pero esta circunstancia no alivió gran cosa la zozobra que embargó a Liz. Volvió la cabeza y lanzó una exclamación que llenó el salón y llegó hasta el cuarto de baño convertido en estación de servicio para bebés.
—¡Ha vuelto! —anunció con una voz que reflejaba un tono de alarma claramente apreciable.
Tras una larga pausa, Thad apareció en el umbral del baño, al otro extremo del salón. Iba descalzo y llevaba unos tejanos y una camiseta de manga corta.
—¿Quién? —preguntó con una voz rara, hueca.
—Pangborn. Thad, ¿te encuentras bien?
Thad sostenía en brazos a Wendy, que solo llevaba puesto el pañal. La pequeña tenía sus manitas en la cara de su padre, pero lo poco que podía ver de su rostro bastó a Liz para advertir que Thad tenía mal aspecto.
—Sí, estoy bien. Déjalo entrar. Voy a ponerle el pijama a la niña.
Y, antes de que Liz pudiera añadir palabra, desapareció de nuevo.
Alan Pangborn, mientras tanto, seguía esperando pacientemente en el porche. Había visto asomarse a Liz y no volvió a llamar. Tenía el aire de quien desearía llevar sombrero para poder sostenerlo en sus manos y, acaso, poder incluso retorcerlo un poco.
Lentamente, y sin la menor sonrisa de bienvenida, Liz quitó la cadena y lo dejó entrar.
2
Wendy estaba retozona, lo que dificultaba su manejo. Thad consiguió meterle los pies en el pijama, luego los brazos y, finalmente, logró que sacara las manitas por los puños. La niña alargó inmediatamente una de ellas y le agarró la nariz. En lugar de reírse como siempre hacía, su padre se echó hacia atrás para desasirse y Wendy lo miró con un ligero desconcierto desde la mesa donde la estaba cambiando. Thad encontró la cremallera que cerraba el pijama desde la pierna izquierda hasta el cuello; entonces, se detuvo y extendió las manos delante de sí. Le temblaban. No mucho, pero el temblor era real.
«¿De qué diablos tienes miedo? ¿O te ha vuelto a entrar el sentimiento de culpabilidad?»
No, el sentimiento de culpabilidad, no. Casi deseó que se tratara de eso. Lo cierto era que acababa de tener otro sobresalto en un día demasiado lleno de sustos.
Primero, la llegada de la policía con su extraña acusación y su aún más extraña certidumbre. Después, aquel sonido extraño, inquietante, como de trinos. No había llegado a determinar qué era aquello, aunque le había sonado familiar.
Después de la cena le había sucedido otra vez.
Había subido a su estudio a corregir lo que había escrito durante el día para su nuevo libro, El perro dorado, cuando de pronto, mientras estaba encorvado sobre los folios del original para introducir una pequeña modificación, el sonido le había inundado la cabeza. Miles de pájaros, todos piando y trinando al unísono. Esta vez, junto con el sonido había llegado una imagen.
Gorriones.
Miles y miles de ellos, alineados en los aleros de los tejados y haciéndose sitio por la fuerza en los cables de teléfonos, como hacían a principios de la primavera, cuando las últimas nieves de marzo cubrían aún el suelo en pequeños montones aterronados y sucios.
«Oh, otra vez el dolor de cabeza», pensó con consternación. Fue la voz con que expresó este pensamiento, la voz de un chiquillo asustado, lo que convirtió aquella sensación de familiaridad en un recuerdo concreto. El terror le atenazó la garganta y luego pareció agarrarse a los costados de su cabeza con unas manos heladas.
«¿Es el tumor? ¿Ha vuelto? ¿Será maligno esta vez?»
El sonido fantasmagórico —el vocerío de los pájaros— de pronto se intensificó hasta ser casi ensordecedor, y se unió a él un leve y tenebroso batir de alas. Thad vio cómo remontaban el vuelo, todos a la vez. Miles de pequeñas aves que oscurecían el pálido cielo primaveral.
—Vuelan de regreso al norte, amigo —se oyó decir a sí mismo con una voz grave, gutural, que no era la suya.
Luego, de pronto, la imagen y el sonido de los pájaros desaparecieron. Estaba en 1988, no en 1960, y se encontraba en su estudio. Era un hombre adulto con esposa, dos hijos y una máquina de escribir Remington.
