SEIS

LA MUERTE EN LA GRAN CIUDAD

Dodie Eberhart estaba enfadada y, cuando Dodie Eberhart se enfadaba, rondaba por la capital de la nación una mujer con quien más valía no meterse. En aquel momento, subía las escaleras del edificio de apartamentos de la calle L con la impasibilidad (y casi el tamaño) de un rinoceronte al atravesar una extensa pradera despejada. Su vestido azul marino se estiraba y se encogía sobre un busto que era demasiado grande para ser calificado simplemente de abundante. Sus brazos carnosos se balanceaban como péndulos.

Hacía un buen montón de años, aquella mujer había sido una de las chicas de compañía más despampanantes de Washington. En aquellos tiempos, su estatura —más de uno ochenta— y su belleza la habían convertido en algo más que una simple muchacha licenciosa; estaba tan solicitada que una noche con ella era casi como un trofeo en la vitrina de un deportista y, si se repasaba con atención las fotografías tomadas en diversas fiestas y soirées celebradas en Washington durante la segunda administración de Johnson y la primera etapa de Nixon, se podía observar la presencia de Dodie Eberhart en muchas de ellas, casi siempre del brazo de un personaje cuyo nombre aparecía con frecuencia en influyentes artículos y ensayos políticos. Aunque solo fuera por su estatura, resultaba difícil no reconocerla.

Dodie era una prostituta con el corazón de un cajero de banco y el alma de una cucaracha codiciosa. Dos de sus clientes habituales, un senador demócrata y un representante republicano con muchos años en el cargo, le habían proporcionado el dinero suficiente para retirarse del oficio. En realidad, los dos hombres no se lo habían dado por propia voluntad. Dodie era consciente de que el riesgo a enfermar por contagio no estaba disminuyendo precisamente (y los altos funcionarios del gobierno eran tan vulnerables como cualquiera al SIDA y a otras enfermedades venéreas menores, aunque también molestas). Tampoco su edad disminuía y Dodie no se fiaba demasiado de que los caballeros le legaran algo en su testamento, como ambos habían prometido. «Lo siento —les había dicho—, pero ya no creo en Papá Noel ni en ratoncitos que cambian dientes caídos por regalos. La pequeña Dodie solo confía en sí misma».

La pequeña Dodie compró tres casas de apartamentos con el dinero. Pasaron los años. Los setenta y cinco kilos que habían puesto de rodillas a hombres poderosos (generalmente delante de ella cuando aparecía desnuda) con el tiempo se habían convertido en ciento veinticinco. Las inversiones que le habían proporcionado beneficios en los años setenta se habían transformado en pérdidas en los ochenta, cuando parecía que cualquiera que invirtiera dinero en bolsa obtenía ganancias. Dodie había tenido dos excelentes corredores de bolsa en su corta lista de clientes hasta el final de su ejercicio profesional activo y, en ocasiones, deseaba haberlos conservado tras el retiro.

Una de las casas de apartamentos había volado en 1984; la segunda, en 1986, después de una catastrófica inspección fiscal. Dodie se había agarrado a aquel edificio de la calle L con la testarudez del jugador que pierde en una despiadada partida de palé, convencida de estar en un barrio con futuro. Sin embargo, ese futuro aún no había llegado y Dodie no creía que fuera a hacerlo en, por lo menos, un par de años más. Cuando llegara ese futuro, Dodie tenía la intención de hacer las maletas y marcharse a Aruba. Mientras tanto, aquella casera que un día había sido la chica de compañía más cotizada de la capital federal tendría que esperar.

Como había hecho siempre.

Como tenía intención de seguir haciendo.

Y que Dios amparara a quien se interpusiera en su camino.

Como Frederick Clawson, señor Gran Jugada, por ejemplo.

Dodie alcanzó el rellano del segundo piso. En el apartamento de los Shulman sonaba a toda potencia Guns n’ Roses.

—¡BAJEN EL VOLUMEN DE ESE CONDENADO TOCADISCOS! —gritó a pleno pulmón… y cuando Dodie Eberhart subía el volumen de su voz hasta el nivel máximo de decibelios, los cristales de las ventanas se resquebrajaban, los tímpanos de los niños estallaban y los perros caían muertos.

