Capitulo 26

Era Unh quien se había fijado en los tallos dispersos a un lado del camino, que, según dijo, podían ser pienso que había caído de una carreta cuando se había detenido allí. El ashaki local no había querido investigar, pues estaba ansioso por salir en persecución de la carreta, pero Achati se había puesto de parte del dúneo y había recordado a los demás en un tono burlón que no habían empleado a Unh para tener a alguien a quien ignorar.

El dúneo encontró las huellas de tres personas con zapatos de esclavo —un hombre y dos mujeres— que se apartaban del camino.

—He visto esta pisada antes en otro sitio —les había dicho Unh, señalando una ligera marca en la tierra—. La forma es más larga y fina que la de un pie sachakano, y hay un agujero en el talón.

Todos se habían quedado muy impresionados con Unh. Unas horas más tarde, ya no estaban tan complacidos. Tras encontrar los rastros, habían enviado los carruajes y los caballos a la siguiente finca con el cochero de Achati, y habían continuado adelante a pie. Al llegar a las cabañas de los curtidores, habían seguido uno de los tres rastros nítidos que partían de allí. Tenían prisa, porque el sol estaba a punto de ocultarse tras el horizonte, pero eso había dificultado la labor del rastreador. Debido a las sombras alargadas, y luego al crepúsculo, le costaba distinguir los detalles más sutiles de las huellas y otras pistas que estaba siguiendo. Los sachakanos se resistían a generar una luz para él, por temor a que resultara visible desde lejos en aquel terreno tan expuesto. Por otro lado, nadie estaba preocupado, pues las huellas se vislumbraban aún con la suficiente claridad para seguirlas.

Dannyl había avistado a las figuras en la lejanía con un sentimiento de triunfo. Sin embargo, este no duró mucho y dio paso al desánimo cuando se percató de que Lorkin no estaba entre ellos.

Esto había levantado un coro de maldiciones. Los Traidores que habían seguido les llevaban excesiva ventaja para atraparlos e interrogarlos sin perder demasiado tiempo, por lo que Dannyl y sus ayudantes sachakanos habían regresado apresuradamente a las cabañas. Para entonces, había caído la noche, y crear una luz para el rastreador se había vuelto inevitable. A fin de enfocarla a donde él la necesitaba, tenían que seguir a Unh de cerca, y en varias ocasiones acababan pisoteando los indicios que él buscaba. A causa de esto, el proceso de seguir las huellas se había vuelto lento y complicado, de modo que cuando, unas horas más tarde, Unh había perdido el rastro por completo, Achati decidió que debían acampar y continuar al amanecer.

Los esclavos dejaron caer su carga, visiblemente aliviados. Sin embargo, aunque era evidente que estaban agotados, sus amos necesitaban de sus servicios más que nunca. Los ashakis les pedían, entre gruñidos y lamentos, que les frotaran las piernas y los pies. Al principio, Dannyl se quedó descolocado, pero entonces recordó que los sachakanos no poseían conocimientos sobre la magia sanadora. Mientras que él había mitigado las ampollas y los dolores causados por la caminata, ellos no tenían más remedio que sufrir.

«No era consciente de la ventaja que supone para nosotros. Podría ser importante si algún día nuestros países se enfrentan entre sí. Si ambos tenemos que recorrer una distancia larga para encontrarnos con nuestro enemigo, los sachakanos serán los únicos cansados y doloridos por el esfuerzo».

El dúneo se puso en pie de repente y anunció que intentaría localizar el rastro de nuevo. Achati, mirando a los demás, dijo que alguien debía acompañarlo para mantener un escudo en torno a los dos. Dannyl se levantó.

—Iré yo, a menos que me necesiten aquí.

El mago sacudió la cabeza.

—Adelante. Mantenga el escudo reforzado y no vaya demasiado lejos. Los Traidores podrían estar observándonos. Quizá no se atrevan a matar a nadie, pero si hirieran a alguien de nosotros, tendríamos que separarnos o aflojar el paso.

Dannyl salió del campamento en pos de Unh, creó un globo de luz y lo hizo flotar delante del hombre. Avanzaba varios pasos por detrás e intentaba poner los pies allí donde los había puesto el dúneo, para asegurarse de no pisotear ninguna huella que no fuera de Unh. La distancia que los separaba hacía que mantener el escudo en torno a ambos fuera todo un reto para él.

