Cuando el esclavo se puso a gimotear, con la cabeza apretada entre las grandes manos del ashaki Tikako, Dannyl no pudo evitar estremecerse. Aunque nunca le había leído la mente un mago negro, no debía de ser una experiencia agradable, a juzgar por la reacción de los esclavos de aquel hombre.
Con un gruñido de rabia y frustración, Tikako apartó al esclavo de un empujón. El hombre se golpeó el hombro contra el suelo al caer y, como su amo le ordenó a gritos que se largara, se alejó lo más deprisa posible, a cuatro patas. Los esclavos que estaban arrodillados cerca, aguardando su turno para ser interrogados, se encogieron cuando el ashaki dirigió su atención hacia ellos.
No faltaban muchos. Dannyl había contado ochenta hasta el momento. Ninguno de ellos había revelado información útil sobre Lorkin y Tyvara. Ni siquiera habían sido capaces de confirmar si Tyvara había hablado alguna vez con alguien de la finca.
El amo apuntó con el dedo a una joven que se le acercó de mala gana, arrastrando las rodillas enrojecidas a causa del contacto prolongado con el áspero empedrado. Tikako la agarró de la cabeza antes incluso de que ella se hubiera detenido ante él. La mujer juntó las cejas, y Dannyl no pudo evitar contener el aliento, deseando que conociera el paradero secreto de Lorkin, aunque eso seguramente le acarrearía la muerte por no haber facilitado esta información cuando su amo la había pedido.
Tras una larga pausa, Tikako la miró fijamente y luego, con un rugido inarticulado de rabia la levantó ligeramente y la arrojó hacia atrás. Ella abrió los ojos de golpe mientras salía despedida a través de la habitación. Se estrelló contra uno de los grandes jarrones de cerámica colocados a intervalos regulares a lo largo de las paredes, de los que desbordaban bellas plantas en flor. Se incorporó y parpadeó despacio, con la mirada vidriosa.
Dannyl contuvo otra maldición. «Qué brutalidad, la de esta gente. Les gusta creerse muy dignos, con sus ritos y su jerarquía, pero en el fondo siguen siendo tan crueles como los describen todos los tratados de historia». Dannyl sabía que, después de aquel día, no olvidaría fácilmente por qué los sachakanos eran tan temidos, a pesar de que sus anfitriones lo trataban con un respeto y una cortesía impecables. Su crueldad no derivaba del poder que poseían, sino de su voluntad de emplearlo para dominar a quienes eran más débiles que ellos.
La joven no se había puesto de pie, y ninguno de los otros esclavos había hecho el menor esfuerzo por ayudarla. Mientras el ashaki Tikako llamaba a otro esclavo, Dannyl se apartó disimuladamente del lado del ashaki Achati y se acercó a la chica. Esta lo miró, pestañeando sorprendida, y bajó la vista rápidamente cuando él se acuclilló junto a ella.
—Déjame echar un vistazo —le dijo.
Ella agachó la cabeza pasivamente mientras él le examinaba la nuca. Estaba sangrando y empezaba a hincharse. Él posó la mano sobre la herida, se concentró y proyectó magia para sanarla. Ella abrió mucho los ojos y se le aclaró la vista.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Dannyl cuando terminó.
Ella asintió y se inclinó hacia él.
—Las personas que busca se han marchado —le susurró—. Él va vestido como un esclavo y lleva la piel teñida para parecerse a nosotros. Se dirigen en una carreta hacia la finca de campo del amo, al oeste.
—¿Te refieres a…? —empezó a preguntar Dannyl, pero ella meneó la cabeza despacio, como para intentar despejársela, y se echó hacia atrás.
—No malgaste sus poderes, embajador. —Al alzar la vista, Dannyl vio al ashaki Tikako, que lo miraba con una sonrisita—. No costará mucho sustituirla por otra.
Dannyl se levantó.
—Ahorrarle un poco de dinero es lo menos que puedo hacer después de que usted haya dedicado tanto tiempo y esfuerzo a interrogar a sus esclavos.
—Sin mucho éxito, he de reconocer. —Tikako suspiró y contempló a los cinco esclavos que quedaban. Con aire cansado, pues la ira había dado paso a la resignación, les hizo señas para que se acercaran.
Mientras el amo procedía a leerles la mente, Dannyl se colocó de nuevo junto al ashaki Achati. El hombre le dirigió una mirada inquisitiva. El embajador sacudió la cabeza levemente. No podía transmitirle a Achati lo que acababa de oír delante de Tikako. Si este se enteraba de que la esclava había conseguido ocultarle algo cuando él le había leído la mente, se sentiría humillado. Interrogaría de nuevo a la esclava y posiblemente la mataría. No sería una buena forma de agradecerle la información.
