LA MUERTE EN UN PUEBLO PEQUEÑO
1
Castle Rock había sido un pueblo desafortunado, al menos durante los últimos años.
Como para demostrar que el viejo dicho, según el cual un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, no siempre se cumple, en Castle Rock habían ocurrido varias desgracias en los últimos ocho o diez años. Sucesos lo bastante terribles como para aparecer en las noticias nacionales. George Bannerman era el jefe local de policía cuando se habían producido estos hechos, pero Big George, como se le conocía afectuosamente, no tendría que ocuparse del caso Homer Gamache porque Big George estaba muerto. Había sobrevivido al primer infortunio, una serie de violaciones y asesinatos por estrangulación cometidos por uno de sus propios agentes, pero dos años después lo había matado un perro rabioso en la Town Road (no solo lo había matado, sino que casi lo había literalmente descuartizado). Ambos casos habían sido de lo más extraños, pero el mundo era un lugar muy extraño. Y duro. Y, a veces, desafortunado. El nuevo jefe de policía (Alan Pangborn llevaba ocho años en el cargo, pero había decidido que iba a ser «el nuevo jefe» al menos hasta el año 2000. Contando siempre, decía a su esposa, con que siguiera presentándose a las elecciones y ganándolas) no estaba en Castle Rock por entonces; hasta 1980 se había encargado de la vigilancia de carreteras en una ciudad pequeña, tirando a mediana, al norte del estado de Nueva York, no lejos de Syracuse.
Mientras contemplaba el cuerpo destrozado de Homer Gamache, arrojado en una zanja junto a la carretera 35, Pangborn deseó estar allí todavía. Parecía que, después de todo, no toda la mala suerte del pueblo había muerto con Big George Bannerman.
«¡Oh, vamos…! No dirás en serio que preferirías estar en cualquier otro lugar de este vergel de Dios. No lo repitas o vendrá de verdad la mala suerte y se te montará en el hombro. Este lugar ha sido estupendo para Annie y para los niños, y también ha sido un lugar perfecto para ti, de modo que ¿por qué no lo olvidas?»
Buen consejo. Pangborn había descubierto que la cabeza siempre daba buenos consejos que los nervios no podían seguir. Estos contestaban: «Sí, ahora que lo mencionas, todo eso es la pura verdad». Luego continuaban a flor de piel.
Sin embargo, él ya había esperado algo similar, ¿no era cierto? Durante sus años de trabajo como policía había recogido los restos de casi cuarenta personas en las carreteras, había interrumpido un sinfín de peleas y se había enfrentado a un centenar de casos de malos tratos a esposas o hijos… y estos eran solo los denunciados. Pero da la impresión de que las cosas se toman a veces temporadas de descanso. Para tratarse de un pueblo que había alardeado de contar con el autor de una masacre entre sus vecinos no mucho tiempo atrás, Pangborn había disfrutado de una racha inusualmente buena en lo que respecta a homicidios. Únicamente cuatro, y solo uno de los autores había escapado: Joe Rodway, después de volarle la tapa de los sesos a su mujer. Pangborn, que apenas la conocía, casi lamentó el télex que recibió de la policía de Kingston, Rhode Island, en el que le comunicaban la detención de Rodway.
Otro de los casos había sido un homicidio con un vehículo, y los dos restantes, claros casos de segundo grado, uno con un cuchillo y el otro con los puños desnudos. Este último era un asunto de malos tratos conyugales que, sencillamente, había ido demasiado lejos; solo había un detalle insólito que lo hacía destacable: la esposa había golpeado al marido hasta matarlo mientras él estaba completamente borracho, devolviéndole en un único, definitivo y apocalíptico daca casi veinte años de toma. La última serie de contusiones de la mujer aún mostraba un saludable tono amarillento mientras era acusada formalmente en el juzgado. Pangborn no había lamentado en absoluto la decisión del juez de dejarla ir con seis meses en la cárcel de mujeres, seguidos de seis años en libertad condicional. Era probable que el juez Pender hubiera firmado aquella sentencia solo porque habría sido imprudente conceder a la mujer lo que merecía realmente; es decir, una medalla.