Tras aquello, Thad exhaló un profundo suspiro, casi un jadeo. Ni en la primera ocasión ni en la segunda había experimentado el menor dolor de cabeza. Se encontraba bien. Solo que…
Solo que cuando miró de nuevo el folio que estaba corrigiendo, vio que había escrito una frase en él. Estaba garabateada con grandes mayúsculas sobre las líneas de nítida mecanografía.
LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR, había escrito.
Thad advirtió que el bolígrafo yacía abandonado y que había utilizado uno de los lápices Berol Black Beauty para anotar aquellas palabras, aunque no recordaba haber cambiado el uno por el otro. Si ni siquiera utilizaba ya los lápices. Aquellos Berol pertenecían a una época pasada, a una época oscura. Arrojó el lápiz al tarro donde los guardaba y luego metió este en uno de los cajones. Al realizar esta operación, su mano vaciló.
Poco después, Liz lo había llamado para que la ayudara a arreglar a los gemelos y meterlos en la cama. Thad habría querido contarle lo que acababa de sucederle, pero había descubierto que el terror —el pánico a que el tumor de la infancia se hubiera reproducido, a que esta vez fuera maligno— le sellaba los labios. Habría conseguido decírselo de todos modos, pero en ese instante había sonado el timbre de la puerta, Liz había ido a contestar, y había gritado precisamente lo que no debía en el tono más inconveniente.
«¡Ha vuelto!», había gritado Liz con una irritación y una consternación perfectamente comprensibles, y el terror lo había envuelto como una ráfaga de viento frío y diáfano. El terror, y una palabra: «Stark». Por un instante, antes que la realidad se reafirmara, Thad tuvo la certeza de que era a este a quien se refería Liz. George Stark. Los gorriones volvían a volar y Stark había regresado. Estaba muerto, muerto y enterrado públicamente, y, para empezar, ni siquiera había existido en realidad, pero eso no importaba; real o no, de todos modos había vuelto.
«Basta —se dijo—. No eres un tipo asustadizo y no es preciso que esta extraña situación te haga comportarte como tal. Ese sonido que has oído, el sonido de los pájaros, no es más que un simple fenómeno psicológico llamado “persistencia de la memoria”. Está provocado por la tensión y el estrés, así que domínate».
Pero una parte del terror se resistió a desaparecer. El ruido de los pájaros le había suscitado no solo una sensación de déjà vu, de haber vivido ya aquella experiencia, sino también de presque vu.
Presque vu: la sensación de experimentar algo que aún no ha sucedido pero que se producirá. No se trata exactamente de precognición, sino de memoria desplazada en el tiempo.
«Tonterías desplazadas en el tiempo: eso es lo que son».
Extendió las manos delante y las observó con fijeza. El temblor se hizo infinitesimal, y luego se detuvo por completo. Cuando estuvo seguro de que no iba a pellizcar la piel sonrosada y recién bañada de Wendy con la cremallera del pijama, la cerró con cuidado, llevó a la niña al salón y la colocó en el parque con su hermanito; después, salió al vestíbulo, donde Liz aguardaba con Alan Pangborn. De no ser porque este venía solo, podría haberse repetido la escena de la mañana.
«Estamos en el momento y lugar apropiados para un poco de “vu”, tanto de un tipo como del otro», pensó, pero no había nada de divertido en ello. Otra sensación seguía siendo muy intensa dentro de él; además estaba el sonido de los gorriones.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó al comisario, sin sonreír.
¡Ah!, había otra diferencia con la escena de la mañana. Pangborn traía un paquete de seis cervezas en la mano, que ahora sostenía en alto.
—Me preguntaba si podríamos tomarnos una de estas bien fría y hablar otra vez del asunto.
3
Liz y Alan Pangborn tomaron una cerveza cada uno; Thad cogió una Pepsi de la nevera. Mientras hablaban, seguían con la mirada a los niños, que jugaban juntos con su habitual y extraña solemnidad.
—No he venido por ningún asunto oficial —explicó Alan—. Solo es una visita de cortesía a un hombre que ahora ya no es sospechoso de uno, sino de dos asesinatos.
—¡Dos! —exclamó Liz.
—Me explico. En realidad, lo explicaré todo. Supongo que terminaré revelándolo todo. En primer lugar, estoy seguro de que su esposo tendrá también una coartada para este segundo asesinato. Los agentes del estado también lo están. No dicen nada, pero están dando vueltas en círculo.
—¿A quién han matado? —quiso saber Thad.
