ASUNTO DE LA POLICÍA
1
Thad se encontraba en su estudio del piso de arriba, escribiendo, cuando llegó la policía.
Liz estaba leyendo un libro en el salón; a su lado, William y Wendy se entretenían en el gran parque de juegos que compartían. La mujer se levantó y acudió a abrir, tras echar un vistazo por una de las estrechas ventanas decorativas que flanqueaban la puerta. Era una costumbre que había adquirido desde lo que denominaban en broma el «estreno» de Thad en la revista People. Un buen número de visitantes —la mayor parte de ellos vagamente conocidos de los Beaumont, con una generosa mezcla de curiosos del pueblo e incluso algunos completos desconocidos (estos últimos, admiradores incondicionales de Stark)— se habían aficionado a acercarse a la casa. Thad lo llamaba «el síndrome de ver a los cocodrilos vivos» y decía que remitiría al cabo de un par de semanas. Liz esperaba que estuviera en lo cierto. Mientras, le preocupaba que uno de los nuevos visitantes pudiera ser un cazador de cocodrilos como el que había matado a John Lennon y siempre miraba por la ventana lateral antes de abrir. Liz no estaba segura de poder reconocer a un auténtico desequilibrado si se lo encontraba, pero al menos colaboraba para que Thad no perdiera la concentración durante las dos horas que dedicaba cada mañana a escribir. Después, él mismo se encargaba de recibir a los visitantes, lanzando siempre a Liz una mirada infantil de culpabilidad a la que ella no sabía cómo responder.
Los tres hombres que estaban ante la puerta aquella mañana de sábado no eran admiradores de Stark ni de Beaumont, se dijo, y tampoco unos chiflados; a menos que últimamente les hubiera dado por conducir coches patrulla de la policía del estado. Abrió la puerta con ese asomo de nerviosismo que debe de sentir incluso la persona más inocente cuando aparece la policía sin que nadie la haya llamado. Mientras lo hacía, Liz pensó que, de haber tenido unos hijos en edad de andar alborotando y gritando por las calles, aquella mañana lluviosa de sábado, ya estaría inquieta por ellos.
—¿Sí?
—¿Es usted la señora Elizabeth Beaumont? —preguntó uno de los hombres.
—Sí. ¿En qué puedo ayudarles?
—¿Está en casa su marido, señora Beaumont? —quiso saber otro de ellos. Los dos que habían hablado llevaban idénticos impermeables grises y sombreros de la policía del estado.
«No, ese que oís teclear en el piso de arriba es el fantasma de Ernest Hemingway», pensó en contestar. Por supuesto, no lo hizo. Primero le sobrevino el temor a que alguien hubiera sufrido un accidente y, a continuación, le entró ese infundado sentimiento de culpa que siempre conduce a querer replicar con un comentario áspero y sarcástico, con algo que, no importa con qué palabras, exprese: «Id. No os queremos aquí. No hemos hecho nada malo. Id a buscar a otro que lo haya hecho».
—¿Puedo preguntar por qué quieren verlo?
El tercero de los policías era Alan Pangborn.
—Asunto de la policía, señora Beaumont —respondió—. ¿Podemos hablar con él, por favor?
2
Thad Beaumont no llevaba nada parecido a un diario organizado pero, a veces, escribía unas notas sobre los sucesos de su propia vida que le interesaban, le divertían o le asustaban. Conservaba estas anotaciones en un cuaderno de tapas duras, y a su esposa no le hacían mucha gracia. De hecho, le daban miedo, aunque nunca se lo había confesado a Thad. La mayoría de ellas mostraba un extraño desapasionamiento, casi como si una parte de Thad lo observara desde fuera y anotara los hechos de su vida de forma ajena a él y casi con desinterés. Después de la visita de la policía, la mañana del cuatro de junio, Thad escribió una larga nota en la que podía advertirse un poderoso e inusual flujo de emociones.
«Ahora entiendo un poco mejor El proceso de Kafka y 1984 de Orwell. Leerlas como simples novelas políticas es un grave error. Supongo que la depresión que sufrí después de terminar Las súbitas bailarinas y descubrir que no había nada esperando tras ello (nada, salvo el aborto espontáneo de Liz) aún sigue siendo la experiencia emocional más perturbadora de nuestra vida de casados, pero lo que ha sucedido hoy parece aún peor. Me digo a mí mismo que ello se debe a que la experiencia es aún muy reciente, pero sospecho que esconde mucho más. Supongo que si mi período de sombras y la pérdida de los primeros mellizos son heridas que se han cerrado, dejando solamente una cicatriz como marca de su paso, esta nueva herida sanará también… pero dudo que el tiempo consiga hacerla desaparecer por entero. También dejará su cicatriz, y esta será más corta pero más profunda, como el difuso tatuaje de una cuchillada inesperada.
