96529Q
—Aguarda, aguarda —dijo en voz alta el policía de tráfico del estado de Connecticut, Warren Hamilton, aunque era el único ocupante del coche patrulla. Era la tarde, ya avanzada, del dos de junio, unas treinta y cinco horas después del descubrimiento del cuerpo de Homer Gamache en un pueblo de Maine, del cual el agente Hamilton nunca había oído hablar.
Estaba en el aparcamiento del McDonald’s de Westport, en la I-95 (dirección sur). Tenía por costumbre darse una vuelta por los aparcamientos de las estaciones de servicio y restaurantes cuando patrullaba por la Interestatal; si se llegaba de noche y con las luces apagadas hasta la última fila de coches aparcados, a veces se encontraban algunas buenas sorpresas. Más que buenas. Imponentes. Cuando Warren Hamilton presentía que estaba ante una de aquellas oportunidades, muchas veces hablaba en voz alta consigo mismo. Tales soliloquios se iniciaban a menudo con aquel «Aguarda, aguarda», al que seguían frases como «Vamos a identificar a ese mamón», o «Seguro que mamá no va a creerse esto». Cuando el agente Hamilton andaba tras el rastro de algo suculento, no dejaba de repetir que mamá no se lo iba a creer.
—Veamos qué tenemos aquí… —murmuró esta vez, dando marcha atrás al coche patrulla. Pasó ante un Camaro y ante un Toyota que parecía bosta de caballo envejeciendo lentamente bajo el resplandor de las farolas de sodio, de color cobre batido. Y… ¡tatán! Una vieja camioneta GMC que bajo aquella luz parecía anaranjada, lo cual significaba que era —o había sido— blanca o de color gris claro.
Encendió el foco del techo y lo dirigió hacia la matrícula. Las placas, en la humilde opinión del agente Hamilton, eran cada vez mejores. Uno tras otro, todos los estados les iban incorporando un pequeño grabado que facilitaba su identificación por la noche, cuando las variables condiciones de luz transformaban los colores reales en toda una gama de tonos ficticios. La peor de todas las luces para identificar una matrícula era la de aquellas malditas farolas anaranjadas de alta intensidad. Ignoraba si contribuían a evitar violaciones y asaltos callejeros, para lo cual habían sido instaladas, pero sí estaba seguro de que resultaban un fastidio para un policía concienzudo como él a la hora de identificar matrículas de coches robados y vehículos fugitivos sin placas.
Los pequeños grabados ayudaban en gran medida a solucionar el problema. Una estatua de la Libertad era una estatua de la Libertad, tanto bajo el sol brillante como bajo la luz uniforme, de tono anaranjado cobrizo, de aquella mierda de farolas. Y, tuviera el color que tuviese, la vieja Dama Libertad representaba Nueva York.
De igual modo, aquel jodido bogavante que enfocaba la linterna representaba el estado de Maine. Ya no era preciso forzar la vista buscando la leyenda TIERRA DE VACACIONES ni tratar de adivinar si lo que parecía rosa, anaranjado o azul eléctrico era blanco en realidad. Solo había que buscar el jodido bogavante. En realidad era una langosta, y Hamilton lo sabía, pero por mucho que se le diera otro nombre, un jodido bogavante seguía siendo un jodido bogavante y, aunque el policía habría preferido comer mierda directamente del culo de un cerdo antes que llevarse a la boca uno de aquellos jodidos bichos, se alegraba mucho de verlos representados en las matrículas.
Sobre todo cuando tenía un especial interés por una placa con la imagen de un bogavante, como sucedía aquella noche.
—Seguro que mamá no se creerá esto —murmuró, y puso el motor en punto muerto. Cogió el bloc de la tira imantada que lo sujetaba en el centro del salpicadero, encima de la palanca del cambio de marchas, levantó el impreso de multas en blanco que todos los policías utilizaban para tapar los papeles realmente interesantes (no había necesidad de que el público se enterara de los números de matrícula, a los que la policía prestaba especial atención, mientras el agente propietario del documento daba cuenta de una hamburguesa o entraba un momento a cagar en alguna estación de servicio) y repasó la lista con la uña del pulgar. Allí estaba. 96529Q, estado de Maine; patria de los jodidos bogavantes.
A la primera pasada, el agente Hamilton descubrió que no había nadie en la cabina de la camioneta. Distinguió un armero para guardar un fusil, pero estaba vacío. Era posible —no probable, pero sí posible— que hubiera alguien en el suelo de la camioneta. Incluso que ese alguien en el suelo de la camioneta tuviera el fusil que no estaba en su sitio. Lo más probable era que el conductor se hubiera marchado hacía rato o que estuviera comiendo una hamburguesa en el local. De todos modos…
—Hay policías atrevidos y policías viejos, pero no hay policías atrevidos y viejos —se dijo en voz baja el agente Hamilton. Apagó el foco y siguió avanzando a marcha lenta ante la hilera de vehículos. Se detuvo un par de veces más, encendiendo el foco en ambas ocasiones pero sin molestarse siquiera en mirar los coches que estaba iluminando. Siempre quedaba la posibilidad de que el hombre de la 96529Q hubiera visto a Hamilton enfocando la luz sobre la camioneta robada mientras volvía del restaurante, pero si veía que el coche patrulla continuaba su camino y comprobaba rutinariamente otros vehículos, tal vez no emprendería el vuelo.