—A un joven llamado Frederick Clawson. Ha sido en Washington, D.C. —El comisario vio que Liz daba un brinco en su asiento, derramando un poco de cerveza en el dorso de su mano—. Veo que le suena el nombre, señora Beaumont —añadió con notoria ironía.
—¿Qué… qué está pasando aquí? —musitó ella en un susurro exangüe.
—No tengo la más remota idea de qué está pasando. Me estoy volviendo loco tratando de comprenderlo. No he venido a detenerle ni a molestarle aunque, señor Beaumont, que me cuelguen si entiendo cómo puede haber cometido estos dos crímenes otra persona. Estoy aquí para solicitar su colaboración.
—¿Por qué no me llama Thad?
Alan se agitó en el asiento, incómodo.
—Creo que, de momento, prefiero «señor Beaumont».
—Como usted quiera —asintió Thad—. ¿De modo que Clawson ha muerto?
Por unos instantes bajó la mirada con aire meditabundo y luego volvió a levantarla hacia Alan.
—¿También han encontrado mis huellas dactilares por toda la escena del crimen?
—Sí, y otras pistas muy explícitas. La revista People publicó un artículo sobre usted recientemente, ¿verdad?
—Hace dos semanas —confirmó Thad.
—Ese artículo fue encontrado en el apartamento de Clawson. Una de las páginas se utilizó simbólicamente en lo que parece un asesinato ritual muy elaborado.
—¡Dios mío! —exclamó Liz con una voz a un tiempo horrorizada y cansada.
—¿Está usted dispuesto a contarme qué relación le unía con el muerto? —preguntó Alan.
—No hay ninguna razón para no hacerlo —respondió Thad—. ¿Por casualidad ha leído el artículo, comisario?
—Mi mujer compra la revista en el supermercado, pero será mejor que le diga la verdad: solo miré las fotos. Quería leer el texto en cuanto pudiera.
—No se ha perdido gran cosa, pero Frederick Clawson fue el causante de que el artículo se publicara. Verá…
Alan levantó una mano para interrumpirlo.
—Ya llegaremos a él, pero antes volvamos a Homer Gamache. Hemos realizado una nueva comprobación con el SIFA. Las huellas encontradas en el vehículo de Gamache (y también en el apartamento de Clawson, aunque ninguna de ellas es tan perfecta como la del chicle y la del retrovisor) parecen concordar exactamente con las de usted. Lo cual significa que, si no ha sido usted, tenemos a dos personas con las mismas impresiones digitales, y eso es digno de figurar en el Libro Guinness de los récords.
Volvió la vista hacia William y Wendy, que intentaban jugar a darse palmaditas en el centro del parque; con lo que, más bien, cada uno ponía en peligro los ojos del otro.
—¿Son idénticos? —preguntó.
—No —respondió Liz—. Se parecen mucho, pero son niño y niña, y los gemelos de distinto sexo nunca son idénticos.
—Ni siquiera los mellizos idénticos tienen las huellas digitales idénticas —añadió el policía. Guardó un momento de silencio y luego preguntó con un tono despreocupado que Thad consideró completamente fingido—: Usted no tendrá un hermano gemelo, ¿verdad, señor Beaumont?
Thad movió la cabeza lentamente.
—No —contestó—. No tengo hermanos ni hermanas y mis padres han muerto. William y Wendy son mis únicos parientes consanguíneos. —Dirigió una sonrisa a los bebés y volvió a mirar a Pangborn—. Liz sufrió un aborto en 1974. Aquellos… los primeros… también eran gemelos, tengo entendido, aunque supongo que no hay modo de saber si habrían sido idénticos, ya que el aborto se produjo en el tercer mes. Y, aunque se pudiera saber, ¿a quién le interesaría?
Alan se encogió de hombros, con aire ligeramente incómodo.
—Liz estaba de compras en unos grandes almacenes de Boston. La empujaron y cayó rodando por unas escaleras mecánicas. Sufrió una herida grave en un brazo (si no hubiera estado allí un guardia de seguridad que le puso enseguida un torniquete, habría podido morir) y perdió a los gemelos.
—¿Aparece eso en el artículo de People? —preguntó Alan.
Liz le dirigió una seca sonrisa y movió la cabeza en gesto de negativa.
—Cuando accedimos a hacer el reportaje, nos reservamos el derecho a contar nuestras vidas a nuestro modo. Por supuesto, no se lo dijimos a Mike Donaldson, el hombre que realizó la entrevista, pero eso fue lo que hicimos.
—Ese empujón, ¿fue deliberado?