»Estoy seguro de que los policías se han comportado de acuerdo con sus juramentos (si todavía los prestan, y supongo que así es). Pero en ese momento he tenido la sensación, que incluso ahora mismo me domina, de correr el peligro de verme arrastrado a una máquina burocrática sin rostro, no a una serie de hombres, sino a una maquinaria que realizaría metódicamente su trabajo hasta hacerme trizas. Porque la tarea de la máquina es hacer trizas a la gente, y el sonido de mis gritos no aceleraría ni retrasaría su acción.
»He notado que Liz estaba nerviosa en cuanto ha entrado a decirme que unos policías deseaban verme por un asunto, pero que no le habían querido revelar de qué se trataba. Luego ha añadido que uno de ellos era Alan Pangborn, el comisario del condado. Tal vez lo haya visto un par de veces hasta hoy, pero en realidad solo lo he reconocido porque su foto aparece en el periódico de Castle Rock de vez en cuando.
»He sentido curiosidad y he agradecido una interrupción en el trabajo, donde mis personajes llevaban toda la semana insistiendo en hacer cosas que yo no quería que hicieran. Si algo se me ha ocurrido, supongo que habrá sido en relación con Frederick Clawson o con alguna consecuencia del artículo de People.
»No sé si conseguiré reflejar el tono de la reunión que ha seguido a esto. Ni siquiera sé si importa; solo sé que me parece decisivo intentarlo. Los policías esperaban en el vestíbulo, al pie de la escalera; eran tres tipos corpulentos y sus impermeables goteaban sobre la moqueta.
»—¿Es usted Thaddeus Beaumont? —me ha preguntado uno de ellos, el comisario Pangborn, y entonces ha empezado a producirse el cambio emocional que quiero describir (o, al menos, señalar). Una cierta perplejidad se ha sumado a la curiosidad y al agradecimiento por verme liberado, aunque solo fuera brevemente, de la máquina de escribir. Un punto de preocupación también. Mi nombre completo, pero sin la fórmula “el señor”. Como un juez dirigiéndose a un acusado contra el cual se dispone a dictar sentencia.
»—Sí, soy yo —he respondido—, y usted es el comisario Pangborn. Lo sé porque tenemos una casa junto al lago.
»Tras esto, he extendido la mano con el automático gesto de saludo del varón norteamericano bien educado. Él se la ha quedado mirando y su rostro ha adquirido la expresión de quien abre la puerta de la nevera y descubre que el pescado comprado para la cena se ha echado a perder.
»—No tengo intención de estrecharle la mano —me ha dicho—, de modo que puede retirarla ahora mismo y ahorrarnos a ambos una situación embarazosa.
»Unas palabras muy extrañas, realmente bruscas, pero no me han molestado tanto como el tono en que las ha dicho, como si pensara que estoy loco. Precisamente por ello me he sentido aterrado. Incluso ahora me cuesta creer la rapidez, la condenada rapidez con que mis emociones han recorrido el espectro, desde la normal curiosidad y el placer por la interrupción en la rutina habitual, hasta el puro miedo. En ese mismo instante he tomado conciencia de que los policías no habían venido solo a decirme algo, sino porque creían que yo había hecho algo y, en ese primer momento de horror (“no tengo intención de estrecharle la mano”), he tenido la certeza de que así había sido.
»Precisamente esto es lo que necesito expresar. En el momento de tétrico silencio que ha seguido a la negativa de Pangborn a apretar mi mano, he pensado que realmente lo había hecho todo y que no podría resistirme a confesar mi culpa».
3
Thad bajó la mano lentamente. Por el rabillo del ojo vio a Liz con las manos entrelazadas en una tensa bola blanca bajo los pechos y, de pronto, quiso sentirse furioso con aquel policía a quien habían invitado a entrar en su casa con toda libertad y ahora se negaba a estrecharle la mano. Aquel policía cuyo sueldo procedía, al menos en una pequeña parte, de los impuestos que pagaban los Beaumont por su casa de Castle Rock. Aquel policía que había asustado a Liz. Aquel policía que lo había asustado a él.
—Muy bien —respondió Thad con voz neutra—. Si no quiere darme la mano, al menos me dirá usted cuál es el objeto de su visita.
