TRES

EL BLUES DEL CEMENTERIO

1

El jefe de la brigada de parques y jardines de Castle Rock, formada por tres hombres, era un tipo llamado Steven Holt al que, como es lógico, en el pueblo todo el mundo llamaba «Enterrador». Es un apodo que comparten miles de encargados de parques y jardines en miles de pueblos de Nueva Inglaterra. Como la mayoría de ellos, Holt estaba a cargo de una considerable cantidad de trabajos, dado lo reducido de su brigada. La ciudad tenía dos pequeños campos de deporte que era preciso cuidar, uno cerca del viaducto del ferrocarril entre Castle Rock y Harlow, y el otro en Castle View; también había un prado comunal cuyo césped había que plantar en primavera, segar en verano y rastrillar de hojas en otoño (por no hablar de los árboles que había que podar y a veces talar, además del mantenimiento del estrado para la orquesta y los asientos en torno a él); por último, estaban los parques públicos, uno en Castle Stream, cerca del viejo aserradero junto al río, y el otro en las afueras, junto a Castle Falls, donde innumerables hijos del amor habían sido concebidos desde tiempos inmemoriales.

Steven Holt hubiera podido estar a cargo de todo esto y seguir siendo conocido por su nombre real hasta el día de su muerte, pero Castle Rock también contaba con tres cementerios, y su brigada se encargaba también de ellos. Plantar a los clientes era una ínfima parte del trabajo que conllevaba el mantenimiento de un cementerio. Había que plantar, rastrillar y replantar. Había que recoger los desperdicios. Había que quitar las flores viejas y las banderas descoloridas después de las fiestas (el día del Soldado era el que dejaba más restos que limpiar, pero el Cuatro de Julio, el día de la Madre y el día del Padre también daban trabajo). Había que limpiar, asimismo, las esporádicas pintadas irrespetuosas que dejaban los chicos en tumbas y panteones.

Naturalmente, todo esto importaba poco a los vecinos. Era el hecho de plantar a los clientes lo que daba el apodo a los tipos como Holt. Su madre le había puesto Steven, pero era Enterrador; Enterrador había sido desde que aceptara el empleo en 1964 y Enterrador sería hasta el día de su muerte, aunque antes cambiara de empleo (lo cual, a sus sesenta y un años, resultaba bastante improbable).

A las siete de la mañana del miércoles primero de junio, un día radiante y luminoso que anunciaba el verano, Enterrador detuvo el camión frente al cementerio Tierra Natal y bajó a abrir la verja de hierro. La verja tenía cerradura, pero solo se utilizaba dos veces al año: la noche de Graduación en el instituto y la noche de Difuntos. Una vez abierta la verja, condujo el camión a poca velocidad por el camino principal.

El trabajo de aquella mañana era de simple reconocimiento. Llevaba al lado una tablilla con unas hojas, donde pensaba anotar las zonas del cementerio que necesitaban un retoque antes del día del Padre. Cuando terminara con Tierra Natal, iría al cementerio de la Gracia, al otro lado del pueblo, y luego al de Stackpole, en la intersección de las carreteras de Stackpole y Town. Por la tarde, empezaría la labor que considerara necesaria con el resto de la cuadrilla. En principio no debería haber gran cosa pues el trabajo más duro ya se había realizado a finales de abril, momento elegido por Enterrador para la limpieza de primavera.

Durante dos semanas, él, Dave Phillips y Deke Bradford, que era el jefe del Departamento de Obras Públicas de Castle Rock, habían hecho jornadas de diez horas, como cada primavera, limpiando alcantarillas atascadas, poniendo tierra de nuevo donde las lluvias de primavera habían arrastrado la anterior capa de suelo fértil, enderezando lápidas y monumentos movidos por pequeños desplazamientos del terreno… En primavera había mil tareas, grandes y pequeñas, y Enterrador volvía a casa con las fuerzas justas para prepararse una cena frugal y tomarse una lata de cerveza antes de que los ojos se le cerraran y se dejara caer en la cama. La limpieza de primavera terminaba siempre el mismo día: aquel en que Enterrador empezaba a creer que el constante dolor de espalda iba a volverle loco por completo.