«Por otro lado, es posible que se trate de una trampa. —Dannyl frunció el ceño—. ¿Por qué no se lo contó a su amo cuando preguntó si alguien sabía algo sobre lo ocurrido? Si no quería que él se enterara, ¿por qué me lo ha revelado a mí? ¿Estará confabulado su amo con la mujer que secuestró a Lorkin?»
Fuera cual fuese la razón, saltaba a la vista que el método sachakano de lectura de mentes no era tan infalible como ellos creían. El ashaki Tikako despidió al último esclavo y se volvió hacia Dannyl y Achati. Se disculpó por no haber logrado localizar a Lorkin. No obstante, se percibía cierto tono defensivo en sus palabras. Había demostrado estar libre de culpa. Ninguno de sus esclavos había estado ocultando fugitivos ni había mentido.
«O tal vez sí que lo sabían, y él ha simulado no encontrar nada para proteger su orgullo y su honor…, o para encubrir su implicación en el secuestro».
Sin embargo, Achati parecía satisfecho. Dio las gracias a Tikako y le aseguró que su ayuda sería recompensada. A continuación, Dannyl y él caminaron de vuelta hacia el carruaje, se despidieron de su anfitrión y subieron al vehículo. Los dos esclavos de Achati, ambos hombres jóvenes, parecieron sentirse aliviados por marcharse.
Cuando cruzaron las puertas de la mansión de Tikako, Achati se volvió hacia Dannyl, con la frente arrugada por la preocupación.
—Tengo que confesarle que no sé adónde ir ahora. Yo…
—Hacia el oeste —le dijo Dannyl—. Lorkin se ha disfrazado de esclavo, y está con Tyvara en una carreta camino de la finca de campo del ashaki Tikako.
Achati se quedó mirándolo por unos instantes, y después sonrió.
—La chica esclava. ¿Se lo ha dicho ella?
—Sí.
—Sus métodos de investigación, aunque poco convencionales, parecen estar dando resultado. —La sonrisa se desvaneció de sus labios—. Hummm. Eso significa… Eso parece indicar que una de las peores posibilidades que he estado contemplando puede ser la correcta.
—¿Que el ashaki Tikako ha leído esto en la mente de la esclava pero no nos lo ha dicho porque está involucrado en el secuestro de Lorkin, o que los métodos sachakanos para leer la mente no son tan eficaces como deberían?
Achati se encogió de hombros.
—La primera es improbable. Tikako es pariente del rey, y uno de sus mayores adeptos. La segunda siempre ha sido cierta. Hace falta tiempo y concentración para examinar una mente a fondo. —Hizo una mueca—. Pero la mente funciona de tal manera que lo que más desea mantener en secreto tiende a ocupar sus pensamientos en el momento en que alguien la lee. Tikako tendría que haber visto esta información. El hecho de que la chica haya conseguido ocultarla sugiere que tal vez posea ciertas habilidades que no debería tener, habilidades que solo posee un grupo de rebeldes en particular.
—¿Rebeldes?
—Se hacen llamar Traidoras. Utilizan a esclavas para que espíen y cometan asesinatos y secuestros en su nombre. Hay algunas personas, sobre todo del sexo femenino, que creen que se trata de una sociedad integrada solo por mujeres, pues suelen llevarse a mujeres que atraviesan una situación difícil o han sufrido alguna desgracia. Sospecho que es un rumor para animar a sus víctimas a colaborar con ellas, pero que el motivo real por el que las raptan es para venderlas como esclavas, aquí o en otro país.
Un escalofrío le bajó a Dannyl por la espalda.
—Entonces, ¿qué quieren de Lorkin?
—No estoy seguro. A veces se inmiscuyen en política, por lo general con sobornos o chantajes, pero a veces también con asesinatos. Lo único que se me ocurre que pueden conseguir con el secuestro de Lorkin es humillar al rey. —Arrugó el entrecejo con aire reflexivo—. A menos que pretendan desencadenar una guerra entre nuestros países.
—Seguramente habrían matado a Lorkin si esta fuera su intención.
Achati miró a Dannyl a los ojos con expresión sombría.
—Quizá todavía tengan la intención de hacerlo.
—Entonces debemos encontrarlas cuanto antes. ¿Hay muchos caminos de los que van al oeste que conduzcan a la finca de campo de Tikako?
El sachakano no respondió. Su rostro reflejaba un desconcierto cargado de ansiedad.
—¿Por qué nos lo ha dicho a nosotros? —preguntó.
—¿Quién? —inquirió Dannyl.
—La esclava. ¿Por qué le ha indicado a usted cómo encontrar a Lorkin si es una Traidora? ¿Intenta despistarnos?