—No hay modo de saberlo —respondió Liz. Sus ojos se volvieron hacia William y Wendy, más bien se cernieron sobre ellos—. Aunque, si fue un encontronazo accidental, fue condenadamente fuerte; salí volando y no toqué la escalera mecánica hasta casi la mitad del tramo. En cualquier caso, he tratado de convencerme de que eso fue lo que sucedió. Es lo más cómodo para seguir adelante. La idea de que alguien empujara a una mujer por una escalera mecánica con el único fin de ver qué sucedía… pensar en algo así garantiza varias noches de insomnio.
Alan Pangborn asintió.
—Los médicos que consultamos nos dijeron que, probablemente, Liz no volvería a tener hijos —añadió Thad—. Cuando se quedó embarazada de William y Wendy, nos advirtieron que existía una gran posibilidad de que el embarazo se interrumpiera. Pero todo fue de maravilla. Yo, después de diez años, me he puesto a trabajar por fin en un nuevo libro bajo mi nombre. Será el tercero que haga. Así que ya ve, comisario, las cosas nos han ido bien a los dos.
—El otro nombre que utilizaba como escritor era George Stark, ¿verdad? —preguntó Alan. Thad asintió.
—Pero eso ya ha terminado —afirmó—. Terminó cuando Liz llegó al octavo mes de embarazo en perfecto estado. Entonces tomé la decisión: puesto que iba a ser padre, también debía empezar a ser yo mismo.
4
Se produjo un silencio en la conversación, apenas una pausa. Luego, Thad añadió:
—Confiese, comisario Pangborn.
—¿Cómo dice? —Alan arqueó las cejas. Una sonrisa rozó las comisuras de los labios de Thad.
—No diré que tuviera preparado el guión punto por punto, pero apuesto a que al menos lo había esbozado a grandes rasgos. Si yo tuviese un hermano gemelo idéntico, sería posible que en la fiesta hubiese estado él. De este modo yo podría haber ido a Castle Rock, dar muerte a Homer Gamache y dejar mis huellas por todo el vehículo. Pero la cosa no podría haber quedado ahí, ¿verdad? Veamos: mi gemelo duerme con mi esposa y cumple con mis obligaciones mientras yo conduzco la camioneta de Homer hasta esa área de servicio en Connecticut, robo allí otro coche, sigo hasta Nueva York, me deshago del vehículo robado y tomo un tren o un avión para Washington. Una vez allí, mato a Clawson y vuelvo corriendo a Ludlow, envío a mi gemelo de vuelta a dondequiera que estuviese y los dos reanudamos el hilo de nuestras respectivas existencias. O los tres, si tenemos en cuenta que Liz toma parte en el engaño.
Liz lo miró un momento y se echó a reír con ganas, aunque brevemente. Pese a que no había nada de forzado en ella, su risa sonaba un poco quejosa, una expresión de humor de una mujer pillada por sorpresa.
—¡Thad, eso es horrible! —comentó cuando logró dominarse.
—Tal vez —contestó él—. Si lo es, lo siento.
—Es… muy enrevesado —terció Alan. Thad se volvió hacia él con una sonrisa.
—Usted no es seguidor del difunto George Stark, supongo.
—Con franqueza, no. Pero tengo un ayudante, Norris Ridgewick, que conoce sus obras. Ha tenido que contarme de qué va toda esta historia.
—Pues bien, Stark se saltaba algunas de las convenciones del género de la novela de misterio. Nunca planteaba tramas tan típicas de Agatha Christie como la que acabo de sugerir, pero eso no significa que yo no pueda idearlas si me lo propongo. Vamos, comisario, ¿se le había ocurrido esta posibilidad? ¿Sí o no? En caso negativo, le deberé una buena disculpa a mi esposa.
Alan permaneció en silencio unos momentos, sonriendo un poco y, evidentemente, pensando mucho. Por fin, dijo:
—Puede que, en efecto, barruntara algo así. No lo pensaba en serio, ni de esta manera precisamente, pero no tiene que disculparse ante su esposa. Desde esta mañana me siento dispuesto a tomar en cuenta incluso las posibilidades más fantásticas.
—Dada la situación.
—Dada la situación, en efecto.
Con una sonrisa, Thad contestó:
—Nací en Bergenfield, New Jersey, comisario. No es preciso que acepte mi palabra cuando puede comprobar en los registros si existe algún hermano gemelo que, digamos, hubiera podido olvidar.
Alan sacudió la cabeza y tomó otro trago de cerveza.