Los retoques de junio no eran ni mucho menos tan agotadores como en primavera, pero tenían su importancia. A finales de junio comenzaban a llegar los veraneantes en sus habituales grupos numerosos, y con ellos acudían antiguos vecinos (con sus hijos) que se habían trasladado a otras partes del país, más calurosas o más rentables, y que aún conservaban propiedades en el pueblo. Estos últimos eran los que Enterrador consideraba la auténtica peste, los que ponían el grito en el cielo si faltaba un aspa de la vieja noria junto al aserradero o si la lápida del tío Reginald yacía sobre la losa.

«Bueno, ya vendrá el invierno», se dijo. Era la frase que empleaba como consuelo en todas las estaciones del año, incluso ahora, cuando el invierno parecía lejano como un sueño.

Tierra Natal era el mayor y más bonito de los camposantos de la población. Su paseo central era casi tan ancho como una carretera y lo cruzaban cuatro calles más estrechas, de apenas dos carriles, con un césped recién cortado entre ambos. Enterrador avanzó con el camión por la avenida central, cruzó la primera y la segunda calle, alcanzó la tercera… y frenó en seco.

—¡Oh, mierda! —exclamó deteniendo el motor del vehículo y apeándose. Se adentró en la tercera calle hacia un agujero irregular abierto en la hierba a unos quince metros de la intersección, a la derecha del camino y antes de llegar a este. Alrededor del agujero había terrones oscuros y pilas de tierra como metralla en torno al impacto de una granada.

—¡Condenados muchachos!

Se detuvo junto al agujero con las manazas callosas en la cintura de sus descoloridos pantalones verdes de trabajo. Aquello era un estropicio. Más de una vez, él y sus colaboradores habían tenido que limpiar después de que algún grupo de muchachos se decidiera —por un reto o bajo los efectos del alcohol— a excavar una tumba a medianoche; por lo general se trataba de una especie de rito iniciático o bien de un simple puñado de adolescentes con la cabeza llena de pájaros que buscaba emociones fuertes bajo el influjo del plenilunio. Que él supiera, ninguno de ellos había llegado a desenterrar un ataúd ni, Dios no lo quisiera, a sacar de él a algún cliente de pago; por muy borrachos que estuvieran aquellos felices idiotas, solían limitarse a cavar un hoyo de dos o tres palmos, momento en que se hartaban del juego y se largaban a otra parte. Aunque abrir agujeros en uno de los cementerios locales era de mal gusto (a menos que uno fuera un tipo como él, es decir, que estuviera debidamente autorizado y cobrara un sueldo por plantar a los clientes), el estropicio no acostumbraba a ser grave. Por lo general.

Este, sin embargo, no era un caso habitual.

El orificio carecía de forma definida; semejaba un círculo. Desde luego, no presentaba el aspecto de una sepultura de ángulos casi rectos y forma rectangular. Asimismo, era más profundo que los que solían cavar borrachos y estudiantes, pero esa profundidad no era uniforme; descendía como un cono irregular y, cuando Enterrador reflexionó sobre lo que le sugería, notó que un desagradable escalofrío le recorría el espinazo.

Recordaba a una tumba en la que alguien enterrado en vida hubiera despertado y se hubiera abierto paso hasta la superficie sin usar más herramienta que las manos desnudas.

—¡Oh, basta ya! —murmuró—. Maldita travesura. Condenados muchachos.

Tenía que serlo. Allá abajo no había ningún ataúd y allí arriba no había ninguna lápida movida, y todo ello le pareció absolutamente lógico, porque no había nadie enterrado allí. No necesitaba volver al cobertizo de las herramientas, donde tenía un plano del cementerio clavado con chinchetas en la pared, para comprobarlo. Aquel punto formaba parte de las seis parcelas contiguas propiedad del primer administrador municipal de Castle Rock, Danforth «Buster» Keeton. Las únicas parcelas ocupadas contenían los cuerpos del padre y el tío de Buster. Las dos quedaban a la derecha y vio las lápidas perfectamente erguidas e intactas.