—Tal vez los Traidores no tienen que ver con el secuestro de Lorkin y quieren evitar que los culpen de ello.
La arruga en el entrecejo de Achati se hizo más profunda.
—Bueno, es la única pista de que disponemos. Sea o no una trampa, no nos queda otro remedio que seguirla.
En el camino a la finca de campo de Tikako había un flujo constante de personas y vehículos que obligó a Lorkin a seguir el consejo de Tyvara de permanecer callado para que su acento kyraliano no llamara la atención. No podía preguntarle adónde se dirigían, o pedirle más explicaciones sobre su pueblo o sobre las personas que habían intentado matarlo. Le picaba la piel a causa del tinte que la recubría. Ella le dedicaba una expresión ceñuda de desaprobación cuando se rascaba, y le propinaba patadas suaves en el tobillo si se descuidaba y miraba a los ojos a la gente que pasaba, aunque fueran esclavos. Esto resultaba tremendamente frustrante y hacía que la lentitud con que avanzaba la carreta, de la que tiraba un caballo de aspecto vetusto, le pareciera casi inaguantable.
De vez en cuando le lanzaba una mirada furtiva a Tyvara y reparaba en la tensión de su cuerpo y el modo en que se mordía el labio. Tampoco fue capaz de contener el impulso de admirar su tez morena prácticamente impecable. Era la primera vez que la veía al aire libre, al sol, y no a la luz de las lámparas o de un globo de luz mágico. Su piel tenía un brillo saludable, y él no podía evitar preguntarse si sería tan cálida al tacto como la de Riva. Entonces le venía a la memoria el recuerdo inevitable de Riva muerta, con los ojos abiertos y estáticos, y apartaba la vista.
«Tyvara es una mujer demasiado peligrosa como para sentirse atraído por ella —reflexionó—, pero por alguna razón el halo de misterio que la rodea y el no conocer el alcance de su poder le confieren aún más encanto. Por otro lado, no es buen momento para perder la cabeza por una mujer. Existe el peligro real de que pierda algo más que la cabeza».
Fue el tercer día de viaje cuando ella por fin murmuró que estaban a punto de llegar a su destino. El sol estaba ya muy bajo sobre el horizonte. Lorkin se sintió aliviado, pues esto significaba que no volverían a dormir en la carreta, pero el alivio se desvaneció en cuanto ella le dijo lo que debía hacer a continuación. Se alojarían en otra finca, donde él tendría que fingir ser un esclavo. Comerían y dormirían allí, pero ella no sabía qué harían después hasta que se pusiera en contacto con su gente.
Sería una prueba más arriesgada de la eficacia de su disfraz. Ella le había indicado que no hablara más de lo imprescindible, que mantuviera los ojos fijos en el suelo, que obedeciera sin vacilar ni protestar y que permaneciera entre las sombras siempre que le resultara posible.
Tras señalarle una abertura en el muro que tenían delante, le pidió que guiara el caballo de tiro hacia allí. Era un poco extraño que una esclava doméstica acompañara a un esclavo repartidor, así que habían inventado la excusa de que ella estaba mostrándole la ruta y enseñándole a conducir la carreta porque los demás esclavos estaban muy ocupados. A Lorkin le habían divertido las clases de conducción, pese a que no podía hacer muchas preguntas por temor a que alguna otra persona lo oyera.
Pasaron por la abertura sin otro percance que el roce de una esquina de la carreta contra un lado de la pared. Lorkin dirigió la vista hacia los edificios que se alzaban ante ellos, entre los cuales varias figuras iban y venían, todos esclavos, a juzgar por su atuendo y su forma de moverse. Cuando la carreta se acercó, los esclavos se detuvieron a mirar por unos instantes, antes de continuar con sus tareas.
—Por allí —dijo Tyvara, apuntando con el dedo a una entrada arqueada.
Él condujo el vehículo hasta el interior de un patio pequeño. Un esclavo corpulento con la cinta en el pelo que denotaba su condición de jefe de esclavos salió por una puerta y agitó el brazo para que Lorkin frenara.
La carreta se detuvo. Consciente de la mirada del jefe de esclavos, Lorkin mantuvo la vista baja. Otros dos esclavos salieron del edificio y se acercaron a la cabeza del caballo.
—No os había visto antes a vosotros dos —observó el hombre.
Tyvara asintió.
—Soy Vara, y este es Ork. Es nuevo.
—Está algo flaco para ser un esclavo repartidor.
—Ya fortalecerá los músculos con un poco de trabajo.
El hombre movió la cabeza afirmativamente.
—¿Y qué haces tú aquí?
—Tenía que enseñarle el camino —respondió con cierta insolencia—. No había nadie más disponible.