El asesinato en una población pequeña, según había descubierto, rara vez se parecía a los crímenes en poblaciones pequeñas de las novelas de Agatha Christie, en las que siete personas procedían por turno a acuchillar al viejo y malvado coronel Storping-Goiter en su casa de campo de Puddlebyon-the-Mars durante una melancólica tormenta de invierno. En la vida real, Pangborn sabía que casi siempre llegaba uno a la escena del crimen y todavía encontraba allí al autor, contemplando el desastre y preguntándose qué diablos acababa de hacer, cómo había podido descontrolarse la situación con esa mortal rapidez. Incluso si el asesino se había marchado del lugar, normalmente no había llegado lejos y dos o tres testigos presenciales podían informar con precisión qué había sucedido, quién lo había hecho y adónde había ido. La respuesta a esto último solía ser el bar más próximo. Por regla general, el asesinato en una población pequeña en la vida real era sencillo, brutal y estúpido.
Por regla general.
Pero las reglas están para ser quebrantadas. A veces, el rayo descarga dos veces en el mismo lugar y, de vez en cuando, los asesinatos que se producen en poblaciones pequeñas no tienen una solución inmediata. Al menos, asesinatos como aquel.
Pangborn podía habérselo esperado.
2
El agente Norris Ridgewick regresó de su coche patrulla, aparcado detrás del de Pangborn. Las llamadas de las dos radios en la frecuencia de la policía crepitaban en el aire tibio de finales de primavera.
—¿Viene Ray? —preguntó Pangborn. Ray era Ray van Allen, el médico forense del condado.
—Sí —respondió Norris.
—¿Qué hay de la mujer de Homer? ¿Alguien le ha contado ya lo sucedido?
Pangborn espantó unas moscas del rostro de Homer mientras hablaba. De aquel rostro apenas quedaba otra cosa que una nariz corva, prominente. De no ser por el brazo ortopédico y los dientes de oro que habían lucido en la boca de Gamache y que ahora aparecían rotos en pedazos por su cuello grueso y por la pechera de la camisa, Pangborn dudaba de que su propia madre lo hubiese reconocido.
Norris Ridgewick arrastró un poco los pies y clavó la mirada en la puntera de sus propios zapatos como si, de pronto, le resultaran muy interesantes.
—Bueno… John está de patrulla por el mirador y Andy Clutterbuck está en Auburn, en el juzgado…
Pangborn suspiró y se puso en pie. Gamache tenía sesenta y siete años. Vivía —había vivido— con su esposa en una casa pequeña y cuidada cerca de la antigua cochera del ferrocarril, a menos de tres kilómetros de allí. Sus hijos eran mayores y se habían marchado. La señora Gamache había llamado a la comisaría a primera hora de la mañana, diciendo al borde de las lágrimas que había despertado a las siete y había descubierto que Homer, quien a veces dormía en uno de los cuartos de los chicos porque ella roncaba, no había vuelto a casa en toda la noche. Homer había salido a las siete de la tarde para su partida de bolos y debería haber regresado hacia la medianoche, a las doce y media como muy tarde, pero todas las camas estaban vacías y la camioneta no estaba en el camino ni en el garaje.
Sheila Brigham, la secretaria de día, había pasado la primera llamada al jefe Pangborn y este había utilizado el teléfono público de la gasolinera de Sonny Jackett, donde estaba llenando el depósito, para ponerse en contacto con la señora Gamache.
La mujer le había dado todos los datos que necesitaba sobre la camioneta: una Chevrolet de 1971, blanca con parches de minio rojo oscuro en las zonas oxidadas y una percha para colgar un arma en la cabina, matrícula 96529Q del estado de Maine. Pangborn se los había comunicado por radio a sus agentes de servicio (solo tres, ya que Clut estaba testificando en Auburn) y le había dicho a la señora Gamache que volvería a llamarla tan pronto como supiera algo. El policía no se había preocupado demasiado de la denuncia. A Gamache le gustaba tomar cerveza, sobre todo la noche de la partida de bolos, pero no era del todo estúpido. Si había bebido en exceso y no se había sentido en condiciones de ponerse al volante, tal vez se habría quedado a dormir en el sofá del salón de alguno de sus compañeros de partida.
No obstante, había un punto oscuro. Si Homer había decidido quedarse en casa de un colega, ¿por qué no llamó a su mujer para decírselo? ¿No se le ocurrió que ella se preocuparía? Bueno, tal vez Homer se había dado cuenta muy tarde y no había querido molestarla. Era una posibilidad. Otra más probable, había pensado Pangborn, era que el hombre hubiera llamado cuando su esposa ya estaba profundamente dormida, con una puerta cerrada entre ella y el único teléfono de la casa. Había que añadir la probabilidad de que estuviera roncando como un camión a ciento veinte por la autopista.