Enterrador recordaba aquel punto concreto por otra razón. Había sido allí donde aquella gente de Nueva York había colocado una falsa lápida mientras realizaba el reportaje sobre Thad Beaumont. Este y su esposa poseían una casa de verano en el pueblo, cerca del lago. Dave Phillips se encargaba de su jardín y el propio Enterrador le había ayudado a asfaltar el camino el otoño anterior, antes de que cayera la hoja y empezara otra vez el trabajo duro. Luego, en primavera, Beaumont le había preguntado con cierta turbación si habría algún problema en que un fotógrafo colocara una lápida falsa en el cementerio para, lo que había denominado, «una foto de broma».

—Si lo hay, solo tiene que decirlo —le había asegurado Beaumont, con voz aún más turbada—. En realidad, no es nada importante.

—Por mí, adelante —había contestado él, complaciente—. ¿De la revista People, dice usted?

Thad asintió.

—¡Vaya! Eso sí que es importante, ¿verdad? ¡Alguien del pueblo en la revista People! ¡No me puedo perder ese número!

—No estoy seguro de que salga —respondió Beaumont—. Gracias, señor Holt.

Beaumont le caía bien, aunque fuera escritor. Enterrador solo había terminado los estudios primarios (y tuvo que repetir el último curso para graduarse) y nadie en el pueblo lo trataba nunca de «señor».

—A esa condenada gente de la revista seguro que le gustaría sacarle la foto en cueros vivos y con el pie metido en una cagada de gran danés, si pudiera conseguirlo, ¿verdad?

Beaumont lanzó una de sus contadas carcajadas.

—Sí, creo que eso es precisamente lo que les gustaría —había dicho, dándole unas palmaditas en el hombro.

El fotógrafo había resultado ser una mujer de las que Enterrador llamaba «una puta fina de ciudad». En este caso la ciudad era, por supuesto, Nueva York. Caminaba como si se hubiera tragado un palo y le hubieran metido otro por el culo y los dos giraran tan deprisa como uno quisiera. Había llegado en una ranchera de esas que alquilaban en el aeropuerto de Portland, tan abarrotada de material fotográfico que resultaba sorprendente que cupieran en ella la fotógrafa y su ayudante. Al verla, Enterrador había pensado que, si el coche no admitía más carga y la mujer tenía que decidir entre librarse de parte del material o deshacerse del ayudante, lo más seguro era que se encontrara con un marica de la Gran Manzana haciendo autoestop para regresar al aeropuerto.

Los Beaumont, que seguían a la ranchera en su coche y habían aparcado detrás de ella, tenían aquel día un aire entre confundido y divertido. Como parecían acompañar a la puta fina de la ciudad por propia voluntad, Enterrador había supuesto que en ellos aún pesaba más la parte de diversión. Pese a todo, se había acercado para cerciorarse, sin hacer caso de la mirada desdeñosa de la puta fina.

—¿Todo está en orden, señor Beaumont? —había preguntado.

—Dios santo, no, pero supongo que dará resultado —había respondido Beaumont, lanzando un guiño a Enterrador. Este se lo había devuelto de inmediato.

Una vez hubo comprobado que los Beaumont estaban dispuestos a seguir adelante con el asunto, Enterrador se había retirado para observar la escena desde lejos, pues le gustaban los espectáculos gratuitos tanto como a cualquiera. Entre el montón de equipaje, la mujer llevaba una gran lápida falsa, de esas de estilo antiguo redondeadas en la parte superior. Se parecía más a las que Charles Addams dibujaba en sus tiras cómicas que a ninguna de las que Enterrador había colocado en los últimos tiempos. La fotógrafa, exigente con los detalles, no estaba satisfecha del todo y ordenaba a su ayudante que cambiara la lápida de posición una y otra vez. En un momento determinado, Enterrador había preguntado si podía ayudar en algo, pero la mujer le había respondido que no, gracias, con su irritante modo de hablar neoyorquino, de modo que Enterrador había vuelto a retirarse.

Por fin, la lápida había quedado como ella quería y la fotógrafa había mandado al ayudante que empezara a instalar las luces, lo cual llevó otra media hora más o menos. Durante todos aquellos preparativos, Thad Beaumont había permanecido en pie, observando la escena y frotándose de vez en cuando la pequeña cicatriz blanca de la frente con aquel peculiar gesto suyo que le era característico. Sus ojos fascinaban a Enterrador.