A diferencia de los dos agentes de la policía del estado, Alan Pangborn no llevaba impermeable, sino una cazadora que solo le llegaba a la cintura. Se llevó la mano al bolsillo trasero, sacó una tarjeta y empezó a leerla. Thad tardó un momento en comprender que estaba oyendo algo parecido a la lectura de sus derechos.
—Como usted ha dicho, soy Alan Pangborn, señor Beaumont. Soy el comisario del condado de Castle Rock, Maine, y estoy aquí para interrogarle en relación con un delito punible con la pena capital. Le formularé mis preguntas en el cuartel Orono de la policía del estado. Tiene derecho a permanecer en silencio…
—¡Oh, santo cielo!, ¿qué es esto? —exclamó Liz y, superpuesta a ambas voces, Thad escuchó la suya diciendo:
—¡Un momento! ¡Espere un momento!
Quiso que su voz sonara como un rugido pero, por mucho que su cerebro ordenara a los pulmones emplear toda su potencia para lanzar un bramido capaz de acallar a una sala de conferencias entera, lo único que logró fue balbucir una ligera protesta de la que Pangborn hizo caso omiso.
—… y tiene derecho a llamar a un abogado. Si no puede pagar la asistencia legal, se le proporcionará uno de oficio.
Volvió a guardar la tarjeta en el bolsillo trasero.
—¿Thad?
Liz se apretaba contra él como una niña asustada. Sus enormes ojos miraban a Pangborn, desconcertados. De vez en cuando los volvía hacia los otros policías —que parecían lo bastante corpulentos como para jugar de defensas en un equipo de fútbol profesional— pero sobre todo permanecieron fijos en Pangborn.
—No iré a ninguna parte con ustedes —declaró Thad. La voz le temblaba, pasaba del agudo al grave cambiando de frecuencia como la voz de un adolescente. Todavía trataba de sentirse furioso—. No creo que pueda usted obligarme a hacerlo.
Uno de los agentes carraspeó.
—La alternativa —dijo— es que volvamos con una orden de detención, señor Beaumont. Según la información que poseemos, será muy fácil obtenerla. —El agente miró a Pangborn y siguió—: Tal vez merezca la pena añadir que el comisario Pangborn quería que la trajéramos. Insistió mucho en ello y supongo que la habría conseguido ya si no fuera usted una… una especie de figura pública.
Pangborn pareció disgustado, bien por el hecho en sí o porque el agente estaba proporcionando datos a Thad; muy probablemente por ambas cosas.
El agente captó el gesto y arrastró sus zapatos mojados como si se sintiera algo incómodo, pero continuó a pesar de todo.
—Dada la situación, no tengo ningún inconveniente en que lo sepa.
Dirigió una mirada inquisitiva a su compañero, que asintió. Pangborn continuó con su gesto de disgusto y de rabioso desprecio. «Es como si deseara abrirme en canal con las uñas y enroscarme las tripas alrededor del cuello», pensó Thad.
—Eso suena muy profesional —comentó. Le alivió comprobar que estaba recuperando un poco el aliento y que su voz, por lo menos, sonaba ya más normal. Quería sentirse furioso porque la cólera mitigaría el pánico, pero aún no se veía capaz de expresar otra cosa que desconcierto. Era como si lo hubieran golpeado en la boca del estómago—. Sin embargo, no han considerado que no tengo ni la más remota idea de cuál es la situación.
—Si creyéramos que es cierto lo que dice, señor Beaumont, no estaríamos aquí —replicó Pangborn. La expresión de odio de su rostro produjo por fin el efecto que Thad esperaba: de pronto, se sintió furioso.
—¡No me importa lo que ustedes crean! —exclamó—. Le he explicado que lo conozco, comisario Pangborn. Mi esposa y yo tenemos una casa de verano en Castle Rock desde 1973, mucho antes de que usted supiera que existía el pueblo. Ignoro qué hace usted aquí, a doscientos cincuenta kilómetros de su jurisdicción, ni por qué me mira como si yo fuera una cagada de pájaro en el capó de un coche nuevo, pero le aseguro que no iré a ninguna parte hasta que lo averigüe. Si está seguro de poder conseguir una orden de detención, vaya a buscarla. Pero quiero que sepa que si lo hace, se verá usted metido hasta el cuello en una olla de mierda hirviendo y que yo estaré debajo echando leña al fuego. Porque no he hecho nada. Todo esto es ultrajante. ¡Es una vergüenza!
Ahora, la voz de Thad había alcanzado todo su volumen y los dos agentes parecían un poco amilanados. Pangborn, no. El comisario continuó mirando a Thad con esa expresión inquietante.
