Las paredes de la habitación eran cóncavas, como el interior de una esfera. «Como la cúpula del Gremio —pensó Lorkin—. ¿Hemos llegado ya a casa?»
Había una piedra grande en el suelo, en el punto más bajo de la superficie curva. Era más o menos del tamaño de un niño pequeño acurrucado, pero cuando él extendió el brazo para cogerla, descubrió que le cabía en la palma. Mientras lo sostenía en la mano ahuecada, el objeto se encogió rápidamente hasta desaparecer.
«¡Oh, no! He encontrado la piedra de almacenaje, pero he vuelto a perderla. La he destruido. ¡Cuando los sachakanos se enteren, se pondrán furiosos! Nos matarán a Dannyl y a mí…».
Sin embargo, el miedo se aplacó enseguida, cediendo el paso a una sensación placentera. No: muy placentera. Como si las sábanas se deslizaran sobre su piel e intimaran de forma agradable con las partes de él que…
De pronto, estaba totalmente despierto.
Y otra persona estaba allí, muy, muy cerca, en cuclillas encima de él, rozándolo con su piel tersa. Un olor embriagador inundaba sus fosas nasales. El sonido de una respiración le acariciaba el oído. Él no veía nada; en la habitación reinaba una oscuridad absoluta. No obstante, de algún modo supo que aquel sonido de respiración procedía de la garganta de una mujer.
«¡Tyvara!»
Notó que estaba desnuda, y de pronto ella apoyó su peso sobre su cuerpo. Habría debido sentirse consternado y apartarla de sí, pero pudo más su interés. Ella eligió ese momento para aprovecharse de su excitación, y él soltó un grito ahogado ante el placer inesperado que lo invadió cuando sus cuerpos se entrelazaron. «Traidor —le reprochó a su cuerpo—. Debería detenerla. —Pero no lo hizo—. No es que ella esté haciéndolo en contra de su voluntad», pensó a continuación.
Recordó por un momento los ratos que habían pasado hablando, lo mucho que había llegado a apreciar a la mujer inteligente y fuerte que se vislumbraba tras su actitud de sumisión forzada. «Te gusta —se aseguró a sí mismo—. O sea que esto no tiene nada de malo, ¿verdad?» Pero cada vez le costaba más pensar. Sus pensamientos se disolvían ante las oleadas de puro placer físico.
La respiración y los movimientos de ella se aceleraron, y las sensaciones se intensificaron. Lorkin dejó de esforzarse por pensar y se rindió. Entonces el cuerpo de la mujer se puso rígido y dejó de moverse. Su pecho se despegó del de Lorkin, y su espalda se arqueó hacia atrás. Él sonrió. «Vaya, eso demuestra que también está disfrutando». Ella profirió un grito amortiguado.
¿Amortiguado?
De pronto, una luz fuerte lo deslumbró. Él entornó los párpados mientras se le acostumbraba la vista, y entonces se percató de dos cosas.
La primera fue que una mano estaba tapándole la boca a Tyvara.
La segunda fue que no se trataba de Tyvara.
Otra mujer se alzaba sobre él y la desconocida, y él la reconoció con un sobresalto. Ella era Tyvara.
Pero tenía el rostro crispado en una expresión feroz. Estaba batallando por sujetar a la desconocida, que no dejaba de emitir chillidos apagados ni de forcejear. Unas gotas de algo tibio cayeron sobre el pecho de Lorkin. Bajó la vista. Era un líquido rojo, y un hilillo de él se deslizaba por el costado de la desconocida.
«¡Sangre!»
Una sensación de frío se apoderó de todo su cuerpo, y el espanto le infundió fuerzas. Con un empujón, se quitó de encima a Tyvara y la desconocida y pugnó por alejarse. La esclava, a punto de caerse de la cama, soltó la boca de la desconocida, que rodó hasta yacer de lado y clavó la mirada en los ojos de Tyvara.