Los sachakanos habían acampado en una hondonada en forma de tazón entre dos cadenas de colinas. Unh rodeó el ramal más corto de una de ellas sin despegar la vista del suelo. Unos pasos más adelante, se puso en cuclillas y, tras estudiar el terreno, alzó la mirada hacia Dannyl y le hizo un gesto para que se acercara.

Dannyl salvó la distancia entre los dos y dirigió la mirada al punto que Unh le señalaba.

—Mira esto —dijo el hombre—. Alguien ha pisado esta piedra y luego la ha hundido de nuevo en la tierra. La dirección en la que caminaba el que la pisó se distingue por la hendidura que hay delante y el montículo que hay detrás.

Después de la explicación, a Dannyl le pareció bastante obvio.

—¿Cómo sabes que fue una persona y no un animal?

Unh se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero tendría que ser un animal grande, y a casi todos los cazaron hace mucho.

Se irguió y fue en busca de otras señales de paso. Dannyl lo siguió, concentrándose en mantener el escudo, dirigir el globo de luz y caminar sobre las huellas del dúneo. Cada pocos pasos se detenían, Unh señalaba un hilo enganchado en alguno de los árboles escasos y raquíticos del lugar, pelos humanos y unas pisadas muy definidas en una zona arenosa. A continuación, se pasó largo rato examinando el suelo, y Dannyl aprovechó la ocasión para echar un vistazo alrededor, intentando no imaginar que unas figuras los espiaban ocultas en la oscuridad. Cuando miró hacia un lado, un escalofrío le bajó por la espalda.

—¿Eso es una cueva? —preguntó, apuntando con el dedo a una abertura oscura en la cuesta empinada que había a un lado.

Unh se enderezó y se acercó despacio a la grieta de negror en la roca. Continuó escudriñando el suelo, moviendo la cabeza hacia la abertura y luego en dirección contraria.

—Nadie ha pasado por aquí —dictaminó. Tocó un lado de la grieta—. Esto ha ocurrido hace poco.

Le hizo señas a Dannyl, que se acercó a toda prisa. Intentaron inspeccionar la brecha, pero solo vieron oscuridad. Dannyl invocó magia, creó otra luz y la envió al interior. El fondo de la grieta, que estaba cubierto de piedras, descendía un poco y luego se nivelaba. Los lados del agujero se prolongaban durante un trecho antes de desembocar en las tinieblas.

—Hay un espacio más grande dentro. ¿Quieres echar una ojeada? —preguntó Unh.

Dannyl volvió la mirada atrás, hacia el campamento, que no estaba muy lejos, y asintió. Unh desplegó una gran sonrisa, una expresión que desentonaba con su actitud habitual, distante y digna. Una oleada de emoción recorrió a Dannyl, no muy distinta del entusiasmo que había experimentado hacía mucho tiempo, cuando exploraba las Tierras Aliadas con Tayend.

Unh hizo un ademán hacia la abertura.

—Tú primero.

Dannyl soltó una risita. Tenía sentido. Él tenía muchas más posibilidades de sobrevivir si molestaban a un animal salvaje o sorprendían a unos Traidores.

El suelo pedregoso era de rocas sueltas, por lo que, más que caminar, Dannyl se deslizó hacia el hueco. Miró en torno a sí y no vio más que penumbra y las formas imprecisas de las paredes que lo rodeaban. Aguardó mientras Unh bajaba deslizándose para reunirse con él, luego aumentó la intensidad de la luz…

… y se encogió cuando las gemas centelleantes de las paredes reflejaron la luz. Un ruido resonó en la cavidad, y él cayó en la cuenta de que había proferido una exclamación inarticulada de miedo.

La lluvia de azotes que esperaba no llegó. Estaba respirando agitadamente, con el corazón golpeándole el pecho.

—Has visto algo así antes —aseveró Unh, observando a Dannyl con interés.

El historiador lo miró.

—Sí. —No tenía sentido negarlo. Su reacción lo había delatado.

—Esto no es peligroso. —El hombre hablaba con convicción y autoridad. Ahora fue Dannyl quien posó la vista en su acompañante con curiosidad.

—¿Sabes lo que es?