En la otra habitación, uno de los gemelos empezó a llorar.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Liz—, ¿qué es todo esto? ¡Díganoslo!
—Ve a ocuparte de los niños, cariño —dijo Thad sin apartar la mirada de los ojos de Pangborn.
—Pero…
—Por favor —insistió; los dos bebés lloraban ya a coro—. No será nada.
Liz le dirigió una última mirada temblorosa con una pregunta, «¿Me lo prometes?», antes de dirigirse al salón.
—Queremos interrogarle en relación con el asesinato de Homer Gamache —le informó el segundo agente.
Thad apartó su dura mirada de Pangborn y se volvió hacia el policía.
—¿Quién?
—Homer Gamache —repitió Pangborn—. ¿Va a decirnos que el nombre no significa nada para usted?
—Por supuesto que sé quién es —respondió Thad, perplejo—. Homer nos lleva la basura al depósito cuando estamos en el pueblo y nos hace pequeños trabajos en la casa. Perdió un brazo en Corea. Le concedieron la Estrella de Plata…
—De Bronce —le corrigió Pangborn, inflexible.
—¿Homer asesinado? ¿Quién lo ha hecho?
Los agentes se miraron entre ellos, sorprendidos. Después del sentimiento de pesar, la perplejidad era tal vez la emoción humana más difícil de fingir correctamente. El primero de los agentes replicó entonces con un tono de voz curiosamente amable:
—Tenemos todas las razones para creer que lo ha hecho usted, señor Beaumont. Por eso estamos aquí.
4
Thad lo miró un momento con expresión de absoluta confusión y luego se echó a reír.
—¡Dios! ¡Dios santo! Esto es una locura…
—¿Quiere coger una gabardina, señor Beaumont? —intervino el otro agente—. Está lloviendo bastante ahí fuera.
—No voy a ninguna parte con ustedes —repitió Thad con aire ausente, sin advertir en absoluto el súbito gesto de exasperación de Pangborn. Thad estaba reflexionando.
—Me temo que sí —dijo Pangborn—. De una manera o de otra.
—Entonces, tendrá que ser de la otra —declaró Thad. Después, se le ocurrió preguntar—: ¿Cuándo ha sucedido?
—Señor Beaumont —dijo Pangborn, pronunciando cada sílaba lenta y cuidadosamente, como si estuviera hablándole a un niño de cuatro años no especialmente espabilado—. No vamos a darle más información.
Liz apareció en el umbral de la puerta con los dos bebés. Le había desaparecido todo el color de la cara y la frente le brillaba como una lámpara.
—Esto es una locura —murmuró, pasando la mirada de Pangborn a los dos agentes, y luego de nuevo al comisario—. Una locura, ¿no se dan cuenta?
—Escuche, comisario —dijo Thad, dando unos pasos hasta Liz y pasándole un brazo por los hombros—, yo no he matado a Homer, pero ahora entiendo por qué está enfadado. Subamos un momento a mi despacho, sentémonos y veamos si podemos aclarar esto.
—Quiero que coja una prenda de abrigo —insistió Pangborn. Dirigió una mirada a Liz y añadió—: Perdone mi vocabulario, señora, pero ya estoy hasta las pelotas de tantas tonterías. Lo hemos atrapado, Beaumont.
Thad miró al agente de la policía del estado de más edad.
—¿No puede hacer entrar en razón a este hombre? Explíquele que se ahorrará un montón de molestias y problemas si me dice, simplemente, cuándo ha muerto Homer. —Luego, como si acabara de ocurrírsele, continuó—: Y dónde. Si ha sido en Castle Rock, y no puedo imaginar qué podría hacer Homer por aquí… bueno, no he salido de Ludlow, excepto para ir a la universidad, durante los últimos dos meses y medio. —Miró a Liz, quien asintió.
El agente sopesó lo que acababa de oír y luego dijo:
—Perdónenos un momento.
Los tres hombres volvieron al umbral del vestíbulo y salieron por la puerta principal. Los agentes casi parecían llevar a Pangborn a rastras.
Tan pronto como la puerta se cerró tras ellos, Liz estalló en una serie de preguntas atropelladas. Thad la conocía lo bastante como para sospechar que su terror se habría convertido en irritación —furia, incluso, contra los policías—, de no ser por la noticia de la muerte de Homer Gamache. En la presente situación, estaba al borde de las lágrimas.