—Más vale prevenir que curar —murmuró. Aquel era otro de sus comentarios favoritos, no tanto como el de que seguro que su madre no se lo creería, pero casi.
Aparcó en un punto desde el cual podía controlar la furgoneta. Llamó a la comisaría, que estaba a menos de seis kilómetros por la carretera, e informó que había encontrado la furgoneta GMC con matrícula de Maine que se buscaba en un caso de asesinato. Pidió unidades de refuerzo y le comunicaron que llegarían enseguida.
Hamilton no observó a nadie en las inmediaciones de la camioneta y decidió que no sería un riesgo excesivo acercarse a ella con cautela. De hecho, sus compañeros lo tomarían por un cobarde si aún seguía allí sentado, con una hilera de coches de por medio, cuando llegaran las demás unidades.
Se apeó del coche patrulla y abrió la funda de la pistola, pero no extrajo el arma. Solo había desenfundado aquella pistola dos veces estando de servicio, y en ninguna de ellas había disparado. Tampoco tenía intención de hacerlo en esta ocasión. Se acercó a la camioneta en una dirección que le permitía controlar a la vez el vehículo —en especial el suelo— y el espacio entre este y la puerta del McDonald’s. Hizo una pausa mientras un hombre y una mujer salían del restaurante y se dirigían a un Ford sedán tres filas de coches más cerca del restaurante; cuando la pareja estuvo en el coche y este arrancó hacia la salida, el agente continuó avanzando.
Con la mano derecha en la culata del revólver reglamentario, Hamilton se llevó la izquierda al costado. El cinturón del uniforme, en la humilde opinión de Hamilton, también estaba mejorando. Tanto de niño como de adulto, siempre había sido un gran admirador de Batman, alias el Cruzado Enmascarado; incluso tenía la impresión de que Batman había sido una de las razones por las que se metió a policía (este era un pequeño detalle sin importancia que no se había molestado en mencionar en su solicitud). Su accesorio de Batman favorito no era la Batpértiga o el Batbumerán, ni siquiera el propio Batmóvil, sino el cinturón multiusos del Cruzado Enmascarado. Aquel artilugio maravilloso era una especie de tienda de regalos: tenía lo necesario para cada ocasión, ya fuera una cuerda, unas gafas de visión nocturna o cápsulas de gas paralizante. El cinturón de Hamilton no llegaba a esta altura ni mucho menos, pero en el lado izquierdo tenía, por lo menos, tres argollas de donde colgaban tres objetos. Uno de ellos era un cilindro que funcionaba a pilas con la inscripción «¡Quieto, perro!». Cuando se pulsaba el botón rojo del mango, «¡Quieto, perro!» emitía un silbido ultrasónico que convertía a un toro de lidia furioso en un montón de espaguetis fláccidos. Junto al cilindro llevaba una lata a presión de Mace (la versión de la policía estatal de Connecticut del gas paralizante de Batman) y una linterna de cuatro pilas.
Hamilton soltó la linterna de la anilla, la encendió y deslizó luego la mano izquierda para ocultar en parte el haz de luz. Realizó estos movimientos sin apartar la mano derecha de la empuñadura de la pistola. Policías atrevidos, policías viejos, policías atrevidos y viejos.
Iluminó el suelo de la furgoneta. En el interior había un pedazo de lona, pero nada más. La parte trasera del vehículo estaba tan vacía como la cabina.
El agente se había mantenido constantemente a una distancia prudencial de la furgoneta con el bogavante en la matrícula; era algo tan arraigado en él que no necesitaba ni pensar en ello. Ahora, se agachó e iluminó con la linterna debajo del vehículo, el último lugar donde podía esconderse algún malhechor que se propusiera atacarle. Era improbable pero, cuando finalmente se fuera al otro mundo, no quería que el oficiante empezara la oración fúnebre diciendo: «Queridos amigos, nos hemos reunido hoy aquí para llorar la improbable muerte del agente Warren Hamilton». Sería algo muy vulgar.
De izquierda a derecha, barrió con el haz de luz el suelo bajo la camioneta, sin descubrir nada salvo un silenciador oxidado al que le quedaba poco tiempo de vida. Aunque, a juzgar por los agujeros que lucía, el conductor no notaría una gran diferencia cuando ello sucediera.
—Creo que estamos solos, querido —se dijo el policía.
Examinó por última vez la zona circundante al vehículo, prestando especial atención al camino del restaurante. Se cercioró de que nadie le observaba y luego avanzó hasta la ventanilla del acompañante e iluminó el interior de la cabina.