Unh asintió y miró en derredor, con la expresión sonriente de quien reconoce lo que ve.

—Sí. Estas piedras no tienen poderes. No las han criado para que tengan poderes. Son naturales. Seguras.

—O sea que… ¿las piedras que vi en el lugar en que estuve antes habían sido creadas para ser peligrosas?

—Sí. Las crearon unas personas. ¿Dónde estaba ese sitio?

—En Elyne, bajo las ruinas de una ciudad antigua.

Unh asintió de nuevo.

—Hace tiempo, un pueblo vivía aquí, en las montañas. Conocían el secreto de las piedras. Pero ya no están. Todo se acaba. —Sacudió la cabeza—. No todo —rectificó—. Los dúneos conservamos algunos de los secretos.

—¿Sabes cómo elaborar gemas mágicas?

—Yo no. Algunas personas de mi pueblo. Los elegidos. —Su semblante se ensombreció—. Y los Traidores. Hace mucho, vinieron y sellaron un pacto. Pero lo rompieron y robaron los secretos. Por eso ayudo a los sachakanos, a pesar de lo que le hacen a mi pueblo.

—¿Los Traidores saben cómo crear cuevas como la de Elyne? —inquirió Dannyl. De haberlo sabido, no habría entrado en aquella como un niño que exploraba para divertirse.

—No —respondió Unh—. Nadie lo sabe. Hasta los dúneos olvidamos cosas.

—Eso es algo que seguramente está mejor olvidado.

—Sí. —Unh sonrió—. Me caes bien, kyraliano.

Dannyl parpadeó, sorprendido.

—Gracias. Tú a mí también.

El hombre le dio la espalda.

—Volvemos al campamento ahora. He encontrado una pista.

Resultó mucho más difícil salir de la cueva que entrar en ella, con las piedras que resbalaban bajo sus pies, pero el dúneo apoyó los dedos de los pies en la superficie áspera, a un lado de la grieta, y consiguió escalar hasta el exterior. Dannyl creó un pequeño disco de magia debajo de su cuerpo y salió levitando. A Unh esto pareció hacerle mucha gracia.

El trayecto de vuelta al campamento fue mucho más rápido, pues Unh ya no tenía que detenerse a examinar el suelo. Fue un alivio para Dannyl descubrir que los magos habían dejado que sus esclavos se fueran a dormir. Estos yacían despatarrados en el suelo junto a sus amos, que bebían algún tipo de licor en unas copas ornamentadas que cada uno había traído consigo. Dannyl aceptó un poco de aquel líquido abrasador. Solo prestó atención a medias a su conversación sobre el hijo de un ashaki que no servía para el comercio y estaba a punto de arruinar a su familia.

No dejaba de pensar en el miedo que se había apoderado de él cuando había visto las paredes de gemas. «No se me pasó por la cabeza preguntarme cuánto valdrían como simples joyas, ni siquiera después de tranquilizarme. Por otro lado, estaba bastante distraído…».

De pronto, le vino a la mente el recuerdo del día en que despertó totalmente vacío de energía. El recuerdo de Tayend y del descubrimiento de lo que había estado ocultándose a sí mismo durante casi toda su vida: que era un «doncel». El recuerdo de que amaba a Tayend.

Lo invadió la tristeza. «Es una pena que hayamos cambiado tanto. En vez de crecer el uno en torno al otro como árboles entrelazados, el ideal romántico de las parejas, nuestras ramas se han enredado de forma fastidiosa, compitiendo por el agua y el suelo».

Soltó un resoplido leve. Toda aquella imaginería sentimental era más del gusto de los amigos poetas de Tayend. Miró a los sachakanos y a Unh. Todas estas ideas les parecerían absurdas, aunque por motivos distintos.

«¿Saben los Traidores de la existencia de la cueva? Unh ha dicho que la grieta era reciente. Dudo que los sachakanos lo sepan. Por lo que recuerdo, la principal actividad comercial de los dúneos es la venta de gemas. Me pregunto si Unh planea volver con algunos de los suyos para cosecharlas antes de que los Traidores las descubran».

Entonces recordó lo que había dicho Unh. Los dúneos sabían cómo fabricar gemas con propiedades mágicas. Costaba imaginar que un pueblo con una vida sencilla y nómada tuviera acceso a un conocimiento tan especial.