—¡Tú! Pero… él debe morir. Eres… —Escupió sangre, tosiendo y apretándose el costado con las manos. Su semblante se llenó de odio, a pesar de que estaba debilitándose a ojos vistas—. Eres una traidora a tu pueblo —espetó.
—Te dije que no dejaría que lo mataras. Deberías haber hecho caso de mi advertencia y haberte marchado.
La mujer abrió la boca para replicar, pero se tensó, presa de un espasmo que le contrajo los músculos. Tyvara la agarró del brazo.
«Se muere —comprendió Lorkin—. No sé qué está pasando, pero no puedo dejar que muera sin más». Proyectó magia para envolver a Tyvara con ella, la empujó a un lado, subió a la cama de un salto y estiró el brazo hacia la moribunda.
Notó que su fuerza y su magia se veían contrarrestadas con facilidad por otra energía, que hizo añicos la sujeción mágica y lo envió rodando hasta que llegó al borde del lecho y cayó sobre el duro suelo. Se quedó tendido sin moverse, aturdido. «Tiene poderes. Tyvara tiene poderes mágicos. No es lo que finge ser. Y… ¡Ay!»
—Lo siento, lord Lorkin.
Cuando alzó la vista, vio a Tyvara de pie ante él. Se volvió hacia la otra esclava, que yacía inmóvil con la espalda hacia él. Miró de nuevo a Tyvara. «¿Cuán fuerte debe de ser? —La observó, dubitativo—. ¿Es una maga negra sachakana? Pero aquí no se enseña magia a las mujeres. Bueno, tal vez lo harían si necesitaran una espía…».
—Esa mujer estaba a punto de matarte —le informó ella.
Lorkin le clavó la mirada.
—No es la impresión que me ha dado.
Ella sonrió, pero sin el menor rastro de humor.
—Pues es cierto. La han enviado para eso. Tienes suerte de que yo haya llegado a tiempo para pararle los pies.
«Está loca», pensó Lorkin. Por otro lado, también era una maga de poder indeterminado. Sería más seguro razonar con ella que intentar pedir ayuda. Y tal vez sus razones resultarían más convincentes si él no hubiera estado en el suelo, medio tumbado, sin ropa.
Se puso en pie lentamente. Ella no movió un dedo para impedírselo. Lorkin vio que la mujer apuñalada tenía la vista fija en el cielo. O en algún punto más lejano. «Pero no está viendo nada. Ni volverá a ver jamás». Se estremeció.
Retrocedió hasta la túnica y otras prendas que los esclavos habían lavado y colgado en la pared, listas para usarse, y cogió los pantalones. Tenía una mancha de sangre en el pecho. Se limpió con un paño que los esclavos dejaban cada noche, junto con agua y una jofaina, para que se lavara por la mañana.
—Por tu actitud escéptica deduzco que no has oído hablar de la Muerte del Amante —dijo Tyvara—. Es una técnica de magia superior. Cuando un hombre o una mujer alcanza el clímax del placer mientras hace el amor, su protección natural contra la magia invasiva se debilita, y la persona queda expuesta a que la despojen de toda su energía… y de su vida. Los hombres sachakanos saben de la existencia de la Muerte del Amante y son muy cautelosos al respecto, pero no saben cómo se hace. Por lo visto antes lo sabían, pero perdieron dicho conocimiento cuando dejaron de enseñar magia a las mujeres.
—Tú eres mujer —señaló Lorkin mientras se enfundaba los pantalones—. ¿Cómo es que sabes magia?
Ella sonrió.
—Los hombres dejaron de enseñar magia a las mujeres. Pero las mujeres no.
—¿Tú también sabes cómo se hace eso de la Muerte del Amante? —Su libreta y el anillo de sangre de su madre estaban sobre la mesa. Él cogió la sortija mientras estiraba la mano hacia la sobretúnica, esperando que ella solo viera este último movimiento, y la sujetó en el puño cerrado al tiempo que se vestía. Acto seguido, recogió su libreta y se la guardó en el bolsillo interior, dejando que el anillo cayese dentro al mismo tiempo.