—Todo saldrá bien —le aseguró, besándola en la mejilla. En un impulso repentino, besó también a William y Wendy, que empezaban a parecer decididamente preocupados—. Creo que los agentes ya saben que estoy diciendo la verdad. En cuanto a Pangborn… él conocía a Homer. Igual que tú. Está furioso.
«Y, por su aspecto y sus palabras, debe de tener lo que parece una prueba irrefutable que me relaciona con el asesinato», pensó, pero no lo dijo en voz alta.
Dio unos pasos hasta la puerta y atisbó por la estrecha ventana lateral, como había hecho Liz. De no ser por todo aquel lío, la situación le habría parecido divertida. El trío conferenciaba bajo el porche, casi a cubierto de la lluvia pero no por completo. Thad percibía el sonido de sus voces, pero no entendía lo que decían.
Pensó que parecían jugadores de béisbol discutiendo tácticas en el montículo del lanzador durante las últimas jugadas de un partido. Los dos policías del estado hablaban con Pangborn, quien sacudía la cabeza y les replicaba acaloradamente.
Thad volvió al otro extremo del vestíbulo.
—¿Qué hacen? —preguntó Liz.
—No lo sé —respondió Thad—, pero creo que los agentes intentan convencer a Pangborn de que nos diga por qué está tan seguro de que yo he matado a Homer Gamache. O, al menos, parte del porqué.
Cogió a William de brazos de Liz y tranquilizó a su esposa.
5
Los policías entraron dos minutos después. El rostro de Pangborn era un nubarrón de cólera. Thad comprendió que los dos policías le habían dicho lo que el propio comisario sabía pero no quería reconocer: que el escritor no presentaba ninguno de los tics y crispaduras que ellos asociaban con la relación de culpabilidad.
—Está bien —dijo Pangborn. Thad pensó que el hombre estaba tratando de reprimir la cólera y que era un buen actor. No lo conseguía del todo, pero de todos modos lo estaba haciendo muy bien, teniendo en cuenta que estaba ante el sospechoso número uno del asesinato de un viejo manco—. Estos caballeros desean que le haga una pregunta, por lo menos, antes de salir de la casa. Es lo que voy a hacer. Señor Beaumont, ¿puede decirnos dónde se encontraba durante el período de tiempo entre las once de la noche del treinta y uno de mayo y las cuatro de la madrugada del primero de junio?
Los Beaumont cruzaron una mirada. Thad sintió que la gran tensión que atenazaba su corazón se relajaba. No estaba totalmente libre de ella, todavía no, pero sentía como si los pestillos que impedían aliviarla se hubieran abierto. Ahora, lo único que necesitaba era un buen empujón.
—¿Lo era? —murmuró a su esposa. A Thad le parecía que sí, pero parecía demasiado bueno para ser verdad.
—Estoy segura de que sí —respondió Liz—. Ha dicho el treinta y uno, ¿verdad?
Se había vuelto hacia Pangborn con expresión de radiante esperanza. El comisario la miró con aire suspicaz.
—Sí, señora, pero me temo que su sola palabra sin testimonios que la respalden no va a…
Haciendo caso omiso, Liz se puso a contar hacia atrás con los dedos. De pronto, sonrió como una colegiala.
—¡Martes! ¡El treinta y uno fue el martes! —exclamó, vuelta hacia su esposo—. ¡Fue el martes, bendito sea Dios!
Pangborn parecía confuso y más desconfiado que nunca. Los agentes que lo acompañaban se miraron y volvieron a observar a Liz.
—¿Quiere explicarnos a qué se refiere, señora Beaumont? —preguntó uno de ellos.
—¡La noche del martes treinta y uno dimos una fiesta aquí! —respondió Liz al tiempo que lanzaba una mirada de triunfo y de rencoroso desprecio al comisario Pangborn—. La casa estaba llena, ¿no es cierto, Thad?
—Desde luego que sí.
—En un caso como este, una buena coartada suscita más sospechas —replicó Pangborn.
—¡Ah, qué hombre más estúpido y arrogante! —exclamó Liz, ahora con las mejillas encendidas. El miedo iba dejando paso a la furia. Se dirigió a los agentes y les dijo—: Si mi marido no tiene coartada para ese asesinato, dicen que lo ha cometido él y se lo llevan a la comisaría; si la tiene, este hombre sale con que eso significa probablemente que de todos modos lo hizo. ¿Qué pasa, les da miedo hacer bien su trabajo? ¿Por qué han venido aquí?
—Calma, Liz —murmuró Thad—. Seguro que tienen buenas razones para proceder así. Si el comisario Pangborn estuviera siguiendo un presentimiento o no tuviera bases para la investigación, supongo que habría venido solo.