«Tal vez su vida no sea tan sencilla, después de todo».

¿Cómo era posible que los Traidores no hubieran abandonado su ciudad escondida, pese a poseer semejante poder? Claramente, las gemas tenían sus limitaciones. Quizá había que fijarlas en una superficie, en una cueva, para convertirlas en un arma eficaz.

«Los documentos que mencionaban la piedra de almacenaje no decían que estuviera pegada a nada. De lo contrario, al desprenderla habría perdido toda su utilidad, y nadie se habría molestado en perseguir al ladrón».

A Lorkin le habría interesado mucho todo lo que él había averiguado aquella noche. Pero Lorkin estaba con los Traidores…

… y los Traidores tenían conocimientos sobre gemas mágicas.

Dannyl contuvo el aliento.

De repente, comprendió algo que lo pondría en una situación considerablemente incómoda respecto a los hombres con los que estaba, el rey de Sachaka, el Gremio y, sobre todo, la madre de Lorkin.

De repente, comprendió que había muchas posibilidades de que Lorkin no quisiera ser encontrado.

No mucho después del amanecer, Savara había decidido que hicieran un alto en una cresta elevada y al descubierto. El terreno se había vuelto más pendiente y accidentado en el transcurso de la noche, y todos los Traidores de su grupo habían utilizado unas luces diminutas y tenues que flotaban cerca del suelo para iluminar el camino. Después de apostar vigías y enviar una avanzada a explorar, ella ordenó al resto del grupo que acampara al otro lado de la cresta, donde no estarían tan a la vista, e intentaran dormir.

—Ahora les llevamos varias horas de ventaja a nuestros perseguidores —dijo—. También tendrán que pararse a descansar, y están menos acostumbrados que nosotros a moverse por territorios agrestes. Reanudaremos la marcha tras el anochecer.

Los demás Traidores llevaban mochilas pequeñas, como aquellas con las que cargaban Lorkin, Tyvara y Chari desde que habían dejado atrás la carreta. Entonces él descubrió para qué eran las telas gruesas enrolladas. Estaban extendiéndolas para usarlas como colchón. Él había supuesto que se trataba de algún tipo de manta, pero tenía sentido que llevaran un colchón en vez de una manta: los magos podían calentar el aire, pero no ablandar el suelo.

«Y menos aún aquí», pensó mientras se tumbaba junto a Chari y Tyvara. En aquella zona no había más que rocas y piedras, con algún que otro árbol retorcido. Al oír unos pasos y volverse, vio que Savara se aproximaba y se levantó rápidamente.

—He reflexionado sobre su propuesta y he consultado a la reina —le informó ella. «Por medio de un anillo de sangre, sin duda», pensó él—. Le ha concedido permiso para acompañarnos a Refugio, si aún lo desea. Pero no será ella quien decida si se le permitirá marcharse. Esta decisión se tomará en una votación, lo que seguramente implica que tendrá que quedarse. Muchos Traidores tendrán miedo de que revele usted el emplazamiento de la ciudad si dejamos que se vaya.

Lorkin asintió.

—Lo comprendo.

—Tómese tiempo para pensarlo —dijo ella—, pero necesito que me comunique su decisión antes de que partamos esta noche.

Se alejó, ascendió a lo alto de la cresta y se sentó a la sombra de una peña grande. «Está vigilando», concluyó Lorkin. Se tumbó de nuevo, aunque sabía que no podría conciliar el sueño por la decisión que tenía que tomar.

—Nadie te lo reprochará si decides volver a casa —dijo una voz cercana.

Se colocó de costado y vio que Chari lo observaba, con un brazo debajo de la cabeza, a manera de almohada.

—La otra facción…, la que envió a alguien a matarme…, ¿lo intentará de nuevo si voy a Refugio? —preguntó él.

—No —respondió ella sin vacilar—. Una de nuestras reinas decretó hace mucho tiempo que no podían cometerse asesinatos en Refugio. Creo que algunos de los nuestros decidieron que si eran un arma política útil fuera de Refugio, también lo serían dentro. En Refugio, un asesinato es un asesinato, excepto cuando se trata de una ejecución, que es la pena que se impone a los asesinos.

Lorkin asintió. «Y es la pena a la que se enfrenta Tyvara».

—¿Cabe la posibilidad de que un Traidor quiera leerme la mente?