Pangborn se había despedido de la angustiada Ellen Gamache y había colgado el teléfono pensando que el marido aparecería antes de las once, como muy tarde, abochornado y con una resaca de órdago. Cuando lo hiciera, el viejo juerguista tendría que aguantar una buena bronca. Al pensar en ello, Pangborn tomó buena nota de elogiar a Homer —sin pasarse— por haber tenido la cordura de no conducir los cincuenta kilómetros entre South Paris y Castle Rock bajo los vapores del alcohol.
Casi una hora después de la llamada de la señora Gamache, el policía había caído en la cuenta de que su primer análisis de la situación no era correcto. Si Homer Gamache se había quedado a dormir en casa de un compañero de partida, debía de ser la primera vez que lo hacía. De lo contrario, se había dicho Alan Pangborn, su esposa habría considerado tal posibilidad y, al menos, habría esperado un rato más antes de llamar a la comisaría. Después, Alan se dio cuenta de que Homer Gamache era ya demasiado viejo para cambiar de costumbres. Si había pasado la noche en otra parte, seguro que lo habría hecho otras veces, pero la llamada de su esposa daba a entender lo contrario. Y si se hubiera emborrachado en la bolera en otras ocasiones y luego hubiera vuelto a casa en tal estado, lo más probable sería que también lo hubiera hecho la noche anterior. Pero no había sido así.
«De modo que el perro viejo ha aprendido un nuevo truco, después de todo —se dijo—. A veces sucede. O quizá solo fue que bebió más de lo habitual. ¡Qué diablos!, incluso puede que bebiera lo mismo de siempre y le hiciera más efecto que de costumbre. Dicen que el alcohol afecta más o menos a una persona según el día».
Pangborn había intentado olvidarse de Homer Gamache, al menos por el momento. Tenía un montón de papeleo pendiente en el escritorio y estar allí sentado, haciendo rodar un lápiz entre los dedos y pensando en el viejo chiflado que andaba por ahí en su camioneta, en aquel viejo chalado de cabello canoso cortado al estilo militar, que llevaba un brazo ortopédico en lugar del que había perdido en un sitio llamado Pusan durante una guerra no declarada —acaecida cuando la mayoría de la actual generación de veteranos de Vietnam aún ensuciaba los pañales—, en fin, perder el tiempo dándole vueltas a todo aquello no resolvería el trabajo burocrático ni serviría para localizar a Gamache.
No obstante, cuando iba camino del cuchitril de Sheila Brigham a pedirle que despertara a Norris Ridgewick para saber si este se había enterado de algo, el propio Norris se puso en contacto con él por la radio. Lo que el agente tenía que comunicarle hizo que el hilillo de inquietud que sentía Alan Pangborn creciera hasta convertirse en un chorro frío y constante que le recorrió las entrañas y le hizo sentirse ligeramente aturdido.
Alan siempre se tomaba a broma a la gente que hablaba de telepatía y precognición en los programas de radio, se lo tomaba a broma como hacen aquellos para quienes la intuición y el presentimiento forman parte tan integral de sus vidas que apenas son capaces de reconocerlos cuando los están utilizando. Pero si le hubieran preguntado su opinión en ese momento sobre qué podía haberle sucedido a Homer Gamache, Alan Pangborn habría respondido: «Cuando vi aparecer a Norris… bueno, en ese mismo instante tuve la certidumbre de que el viejo estaba malherido o muerto. Probablemente, lo segundo».
3
Norris se había detenido casualmente en casa de los Arsenault, en la carretera 35, a poco más de un kilómetro al sur del cementerio Tierra Natal. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en Homer Gamache, aunque apenas cinco kilómetros separaban la granja de los Arsenault de la casa de Homer y, si Homer había tomado el camino de vuelta lógico desde South Paris la noche anterior, tenía que haber pasado ante la puerta de los Arsenault. Norris no había considerado probable que estos hubieran visto a Homer pues, de lo contrario, el viejo habría llegado a casa sano y salvo unos diez minutos más tarde.
El agente solo se había dirigido a la granja de los Arsenault porque tenían el mejor puesto ambulante de hortalizas en tres pueblos a la redonda. Norris era uno de esos escasos solteros que disfrutan cocinando y había desarrollado una terrible afición por los guisantes frescos, así que había decidido acercarse a la granja para preguntar a los Arsenault cuándo tendrían algunos en venta. En el último momento, recordó el asunto de Homer y preguntó a Dolly Arsenault si por casualidad había visto pasar el camión de Gamache la noche anterior.