«El tipo está tomando sus propias fotografías —había pensado—. Es probable que sean mejores que las de ella y que, además, duren mucho más. Beaumont está estudiando a esa mujer para hacerla aparecer algún día en un libro y ella ni siquiera se ha dado cuenta».

Por fin, la fotógrafa había anunciado que estaba a punto para la sesión. Si no hizo que los Beaumont se dieran la mano una docena de veces sobre la lápida de cartón piedra, no lo hizo ninguna, y todo a pesar de que el día era bastante malo. La mujer daba órdenes a la pareja al igual que lo hacía con aquel ayudante suyo de gestos afectados y voz chillona. Entre su estridente voz neoyorquina y la orden constante de repetir la escena una vez más porque la luz no estaba bien, porque sus rostros no estaban bien o tal vez porque su propio culo no estaba bien, Enterrador había pensado que el señor Beaumont —quien no era el hombre más paciente del mundo, según los comentarios que había oído— no tardaría en estallar. Sin embargo, tanto Beaumont como su esposa se habían mostrado más divertidos que molestos y habían obedecido las indicaciones de la puta fina de la ciudad a pesar de que la temperatura se mantuvo muy baja todo el día. Enterrador se dijo que, de haber estado en lugar de Beaumont, se habría enfurecido con aquella mujer al cabo de un rato. Al cabo, pongamos, de quince segundos.

Allí era, precisamente donde estaba aquel maldito agujero, donde por fin habían colocado la lápida de cartón piedra. En efecto, por si necesitaba más pruebas, allí estaban todavía las marcas redondas que habían dejado en el césped los tacones de la puta fina. Tenía que ser de Nueva York; solo una neoyorquina se presentaría allí con zapatos de tacón alto al final de la temporada de lluvias y se dedicaría a chapotear con ellos por la tierra enfangada del cementerio para tomar unas fotos. A no ser que…

Sus pensamientos se interrumpieron y la sensación de frío volvió a adueñarse de él. Su mirada había vagado en busca de las huellas, ya casi borradas, de los tacones altos de la fotógrafa. Mientras iba identificando las marcas, sus ojos toparon casualmente con otras huellas más recientes.

2

¿Pisadas? ¿Eran pisadas?

«Claro que no; es solo que el desgraciado que ha hecho el agujero arrojó parte de la tierra más lejos que el resto. Eso es todo».

Pero no era todo y Enterrador lo sabía. Aun antes de llegar a la primera mancha de tierra sobre el césped, reconoció la huella profunda de un zapato en el montón de tierra más próximo al hoyo.

«Y si son huellas, ¿qué? ¿Piensas acaso que quien haya hecho esto se dedicó a cavar flotando alrededor del agujero con la pala en la mano como un fantasma?»

Hay gente en el mundo que tiene gran facilidad para engañarse a sí misma, pero Enterrador no era de ese tipo. Aquella voz nerviosa y burlona que hablaba en su interior no podía alterar lo que veían sus ojos. Holt había rastreado piezas de caza toda su vida y aquel rastro era inconfundible. Le pidió a Dios que no lo fuera tanto.

Allí, en aquel montón de tierra junto al agujero, no solo había una huella de zapato, sino una marca circular del tamaño de un plato de postre. Esta segunda huella quedaba a la izquierda de la primera. A ambos lados de la impresión circular y de la marca del zapato, distinguió en la tierra unos surcos que correspondían, sin duda, a las huellas de unos dedos; de unos dedos que habían resbalado un poco en el barro antes de agarrarse con firmeza.

Miró más allá de la primera huella de zapato y descubrió otra. Más lejos sobre la hierba, se hallaba la mitad de una tercera, formada cuando una parte del barro adherido al zapato se había desprendido al pisar. Había caído del zapato, pero había conservado la impresión de la suela… y lo mismo había sucedido con las otras tres o cuatro que sus ojos habían captado en un primer momento. De no haber acudido allí aquella mañana a una hora tan temprana, cuando la hierba aún estaba húmeda, el sol habría secado el barro y las huellas se habrían desmenuzado en pequeños grumos que nada revelarían.