—Todos querrán echar un vistazo al interior de esa cabeza tuya, pero lo tienen prohibido, a menos que les des tu consentimiento. Leerle la mente a alguien contra su voluntad también se considera un delito grave. No queremos ser como los ashakis.

—Entonces, si me niego…, seguramente querrán asegurarse de que mis intenciones son buenas antes de dejarme entrar en la ciudad.

—Les encantaría. Pero las leyes están para cumplirse. Algunas son un poco absurdas, como la que permite que la reina decida si un forastero puede entrar en la ciudad, pero no si puede irse.

—Si no puedo irme, ¿qué se me exigirá?

—Que respetes la ley, por supuesto. —Se encogió de hombros—. Eso incluye colaborar en las labores de la ciudad. No puedes esperar que te demos comida y una cama en la que dormir sin ayudarnos de alguna manera.

—Me parece justo.

Chari sonrió.

—¿Alguna otra pregunta?

—No. —Lorkin se colocó boca arriba—. Al menos por el momento.

Había reflexionado mucho desde que se habían unido a la portavoz Savara y sus acompañantes y él se había enterado de que quizá no podría marcharse de Refugio. Durante ese tiempo había elaborado una lista de motivos para ir allí y para no ir. La lista de motivos para no ir era breve:

«He venido a Sachaka a ayudar a Dannyl, no a correr aventuras por mi cuenta, aun si esas aventuras pueden resultar en una alianza beneficiosa para el Gremio».

Aunque él carecía de la autoridad necesaria para negociar una alianza, solo tenía que conseguir que los Traidores estuvieran dispuestos a pactar, y luego encargarse de que un mago del Gremio con autoridad se reuniera con ellos. Dannyl, por ejemplo.

«A mi madre no le gustará».

Pero la decisión no le correspondía a nadie más que a él. Aun así, al pensar en ella sentía tanto añoranza como culpabilidad. No le gustaba la idea de no volver a verla, o a hablar con ella. Aún no se le había presentado la ocasión de utilizar su anillo de sangre sin revelar su existencia. Si entraba en Refugio, ¿lo registrarían? ¿Le quitarían el anillo los Traidores si lo encontraban? Si sospechaban de él hasta el punto de no dejar que se marchara de Refugio, desde luego tampoco querrían que utilizara un artilugio mágico que le permitía transmitir todo lo que sabía al Gremio.

Empezaba a pensar que tendría que usarlo pronto, aunque solo fuera para tranquilizar a su madre, y encontrar luego un lugar donde esconderlo.

«Conservar el anillo es otro motivo para no ir a Refugio. Pero es un motivo menor, y puedo hacerlo desaparecer».

En conjunto, los motivos para ir eran mucho más numerosos. En primer lugar, estaba Tyvara. No podía plantearse la posibilidad de abandonarla. Si no declaraba en su favor en el juicio, tal vez la ejecutarían. Ella le había salvado la vida y podía morir por ello, lo que lo convertiría a él en culpable absoluto de su muerte.

«Aunque supiera que ella no corre peligro, la perspectiva de no volver a verla… —Notó una opresión en el pecho, y se le aceleró el pulso. Frunció el ceño—. Esto va más allá de mi obligación de ayudarla. Me gusta. Mucho. No puedo abandonarla, aunque ella no corresponda a mis sentimientos».

Pensó en lo que había insinuado Chari: «Nuestra Tyvara no se conforma con cualquier hombre. Pero no te preocupes por eso». La mujer creía que Tyvara lo encontraba atractivo. Pero el comportamiento de Tyvara parecía indicar lo contrario. Era como si ella estuviera empeñada en ahuyentarlo; ponía mala cara cuando él le hablaba e intentaba convencerlo de que regresara a Kyralia. Cada vez que lo hacía, Chari le aseguraba a Lorkin que Tyvara se sentía culpable por no haberle explicado antes el precio que tendría que pagar por entrar en Refugio, y no quería que renunciara a su libertad por ella.

«Pero si dejo que me convenza de volver a Kyralia, no solo me habrá salvado, sino que tal vez habrá sacrificado su vida por mí. No puedo permitir que eso ocurra».