—Mierda santa —murmuró Hamilton—. Seguro que mamá no se creerá toda esta mierda. —De pronto, se alegró mucho de que las farolas anaranjadas bañaran con su resplandor el aparcamiento y el interior de la cabina, porque transformaban lo que él sabía rojo oscuro en un color casi negro y daba a la sangre un aspecto más parecido a la tinta. ¿Y ha venido conduciendo esto? Dios santo, ¿todo el camino desde Maine ha venido conduciendo esto? ¡Seguro que mamá…!
Inclinó la linterna hacia abajo. El asiento y el suelo de la GMC eran una pocilga. Vio latas de cerveza y de refrescos, bolsas de cortezas de cerdo y de patatas vacías o casi, envases que habían contenido Big Macs y Whoppers. Un paquete, que parecía de chicles, estaba hecho una pelota en el salpicadero metálico, encima del hueco donde una vez había habido una radio. Vio varias colillas de cigarrillos sin filtro en el cenicero.
Sobre todo, había sangre.
Vio regueros y salpicaduras de sangre en el asiento. Había sangre adherida al volante. En el botón del claxon observó una mancha de sangre seca que ocultaba casi por completo el símbolo de Chevrolet allí grabado. Había sangre en el tirador interior de la puerta del conductor y sangre en el espejo. La mancha de este era un pequeño círculo que quería ser ovalado y Hamilton pensó que tal vez el señor 96529Q había dejado una huella digital casi perfecta con la sangre de su víctima al ajustar el retrovisor. También había una gran salpicadura de sangre coagulada en una de las cajas de Big Mac. En ella parecía haber algunos cabellos adheridos.
—¿Qué le diría a la chica? —murmuró Hamilton—. ¿Que se había cortado afeitándose?
Oyó un ligero ruido detrás de él. Hamilton dio media vuelta con la impresión de que lo hacía demasiado despacio, convencido de que, pese a sus precauciones de rutina, había sido demasiado atrevido para llegar a viejo, porque no había nada de rutinario en todo aquello, no señor, el tipo se le había acercado por la espalda y pronto habría más sangre en la cabina de la vieja camioneta Chevrolet: su sangre. Porque un tipo capaz de conducir un matadero ambulante como aquel desde Maine hasta casi la frontera del estado de Nueva York era un psicópata, el tipo de individuo capaz de matar a un policía del estado con la misma tranquilidad con que compraría una botella de leche.
Hamilton sacó la pistola por tercera vez en su vida, amartilló el arma y estuvo a punto de disparar una bala (o dos, o tres) donde no había nada, salvo oscuridad. Estaba totalmente en tensión. Pero no había nadie.
Bajó el arma lentamente, mientras notaba la sangre golpeándole las sienes.
Una leve ráfaga de aire recorrió la noche. Escuchó de nuevo el ruidito. Hamilton vio en la calzada una caja de Filet-O-Fish (de aquel mismo McDonald’s, sin duda, «qué listo es usted, Holmes», «no diga eso, Watson, era verdaderamente elemental») que rodaba un par de metros bajo el impulso de la brisa, para detenerse de nuevo más allá.
El policía exhaló un profundo y tembloroso suspiro y desamartilló con cuidado el revólver.
—Un poco más y nos vemos en un apuro, Holmes —dijo él con voz trémula—. Un poco más y nos las tenemos que ver con un CR-14 (Un CR-14 era un impreso de «disparo[s] efectuado[s]»).
Pensó en devolver el arma a la funda ahora que estaba claro que no había nada a lo que disparar, salvo a una caja vacía de bocadillo de pescado, pero luego decidió seguir empuñándola hasta que viera llegar a las demás patrullas. Le gustaba sentirla en la mano. Resultaba reconfortante. Porque no se trataba solo de la sangre o del hecho de que el hombre buscado por la policía de Maine por asesinato hubiera conducido seiscientos kilómetros en aquellas condiciones. Además de ello, había en torno al vehículo un hedor que recordaba, en cierto modo, al que reinaba en una carretera local cuando un coche arrollaba y aplastaba a una mofeta. No sabía si los agentes que estaban al llegar también lo notarían o si solo era imaginación suya, y no le importaba gran cosa. No era un olor a sangre o a comida podrida, ni un olor corporal. Era, se dijo, ni más ni menos que el olor a algo malo. Algo extremadamente malo. Lo bastante malo como para que no quisiera devolver el arma a la funda, aunque estaba casi seguro de que el propietario de ese olor se había ido, posiblemente hacía horas, pues no oía ninguno de esos ruiditos que surgen de un motor cuando aún está un poco caliente. No importaba. Eso no cambiaba lo que ya sabía: durante un rato, la camioneta había sido el cubil de algún terrible animal y no iba a correr el menor riesgo de que aquel animal volviera y lo sorprendiera desprevenido. Mamá podía poner la mano en el fuego al respecto.
Hamilton se quedó allí con el revólver en la mano y el vello de la nuca erizado. Le pareció que pasaba mucho tiempo hasta que los coches de refuerzo aparecieron por fin.