Enterrador deseó haber llegado más tarde, haber empezado el día por el cementerio de la Gracia, como había previsto al salir de casa.

No obstante, había cambiado de idea y eso ya no tenía remedio.

Los fragmentos de huellas de pisadas desaparecían a menos de cuatro metros de

(«la tumba»)

del agujero en el suelo. Enterrador, sin embargo, supuso que más allá la hierba húmeda de rocío también presentaría huellas y se dijo que debería acercarse a comprobarlo, aunque no le apeteciera demasiado. De momento, sin embargo, volvió a dirigir la mirada hacia las huellas más nítidas, las del pequeño montón de tierra junto al hoyo.

Surcos trazados por unos dedos, una marca redonda un poco más adelante y a su lado una huella de zapato. ¿Qué sugería aquella disposición?

Enterrador apenas tuvo tiempo de hacerse la pregunta antes de que la respuesta acudiera a su mente, como la solución secreta de ese viejo espectáculo de Groucho Marx, Apueste su vida. Lo vio todo con tanta claridad como si hubiera presenciado el suceso, y precisamente por ello no quiso averiguar nada más del asunto. Todo aquello resultaba terriblemente inquietante.

Porque allí se veía a un hombre de pie en un hoyo recién excavado.

Sí, pero ¿cómo se había metido allí?

Sí, pero ¿el agujero lo había hecho él, o bien era obra de otra persona?

Sí, pero ¿por qué las raíces pequeñas aparecían retorcidas, deshilachadas y arrancadas, como si el césped y la tierra se hubieran apartado con las manos desnudas, en lugar de aparecer cortadas limpiamente por el filo de una azada?

Al diablo con los peros. Al diablo con todos ellos. Tal vez era mejor no pensar en eso y limitarse a imaginar al hombre de pie en el hoyo, en un hoyo un poco demasiado profundo para poder salir de él de un salto. ¿Qué hace entonces ese hombre? Pone las manos en el montón de tierra más cercano y se impulsa hacia arriba. Una cosa así no sería ninguna hazaña, siempre que se tratara de un adulto y no de un adolescente. Enterrador observó las escasas huellas claras y completas que podía distinguir y pensó: «Si se trata de un muchacho, debe de tener unos pies terriblemente grandes. Esas huellas pertenecen a un zapato del número cuarenta y cuatro, como mínimo».

Levanta las manos. Impulsa el cuerpo hacia arriba. Durante el impulso, las manos resbalan ligeramente en la tierra suelta y por ello clava con fuerza los dedos, dejando esos breves surcos en ella. Ya tiene el cuerpo fuera y equilibra el peso apoyando una rodilla, que deja esa huella circular. Después coloca un pie junto a la rodilla que tiene apoyada, cambia el peso del cuerpo de la rodilla al pie recién izado, se incorpora y se marcha. Sencillo como coser y cantar.

«De modo que un tipo se ha desenterrado de su tumba y se ha largado caminando, ¿no es eso? Tal vez le entró un poco de hambre ahí abajo y decidió acercarse al local de Nan a tomar una hamburguesa y una cerveza…»

—¡Maldita sea, esto no es ninguna tumba; es un jodido agujero en el suelo, eso es todo! —se dijo en voz alta, luego dio un pequeño respingo cuando un gorrión le regañó por la exclamación.

Sí, nada más que un agujero en el suelo, ¿no era eso lo que acababa de decir? Entonces, ¿por qué no veía ninguna señal que pudiera relacionar con el trabajo de una azada? ¿Cómo era que solo había aquel rastro de pisadas alejándose del hoyo pero no había ninguna alrededor de este ni apuntando hacia él, como sucedería si alguien hubiera estado cavando y pisara de vez en cuando —cosa normal en un individuo que está abriendo un hoyo— la propia tierra que extraía?

Se le ocurrió plantearse qué hacer con todo aquello y maldita sea si supo qué responder. Supuso que, técnicamente, se había cometido un delito, pero no se podía acusar al autor de saquear tumbas, ya que el lugar donde había abierto el agujero no contenía ningún cuerpo. Lo máximo que podía decirse era que se trataba de un acto de vandalismo y, si existía otra interpretación posible, Enterrador no estaba seguro de querer ocuparse de ello.