Tyvara no era la única razón por la que debía ir a Refugio. Si después de llegar hasta allí, tan cerca de aquellos Traidores, no intentaba establecer negociaciones entre ellos y el Gremio, estaría desaprovechando una oportunidad magnífica. Dudaba que muchos extranjeros tuvieran la ocasión de entrar en Refugio y hacer propuestas de ese tipo. Aunque a los Traidores no les gustara la idea, al menos él la habría sembrado en su mente.

Pero ¿era realista esperar que un pueblo tan reservado decidiera comerciar con el Gremio?

«Bueno, si quieren adquirir conocimientos de sanación mágica, no les quedará otro remedio».

Cabía la posibilidad de que los Traidores concluyeran que era más seguro renunciar a la sanación y permanecer ocultos a los ojos del mundo, manteniéndolo a él recluido en Refugio. Pero valía la pena correr el riesgo.

Tenía que reconocer que lo acosaba la idea de que estaba obligado a expiar la traición de su padre. Aunque él no podría proporcionarles conocimientos de sanación sin permiso del Gremio, podía encaminar sus esfuerzos a obtener ese permiso. Tenía la sensación de que era lo menos que podía hacer por los Traidores.

«Y si todo sale según el plan, conseguiremos algo a cambio. Tal vez solo la habilidad de bloquear la lectura mental, pero algo me dice que tienen algo más que ofrecer. Estoy seguro de que el bloqueo de la mente se consigue con alguna gema similar a las piedras de sangre. Sería todo un terreno nuevo de la magia por explorar».

El Gremio se negaría a negociar con los Traidores mientras mantuvieran cautivo a Lorkin. A la larga, si los Traidores querían aprender sanación mágica, tendrían que liberarlo. Mientras tanto… Chari había mencionado unos documentos. Como llevaban varios siglos ocultos, los Traidores debían de poseer datos históricos totalmente desconocidos para Dannyl; documentos que podían conducir al redescubrimiento de la magia antigua; técnicas mágicas que el Gremio podría utilizar para defenderse. «Siempre y cuando esas técnicas existan, puedan emplearse de forma defensiva y yo consiga transmitir algún día esa información al Gremio».

Lorkin suspiró. Tal vez era demasiado optimista al pensar que los Traidores podían llegar a pactar con el Gremio y las Tierras Aliadas, y que él recuperaría su libertad. Quizá estaba haciéndose demasiadas ilusiones.

Por otro lado, los Traidores eran mucho mejor personas que quienes gobernaban el resto de Sachaka. Detestaban la esclavitud, para empezar. Creían en la igualdad de todos: hombres, mujeres, magos y no-magos.

Además, ejercían una influencia increíble sobre todo el país a través de sus espías. Él tenía que reconocer que la posibilidad de que algún día dominaran Sachaka lo seducía. No le cabía duda de que lo primero que harían sería abolir la esclavitud. Sin embargo, dudaba que renunciaran a la magia negra. Aun así, sería un paso de gigante hacia la incorporación de Sachaka a las Tierras Aliadas.

«¿Cómo voy a rendirme y volver a Arvice, después de todo lo que he visto aquí? Los esclavos, la terrible jerarquía basada en la herencia y la magia negra. La sociedad de los Traidores no puede ser peor que eso».

Tenía muchas razones para ir a Refugio, y muy pocas para regresar a Arvice.

No era consciente de que se había levantado hasta que vio que tenía los pies en el suelo. Aquella sensación de determinación y firmeza resultaba de lo más estimulante. Pasó junto a varias mujeres dormidas y se acercó a Savara, que estaba reclinada sobre la pared de roca, con los párpados cerrados.

—Iré a Refugio —le dijo, suponiendo que no dormía.

Ella abrió los ojos de golpe y los clavó en él. Su mirada destilaba una inteligencia desconcertante. Lorkin no pudo evitar pensar que ella debía de haber sido toda una belleza en su juventud.

—Bien —respondió Savara.

—Pero tendrán que dejar que yo me ocupe del embajador Dannyl —añadió él—. No se dará por vencido. Si conociera usted a mi madre, lo entendería. Acabará por encontrar Refugio, a menos que ustedes lo maten. Lo aprecio bastante, así que les agradecería que no lo mataran. Y, si lo hicieran, las consecuencias seguramente no serían buenas para los Traidores.

—¿Cómo lo convencerá de que deje de seguirlo?