De inmediato, la música pasó de un grito a un susurro. Dodie casi pudo ver a los Shulman abrazados el uno contra el otro, temblorosos como un par de críos asustados bajo una tormenta de rayos y truenos y rezando para que no fuera a ellos a quien iba a visitar la Bruja Malvada de la calle L. Le tenían un miedo justificado. Shulman era socio de un bufete de abogados de gran prestigio, pero aún estaba a un par de úlceras de conseguir poder suficiente para hacer tambalear a Dodie. Si la hacía enfadar a aquellas alturas de su joven carrera, Dodie le sacaría las tripas; Shulman lo sabía, y ella se sentía satisfecha con ello.

Cuando a una le volaban los últimos fondos de las cuentas bancarias y de la cartera de inversiones, era preciso aprovechar las satisfacciones donde las encontrara.

Dodie dobló el ángulo del rellano sin alterar el paso y empezó a subir los peldaños hacia el tercer piso, donde Frederick Clawson, señor Gran Jugada, vivía en solitario esplendor. La mujer mantenía el mismo aire de un rinoceronte que cruza la sabana, con la cabeza en alto y la respiración tranquila a pesar de sus kilos, y sus pasos hacían vibrar ligerísimamente la escalera a pesar de su solidez.

Llevaba bastante tiempo esperando la ocasión.

Clawson no se hallaba ni siquiera en el peldaño inferior del organigrama de un bufete de abogados. De momento, ni siquiera figuraba en ese organigrama. Como todos los estudiantes de leyes que Dodie había conocido (la mayoría como inquilinos; desde luego, no se había acostado con ninguno de ellos en lo que ahora consideraba «su otra vida»), Clawson se componía principalmente de altas aspiraciones y bajos ingresos, elementos ambos que flotaban en un generoso colchón de mentiras. Por lo general, Dodie no los confundía. Dejarse engañar por las mentiras de un estudiante de derecho era, a su modo de ver, peor que meterse en la cama sin cobrar. Cuando una empezaba a comportarse así, era mejor colgar el consolador en el armario.

En sentido figurado, por supuesto.

Con todo, Frederick Clawson había abierto una pequeña brecha en sus defensas. Se había retrasado en el alquiler cuatro veces seguidas y Dodie se lo había tolerado porque la había convencido de que, en su caso, la cantinela de siempre era cierta (o podía llegar a serlo): señor Gran Jugada estaba a punto de tener dinero.

Clawson no habría podido conseguirlo si hubiera dicho a la casera que Sidney Sheldon era en realidad Robert Ludlum, o que Victoria Holt era Rosemary Rogers, porque a Dodie no le importaban un pito aquellos nombres ni el de sus posibles millones de seudónimos. A ella le gustaban las novelas policíacas y, cuanta más sangre y violencia, mucho mejor. Dodie suponía que había mucha gente por ahí que prefería las bobadas románticas y toda esa basura de novelas de espías, si había que hacer caso de la lista de libros más vendidos del Post del domingo, pero ella ya leía a Elmore Leonard años antes de que figurara en las listas y también había establecido una estrecha relación con Jim Thompson, David Goodis, Horace McCoy, Charles Willeford y el resto de aquellos tipos. En resumidas cuentas, a Dodie Eberhart le gustaban las novelas donde los hombres atracaban bancos, se disparaban entre ellos y demostraban lo mucho que querían a sus mujeres, sobre todo, moliéndolas a palos.

En su opinión, el mejor de todos ellos era —o había sido— George Stark. Dodie había sido una decidida seguidora de sus libros desde Vida de Máquina y Oxford Blues hasta Camino de Babilonia, que le había parecido el mejor de todos.

La primera vez que Dodie había entrado a reclamarle el alquiler (solo se había retrasado tres días pero, claro, les das un dedo y se toman el brazo), el inquilino del apartamento del tercer piso estaba rodeado de notas y de las novelas de Stark y, cuando le exigió el dinero y Clawson le aseguró que le entregaría un talón al mediodía del día siguiente, ella le preguntó si era preciso leer las obras completas de George Stark para seguir una carrera en los tribunales.