Pangborn le lanzó un agria mirada y suspiró.
—Háblenos de la fiesta, señor Beaumont.
—Se celebró en honor de Tom Carroll —explicó Thad—. Tom llevaba diecinueve años en el departamento de lengua de la universidad, del que fue jefe durante los últimos cinco. Se retiró el veintisiete de mayo, al terminar el año académico oficial. Siempre ha sido un hombre muy apreciado entre el cuerpo docente y la mayoría de los profesores veteranos lo conocíamos por Gonzo Tom, por lo mucho que le gustaban los ensayos de Hunter Thompson. Así pues, decidimos ofrecer una fiesta de jubilación para él y su esposa.
—¿A qué hora terminó la fiesta?
—Bueno, bastante antes de las cuatro de la madrugada pero, desde luego, no era temprano. Cuando se reúne un puñado de profesores de lengua con un suministro casi ilimitado de bebida, la reunión se puede alargar todo el fin de semana. Los invitados empezaron a llegar hacia las ocho y… ¿quién fue el último en irse?
—Rawlie de Lesseps y esa horrible mujer del departamento de historia con la que lleva saliendo desde el año de Maricastaña —apuntó Liz—. Esa que siempre anda proclamando: «Llámame Billie, como todo el mundo».
—Exacto —asintió Thad, esbozando una sonrisa—. La Bruja Malvada del Este.
Pangborn le estaba lanzando con los ojos un claro mensaje de «estás mintiendo y los dos lo sabemos».
—¿Y a qué hora se fueron esos amigos?
—¿Amigos? —Thad fingió un ligero escalofrío—. Rawlie, sí. Esa mujer, decididamente no.
—A las dos —intervino Liz. Thad asintió y añadió:
—Debían de ser al menos las dos cuando los despedimos. Casi tuvimos que echarlos a la fuerza. Como le digo, solo el día que nieve en el infierno me afiliaré al club de fans de esa Wilhemina Burks, pero yo mismo habría insistido en que se quedaran a dormir si hubieran tenido que conducir más de cinco kilómetros o si hubiera sido más temprano. De todas formas, a esas horas y un martes por la noche… perdón, un miércoles de madrugada, no hay nadie por las carreteras salvo, tal vez, algún ciervo suelto destrozando los jardines.
Thad se interrumpió bruscamente. Llevado por el alivio que sentía, había empezado a parlotear sin ton ni son.
Hubo un momento de silencio. Los dos agentes habían bajado la mirada. Pangborn tenía una expresión en el rostro que Thad no supo interpretar. No se parecía a nada que hubiera visto antes. No era desazón, aunque la desazón formaba parte de ella.
«¿Qué diablos está pasando aquí?»
—Bueno, señor Beaumont, todo esto está muy bien —dijo por fin el comisario—, pero no es nada sólido. Tenemos su palabra y la de su esposa sobre la hora aproximada en que despidieron a esa última pareja. Si iban tan bebidos como parecen ustedes pensar, su testimonio será de poca utilidad. Y si ese de Lesseps es de verdad un amigo, bien podría decir… En fin, ¿quién sabe?
A pesar de todo, Alan Pangborn se estaba desinflando. Thad lo advirtió y le pareció —constató, mejor— que lo mismo les sucedía a los dos agentes. Sin embargo, el comisario no estaba dispuesto a rendirse. El miedo que Thad había sentido al principio y la cólera posterior estaban convirtiéndose en fascinación y curiosidad. Pensó que no había visto nunca una lucha tan igualada entre la perplejidad y la certidumbre. La realidad de la fiesta, pues tenía que aceptar la veracidad de una cosa tan fácil de comprobar como aquella, le había afectado, pero no persuadido. Los agentes, por su parte, tampoco parecían totalmente convencidos. La única diferencia era que ellos no estaban tan molestos como el comisario. Los dos hombres no habían conocido personalmente a Homer Gamache y no tenían ningún interés personal en el asunto. Alan Pangborn sí lo había conocido, y lo tenía.
«Yo también lo conocí —pensó Thad—. Así que quizá también tengo intereses en el asunto. Es decir, además del de salvar el pellejo».
—Escuche —dijo con voz paciente, mirando fijamente a Pangborn y tratando de no responderle con su misma hostilidad—, seamos realistas. Usted quiere saber si podemos justificar debidamente nuestros movimientos…
—Solo los de usted, señor Beaumont —corrigió el comisario.