Él le dedicó una sonrisa lúgubre.

—Sé qué es lo que tengo que decirle. Pero debo hablar con él a solas.

—Dudo que los ashakis permitan que usted se marche, si lo ven.

—Tendremos que conseguir de algún modo que él se aparte de ellos por un momento.

Ella reflexionó sobre ello con expresión ceñuda.

—Creo que podemos encargarnos de eso.

—Gracias.

—Váyase a dormir. Tendremos que dejar que nos alcancen de nuevo, así que, mientras tanto, lo mejor será que aprovechemos para descansar.

Lorkin regresó a su colchón y vio que Tyvara estaba incorporada, mirándolo con cara de pocos amigos.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Más te vale no imaginar que entre tú y yo hay algo más de lo que hay, kyraliano —le advirtió con voz grave.

Él fijó la vista en ella, de pronto invadido por las dudas. Ella le sostuvo la mirada, antes de volverse bruscamente en otra dirección y tumbarse dándole la espalda. Él se acomodó en su colchón y notó que la preocupación empezaba a corroerlo.

«Tal vez sea algo no correspondido…».

—Tranquilo —susurró Chari—. Siempre hace lo mismo. Cuanto más le gusta alguien, más se empeña en alejarlo de su lado.

—Cállate, Chari —siseó Tyvara.

Tumbado en el duro suelo, Lorkin supo que no iba a pegar ojo. Le esperaba un día muy largo. Empezaba a preguntarse si tal vez vivir en una ciudad de mujeres como aquellas presentaría un inconveniente importante.

Mientras Regin relataba las últimas fases de la Invasión ichani, Sonea maldijo a Cery de nuevo e intentó no escuchar. Después de salir del Gremio, el sanador que le había llevado el mensaje y ella se habían dirigido rápidamente al hospital en carruaje.

«Han pasado tantas horas desde entonces, que tengo la sensación de que fue algo que ocurrió ayer».

Recordó que se había producido un retraso. Un sanador que era nuevo en el hospital la había asediado a preguntas sobre el protocolo. Sonea le había dicho que podía hacer esas preguntas a cualquier otro sanador del lugar e incluso a algunos ayudantes, pero él no parecía fiarse de ellos. Para cuando Sonea logró zafarse de él, Regin estaba allí, esperándola.

Había llegado en un carromato que utilizaba para transportar provisiones a su casa familiar. Ella se había sentido algo fuera de lugar en la parte trasera de un carro viejo, sentada en una caja vacía, al igual que él. Pero había sido una decisión astuta. Habrían llamado demasiado la atención si se hubieran presentado en un carruaje del Gremio.

Además, Regin había comprado unos abrigos viejos y raídos para que se los pusieran por encima de las túnicas. Ella se sintió inmensamente agradecida por ello, y un poco avergonzada por no haber pensado cómo se disfrazarían.

«Bueno, tenía muchas cosas en la cabeza. Muchas más de las que Regin se imagina. Y aunque Cery está enterado del secuestro de Lorkin, no he tenido ocasión de decirle que Dannyl está a punto de dar con él».

Cuando habían llegado a su destino, un hombre había salido a su encuentro y les había comunicado que su anfitrión los esperaba, y que solo tenían que enfilar el pasillo y llamar a la última puerta a la izquierda. Habían entrado en el viejo matadero, cuyo dueño se había visto obligado a trasladar su negocio cuando la zona se había vuelto más próspera y remilgada respecto a sus vecinos. Ahora se utilizaba como almacén.

«Estaba anocheciendo cuando llegamos. Me preocupaba que se nos hiciera tarde. Ya veo que no había tanta prisa».

Los habían llevado a una sala sorprendentemente bien amueblada. Un hombre de aspecto poco corriente se había levantado de uno de los caros sillones para dedicarles una reverencia. Era moreno como un lonmariano, pero con un tono claramente rojizo en la piel y unos ojos extraños y alargados que le recordaron los dibujos de depredadores peligrosos que moraban en las montañas.

Sin embargo, hablaba sin acento. Se identificó como Skellin y les ofreció una copa. Ellos rehusaron. Sonea supuso que Regin era tan reacio como ella a embotar sus sentidos antes de un posible enfrentamiento mágico.

«Tal vez debería haber aceptado esa copa».

