IRRUPCIÓN EN LA VIDA DOMÉSTICA
1
Esa noche, Thad tuvo una pesadilla. Despertó del sueño casi llorando, temblando como un cachorro sorprendido por una tormenta de truenos. En la pesadilla estaba con George Stark, solo que George era un agente inmobiliario en lugar de un escritor y permanecía constantemente pegado a la espalda de Thad, de modo que no era más que una voz y una sombra.
2
La ficha de autor de la Darwin Press que Thad había escrito justo antes de empezar Oxford Blues, la segunda obra de George Stark, decía que este «conducía una furgoneta GMC de 1967, que se aguantaba entera gracias a la oración y a una capa de pintura». En el sueño, en cambio, iban al volante de un Toronado negro mate y Thad advertía que se había equivocado al citar la furgoneta. El vehículo de Stark era este otro, una especie de carroza fúnebre con propulsión a chorro.
El Toronado tenía la parte trasera levantada y no parecía en absoluto el coche de un agente inmobiliario. Más bien tenía el aspecto del que usaría un gángster de tercera fila para desplazarse. Al apearse del coche, Thad había vuelto la cabeza para echarle un vistazo por encima del hombro mientras se encaminaba a la casa que Stark, por algún motivo, le estaba enseñando. Le pareció distinguir a Stark y un escalofrío de intenso miedo le paralizó el corazón. Pero ahora Stark estaba tras su otro hombro (aunque Thad no tenía ni idea de cómo había podido deslizarse hasta allí a esa velocidad con ese sigilo) y lo único que alcanzó a ver fue el coche, una tarántula que relucía bajo el sol. En el elevado parachoques trasero había una pegatina. «HIJO DE PUTA DE CATEGORÍA», decía. A izquierda y derecha, sendas calaveras con dos tibias cruzadas flanqueaban la leyenda.
La casa hacia la cual lo conducía Stark era la suya; no la casa de invierno de Ludlow, cercana a la universidad, sino la de verano en Castle Rock. Debajo de la casa se abría la bahía norte de Castle Rock y Thad alcanzaba a oír el leve sonido de las olas batiendo la orilla. En la pequeña parcela de césped, al otro lado del camino particular, había un rótulo que anunciaba «EN VENTA».
«Bonita casa, ¿no es cierto?», casi le susurraba Stark por detrás con voz áspera pero halagadora, como el lametón de un gato.
«¡Es mi casa!», respondía Thad en el sueño.
«Te equivocas de medio a medio. El dueño está muerto. Mató a su mujer y a sus hijos y luego se suicidó. Se pegó un tiro. Un estampido, una sacudida y adiós. Llevaba dentro esa vena. No había que ser un lince para darse cuenta, en realidad; yo diría que se apreciaba con claridad».
«¿Te parece gracioso?», quiso replicar, pues parecía muy importante demostrar a Stark que no le tenía miedo. La razón de que fuera importante era que estaba absolutamente aterrorizado. Pero antes de que pudiera articular palabra, una manaza que semejaba carecer de líneas y pliegues (aunque resultaba difícil afirmarlo con seguridad porque los dedos estaban doblados de tal modo que dejaban en sombras la palma de la mano) asomó sobre uno de sus hombros balanceando unas llaves delante de su rostro.
No, balanceándolas, no. Si solo hubiera sido esto, Thad habría podido decir algo, incluso habría podido apartarlas para demostrar lo poco que temía a aquel hombre peligroso, que insistía en seguir detrás de él. Sin embargo, la mano estaba acercando las llaves contra su rostro y Thad tuvo que cogerlas para evitar que le golpearan la nariz.
Introdujo una de ellas en la puerta delantera, una pulida plancha de roble de la que solo sobresalían un tirador y una aldaba de cobre que parecía un pajarillo. La llave giró con facilidad, lo que le pareció extraño, ya que no se trataba de una llave normal, sino de una tecla de máquina de escribir insertada al final de una varilla de acero. Todas las demás llaves que colgaban de la argolla semejaban ganzúas de esas que utilizan los ladrones.