—Pfff. —El jefe de esclavos les hizo una seña para que lo siguieran y dio media vuelta—. El amo quiere que carguemos la carreta ahora, para que podáis marcharos de madrugada. No nos darán de comer hasta que terminemos.
Tyvara echó una mirada a Lorkin y se encogió de hombros.
—Entonces vamos, Ork.
Los dos se apearon de la carreta. Uno de los esclavos de la finca tomó las riendas mientras otro desenganchaba el caballo. Lorkin siguió a Tyvara al interior de una gran habitación con paredes de madera. Un olor intenso y dulzón a la lana de reber impregnaba el aire.
—Esta es la carga. —El jefe de esclavos señaló una pila de pacas de lana envueltas en hule que parecía pesar el doble de lo que la carreta podía soportar. Miró a Lorkin y luego a Tyvara—. ¿Sabéis cómo cargar un carro?
—Lo he visto hacer muchas veces —aseveró Tyvara, y comenzó a describir el orden y la distribución de los pesos. El hombre asintió y emitió un gruñido de aprobación.
—Veo que sabéis lo básico. Cuando regrese, echaré un vistazo a lo que hayáis hecho. Si está mal —advirtió, lanzando una mirada significativa a Lorkin—, tendréis que descargarlo todo y volverlo a cargar, lo que significa que no probaréis bocado hasta mañana.
—Entendido —dijo Tyvara. Se volvió hacia Lorkin—. Es hora de aprender algo nuevo.
Lorkin se alegró de que el jefe de esclavos no se quedara por ahí observando, pero había muchos otros esclavos caminando de un lado para otro, y algunos se paraban a mirarlos a Tyvara y a él. Por fortuna, ella, que en efecto parecía saber cómo cargar una carreta, le indicó cómo disponer los fardos de manera que se sostuvieran unos contra otros. Sin embargo, había muchos, y él había dormido poco las últimas noches. Si bien había empleado la sanación mágica para ahuyentar el cansancio cuando empezaba a entorpecer sus movimientos, este tardaba cada vez menos en volver.
Aunque las pacas eran todas iguales, conforme trabajaba tenía la sensación de que se volvían más pesadas. Tuvo que lanzarle las últimas a Tyvara, que hacía equilibrios en lo alto de la pila, en la carreta. Entonces se sobresaltó al oír unos pasos justo detrás de él y arrojó una de ellas de mala manera. El fardo le resbaló a Tyvara de las manos, cayó y rebotó en el costado de la carreta. Lorkin retrocedió unos pasos para atraparlo, pero falló y pisó algo que tenía detrás.
—¡Idiota! —bramó una voz conocida. Una mano surgió de la nada y golpeó a Lorkin en la cabeza, haciendo que le zumbaran los oídos. Se llevó una mano a la sien y se apartó a gatas. Suponiendo que sería más propio de un esclavo permanecer acuclillado en el suelo que ponerse de pie, se encorvó y esperó—. No te quedes ahí sentado enfurruñado. Recoge eso y termina el trabajo —ordenó el jefe de esclavos.
Lorkin se levantó y, doblado en dos y rehuyendo la mirada del hombre, corrió hacia la última paca y la recogió. Alzó la vista hacia Tyvara. Tenía el ceño fruncido de preocupación, pero extendió los brazos para demostrar que estaba lista. Él la lanzó y suspiró aliviado cuando ella la cogió y la encajó eficientemente en su sitio.
El jefe de esclavos, que aparentemente había perdonado a Lorkin por pisotearlo, le colocó unas cuerdas en las manos y los ayudó a atar con firmeza las pacas de lana a la carreta. Cuando finalizaron, él asintió en señal de aprobación.
—Pediré al chico de la cocina que os traiga comida y mantas. Podéis dormir en el almacén. Preparaos para salir temprano.
Dicho esto, giró sobre los talones y se alejó con paso resuelto. Mientras observaba cómo se alejaba el hombre, Lorkin vio con el rabillo del ojo que algo se movía. Resistió la tentación de volverse para averiguar de qué se trataba. La claridad del atardecer ya no iluminaba el patio, y las sombras bajo las verandas eran de una negrura casi impenetrable. Simulando que se examinaba las manos en la penumbra, Lorkin dirigió la mirada más allá y distinguió una silueta femenina en el vano de una puerta. Los observaba a Tyvara y a él con los ojos entornados.
—Ork —lo llamó Tyvara. Se volvió hacia ella. Estaba de pie junto a la carreta—. Ven, ayúdame a enderezar esto. —Lorkin se le acercó. Ella estaba tirando de uno de los fardos, aunque parecía estar colocado en una posición perfecta—. Mi contacto habitual no ha aparecido —murmuró—. No he visto otra puerta por la que se pueda entrar al almacén. Quedémonos aquí fuera por el momento.