Saltaba a la vista que estaba emocionado de verlos. Cuando por fin dejó de manifestar su entusiasmo por hallarse en presencia de magos de verdad —entre ellos la mismísima Maga Negra Sonea—, les contó su historia. Su madre y él habían abandonado su país de origen —que estaba muy lejos, al norte— cuando él era niño. Farén, el ladrón al que ella había accedido a prestar sus servicios como maga a cambio de que la ocultara del Gremio, lo había criado para que fuera su heredero. Apenas se acordaba de su tierra natal y se consideraba kyraliano.

Llegados a este punto, Sonea había empezado a sentir simpatía hacia él, aunque no había olvidado que era un importador de craña. Cery había sido el último en llegar, y Skellin se había puesto serio. Explicó su estratagema. Según había averiguado, la renegada trabajaba para un vendedor de craña que compraba la mercancía a un trabajador de aquel edificio. Estaba previsto que fueran a buscar más, pero no podían estar seguros del momento. A veces se pasaban por allí a primera hora de la tarde, a veces mucho después. Skellin tenía hombres preparados para avisarle cuando ella y el vendedor llegaran. No les quedaba más que esperar.

«Y a fe que hemos esperado —pensó ella—. Durante horas y horas. Lo único que quiero es regresar para preguntarle a Osen si Dannyl ha alcanzado ya a Lorkin».

En vez de eso, Skellin había insistido en que Regin y ella contaran historias del Gremio. El ladrón sabía cómo había llegado ella a convertirse en maga, pero no cómo había ingresado Regin en el Gremio. Aunque el relato de Regin no era precisamente emocionante o extraordinario, Skellin se mostró visiblemente interesado por él. A continuación, quiso saber cómo se estructuraban los estudios en la universidad, qué normas debían seguir, qué disciplinas se impartían y qué englobaban.

El ambiente se tornó menos agradable cuando él los apremió para que describieran la Invasión ichani.

—Seguro que tienen anécdotas increíbles que contar —dijo el ladrón con una gran sonrisa—. Yo no estaba aquí en aquel entonces, claro. Mi madre y yo aún no habíamos llegado al país.

Regin le había evitado a Sonea la angustia de revivir el momento más doloroso de su pasado, tomando el relevo de la historia desde ese punto. Ella se preguntó si lo había hecho porque se había imaginado lo difícil que le habría resultado. Fuera como fuese, se sintió aún más agradecida hacia él.

«Ya van tres cosas por las que tengo que darle las gracias esta noche —pensó—. El carromato, los abrigos y haberme ahorrado el tener que evocar recuerdos desagradables. Debería…».

Unos golpes en la puerta interrumpieron sus pensamientos. Skellin respondió en voz muy alta, y un hombre delgado vestido de negro abrió la puerta.

—Están aquí —dijo antes de retroceder y salir de la habitación.

Sonea suspiró aliviada lo más silenciosamente que pudo. Todos se pusieron de pie. Skellin los miró alternadamente.

—Dejen aquí sus abrigos, si quieren. Nadie les verá excepto mi gente y la renegada. —Sonrió—. Estoy deseando verles utilizar sus famosos poderes. Síganme.

Cruzaron en fila otra puerta que daba a un largo pasillo. Unas ventanas brillaban débilmente al fondo.

«Falta poco para el amanecer. ¡Llevamos toda la noche en vela! —Sintió una punzada de aprensión—. ¿Habrá encontrado ya Dannyl a Lorkin? ¿Y si Osen ha enviado a alguien a buscarme y han descubierto que me he escapado? Aunque no lo haya hecho, a mis cómplices en el hospital les habrá costado impedir que el sanador nuevo me busque para hacerme más preguntas.

»Alguien debe de haber reparado en mi ausencia a estas alturas».

Pero, aunque así fuera, daba igual. Cuando Regin y ella regresaran al Gremio con la renegada, no haría falta que siguiera encubriendo sus andanzas fuera de los hospitales. Si Rothen estaba en lo cierto, nadie les daría importancia. Todos centrarían su atención en el descubrimiento de que una maga que no solo no pertenecía al Gremio, sino que trabajaba activamente para delincuentes había estado viviendo en la ciudad.

Si Rothen se equivocaba, las cosas iban a ponerse muy feas para ambos.