Thad asió el pomo de la puerta y lo hizo girar. Al abrir, la madera se resquebrajó y se encogió sobre sí misma con una serie de explosiones como petardos de feria. Una luz asomó por las nuevas grietas de los tablones, mientras se formaba una nube de polvo. Con un seco chasquido, una de las placas de quincallería decorativa se desprendió de la puerta y cayó con estruendo en el umbral, a sus pies.
Thad pasó al interior.
En realidad no deseaba hacerlo. Habría preferido quedarse en el umbral y discutir con Stark; más aún, habría querido protestar, preguntarle por qué diablos estaba haciendo aquello, pues la idea de entrar en la casa le resultaba todavía más aterradora que el propio Stark. Sin embargo, aquello era un sueño, un mal sueño, y a Thad la pareció que la esencia de las pesadillas era la falta de control. Era como estar en el coche de una montaña rusa que en cualquier momento podía inclinarse y arrojarle a uno contra una pared de ladrillos donde moriría aplastado, al igual que un insecto bajo el matamoscas.
El familiar vestíbulo había adquirido un aire extraño, casi hostil, a causa únicamente de la ausencia de la alfombrilla de color rojo desvaído que Liz siempre andaba amenazando con reemplazar. Pese a que durante el sueño Thad no prestó importancia a este detalle, fue el que más recordaría después, tal vez porque era verdaderamente aterrador (sobre todo fuera del contexto del sueño). ¿Qué podía haber de seguro en la vida cuando la desaparición de algo tan irrelevante como una alfombrilla en un vestíbulo podía provocar sentimientos de descoordinación, desorientación, tristeza y amenaza de esa intensidad?
No le gustó el eco de sus pisadas en el suelo de madera, y no solo porque con ellas la casa sonara como si aquel tipo perverso que tenía a la espalda hubiera dicho la verdad: que estaba abandonada, llena del silencioso dolor de la ausencia. No le gustó el sonido porque las pisadas le parecieron perdidas y terriblemente desdichadas.
Quería dar media vuelta y marcharse, pero no podía. Stark se hallaba detrás de él y, de algún modo, Thad sabía que su invisible acompañante sostenía en la mano la navaja de afeitar de cachas de nácar, la misma que la amante del protagonista había utilizado al final de Vida de Máquina para destrozar la cara del canalla.
Si se volvía, George Stark también haría buen uso de la cuchilla.
Aunque en la casa no había gente, todo el mobiliario seguía en su sitio, salvo las alfombras (la que cubría el suelo del salón de pared a pared, de color salmón, también había desaparecido). Thad vio un jarrón de flores en la mesilla del fondo del vestíbulo, desde donde se podía continuar recto hacia el salón de techo elevado como el de una catedral y cristalera panorámica con vistas al lago, o bien doblar a la derecha y entrar en la cocina. Thad tocó el jarrón y este estalló en pedazos, envuelto en una nube de polvo de cerámica de olor acre. El agua estancada de su interior se derramó y la media docena de rosas cultivadas que contenía se marchitaron y ennegrecieron, incluso antes de caer en el charco de agua hedionda que se formó en la mesa. Thad la tocó. La madera cedió con un crujido seco y la mesa se partió por la mitad; más que caer al suelo de madera desnuda en dos pedazos separados, pareció derrumbarse sobre sí misma.
«¿Qué le has hecho a mi casa?», gritó al hombre que estaba tras él… pero sin volverse. No necesitaba hacerlo para verificar la presencia de la navaja de afeitar que, antes de que Nonie Griffiths la empleara para convertir las mejillas de Máquina en dos colgajos blancos y rojos, y dejarle un ojo colgando de la órbita, el propio Máquina había utilizado para cortar la nariz a sus «competidores comerciales».
«Nada —dijo Stark, y Thad no tuvo que mirarlo para constatar la sonrisa que se apreciaba en su voz—. Lo estás haciendo tú, idiota».
A continuación, los dos estaban en la cocina.
Thad tocó el horno y este se partió en dos con un ruido apagado como el tañido de una gran campana cubierta de polvo. Los serpentines se dispararon hacia arriba y hacia los lados como divertidos sombreros helicoidales arrastrados por el viento. Un olor nauseabundo emanó del oscuro hueco central del horno y, al asomarse, distinguió en el interior un pavo putrefacto y hediondo. De las entrañas del ave rezumaba un fluido negruzco salpicado de repulsivos fragmentos de carne.