—Sí, aunque no es mi método de asesinato preferido. —Posó la vista en la desconocida. Lorkin siguió la dirección de su mirada y contempló el cadáver. «Si Tyvara conoce un método de magia superior, hay muchas posibilidades de que conozca otros. Y de que sea mucho, mucho más poderosa que yo».
—¿Quién eres en realidad? Obviamente no eres una esclava auténtica.
—Soy una espía. Me han enviado para que te proteja.
—¿Quién te ha enviado?
—No puedo decírtelo.
—Pero, sea quien sea, ¿me quiere con vida?
—Sí.
Miró a la mujer muerta.
—La… la has, esto… matado para salvarme.
—Sí. Si no la hubiera encontrado aquí contigo, el cadáver sería tuyo, no de ella. —Suspiró—. Te pido disculpas. Cometí un error. Creía que estabas fuera de peligro. Al fin y al cabo, me dijiste que no tenías la intención de acostarte con esclavas. No debí creerte.
Él notó que le ardían las mejillas.
—No tenía la intención de hacerlo.
—No estabas intentando detenerla precisamente.
—Estaba oscuro. Creía que… —Se contuvo. Tyvara no era quien él imaginaba. Era una maga negra, una espía, y acababa de reconocer que tenía métodos de asesinato preferidos. Quizá no sería una buena idea revelarle que se sentía atraído por ella. «Además, no estoy seguro de que la persona que es en realidad me atraiga, después de todo».
Tyvara tenía los ojos más oscuros que nunca. Los entornó.
—¿Qué es lo que creías?
Él desvió la vista pero luego se obligó a sostenerle la mirada.
—Que ella era otra persona. Estaba medio dormido. Creía que estaba soñando.
—Tus sueños deben de ser de lo más interesantes y placenteros —observó ella—. Ahora, recoge tus cosas.
—¿Mis cosas?
—Todo lo que no quieras dejar aquí.
—¿Me voy?
—Sí. —Echó otro vistazo a la muerta—. Cuando las personas que la han enviado se enteren de que no ha conseguido matarte, enviarán a alguien más para que termine el trabajo. Y también a alguien para que acabe conmigo. Aquí no estaremos a salvo ni tú ni yo, y te necesito con vida.
—¿Y Da… el embajador Dannyl?
—No es un objetivo —contestó ella con una sonrisa.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque no es el hijo del hombre que los contrarió.
Lorkin se quedó de una pieza. «¿Tenía razón mi madre? Estaba convencida de que alguien me guardaría rencor por lo que mi padre y ella habían hecho».
Tyvara se acercó a la puerta.
—Date prisa. No tenemos mucho tiempo.
Él no se movió. «¿Debo creer lo que me dice? ¿Tengo otra alternativa? Sabe magia negra. Seguramente puede obligarme a irme con ella. Y si me quiere muerto, ¿por qué me ha salvado la vida? A menos que eso sea mentira, y haya matado a una esclava inocente para convencerme de… algo».
Entonces recordó la expresión de la desconocida cuando vio a Tyvara. «Pero… él debe morir», había dicho. Eso confirmaba que tenía intención de matarlo. «Eres una traidora a tu pueblo», le había dicho también a Tyvara. ¿Con «su pueblo» se refería al pueblo sachakano? De pronto, los temores de su madre le parecieron demasiado reales. «Al menos parece que Tyvara quiere mantenerme con vida. Si me quedo aquí, ¿quién sabe qué puede pasar? Bueno, Tyvara cree que otra persona intentará matarme».
Estaba en un aprieto. Pero recordó lo que había decidido en la Vista. Si se metía en un lío, fuera el que fuese, tenía que salir de él por sí solo. Sopesó las opciones que tenía y se decantó por la que esperaba que fuera la mejor.
Paseó la mirada por la habitación. ¿Necesitaba algo más? No. Ya tenía el anillo de su madre. Se acercó a Tyvara.