—Era una idea loca y me siento como un estúpido, pero esto último no es del todo nuevo. Me he sentido así desde esta mañana, cuando nos ha salido con lo de la fiesta. Desde luego, fuimos a ver a la gente que ustedes nos dijeron. Todos confirmaron su coartada.
—Por supuesto —replicó Liz en un tono ligeramente áspero.
—Y como tampoco tiene un hermano gemelo, señor Beaumont, esto cierra el asunto.
—Supongamos por un momento —insistió Thad—, solo por seguir con la conversación, que realmente hubiese sucedido de la manera que he apuntado. Sería un montaje increíblemente astuto. Menos por cierto detalle.
—¿A qué detalle se refiere? —inquirió Alan Pangborn.
—Las huellas dactilares. ¿Por qué iba a tomarme la molestia de montarme una coartada aquí con un tipo que tuviera el mismo aspecto que yo, para luego echarlo todo a perder dejando las impresiones digitales en los escenarios de los crímenes?
—Apuesto a que hará comprobar ese certificado de nacimiento, ¿verdad, comisario? —preguntó Liz.
—La base del procedimiento policial —respondió Alan, impasible— es seguir los rastros hasta comprobarlos. Pero ya sé qué encontrarán. —Titubeó un instante y, a continuación, añadió—: No ha sido solo el asunto de la fiesta. Esta mañana, nos dio usted la impresión de que decía la verdad. Tengo bastante experiencia en reconocer fingimientos. Por lo que he podido advertir en mis años de servicio en la policía, en el mundo hay pocas personas que sepan mentir. Tal vez aparezcan de vez en cuando en esas novelas policíacas de las que habla, pero en la vida real son muy contadas.
—Entonces, ¿por qué las huellas? —insistió Thad—. Eso es lo que me preocupa. ¿Acaso anda usted detrás de un aficionado con mis mismas huellas dactilares? Lo dudo. ¿No se le ha ocurrido pensar que la calidad misma de esas impresiones resulta sospechosa? Habla usted de áreas oscuras. Yo tengo algunas nociones de dactiloscopia gracias a la investigación que hice para las novelas de Stark pero, en realidad, soy un poco perezoso en lo que respecta a este trabajo de documentación; es mucho más sencillo ponerse ante la máquina de escribir e inventar falsedades. De todos modos, ¿no tiene que haber un determinado número de coincidencias en puntos concretos para que una impresión digital sea aceptada como prueba?
—En Maine son seis —asintió Alan—. Una huella debe presentar seis rasgos característicos iguales para que se acepte como prueba.
—¿Y no es cierto que en la mayoría de los casos solo aparece media huella, un cuarto o un simple rastro borroso con apenas algunos verticilos y bucles?
—Sí. En la vida real, los delincuentes rara vez van a la cárcel gracias a una prueba dactiloscópica.
—En cambio, en esta ocasión hay una en el retrovisor que usted mismo ha calificado de tan buena como la que pueda tomarse en una comisaría, y otra perfectamente moldeada en una almohadilla de chicle endurecido. Por alguna razón, esta es la que realmente me intriga. Es como si las hubieran puesto ahí para que las encontraran.
—Sí, se nos había ocurrido.
En realidad, había hecho mucho más que eso. Era uno de los aspectos más exasperantes del caso. El asesinato de Clawson parecía el típico ajuste de cuentas de una banda con un soplón: la lengua arrancada, el pene en la boca de la víctima; un montón de sangre y de dolor, pero nadie en el edificio había oído el menor ruido. Pero, si había sido obra de un profesional, ¿cómo era posible que aparecieran las huellas de Beaumont por todas partes? ¿Cómo podía no ser un montaje algo que tenía toda la pinta de serlo? De ningún modo, a menos que alguien hubiera dado con un truco absolutamente nuevo. Mientras, Alan Pangborn seguía ateniéndose al viejo dicho de su tierra: si anda como un pato, grazna como un pato y nada como un pato, probablemente sea un pato.
—¿Pueden colocar unas huellas dactilares falsas en la escena de un crimen? —quiso saber Thad.
—¿Lee usted el pensamiento además de escribir libros, señor Beaumont?
—Leo pensamientos, escribo libros, pero, cielos, no limpio los cristales.