«Por aquí llamamos a eso relleno de estúpido», comentó Stark detrás de él.
«¿A qué te refieres? —quiso saber Thad—. ¿Qué quiere decir eso de “por aquí”?»
«Esto es Terminal, Thad —respondió Stark con toda tranquilidad—. El lugar donde concluyen todas las vías de tren».
La voz añadió algo más, pero Thad no lo entendió. El bolso de Liz estaba en el suelo y Thad tropezó con él. Al asirse a la mesa de la cocina para no perder el equilibrio, la madera cayó hecha astillas y serrín sobre el linóleo. Un clavo reluciente rodó hasta un rincón con un leve tintineo metálico.
«¡Que cese todo esto ahora mismo! —grito Thad—. ¡Quiero despertarme! ¡Odio romper cosas!»
«¡Tú siempre has sido el torpe, idiota!», replicó Stark. Lo dijo como si Thad hubiera tenido muchos hermanos, todos ellos gráciles como gacelas.
«No tengo por qué serlo —le informó Thad con una voz nerviosa y vacilante, al borde del gimoteo—. No tengo por qué ser torpe. No tengo por qué romper cosas. Cuando voy con cuidado, no sucede nada».
«Sí, es una lástima que dejaras de ser cuidadoso», replicó Stark con aquella misma voz condescendiente que parecía decir, «solo estoy comentando cómo están las cosas».
Ahora se hallaban en el cuarto del fondo.
Allí estaba Liz, sentada con las piernas extendidas junto a la puerta de la leñera, que tenía una hoja abierta y la otra cerrada.
Llevaba medias de nailon y Thad observó una carrera en una de ellas. La cabeza de Liz caía hacia delante y la melena rubia, de cabellos ligeramente ásperos, le ocultaba el rostro. Thad no quería verlo. Al igual que no había necesitado ver la navaja de Stark ni su sonrisa afilada como una cuchilla para saber que ambas eran reales, tampoco precisaba ver la cara de Liz para tener la certeza de que no estaba durmiendo o inconsciente, sino muerta.
«Enciende la luz y podrás ver mejor», sugirió Stark como si estuviera diciendo: «Solo estoy pasando el día con un buen amigo». La mano apareció sobre el hombro de Thad, señalando las lámparas que él mismo había instalado tiempo atrás. Eran eléctricas, por supuesto, pero parecían muy auténticas: dos quinqués montados en una plancha de madera y controlados por un reductor de luz instalado en la pared.
«¡No quiero ver nada!»
Thad intentaba conservar un aspecto duro y seguro de sí mismo, pero la escena empezaba a afectarle. Advertía un tono vacilante e irregular en su voz que anunciaba un llanto inminente. Además, todo lo que dijera parecía carecer de importancia, pues extendió la mano hasta el reóstato circular de la pared. Cuando lo tocó, un fuego eléctrico azul e indoloro surgió como un chorro entre sus dedos, tan denso que más parecía gelatina que luz. El interruptor del reóstato, redondo y de color marfil, se volvió negro, saltó de la pared y recorrió la estancia con un siseo, como un platillo volante en miniatura, hasta romper el cristal de la pequeña ventana de la pared opuesta y desaparecer en el aire de un día ahora iluminado por una fantasmagórica luz verdusca, similar al color del cobre abandonado a la intemperie.
Los quinqués eléctricos despedían un brillo sobrenatural y la plancha de madera empezó a girar, retorciendo la cadena de la que colgaba el conjunto y proyectando en la estancia sombras giratorias de desquiciado carrusel. Las pantallas de vidrio de los quinqués se hicieron añicos, primero una y luego la otra, para arrojar una lluvia de cristales sobre Thad.
Sin pensárselo, saltó hacia delante y tomó en brazos a su esposa inerte con la intención de sacarla de allí antes de que se rompiera la cadena y se desplomara sobre ella la pesada plancha de madera. El impulso que le movió a hacerlo fue tan poderoso que arrasó con todo lo demás, incluida la certeza de lo inútil de su gesto. Liz estaba muerta y daba igual si Stark arrancaba de sus cimientos el Empire State y lo dejaba caer encima de ella. En cualquier caso, a ella no le importaría. Ya no.