—¿Sabe usted? —había respondido la señora Arsenault—, es curioso que lo mencione porque, en efecto, así fue. A última hora de la noche. No… ahora que lo pienso, fue de madrugada, porque todavía emitían el programa de Johnny Carson, pero ya estaba hacia el final. Iba a levantarme a por otro helado, ver un poco del espectáculo de David Letterman y luego acostarme. Últimamente no duermo muy bien y el hombre del otro lado de la carretera me había alterado los nervios.
—¿Qué hombre era ese, señora Arsenault? —quiso saber Norris, repentinamente interesado.
—No lo sé… un hombre, simplemente. No me gustó su aspecto. ¿Cómo puede ser que en cuanto le eché el ojo me desagradara su aspecto? Suena mal, lo reconozco, pero ese manicomio de Juniper Hill no queda tan lejos y ver a un hombre solitario en una carretera rural, casi a la una de la madrugada, basta para inquietarla a una. Aunque el hombre lleve traje.
—¿Qué clase de traje era? —empezó a inquirir Norris, pero fue inútil. La señora Arsenault era una típica charlatana de campo y se limitó a seguir abrumando a Norris Ridgewick con una especie de implacable ampulosidad. El policía decidió esperar a que la mujer terminara y, mientras, tomar nota de lo que pudiera. Sacó el bloc del bolsillo.
—En cierto modo —prosiguió ella—, el traje casi me intranquilizó más aún. No resultaba muy apropiado que el hombre llevara un traje a esas horas, no sé si me entiende. Probablemente, no; probablemente piensa usted que solo soy una vieja estúpida y tal vez lo sea pero, durante un par de minutos antes de que apareciera Homer, tuve la impresión de que el hombre iba a acercarse a la casa y me levanté para asegurarme de que la puerta estaba cerrada. El tipo miraba hacia aquí, ¿sabe?, vi cómo lo hacía. Supongo que miraba porque, pese a la hora, todavía estaba encendida la luz de mi ventana. Es probable que incluso se percatara de mi presencia, porque solo cuelgan unos visillos muy finos. No llegué a distinguirle la cara (anoche no salió la luna y no creo que nunca lleguen a poner farolas por aquí, como en el pueblo, y mucho menos televisión por cable), pero noté que volvía la cabeza. Entonces, empezó a cruzar la carretera (al menos, creo que fue eso lo que hizo, o lo que se proponía hacer, no sé si me entiende) y yo pensé que vendría y llamaría a la puerta y diría que se le había averiado el coche y si podía usar el teléfono, y me pregunté qué le contestaría en ese caso, porque me vino a la memoria esa serie de Alfred Hitchcock presenta, en la que salía un lunático que hacía bajar a los pájaros de las ramas con su encanto, pero que con un hacha había despedazado a alguien, ¿sabe?, y llevaba los pedazos en el maletero del coche, y solo lo atrapaban porque no le funcionaba una de las luces de posición o algo parecido… Pero, por otra parte…
—Señora Arsenault, me gustaría preguntarle…
—… Por otra parte, yo no quería parecer la filistea, o sarracena, esa mujer de Gomorra o como se diga, que pasaba por la otra acera de la calle —continuó la señora Arsenault—. Ya sabe, la parábola del Buen Samaritano. Así que estaba un poco sin saber qué hacer, pero luego me dije…
Para entonces, Norris se había olvidado por completo de los guisantes. Finalmente, consiguió que la señora Arsenault hiciera un alto al decirle que el hombre que había visto la noche anterior podía ser objeto de lo que denominó «una investigación en marcha». Logró que la mujer volviera al principio y le contara todo lo que había visto, dejando aparte el Alfred Hitchcock presenta y, a ser posible, también lo del Buen Samaritano.
La historia, según la contó Norris al jefe de policía a través de la radio del coche patrulla, era la siguiente: el marido y los hijos de la mujer ya se habían acostado y ella estaba viendo la televisión. Su silla se encontraba junto a la ventana que daba a la carretera. La persiana estaba levantada. Hacia las doce y media o la una menos veinte, había levantado la cabeza y había visto a un hombre de pie al otro lado de la carretera, es decir, del lado del cementerio Tierra Natal.
¿De qué dirección venía el hombre?