Tal vez fuera mejor volver a llenar el agujero, reponer los pedazos de césped que encontrara en buen estado, ir a por el césped nuevo que fuera necesario para terminar el trabajo y, luego, olvidarse de todo el asunto.

«Al fin y al cabo —se dijo por tercera vez—, no es lo mismo que si hubiera alguien enterrado ahí de verdad».

Con los ojos del recuerdo, aquel día lluvioso de primavera revivió tenuemente por un instante. ¡Aquella lápida de cartón piedra parecía de verdad, sí señor! Cuando uno veía a aquel ayudante de la fotógrafa alto y delgado llevándola de un sitio a otro, uno se daba cuenta de que era falsa, pero cuando la instalaba en el suelo, con esas flores artificiales delante y todo, uno habría jurado que era auténtica y que realmente había alguien…

Notó que los brazos se le llenaban de pequeños y tensos nudos de músculos.

—Olvídate de todo esto ahora mismo —se dijo con severidad. Cuando el gorrión volvió a reñirle, Enterrador agradeció su trino, poco seductor pero perfectamente real y corriente—. Puedes seguir gritando, madre —añadió, y dio unos pasos hasta el fragmento de huella más alejado del hoyo.

Más allá, como había sospechado, encontró la hierba aplastada por otras pisadas, que aparecían bastante espaciadas. Al observarlas, Enterrador pensó que, si el tipo no había echado a correr, al menos era seguro que no había perdido el tiempo en absoluto. Cuarenta metros más allá, según advirtió, sus ojos podían seguir el rastro de la marcha del tipo de otra manera: un gran cesto de flores aparecía allí volcado. Aunque a esa distancia no podía distinguir ninguna pisada, el cesto debía de haber estado justo en línea recta con las huellas que aún se percibían. El individuo podría haber evitado las flores, pero había decidido no hacerlo: se había limitado a apartar el obstáculo de un puntapié, para seguir adelante.

Con hombres que hacían cosas como aquella lo mejor era, en opinión de Enterrador, no buscarse líos a menos que existiera un buen motivo.

El tipo había avanzado en diagonal a través del cementerio, como si se dirigiera al muro bajo que separaba este y la carretera principal. Caminando como quien tiene una meta determinada y asuntos que resolver.

Aunque Enterrador no tenía más capacidad de imaginación que habilidad para engañarse a sí mismo (ambas cosas, al fin y al cabo, guardan cierta relación), por un instante vio al tipo; lo vio literalmente: un hombre corpulento de pies grandes andando entre las sombras por aquel silencioso barrio de los muertos, avanzando confiado y seguro con sus grandes pies, apartando de su camino el cesto de flores sin interrumpir siquiera el paso al propinarle el puntapié. Sin demostrar el menor temor. No, aquel hombre, no. Porque si allí había cosas que aún estaban vivas, como creía alguna gente, ¡serían ellas las que sentirían miedo de él! Él avanzaba, caminaba, marchaba, y que Dios protegiera al hombre o a la mujer que se cruzara en su camino.

El pájaro le reprendió.

Enterrador dio un brinco.

—Olvídalo, amigo —se dijo una vez más—. Limítate a llenar el maldito agujero y no vuelvas a pensar en el asunto.

Lo llenó, en efecto, e intentó olvidarse de él, pero ese mismo día, por la tarde, Deke Bradford fue a buscarlo al camposanto de Stackpole Road y le puso al corriente del asunto de Homer Gamache, cuyo cuerpo habían encontrado a última hora de la mañana en la carretera 35, a poco más de un kilómetro de Tierra Natal. Todo el pueblo se había convertido en un hervidero de rumores y especulaciones desde aquel momento.

Entonces, a regañadientes, Enterrador fue a hablar con el jefe de policía, Pangborn. No sabía si el agujero y las huellas guardaban relación con la muerte de Homer Gamache, pero pensó que lo mejor era contar lo que sabía y dejar que lo decidieran quienes recibían un sueldo por ello.