Cuando pasó los brazos por debajo de los de ella y afirmó las manos entre sus omoplatos, el cuerpo de la mujer se adelantó ligeramente y la cabeza le cayó hacia atrás. Tenía la piel del rostro cuarteada como la superficie de un jarrón Ming. Sus ojos vidriosos estallaron de repente y una nauseabunda gelatina verdosa, de repugnante calidez, le saltó a la cara. La boca se abrió en una mueca de asombro y los dientes salieron despedidos en una granizada. Thad recibió el impacto de los pequeños proyectiles, pulidos y duros, en las mejillas y en la frente. De los huecos de las encías manó una sangre medio coagulada. La lengua se le escurrió de la boca y aterrizó en la falda como un sanguinolento pedazo de serpiente.
Thad empezó a gritar… en el sueño y no en la realidad, gracias a Dios, pues de lo contrario habría dado un susto terrible a Liz.
«Aún no he acabado contigo, gilipollas —murmuró George Stark a su espalda. Su voz ya no sonaba condescendiente. Era una voz más fría que el lago en noviembre—. Recuérdalo. No intentes joderme, porque si me jodes…»
3
Thad despertó de un brinco con el rostro empapado y la almohada, que había sostenido convulsivamente contra el rostro, también mojada debido al sudor o a las lágrimas.
—«… jodes al mejor» —terminó la frase contra la almohada; después se quedó como estaba, con las rodillas encogidas contra el pecho, presa de un temblor incontrolable.
—¿Thad? —murmuró Liz desde las profundidades de su sueño—. ¿Están bien los gemelos?
—Sí —logró articular—. Yo… No, nada. Vuélvete a dormir.
—Sí, todo está… —Liz añadió algo más pero Thad no lo entendió, como no había entendido lo que Stark había murmurado después de decirle que la casa de Castle Rock era Terminal… el lugar adonde van a morir todas las vías.
Permaneció inmóvil sin salirse de la silueta que el sudor había marcado en la sábana, soltando lentamente la almohada. Se pasó el antebrazo desnudo por el rostro y esperó a que el sueño se desvaneciera, a que los temblores disminuyeran. Lo que sucedió poco a poco, con sorprendente lentitud. Por lo menos, había conseguido no despertar a Liz.
Se quedó con la mirada perdida en la oscuridad y la mente en blanco, sin tratar de encontrar sentido al sueño, deseando solo que se desvaneciera, hasta que un interminable rato después, Wendy despertó en la habitación contigua y se echó a llorar para que le cambiaran el pañal. William, por supuesto, despertó unos momentos después y decidió que también él necesitaba el cambio de pañal (aunque, cuando Thad se puso manos a la obra, encontró al bebé completamente seco).
Liz despertó al instante y se encaminó a la habitación de los niños. Thad la acompañó, considerablemente más despierto y agradecido, por una vez, de que los gemelos necesitaran ser atendidos en mitad de la noche. En mitad de aquella noche, por lo menos. Él se ocupó de William mientras Liz cambiaba a Wendy; ninguno de los dos dijo gran cosa y, cuando volvieron a la cama, Thad se alegró de comprobar que volvía a sumirse en sueños. Había pensado que, posiblemente, no sería capaz de pegar ojo en el resto de la noche. En el momento de despertar con la imagen de la explosiva descomposición de Liz aún reciente tras los párpados, había creído que nunca más conciliaría el sueño.
«Por la mañana todo habrá desaparecido, lo habré olvidado, como siempre sucede con los sueños».
Aquella noche no se volvió a despertar, pero a la mañana siguiente, cuando abrió los ojos, recordó el sueño con todos los detalles (aunque el único que conservó plena intensidad emocional fue el eco perdido y solitario de sus pisadas en el corredor desnudo) y el recuerdo no se difuminó con el transcurso de los días, como suele suceder con los sueños.
Aquel era uno de los pocos que siguió presente en su mente, real como un recuerdo. La llave que era una tecla de máquina de escribir, la palma de la mano sin líneas y la voz seca, casi sin inflexiones, de George Stark diciéndole desde detrás del hombro que no había terminado con él y que cuando uno jodía a aquel pretencioso hijo de puta, uno jodía al mejor.