Alan tenía en ese instante la boca llena de cerveza y la risa le sobrevino tan de improviso que casi esparció el líquido por la alfombra. Consiguió tragarlo, pero una parte se le fue por el otro lado y empezó a toser. Liz se puso en pie y le dio varios golpes enérgicos en la espalda. Tal vez resultaba extraño que alguien hiciera aquello con otra persona, pero a ella no se lo pareció; estaba condicionada por la vida con los dos bebés. William y Wendy contemplaban la escena desde su parque, con la pelota amarilla quieta y olvidada entre ellos. William empezó a reír. Wendy lo acompañó. Por alguna razón, aquello provocó un nuevo acceso de risa a Alan.
Thad se unió a sus carcajadas y Liz, sin dejar de darle palmadas en la espalda, también se echó a reír.
—Ya estoy bien —dijo Alan, aún entre toses y risas—. De verdad.
Liz le dio un último golpe. La cerveza rebosó del cuello de la botella de Alan como un géiser que soltara vapor y fue a parar a la entrepierna de su pantalón.
—Tranquilo —comentó Thad—. Tenemos pañales.
Esto dio lugar a un nuevo estallido de risas y, en algún momento entre el instante en que Alan Pangborn empezó a reír y cuando por fin consiguió dejar de hacerlo, los tres se sintieron amigos, al menos temporalmente.
5
—Por lo que sé y he conseguido averiguar, no es posible colocar huellas dactilares falsas —dijo Alan, reanudando el hilo de la conversación un rato más tarde. Iban ya por la segunda ronda y la embarazosa mancha de la entrepierna empezaba a secarse. Los gemelos se habían dormido en el parque de juegos y Liz había salido de la habitación para ir al baño—. Naturalmente, aún lo estamos comprobando, porque hasta esta mañana no teníamos ninguna razón para sospechar tal posibilidad. Sé que se ha intentado alguna vez; hace unos años, un secuestrador tomó impresiones de las huellas de su rehén antes de matarlo, las pasó a… a moldes, supongo, y las estampó en un plástico muy fino. Luego colocó ese plástico sobre las yemas de sus propios dedos y simuló dejar las marcas en el cobertizo de la víctima para que la policía creyera que el secuestro era falso y que el tipo estaba libre.
—¿Y no funcionó?
—La policía consiguió varias huellas perfectas —dijo Alan—, pero del secuestrador. La grasa natural de sus dedos alisó las marcas falsas y, como el plástico era muy fino y especialmente receptivo a las formas más sutiles, se amoldó a las propias sinuosidades del individuo.
—Tal vez un material diferente…
—Sí, tal vez. Esto sucedió a mediados de los cincuenta e imagino que desde entonces se habrán inventado un centenar de polímeros plásticos distintos. Podría ser. De momento, lo único que podemos decir es que nadie en criminología o en medicina forense ha oído hablar de que se haya llevado a cabo, y creo que así seguirá siendo.
Liz regresó a la sala y tomó asiento encogiendo los pies bajo el cuerpo, como una gata, y cubriéndose las pantorrillas con la falda. Thad admiró el gesto, que le pareció de algún modo intemporal y lleno de una eterna elegancia.
—Mientras, tenemos que estudiar otros puntos, Thad.
Thad y Liz, al advertir el uso del nombre propio por parte de Alan, cruzaron una breve mirada, tan rápida que pasó inadvertida para el comisario, quien había sacado del bolsillo lateral una manoseada libreta de notas y estaba repasando una de las páginas.
—¿Fuma usted? —preguntó a Thad.
—No.
—Lo dejó hace siete años —comentó Liz—. Le costó mucho, pero lo consiguió.
—Hay quien opina que el mundo sería un lugar mejor si yo hubiese pillado un enfisema y hubiera muerto, pero yo me burlo de ellos —añadió Thad—. ¿Por qué lo pregunta?
—Entonces, antes fumaba usted, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Cigarrillos Pall Mall?
Thad estaba levantando su bebida y detuvo el gesto con la lata de soda a un palmo de sus labios.
—¿Cómo lo ha averiguado?
—¿Y su grupo sanguíneo es A negativo?
—Ahora empiezo a comprender por qué venía dispuesto a detenerme esta mañana —comentó Thad—. De no haber tenido una buena coartada, seguro que ya estaría entre rejas, ¿me equivoco?
—Tiene razón.
—Seguramente ha averiguado el grupo sanguíneo consultando los registros del Centro de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva —apuntó Liz—. Supongo que de ahí habrán salido también las huellas digitales.
—Pero en esos documentos no consta que haya fumado cigarrillos Pall Mall durante más de quince años —replicó Thad—. Por lo que sé, este tipo de datos no se recoge en los registros que guarda el ejército.