—No —había contestado Clawson con una sonrisa radiante, alegre y absolutamente predatoria—, pero tal vez la financien.

Aquella sonrisa, más que cualquier otra cosa, había llamado la atención de Dodie y la había movido a hacer una excepción en su caso, cuando se habría mantenido brutalmente terca en cualquier otro. Consideró que una sonrisa como aquella no podía ser fingida y, a decir verdad, aún lo creía. Clawson había tenido realmente las pruebas sobre el asunto de Thaddeus Beaumont; su error había sido confiar en que Beaumont actuaría según los planes de un «señor Gran Jugada» como Frederick Clawson. Ella, se dijo Dodie, había cometido el mismo error.

Después de que Clawson le explicara su hallazgo, la mujer había leído una de las dos novelas de Beaumont, Niebla púrpura, y le había parecido un libro exquisitamente estúpido. A pesar de la correspondencia y de las fotocopias que le había mostrado el señor Gran Jugada, le habría resultado difícil o imposible creer que ambos escritores fueran el mismo hombre, de no ser por… Aproximadamente hacia las tres cuartas partes de la novela, en un momento en que había estado a punto de arrojar aquel aburrido pedazo de basura al otro extremo de la habitación y de olvidarse de todo el asunto, aparecía una escena en la que un campesino mataba a su caballo. El animal tenía dos patas rotas y era preciso rematarlo, pero lo extraño era que John, el viejo campesino, había disfrutado haciéndolo. En realidad, había apoyado el cañón del fusil contra la testuz del caballo mientras se masturbaba, apretando el gatillo en el momento del clímax.

Dodie había pensado que era como si Beaumont se hubiera levantado a prepararse un café al llegar a ese pasaje y George Stark se hubiera sentado a la máquina y lo hubiera escrito, como una especie de alter ego literario. Sin duda, era lo único que se salvaba de aquel montón de paja.

Bueno, poco importaba ahora todo aquello. Lo único que demostraba era que no había nadie eternamente inmune a la mentira. Clawson la había hecho comer de su mano pero, al menos, esa situación no había durado. Incluso había terminado.

Dodie Eberhart alcanzó el descansillo del tercer piso y su mano empezó a cerrarse en un puño apretado que indicaba que había llegado el momento de pasar, de los golpecitos educados en la puerta, a los mazazos amenazadores, pero entonces advirtió que estos no serían necesarios. La puerta del señor Gran Jugada estaba entreabierta.

—¡Maldita sea! —murmuró Dodie, torciendo el gesto. Aquel no era un barrio de drogadictos pero, cuando se trataba de asaltar el apartamento de algún idiota, no tenían el menor reparo en desplazarse de sus territorios. Aquel Clawson era aún más estúpido de lo que creía.

Llamó a la puerta con los nudillos y la hoja se abrió un poco más.

—¡Clawson! —dijo en un tono de voz que prometía condena y castigo. No obtuvo respuesta. Se asomó al corto pasillo y descubrió que las cortinas del salón estaban echadas y la luz del techo encendida. Oyó una radio a bajo volumen.

—¡Clawson, quiero hablar con usted!

Penetró en el pasillo y se detuvo.

Uno de los cojines del sofá estaba en el suelo.

Eso era todo. No se apreciaba ninguna señal más de que el apartamento hubiera sido destrozado por algún drogadicto hambriento, pero Dodie aún tenía los sentidos muy desarrollados y se puso alerta al instante. Notaba un olor. Era muy débil, pero inconfundible. Un poco de comida estropeada, pero que todavía no estaba podrida. No era exactamente eso, pero era lo más parecido que se le ocurría. ¿Lo había percibido alguna otra vez en su vida? Le pareció que no.

Había un segundo olor, aunque tuvo la sensación de no sentirlo a través de la nariz. Esta vez lo reconoció al instante. Dodie Eberhart y el agente Hamilton de Connecticut se habrían puesto de acuerdo enseguida: era el olor de la maldad.