La señora Arsenault no estaba segura. Creía que podía proceder de la parte del cementerio, lo cual significaría que estaba alejándose del pueblo, pero no podía determinar por qué le daba esa impresión, pues en un momento dado había mirado hacia la carretera y la había visto vacía y, cuando había vuelto a mirar antes de levantarse a por el helado, el hombre ya estaba allí, inmóvil y de cara a la ventana iluminada, vuelto hacia ella, presumiblemente. La mujer había supuesto que el hombre se disponía a cruzar la calzada o había empezado a hacerlo (lo más probable, se dijo Alan, era que el tipo no se hubiera movido en absoluto; el resto solo debía de ser producto de los nervios de la señora Arsenault). Después habían asomado unos faros en lo alto de la colina. Cuando el hombre del traje había visto las luces que se acercaban, había extendido el pulgar en el gesto eterno y universal del autoestopista.
—Era la camioneta de Homer, sí señor, y Homer iba al volante —aseguró la señora Arsenault a Norris Ridgewick—. Al principio pensé que pasaría de largo, como haría cualquier persona normal si encontrara a un autoestopista en mitad de la noche, pero luego las luces de freno brillaron y el hombre corrió hacia la portezuela del asiento del acompañante y subió a la camioneta.
La señora Arsenault, que tenía cuarenta y seis años, pero aparentaba veinte más, movió la cabeza cubierta de canas.
—Homer debía de ir achispado para recoger a alguien a esas horas —le comentó a Norris—. Achispado o demasiado confiado, y hace treinta y cinco años que conozco a Homer. No es un hombre ingenuo.
Hizo una pausa, pensativa, y añadió:
—Bueno, no demasiado.
Norris trató de obtener algún detalle más sobre el traje que llevaba el individuo, pero no tuvo suerte. Se dijo que, ciertamente, era una lástima que las farolas terminaran en los alrededores del cementerio Tierra Natal, pero el presupuesto de las poblaciones pequeñas como Castle Rock no alcanzaba para más.
Era un traje, de eso estaba segura, no una chaqueta deportiva o una cazadora, y no era negro, lo que dejaba una amplia gama de colores para elegir. La señora Arsenault no creía que el traje del autoestopista fuera completamente blanco, pero juraría que no era negro.
—No le estoy pidiendo que me jure nada, señora —le aseguró Norris.
—Cuando una habla con un agente de policía sobre una cuestión oficial —replicó la señora Arsenault encogiendo las manos en las mangas del jersey con gesto de modestia—, viene a ser lo mismo.
En resumen, lo que la mujer sabía era esto: había visto a Homer Gamache recogiendo a un autoestopista alrededor de la una menos cuarto. Al parecer, nada que justificara llamar al FBI. El asunto solo empezaba a adquirir mala pinta cuando se le añadía el hecho de que Homer había recogido a su pasajero a menos de cinco kilómetros de su propio garaje, pero no había llegado nunca a casa.
La señora Arsenault también estaba segura del traje. Norris se dijo que ver a un autoestopista por aquellos parajes solitarios en mitad de la noche ya era bastante extraño —a la una menos cuarto, cualquier vagabundo corriente se habría recogido ya en un establo abandonado o bajo un cobertizo—, pero si se sumaba la particularidad de que el individuo llevaba traje y corbata («de un color oscuro —había dicho la señora—, pero no me pida que jure de cuál, porque no querría ni podría»), el asunto se volvía cada vez más inquietante.
—¿Qué quiere que haga ahora? —había preguntado Norris por la radio, una vez finalizado el informe.
—Quédate donde estás —le había ordenado Alan—. Charla de las historias de Alfred Hitchcock presenta con la señora hasta que yo llegue. A mí siempre me ha encantado esa serie.
Pero antes de que hubiera recorrido un kilómetro, el lugar de encuentro entre el jefe y su agente se había trasladado un par de kilómetros al oeste de la casa de los Arsenault. Un muchacho llamado Frank Gavineaux, que regresaba de una sesión de pesca matutina en el arroyo Strimmer, había descubierto un par de piernas sobresaliendo de los matorrales altos en el lado sur de la carretera 35. Frank había corrido a casa para contárselo a su madre y esta había llamado a la comisaría. Sheila Brigham pasó el mensaje a Alan Pangborn y Norris Ridgewick. Sheila siguió las normas y no mencionó ningún nombre por antena, pues siempre había demasiados intrusos con grandes Cobra y Bearcat sintonizando las frecuencias de la policía, pero Alan advirtió, por su perturbado tono de voz, que incluso Sheila tenía una idea bastante concreta de a quién debían de pertenecer aquellas piernas.