—Estos datos me han llegado después de mi visita de esta mañana —explicó Alan—. El cenicero de la furgoneta de Homer Gamache estaba lleno de colillas de esos cigarrillos, pero el viejo solo fumaba alguna pipa de vez en cuando. Asimismo, encontramos un par de colillas de Pall Mall en un cenicero del apartamento de Frederick Clawson y este no fumaba en absoluto, salvo algún porro de vez en cuando según la dueña del edificio. Hemos obtenido el grupo sanguíneo del asesino a partir de la saliva que dejó en las colillas. El informe del serólogo nos proporcionó otras muchas informaciones. Más que las huellas dactilares.
—No lo entiendo. No entiendo nada de esto. —Thad había dejado de sonreír.
—Hay un detalle que no concuerda —prosiguió el comisario—. Unos cabellos rubios. Encontramos media docena de ellos en el vehículo de Homer y otro en el respaldo del sillón que utilizó el asesino en el salón de Clawson. Usted tiene el cabello negro y, no sé por qué, no creo que use peluca.
—No, Thad no la lleva, pero quizá el asesino sí —apuntó Liz, cortante.
—Quizá —asintió Alan—. En tal caso, era una peluca de cabello natural. Pero, entonces, ¿por qué cambiarse el color del cabello, si iba a dejar huellas dactilares y colillas de cigarrillo por todas partes? O bien el tipo era muy estúpido, o trataba deliberadamente de implicarle a usted. Pero esos cabellos rubios no concuerdan en ninguno de los dos casos.
—Tal vez no quería que lo reconocieran —propuso Liz—. Recuerde que Thad apareció en People hace apenas un par de semanas. De costa a costa.
—Sí, es una posibilidad. Aunque si el tipo también se parece a su esposo, señora Beaumont…
—Llámeme Liz.
—Está bien, Liz. Si se parece a su esposo, su aspecto debe de ser el de un Thad Beaumont con el cabello rubio, ¿no?
Liz miró detenidamente a Thad durante unos instantes y lanzó una risita.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Thad.
—Intento imaginarte rubio —contestó Liz sin abandonar la risita—. Creo que tendrías el aire de un David Bowie muy depravado.
—¿Y eso parece divertido? —dijo Thad a Alan—. Pues yo no le veo la gracia.
—Bueno… —murmuró Alan con una sonrisa.
—Dejémoslo. Por lo que sabemos, el tipo podría haber llevado gafas de sol o cualquier otra prenda de disfraz además de la peluca.
—No los llevaba, si el asesino fue el mismo tipo a quien la señora Arsenault vio subir a la camioneta de Homer a la una menos cuarto de la madrugada del primero de junio —replicó el comisario.
—¿Y bien? ¿Se parecía realmente a mí? —preguntó Thad, inclinándose hacia delante.
—La mujer no pudo decirnos gran cosa, salvo que el individuo llevaba un traje. Por lo que pudiera ser, he hecho que uno de mis hombres, Norris Ridgewick, le enseñara una fotografía de usted. La mujer le ha dicho que no creía que correspondiera al hombre que vio, aunque no podía asegurarlo. Según ella, el hombre que subió al vehículo de Homer era más corpulento. —Después, con tono áspero, añadió—: He aquí una persona que prefiere equivocarse por exceso de prudencia.
—¿Y con una simple foto ha podido apreciar esa diferencia? —terció Liz con aire dubitativo.
—No, pero la mujer ha visto a Thad en el pueblo, durante los veranos —explicó Alan—. Además, ha declarado que no podía estar segura.
—Por supuesto que lo conoce —asintió Liz—. Nos conoce a los dos, en realidad. Siempre compramos las verduras en su puesto del mercado. Qué tonta soy. Lo siento.
—No tiene que disculparse de nada —respondió Alan. Apuró la cerveza y se miró la entrepierna. Ya estaba seca. Estupendo. Quedaba una ligera mancha en la que, probablemente, no se fijaría nadie, salvo su esposa—. De todos modos, eso nos conduce a un último punto… o aspecto… o como diablos quiera llamarlo. Dudo incluso que tenga algo que ver con esto, pero nunca está de más comprobarlo. ¿Qué número calza usted, señor Beaumont?
Thad miró a Liz, que se encogió de hombros.