—Hay una mujer mirándonos —le informó él—. ¿La has visto?
Ella arrugó el entrecejo y negó con la cabeza. El crujido de unas pisadas la hizo asomarse por encima de la carreta. Sonrió.
—¡Comida!
Lorkin la siguió mientras salía al encuentro del muchacho que se aproximaba. Este abrió mucho los ojos, bajó rápidamente la vista y les tendió dos panecillos del tamaño de un puño, aún humeantes tras salir del horno, y dos tazas. El líquido que contenían se agitaba por el temblor de su mano.
Tyvara cogió los alimentos y entregó a Lorkin su parte. En cuanto se vio libre de su carga, el muchacho dio media vuelta, corrió hacia una puerta y la atravesó como una exhalación.
—Estaba aterrorizado —musitó Lorkin.
—Sí —convino Tyvara—. Y no tenía por qué. —Regresó hacia la carreta—. Además, no ha traído mantas. Sígueme. —Pasó junto a la carreta y se encaminó hacia el almacén.
Lorkin echó a andar tras ella, con cuidado de no derramar el contenido de su taza. En la habitación no había más luz que la de una lámpara solitaria que proyectaba sombras intrincadas sobre las paredes. Una vez dentro, ella le quitó la taza y el panecillo y los dejó a un lado, junto con los suyos, cerca de un cubo que despedía un fuerte olor a orina.
—No podemos comérnoslos —le dijo mientras inspeccionaba la habitación—. Pueden haberles puesto alguna droga.
—¿Alguna droga? —Lorkin contempló la comida—. ¿Saben quiénes somos?
—Posiblemente. ¡Ah! Bien. Ven aquí.
—Pero ¿cómo puede haberles llegado tan rápidamente la noticia? —preguntó él, siguiéndola hacia la pared del fondo.
La mirada que ella le dedicó mostraba de forma inequívoca que lo consideraba un idiota por hacer semejante pregunta.
—¿Los kyralianos no utilizáis anillos de sangre?
—Sí, pero…
—Por otro lado, sin duda sabes que es más rápido viajar a caballo que en una carreta.
—Bueno, sí…
Ella puso los ojos en blanco, se dio la vuelta y se deslizó detrás de unas cajas repletas de tarros de cerámica con tapones de cera. Cuando Lorkin se acercó, vio una puerta pequeña cerrada permanentemente con tablas. Ella echó un vistazo a la lámpara y luego a las cajas de tarros. Dio un paso hacia atrás y clavó la mirada en las cajas. Estas empezaron a moverse y, bamboleándose de forma precaria, se deslizaron hacia delante hasta tapar la vista desde la puerta.
A continuación, fijó la vista en las tablas que sujetaban la puerta. Estas comenzaron a combarse, despegándose del marco.
—Apaga la lámpara —ordenó ella sin apartar los ojos de su trabajo.
Lorkin miró la lámpara, invocó su magia y la proyectó, dándole la forma de una pequeña barrera que privó a la llama de aire. Cuando la lámpara se apagó y la oscuridad invadió la habitación, él notó una brisa fresca y, al volverse, vio que allí, donde antes estaba la puerta, había un rectángulo azul marino surcado de nubes color naranja. Avanzó hacia él, pero el cielo desapareció cuando Tyvara cerró la puerta de nuevo y él sintió que su mano le apretaba el pecho para detenerlo.
—Espera —murmuró ella—. Escóndete.
Llegaban sonidos procedentes de la puerta principal del almacén. Un rayo de luz penetró en la habitación, moviéndose y haciéndose más ancho conforme la fuente se acercaba. A continuación entraron el jefe de esclavos y el muchacho, seguidos por una mujer. Ambos se quedaron mirando las tazas y los panecillos intactos, y luego recorrieron el interior del almacén con la vista.
—Se han ido —dijo el muchacho.
—No pueden haber ido muy lejos —afirmó la mujer—. ¿Vamos en su busca?
—No —dijo el jefe de esclavos—. Es demasiado peligroso. Si son quienes tú dices que son, solo el amo podría ocuparse de ellos, y está en la ciudad.
La mujer hizo ademán de replicar, pero se contuvo, asintió rígidamente y salió del almacén. El jefe de esclavos paseó la mirada de nuevo por la habitación. Por un momento, dio la impresión de que iba a registrarla, pero sacudió la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
En cuanto se marchó, Lorkin sintió la brisa otra vez. Tyvara lo asió del brazo, tiró de él y ambos cruzaron la puerta. Lo aferró con fuerza de los dos brazos. Él notó que se le revolvía el estómago cuando de pronto empezaron a elevarse en el aire.