Se demoró antes de pasar al salón, contemplando el cojín caído y escuchando la radio. Lo que no habían conseguido tres pisos de escaleras lo consiguió un inocente cojín: el corazón se le aceleró bajo los inmensos pechos y la respiración se le entrecortó. Allí había algo extraño. Muy extraño. La cuestión era si ella se vería involucrada en el asunto quedándose allí.

El sentido común le aconsejaba que se fuese, que se marchase mientras pudiera, y el sentido común era muy fuerte. La curiosidad le decía que se quedara a echar un vistazo y este era un estímulo aún más fuerte.

Asomó la cabeza por el hueco de entrada al salón y miró primero hacia la derecha, donde había una chimenea falsa, dos ventanas que daban a la calle L, y poco más. Miró luego hacia la izquierda y su cabeza se paralizó. En realidad, pareció quedársele trabada. Dodie abrió unos ojos como platos.

Aquella mirada no se prolongó más de tres segundos, pero le pareció mucho más larga. Lo registró todo, hasta el menor detalle; su mente sacó una fotografía de lo que estaba viendo, tan clara y nítida como la que pronto tomaría el fotógrafo forense.

Vio las dos botellas de cerveza en la mesilla de café, una vacía y la otra medio llena, todavía con unos restos de espuma en el interior del cuello. Vio el cenicero con la leyenda «¡C HICAGO!» en la superficie cóncava. Vio dos colillas de cigarrillo, aunque Clawson no fumaba; al menos cigarrillos. Vio una cajita de plástico, que había estado llena de chinchetas, tumbada de costado entre las cervezas y el cenicero. La mayoría de las chinchetas, que Clawson utilizaba para sujetar notas en el tablón de la cocina, estaban esparcidas por la superficie de cristal de la mesilla. Vio que algunas habían ido a parar dentro de un ejemplar abierto de la revista People, la que publicaba la historia de Thad Beaumont/George Stark. Contempló al señor y la señora Beaumont estrechándose la mano sobre la lápida de Stark, aunque desde su posición quedaban invertidos. Aquella era la historia que, según Frederick Clawson, no se publicaría nunca y que, en cambio, iba a convertirle en un hombre moderadamente rico. Clawson se había equivocado en eso. De hecho, parecía haberse equivocado en todo.

También vio a Frederick Clawson, evaporada ya su Gran Jugada, sentado en uno de los dos sillones del salón. Lo habían atado a él. Estaba desnudo y su ropa formaba una maraña bajo la mesilla de café. Dodie observó el agujero ensangrentado de su entrepierna. Los testículos seguían en su sitio pero le habían metido el pene en la boca. En esta sobraba espacio, pues el asesino le había arrancado la lengua para clavarla en la pared. La chincheta había sido introducida en la carne sonrosada hasta tal profundidad que solo sobresalía una sonriente media luna amarilla de su cabeza. La mente de la mujer fotografió también este detalle, inexorablemente. La sangre había rezumado por el papel pintado de la pared, formando una especie de abanico irregular.

El asesino había utilizado otra chincheta, esta con una cabeza verde brillante, para clavar la segunda página del artículo de la revista People en el torso desnudo de Clawson. Dodie no podía distinguir el rostro de Liz Beaumont —oculto por la sangre del señor Gran Jugada—, pero sí la mano que sostenía la bandeja de pastelillos para que un sonriente Thad los inspeccionara. Dodie recordó que aquella foto, en especial, había sacado de sus casillas a Clawson. «¡Todo esto es un montaje! —había exclamado—. A ella no le gusta cocinar. Lo dijo en una entrevista justo después de que Beaumont publicara su primera novela».

Escritas a sangre con el dedo, encima de la lengua seccionada y clavada en la pared, había estas cinco palabras:

LOS GORRIONES VUELVEN A VOLAR

«Dios santo —pensó algún rincón remoto de su cerebro—. Es igual que en una novela de George Stark… Parece obra del propio Alexis Máquina».

Detrás de ella sonó un golpe amortiguado.

Dodie Eberhart lanzó un grito y se dio media vuelta. Máquina venía hacia ella con su terrible cuchilla de barbero, cuyo brillo acerado empañaba ahora la sangre de Frederick Clawson. Su rostro había quedado reducido a una máscara de tortuosas cicatrices, después de que Nonie Griffiths lo atacara con aquella misma arma al final de Vida de Máquina, y…

Y detrás de ella no había nadie.