—Creo que tengo unos pies muy pequeños para un hombre que mide uno ochenta y cinco de estatura. Calzo un cuarenta y dos, aunque medio número más o menos también me…
—Las huellas de las pisadas que hemos encontrado son mayores, probablemente —le interrumpió el comisario—. De todos modos, no creo que las pisadas guarden relación con esto y, aunque la tuvieran, una huella de zapato se puede falsificar. Basta con poner papel de periódico dentro de un par de zapatos dos o tres números mayor del que uno usa.
—¿Qué huellas de pisadas son esas? —preguntó Thad.
—No importa —respondió Alan, moviendo la cabeza—. Ni siquiera tenemos fotos. Creo que hemos puesto sobre la mesa casi todos los elementos inculpatorios, Thad. Las huellas digitales, el grupo sanguíneo, la marca de cigarrillos…
—Thad ya no… —empezó una protesta Liz. Alan levantó una mano en gesto conciliador.
—Está bien, su antigua marca de cigarrillos. Supongo que cometo una locura al comentarles todos estos detalles (una parte de mí no deja de repetírmelo, en todo caso), pero llegados a este punto, no tiene sentido ignorar el bosque mientras inspeccionamos algunos de los árboles. Además, usted se halla vinculado con el caso por otras cuestiones: Castle Rock consta como su residencia legal, pues paga las tasas municipales igual que lo hace en Ludlow, y Homer Gamache era algo más que un simple conocido de ustedes. El muerto les hacía… ¿trabajos esporádicos sería la expresión correcta?
—Sí —respondió Liz—. Se jubiló de su trabajo de celador el año que compramos la casa (ahora se turnan en ese empleo Dave Phillips y Charlie Fortín), pero le gustaba seguir activo.
—Si damos por sentado que el autoestopista que vio la señora Arsenault fue el asesino de Homer, y es la teoría que estamos siguiendo de momento, se plantea una cuestión: ¿Lo mató ese hombre porque Homer fue la primera persona lo bastante estúpida, o lo bastante bebida, que paró para recogerlo, o lo mató porque era Homer Gamache, conocido de Thad Beaumont?
—¿Cómo iba a saber que Homer aparecería en el lugar? —preguntó Liz.
—Porque era la noche de su partida de bolos y Homer es, era, un animal de costumbres. Era como un caballo viejo; siempre volvía al establo por la misma ruta.
—Lo primero que pensó usted —intervino Thad—, fue que Homer se detuvo no porque estuviera borracho, sino porque reconoció al autoestopista. Un desconocido que quisiera matar a Homer no habría recurrido al autoestop; lo habría considerado una posibilidad remota, si no una causa totalmente perdida.
—Tiene razón.
—Thad —dijo Liz con una voz que no conseguía ser del todo firme—, la policía pensaba que Homer se detuvo porque te reconoció, ¿no es eso?
—Sí —respondió su marido, al tiempo que alargaba la mano y tomaba la de su esposa—. Pensaron que solo alguien como yo, alguien que lo conocía, podía intentar una estratagema así. Supongo que incluso el traje cuadra con la hipótesis. ¿Qué otra cosa llevaría un escritor elegante que se dispone a cometer un asesinato en el campo a la una de la madrugada? El traje de tweed, naturalmente, ese de las coderas de gamuza oscura en la chaqueta. Todas las novelas de misterio británicas insisten en que es de rigor. —Se volvió hacia Alan y añadió—: Todo este asunto resulta de lo más extraño, ¿no es cierto?
—Desde luego que sí. A la señora Arsenault le pareció que el hombre había empezado a cruzar la carretera, o al menos que estaba a punto de hacerlo, cuando Homer se presentó con su camioneta. Pero el hecho de que usted conociera también a ese tal Clawson de Washington aumenta las probabilidades de que a Homer lo mataran por ser quien era, y no solo porque estuviera lo bastante borracho como para detenerse. Por lo tanto, hablemos de ese Frederick Clawson, Thad. ¿Qué sabe de él?
Thad y Liz intercambiaron una mirada.
—Creo que mi esposa podrá hacerlo con más rapidez y concisión que yo. También cuidará más su lenguaje, creo.
—¿Estás seguro de que quieres que hable yo? —le preguntó Liz.
Thad asintió. Liz empezó a hablar, primero lentamente, para acelerar el discurso después. Thad la interrumpió un par de veces al principio y luego se recostó en el asiento, contentándose con escuchar. Durante la siguiente media hora, apenas abrió la boca. Alan Pangborn sacó la libreta de notas y se puso a escribir pero, tras algunas preguntas iniciales, tampoco la interrumpió.