«Levitación —pensó, bajando la vista hacia la fuerza invisible que actuaba bajo sus pies—. Hacía años que no se me presentaba una ocasión para hacer esto».
Se posaron sobre el tejado del almacén. Tyvara se agachó y comenzó a avanzar a gatas, despacio y sin hacer ruido, manteniéndose por debajo de la arista del tejado para que la gente que estaba en el patio no los viera. Lorkin la siguió, estremeciéndose ante cada crujido de las tejas de madera. Los zapatos de esclavo eran mucho más silenciosos que las botas de mago, y se agarraban sorprendentemente bien a las tejas.
Cuando llegaron al otro extremo del tejado del almacén, levitaron hasta el edificio más próximo, luego al siguiente, y por último llegaron a uno donde podían ocultarse a la sombra de una chimenea grande. Un chirrido fuerte y constante procedente de abajo ahogaría todos los sonidos que hicieran.
«Tal vez sea un buen momento para hacerle algunas preguntas».
—Cuando oscurezca del todo volveremos al camino —le dijo Tyvara.
—¿Y si nos topamos con alguien?
—Nadie se fijará en nosotros. No es extraño que haya esclavos en el camino, ni siquiera de noche, mientras que si atajamos por los sembrados, estaremos entrando en propiedad ajena. Los esclavos de campo no se nos acercarán, pero nos denunciarán ante su amo. Incluso si lográramos alejarnos antes de que él saliera a investigar, alguien que prestara atención a los testimonios de los esclavos sabría en qué dirección viajamos. —Suspiró—. Quería estar más lejos de la ciudad cuando esto ocurriera.
—¿Contabas con que ocurriría?
—Sí.
—¿Tus contactos de aquí están a salvo?
—Sí.
—Así que… ¿ellos están aquí, pero también las personas que intentaron matarme?
—Sí. —Sacudió la cabeza—. Pero… el asunto es más complicado.
Él miró a Tyvara con expectación, pero ella se quedó callada, contemplando los campos. «Es evidente que no quiere hablar de ello, pero no puede insinuar que hay algo más de lo que me ha explicado y esperar que yo no quiera averiguarlo».
—¿Por qué es más complicado? —inquirió y frunció el ceño, sorprendido al percibir la aspereza de su tono.
Ella fijó en él sus ojos, apenas visibles en la oscuridad creciente.
—No debería…, pero supongo que es inútil seguir manteniéndolo en secreto. —Inspiró profundamente y soltó el aire—. Ya no podemos fiarnos de los esclavos, ni siquiera de los Traidores. Los Traidores… no siempre estamos de acuerdo entre nosotros. Estamos divididos en grupos, en función de nuestras opiniones y nuestra filosofía.
—¿Facciones? —aventuró él.
—Sí, supongo que podríamos llamarlas así. La facción a la que pertenezco considera que eres un aliado en potencia y que debes seguir con vida. La otra… no.
Lorkin contuvo el aliento. «¡Su pueblo me quiere muerto! —Sintió que el desaliento se apoderaba de él, pero lo apartó de sí—. No, solo algunos de ellos».
—Mi facción ejerce mayor influencia sobre nuestro pueblo —aseguró ella—. Creemos que tu muerte podría desencadenar una guerra entre Sachaka y Kyralia; que solo debemos matar cuando es inevitable; que culpar a los hijos de los actos de los padres es algo propio de los sachakanos, no de nosotros. Pero… —Hizo una pausa y prosiguió, en voz más baja—. Pero he hecho algo que podría alterar ese equilibrio. —Respiró de nuevo, esta vez temblando ligeramente—. La mujer que maté para salvarte, Riva, no era una asesina enviada por una familia sachakana. Era una Traidora. Pertenecía a la otra facción.
—Me mentiste —declaró Lorkin.
—Sí. Aunque hubiera tenido tiempo de explicártelo en la Casa del Gremio, no habrías querido acompañarme, y ahora seguramente estarías muerto.
Lorkin arrugó el entrecejo. «¿Sobre qué más me habrá mentido? —Pero si todo lo demás que le había dicho era cierto, especialmente lo relativo a los Traidores, entendía que lo hubiera engañado—. No me habría ido con ella. Habría estado demasiado confundido».
—Cuando mi pueblo se entere de que la maté, el apoyo hacia la otra facción aumentará —continuó Tyvara—. Y, a juzgar por lo que ha pasado aquí, diría que no hay duda de que la noticia se nos ha adelantado. Los miembros de la otra facción no nos ayudarán e intentarán evitar que otros nos ayuden. Es posible que traten de matarte. Que intenten matarnos a los dos.
—¿Y los Traidores de tu facción?