La puerta se había cerrado sola, como suelen hacerlo a veces. Eso era todo.

«¿Es cierto eso? —preguntó aquel rincón remoto de su cerebro; pero ahora sonaba más cercano, alzando la voz con urgencia y con miedo—. La puerta estaba parcialmente abierta y no presentaba ningún problema cuando has subido la escalera. No abierta de par en par, pero sí lo suficiente para que advirtieras que no estaba cerrada».

Los ojos de Dodie se dirigieron de nuevo a las botellas de cerveza de la mesilla de café. Una, vacía. La otra, medio llena con un aro de espuma todavía en el interior del cuello.

El asesino se había escondido detrás de la puerta cuando ella había entrado. Si hubiera vuelto la cabeza, casi seguro que lo habría descubierto y ahora también ella estaría muerta.

Mientras permanecía allí plantada, hipnotizada por los restos ensangrentados de Frederick Clawson, el señor Gran Jugada, el hombre se había limitado a salir, cerrando la puerta tras de sí.

Las piernas dejaron de sostenerla y cayó de rodillas con un extraño donaire, como una niña a punto de recibir la comunión. Su cerebro repitió frenéticamente el mismo pensamiento, como un cobaya en la rueda de ejercicio: «Oh, no debería haber gritado, ahora él volverá; oh, no debería haber gritado, ahora él volverá; oh, no debería haber gritado…».

Entonces lo oyó, escuchó las contenidas pisadas de sus grandes pies en la alfombra del descansillo. Más tarde se convencería de que aquellos condenados Shulman habían vuelto a subir el volumen de su estéreo y de que había tomado por pisadas el ritmo sostenido de un contrabajo, pero en aquel momento tuvo la certeza de que era Alexis Máquina y que volvía al apartamento… Alexis Máquina, un hombre tan esmerado y tan letal que ni la misma muerte lo detenía.

Por primera vez en su vida, Dodie Eberhart se desmayó.

Recuperó el sentido en menos de tres minutos. Las piernas seguían negándose a sostenerla, de modo que se arrastró por el corto pasillo del apartamento hasta la puerta, con el cabello colgándole ante el rostro. Pensó en abrir la puerta y asomarse, pero no lo consiguió. En lugar de ello, pasó el pestillo, giró la llave y cerró la barra antipalancas en su soporte de acero. Cuando lo hubo hecho, se sentó con la espalda contra la puerta, jadeante. La realidad era una mancha borrosa y gris; tenía la vaga conciencia de haberse encerrado con un cadáver mutilado, pero eso no era malo. No era malo en absoluto, si consideraba las alternativas.

Poco a poco, recobró las fuerzas hasta que se sintió capaz de sostenerse en pie. Dobló la esquina al fondo del pasillo y entró en la cocina, donde estaba el teléfono. Mantuvo los ojos apartados de lo que quedaba de Clawson, aunque en vano, pues Dodie seguiría viendo aquella fotografía mental con toda su espantosa nitidez durante mucho tiempo.

Llamó a la policía. Cuando los agentes llegaron no los dejó entrar hasta que uno pasó su placa de identificación por debajo de la puerta.

—¿Cómo se llama su esposa? —preguntó la mujer al agente, cuya placa le identificaba como Charles F. Toomey, hijo. La voz de Dodie sonó aguda y temblorosa, absolutamente distinta a la habitual. Sus amistades (de haberlas tenido) no la hubieran reconocido.

—Stephanie, señora —respondió el policía con voz paciente desde el otro lado de la puerta.

—Puedo llamar a la comisaría y comprobarlo, ¿sabe? —dijo ella, al borde del chillido.

—Sé que puede hacerlo, señora Eberhart, pero se sentiría usted segura mucho antes si nos dejara entrar de una vez, ¿no le parece?

Dodie Eberhart reconoció la voz de la policía con la misma claridad con que había reconocido el olor a maldad, de modo que abrió la puerta y dejó entrar a Toomey y a su compañero. Una vez estuvieron dentro, Dodie hizo otra cosa que no había hecho nunca: se puso histérica.