—Está bien, mis movimientos. Cinco horas bastante difíciles. Horas en que la mayoría de la gente se ha acostado. Gracias a un golpe de pura suerte, estamos (o estoy) en condiciones de justificar al menos tres de esas cinco horas. Puede que Rawlie y su fastidiosa novia se marcharan a las dos, a la una y media o a las dos y cuarto. En cualquier caso, era tarde. Eso sí que lo podrán asegurar, y esa Billie Burks no mentiría para facilitar una coartada, aunque Rawlie lo hiciera. Es más, creo que si me viera ahogándome en una playa, me echaría más agua encima.
Liz le dirigió una extraña sonrisa, casi una mueca, mientras le cogía de los brazos a William, que empezaba a inquietarse. Al principio, Thad no comprendió aquella sonrisa; luego, se le encendió la luz. Se trataba de aquella frase, por supuesto: «facilitar una coartada». Era una expresión que utilizaba en ocasiones Alexis Máquina, el archimalvado de las novelas de George Stark. En cierto modo, resultaba extraño; Thad no recordaba haber utilizado nunca starkismos en una conversación. Sin embargo, tampoco lo habían acusado nunca de asesinato, la especialidad de George Stark.
—Aun suponiendo que nos equivoquemos en una hora y los últimos invitados no se marcharan más tarde de la una —continuó— y suponiendo también que cogiera el coche en el mismo momento en que sus luces desaparecieron tras la cresta de la colina y condujera como un loco hasta Castle Rock, me hubiese resultado imposible llegar allí antes de las cuatro y media o las cinco de la madrugada. No hay autopista para ir hacia el oeste, ¿sabe?
—Y la señora Arsenault afirmó que a la una menos cuarto vio… —empezó a decir uno de los agentes.
—No es preciso que hablemos de eso ahora —le interrumpió rápidamente el comisario.
Liz soltó un sonido rudo, exasperado, y Wendy se rió cómicamente al oírlo. En el hueco de su otro brazo, William dejó de revolverse, enfrascado de pronto en la maravilla de sus propios deditos juguetones.
—A la una todavía quedaba mucha gente en casa, Thad. Un montón de gente —aseguró a su marido.
A continuación, se volvió en redondo hacia Alan Pangborn; esta vez le lanzó una auténtica andanada:
—¿Qué le sucede a usted, comisario? ¿Por qué está empeñado en cargarle esto a mi marido? ¿Es usted idiota, holgazán o mala persona? No lo parece, pero su comportamiento me obliga a planteármelo. Hace que todo resulte muy sospechoso. Tal vez sea producto de una lotería. ¿Lo es? ¿Acaso ha sacado el nombre de Thad de algún jodido sombrero?
El comisario retrocedió un poco, claramente sorprendido —y turbado— por su ferocidad.
—Señora Beaumont…
—Me temo que tengo una ventaja sobre usted, comisario —intervino Thad—. Usted cree que yo he matado a Homer Gamache…
—Señor Beaumont, no ha sido acusado de…
—No, pero usted piensa que he sido yo, ¿verdad?
Un rubor intenso y compacto, que Thad no atribuyó al desconcierto sino a la frustración, había ido subiendo a las mejillas de Pangborn como el mercurio de un termómetro.
—Sí, señor —reconoció al fin—. Eso es lo que pienso, a pesar de todo lo que han dicho usted y su esposa.
La contestación llenó de asombro a Thad. ¿Qué podía haber sucedido, por todos los cielos, para que aquel hombre (quien, como acababa de decir Liz, no parecía nada estúpido) mostrara esa seguridad? Esa condenada seguridad.
Thad sintió que un escalofrío le recorría la espalda; luego sucedió una cosa muy rara. Un sonido fantasmal llenó su mente —no su cabeza, sino su mente— durante un instante. Era un sonido que le produjo una dolorosa sensación de déjà vu, pues ya habían pasado casi treinta años desde la última vez que lo había oído. Era el sonido espectral de cientos, tal vez miles de pequeñas aves.
Se llevó una mano a la cabeza y se tocó la pequeña cicatriz y luego volvió el escalofrío, más intenso esta vez, retorciéndose a través de su carne como un alambre. «Facilítame una coartada, George —pensó—. Estoy un poco apurado, de modo que facilítame una coartada».
—¿Thad? —preguntó Liz—. ¿Te encuentras bien?
—¿Eh? —Thad se volvió para mirarla.
—Estás pálido.
—Estoy bien —respondió, y así era. El sonido había desaparecido. Si es que realmente había llegado a existir.
Se volvió hacia Pangborn.