—No intentarán matarnos, pero puede que no nos ayuden si esto los convierte en culpables de ayudar a un asesino. Al final la noticia llegará a Refugio, y nuestras líderes invalidarán cualquier orden que hayan dado las líderes de espías en las fincas. Se dictarán órdenes oficiales.
Toda esta información nueva aturdió a Lorkin. A lo largo y ancho de Sachaka había personas, una sociedad entera, deliberando sobre si él debía morir o no. Sacudió la cabeza. «¿Y a qué se refiere ella con eso de “culpar a los hijos de los actos de sus padres”? ¿Qué hicieron mis padres para enfurecerlos tanto?» Las preguntas se agolpaban en su mente, pero Tyvara y él podían ser descubiertos en cualquier momento. Lo mejor sería que se centrara en los problemas más inmediatos, como cuánto peligro representaban para él estos Traidores.
—Si tu facción estaba al mando, ¿por qué intentó matarme Riva?
Tyvara soltó una risotada breve y amarga.
—Desobedeció las órdenes que tenía. Me desobedeció a mí.
—¿Y como nadie lo sabe, creen que la asesinaste?
Ella meditó por unos instantes.
—Sí, pero incluso cuando descubran por qué la maté… Los Traidores no se matan entre sí. Es un crimen mucho más grave que el de desobedecer órdenes. Hasta mi propia facción querrá castigarme por ello.
—¿Te matarán?
—No… no lo sé. —Parecía tan dubitativa, asustada incluso, que de pronto él tuvo que reprimir el impulso de abrazarla y asegurarle que todo saldría bien. Pero habría sido una mentira. No tenía idea de qué iba a ocurrir, no sabía adónde iría ni siquiera dónde estaba. Ella lo había arrancado de todo aquello que él entendía y lo había sumergido en su mundo. La persona de recursos era ella. Quisiera o no quisiera, necesitaba que Tyvara estuviera al mando.
—Si hay alguien que puede sacarnos de esto, eres tú —le dijo—. Bien, ¿qué hacemos ahora? ¿Regresamos a Arvice? ¿Vamos a Kyralia?
—No podemos hacer ni lo uno ni lo otro. Hay Traidores en casi todas las casas de Sachaka. Ahora que mi pueblo sabe lo que he hecho, habrá Traidores vigilando el Paso. —Lorkin oyó el tamborileo de unos dedos sobre algo—. No podemos huir. Lo que tenemos que hacer es reunirnos con mi gente, con mi facción. Nos darán la oportunidad de explicar lo sucedido, y estarás a salvo. Con independencia de lo que me pase a mí, te protegerán. —Rió por lo bajo—. Ahora lo único que tengo que hacer es cruzar casi todo Sachaka contigo hasta las montañas sin que nos encuentre la otra facción, o los kyralianos y sachakanos que sin duda saldrán en tu busca.
—Así que a las montañas, ¿eh?
—Sí. Y ahora que está oscuro, creo que es hora de que emprendamos la marcha. Bajaremos junto a esa pared y la seguiremos hasta esa otra, que se junta con el muro que bordea el camino. ¿Listo?
Él asintió y sonrió avergonzado al darse cuenta de que ella no podía verlo en la oscuridad.
—Sí —respondió—. Estoy listo.
La joven que estaba en la sala de reconocimiento tenía unas sombras oscuras bajo los ojos. Sobre su regazo se retorcía un bebé, con el rostro crispado, berreando a un volumen casi inhumano.
—No sé qué hacer con él —confesó la mujer—. Lo he intentado todo.
—Deje que eche un vistazo —se ofreció Sonea.
La mujer le tendió a su hijo. Sonea lo colocó sobre sus rodillas y lo examinó minuciosamente, tanto por medio del tacto y la vista como de la magia. Para su alivio, no había indicios de lesiones o enfermedades. Sin embargo, percibía un padecimiento más común.
—Está bien —le aseguró a la chica—. Solo tiene hambre.
—¿Tan pronto? —La joven se llevó la mano al pecho—. Al parecer no produzco suficiente…
La puerta se abrió de repente, y la sanadora Nikea entró discretamente en la habitación.
—Lamento interrumpir —dijo, dirigiéndole a la joven una mirada de disculpa antes de posar la vista en Sonea—. Ha venido un mensajero que pregunta por usted. Dice que es urgente.
A Sonea el corazón le dio un vuelco. ¿Se trataba de Cery? Se levantó y devolvió el bebé a su madre.
—Lo mejor será que lo hagas pasar. ¿Podrías llevar a esta chica con Adrea? —Se volvió hacia la madre y sonrió—. Adrea es experta en problemas de producción de leche y en alimentos alternativos. Ojalá la hubiera conocido cuando nació mi hijo. Ella te ayudará.