Lo único bueno de toda aquella mañana quizá había sido que Norris terminara de vaciar el estómago antes de que Alan llegara al lugar y que tuviera el suficiente sentido común para vomitar en la cuneta norte de la carretera, lejos del cuerpo y de cualquier posible pista que hubiera quedado alrededor de este.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Norris, interrumpiendo el curso de sus pensamientos.
Alan exhaló un profundo suspiro y dejó de espantar a las moscas de los restos de Homer. Era una batalla perdida.
—Ahora tengo que tomar la carretera e ir a comunicar a Ellen Gamache que la guadaña la ha visitado esta mañana. Tú quédate aquí con el cuerpo. Procura espantarle las moscas.
—Vamos, comisario, ¿para qué? Hay un montón de ellas y el tipo…
—Sí, está muerto, ya lo veo. Y no sé para qué. Me parece que es lo correcto en un caso así. No podemos volver a colocarle el jodido brazo pero, al menos, evitemos que las moscas se caguen en lo que le queda de nariz.
—Está bien —asintió Norris con humildad—. Está bien, comisario.
—Norris, ¿crees que podrías llamarme Alan si realmente te esforzaras, si practicaras un poco?
—Claro, comisario. Supongo que sí.
Alan soltó un gruñido y se volvió para echar un último vistazo al área de la zanja que, cuando regresara, con toda probabilidad encontraría acordonada con brillantes cintas amarillas atadas a postes de agrimensor, en las que pondría «ESCENA DEL CRIMEN - NO PASAR». Allí estaría el forense del condado y también Henry Payton, del cuartel Oxford de la policía del estado. El fotógrafo y los técnicos de la Oficina de Delitos Capitales del Fiscal General probablemente no habrían llegado todavía (a menos que casualmente un par de ellos se hallaran en la zona por algún otro motivo), pero no tardarían en hacerlo. A la una de la tarde se presentaría también el laboratorio móvil de la policía del estado, junto con los expertos forenses y un tipo cuyo trabajo era preparar yeso y tomar moldes de las huellas de neumáticos que Norris había tenido la astucia o la fortuna de no pisar con las ruedas de su propio coche (Alan se decidió, aunque de mala gana, por lo segundo).
¿Y qué se sacaría en claro de todo aquello? Algo muy simple: un viejo medio borracho se había detenido para hacerle un favor a un desconocido. («Sube ahí, muchacho —casi le oyó decir Alan—, solo voy a llevarte un par de kilómetros, pero habrás avanzado un poco en tu camino») El extraño le había correspondido matándole a golpes y robándole la camioneta.
Supuso que el hombre del traje le había pedido a Homer que se detuviera —el pretexto más probable debía de haber sido que necesitaba orinar— y, una vez parado el vehículo, había agarrado al viejo, lo había arrastrado a la carretera y…
Pero ¡ay!, aquí era donde la cosa se ponía fea. Condenadamente fea.
Alan dirigió un último vistazo a la zanja, donde Norris Ridgewick estaba en cuclillas junto a la masa de carne sanguinolenta que antes fuera un hombre, espantando con el bloc de anotar las multas las moscas de lo que antes fuera la cara de Homer, y sintió que se le revolvía el estómago de nuevo.
«Solo era un viejo, maldito hijo de puta… Un viejo con un pie en la tumba y que por añadidura solo tenía un brazo bueno, un viejo al que solo le quedaba como diversión su noche de partida de bolos. Entonces, ¿por qué no te limitaste a darle una buena paliza en la cabina de la camioneta y a dejarlo luego en paz? Hacía una buena noche y, aunque hubiera sido algo fría, seguramente no le habría pasado nada. Apuesto el reloj a que vamos a encontrar una buena dosis de anticongelante en el cuerpo y de todos modos la matrícula del vehículo ya está denunciada. Entonces, ¿por qué todo esto? Espero tener ocasión de preguntártelo».
Pero ¿importaba la razón? A Homer Gamache, desde luego, no. Ya no. A Homer no iba a importarle nada nunca más. Porque, después de la paliza, el autoestopista lo había sacado a rastras de la cabina y lo había llevado hasta la zanja, probablemente agarrándolo por los sobacos. Alan no necesitaba que los chicos de Delitos Capitales le interpretaran las marcas dejadas por los tacones de los zapatos de Gamache. Por el camino, el desconocido había descubierto la invalidez de Homer. Y en el fondo de la zanja, le había arrancado al viejo su brazo ortopédico y lo había aporreado con él hasta matarlo.