—Como le decía, comisario, le llevo cierta ventaja en este asunto. Usted cree que he matado a Homer. Yo, en cambio, sé que no lo he hecho. Salvo en mis libros, nunca he matado a nadie.
—Señor Beaumont…
—Comprendo su indignación. Homer era un viejo agradable con una esposa dominante, un sentido del humor maloliente y un solo brazo. Yo también estoy indignado. Haré cuanto pueda por colaborar, pero es preciso que abandone ese secretismo policial y me diga por qué está usted aquí, qué le ha conducido hasta mi casa. Estoy desconcertado.
Alan Pangborn lo miró un largo instante y luego respondió:
—Todos mis instintos me indican que está usted diciendo la verdad.
—Gracias a Dios —suspiró Liz—, por fin se muestra razonable.
—Si compruebo que su coartada es cierta —continuó el comisario, mirando únicamente a Thad—, yo mismo iré a buscar al tipo del SIFA que se haya equivocado en la identificación y lo desollaré vivo.
—¿Qué es eso del SIFA? —quiso saber Liz.
—El Servicio de Identificación de las Fuerzas Armadas —le explicó uno de los agentes—. Washington.
—No tengo noticia de que se hayan equivocado nunca —continuó Pangborn con el mismo tono de voz grave—, aunque dicen que siempre hay una primera vez para todo. De cualquier modo, si ellos no se han equivocado y podemos comprobar lo de esa fiesta, yo seré el primero en no entender nada.
—¿No puede decirnos qué significa todo esto? —insistió Thad.
—¿Por qué no, si ya hemos llegado hasta aquí? A decir verdad, en el fondo no importa mucho a qué hora se marcharan sus últimos invitados. Si estaba usted aquí a medianoche, si hay testigos que puedan jurar que lo vieron…
—Veinticinco, por lo menos —intervino Liz.
—… entonces, se habrá librado de un buen lío. Si sumamos el testimonio ocular de la señora que ha mencionado el agente y el resultado de la autopsia, podemos estar casi seguros de que Homer fue asesinado entre la una y las tres de la madrugada del primero de junio. Lo mataron a golpes con su propio brazo ortopédico.
—¡Dios santo! —murmuró Liz—. Y usted pensaba que Thad…
—La camioneta de Homer fue localizada hace dos noches en el aparcamiento de un área de servicio de la I-95 en Connecticut, cerca de la frontera del estado de Nueva York. —Alan Pangborn hizo una pausa y añadió—: El vehículo estaba lleno de huellas dactilares, señor Beaumont. La mayoría pertenecía a Homer, pero un buen número correspondía al agresor. Varias de estas últimas eran excelentes. Una estaba perfectamente grabada en un chicle que el tipo se sacó de la boca y adhirió al salpicadero con el pulgar, donde se había endurecido. Sin embargo, la mejor de todas estaba en el retrovisor. Era comparable a las que se pueden tomar en una comisaría. Solo que la del espejo estaba impresa con sangre, en lugar de con tinta.
—Entonces, ¿por qué Thad? —preguntó Liz con indignación—. Con fiesta o sin ella, cómo ha podido pensar que Thad…
El comisario la miró y respondió:
—Cuando la gente del SIFA introdujo las huellas en el ordenador de gráficos, apareció el expediente militar de su esposo. Para ser más exactos, aparecieron sus huellas dactilares.
Por unos segundos, Thad y Liz no pudieron hacer otra cosa que mirarse, mudos de sorpresa. Por fin, la mujer murmuró:
—Entonces, ha sido un error. Sin duda, la gente que comprueba estas cosas se equivoca de vez en cuando.
—Sí, pero rara vez se producen confusiones de semejante magnitud. Por supuesto, hay zonas oscuras en el ámbito de la identificación de huellas; los profanos en la materia que han crecido viendo series como Kojak y Barnaby Jones creen que se trata de una ciencia exacta, pero no es así. Con todo, la informática ha reducido muchas de esas zonas sombrías en la comparación de huellas y, además, en este caso disponían de impresiones digitales extraordinariamente buenas. Cuando digo que las huellas corresponden a las de su esposo, señora Beaumont, sé lo que me digo. He visto los gráficos del ordenador y los he comprobado superponiéndolos. Guardan algo más que un simple parecido.
Alan Pangborn se volvió entonces hacia Thad y, observándolo con sus ojos azules, duros como el pedernal, añadió:
—¡Las huellas son idénticas!
Liz lo miró boquiabierta mientras, en sus brazos, primero William y luego Wendy comenzaban a llorar.