La joven asintió y salió de la habitación detrás de Nikea. La puerta se cerró tras ellas. Sonea se quedó mirándola mientras esperaba a Cery. No obstante, cuando por fin se abrió, fue un hombre corpulento quien entró en la sala. Le resultaba familiar, y al cabo de un momento ella recordó quién era.
—Gol, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, milady —respondió él.
Ella sonrió. Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba «milady» en vez de «Maga Negra».
—¿Qué noticias me traes?
—La hemos encontrado —dijo el hombretón, abriendo mucho los ojos por la emoción—. La he seguido hasta donde vive, y Cery está vigilándola hasta que puedas ir a apresarla.
A Sonea el corazón le dio otro vuelco, pero luego sintió un nudo en el estómago. «No iré a apresarla. Tengo que mandar a buscar a Rothen. Y a Regin. —¿Podía omitir llamar a Regin?—. No, si la renegada es una maga poderosa, podría vencer a Rothen, quizá incluso matarlo. Es mejor que se enfrenten a ella dos magos en vez de uno. ¡Oh, ojalá pudiera acompañarlo! Pero si tengo que confiarle a Regin el secreto de que me he guardado información sobre una renegada, más vale que él también se ensucie las manos».
—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó.
Gol se encogió de hombros.
—No lo sé, pero con un poco de suerte, se habrá ido ya a dormir.
—Necesito mandar a buscar ayuda. Para esta situación, dos magos serán mejores que uno. —Cogió un papel y garabateó en él las palabras «Ladonorte» y «¿Ahora?», lo dobló y escribió el nombre y el título de Regin al dorso. A continuación, escribió el mismo mensaje para Rothen—. Entrégaselos a la sanadora Nikea, la que te ha hecho pasar.
Gol cogió las notas y salió de la habitación.
Cuando la puerta se abrió de nuevo, Sonea supuso que era Gol, que había vuelto. Sin embargo, se trataba de la sanadora Nikea. Mientras se acercaba, la joven miró a Sonea a los ojos, apartó la vista y de inmediato Sonea sintió un picor en la piel. «Va a preguntarme qué está pasando aquí. Tal vez ha reconocido a Gol, o se ha enterado de que trabaja para un ladrón. Dudo que vaya a reprenderme, pero Nikea no es de aquellas personas que hacen la vista gorda ante algo que no les parece bien».
—Esto… quería decirle… —empezó la mujer, frotándose las manos con un nerviosismo impropio de ella.
—¿Sí? —la animó a continuar Sonea.
—No sé qué está haciendo, pero estoy convencida de que sus intenciones son buenas. —Nikea se puso derecha—. Si necesita a alguien que… «le cubra las espaldas», como suele decirse, puede contar conmigo. Y también con algunos de los demás sanadores. Si tiene que salir, declararemos que estaba aquí.
Al percatarse de que tenía la boca abierta de par en par, Sonea se apresuró a cerrarla.
—¿Cuántos personas estáis de acuerdo en esto? —consiguió preguntar.
—Cuatro. Sylia, Gejen, Colea y yo.
Divertida, Sonea contuvo el impulso de sonreír.
—¿Lo habéis discutido ya entre vosotros?
Nikea mantuvo la mirada fija.
—Sí. No sabíamos lo que estaba pasando, ni siquiera estábamos seguros de si estaba pasando algo, pero hemos supuesto que se trata de algo importante, y estamos dispuestos a ayudar.
Sonea notó que le ardían las mejillas.
—Gracias, Nikea.
La chica se encogió de hombros antes de retroceder hacia la puerta.
—Naturalmente, nos encantaría que, si pudiera, nos explicara qué está pasando. —Llevó la mano al pomo y miró hacia atrás, esperanzada.
A Sonea se le escapó una risita.
—Lo haré cuando pueda.
Nikea le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—Le enviaré al siguiente paciente.
—Gracias. De nuevo.
Cuando la puerta se cerró detrás de la sanadora, Sonea no pudo evitar sonreír. «Por lo visto, no todo el Gremio cree que me convertiré en una asesina practicante de magia negra en cuanto me pierdan de vista». Que los sanadores confiaran en ella la conmovía. Tal vez podría arriesgarse a salir del hospital, después de todo. Sería más seguro para Rothen y Regin. Aunque no había indicios de que la renegada fuera una maga negra, las cosas podían ponerse muy feas si resultaba serlo.
Y Sonea tenía que reconocer que la idea de volver a recorrer clandestinamente la ciudad con Cery la llenaba tanto de nostalgia como de emoción. No sería justo que Rothen y Regin se divirtieran solos mientras ella se quedaba sentada esperando noticias.