—Ya llevo encima todo lo que necesito. —Vio que ella asentía, se volvía hacia la puerta y se asomaba al pasillo—. Bueno, ¿a quién dices que contrarió mi padre exactamente?
Tyvara puso los ojos en blanco.
—Ahora no hay tiempo para explicaciones.
—Sabía que dirías eso.
—Pero te lo explicaré más tarde.
—Interpretaré eso como una promesa —dijo él.
Ella frunció el ceño, se llevó un dedo a los labios para que callara y, tras hacerle señas para que la siguiera, salió silenciosamente a los corredores oscuros de la Casa del Gremio.
En otros tiempos, Cery podía recorrer tramos conocidos del Camino de los Ladrones sin luz. Era poco probable que se topara con un cuchillo en la oscuridad, pues solo quienes contaban con el permiso de los ladrones utilizaban la red de pasadizos que discurrían bajo la ciudad, y, debido a la tregua entre los ladrones, en el camino no se cometían asesinatos sin autorización previa.
Los días de la tregua habían pasado, y ahora cualquiera que se atreviera podía desplazarse por el camino. Este se había vuelto tan peligroso que muy pocos se atrevían, lo que, irónicamente, hacía que las zonas desiertas fueran más seguras. Por otro lado, las historias sobre roedores descomunales y monstruos disuadían de explorar el camino a todos menos a los más audaces.
«Aun así, no lo recorrería sin una luz», pensó Cery mientras se acercaba a una esquina. El corazón le latía a un ritmo incómodamente rápido desde que habían entrado en el camino. No se tranquilizaría hasta que lo abandonaran. Asomó la cabeza por detrás de la esquina, levantó la lámpara y un gran alivio lo inundó al ver que no había nadie en el túnel que tenía delante. Entonces cayó en la cuenta de que lo que había tomado por el recodo siguiente era en realidad un montón de escombros que obstruía el túnel. Cery suspiró y volvió la vista atrás, hacia Gol.
—Otro bloqueo —dijo.
Gol arqueó las cejas.
—La última vez no estaba.
—No. —Cery alzó la mirada hacia el techo. Torció el gesto al ver una grieta entre los ladrillos—. Ya nadie se ocupa del mantenimiento de este sitio. Tendremos que dar un rodeo.
Retrocedieron por donde habían venido, y Cery torció a la derecha por un pasadizo. Gol vaciló antes de seguirlo.
—¿No estamos…? —preguntó.
—¿Acercándonos mucho a Ciudad Slig? —lo interrumpió Cery—. Sí. Más vale que no hagamos mucho ruido.
Los Slig habían sido una pandilla de golfillos callejeros que se habían refugiado en los pasajes subterráneos cuando su sector de las barriadas había sido derruido para construir calles y edificios nuevos. Se habían instalado bajo tierra y solo salían a la superficie para robar comida. De algún modo habían conseguido sobrevivir, crecer y reproducirse en la oscuridad, y ahora defendían su territorio con singular ferocidad.
El ladrón que operaba en la zona situada encima de Ciudad Slig había intentado tomar el control sobre ellos. Su cadáver y los de sus hombres habían aparecido en un desagüe de las cloacas unos días después.
Después de eso, las personas que vivían encima habían empezado a dejar comida junto a las entradas conocidas de los pasadizos con la esperanza de ganarse a los Slig.
En cada boca de túnel, Cery sostenía la lámpara en alto y examinaba los ladrillos de las paredes. Los Slig siempre pintaban símbolos en las inmediaciones de su territorio. Cery no dejó de buscar señales de ellos hasta que Gol y él se hubieron alejado de los dominios de los ciudadanos de los bajos fondos. Por desgracia, volvió a encontrar restos de derrumbes y signos de deterioro. Sin embargo, pronto llegaron a la antigua entrada a los pasadizos de debajo del Gremio.
Aunque la entrada había quedado destruida tras la Invasión ichani, Cery se había encargado de que se excavara un túnel nuevo. Como precaución, había incorporado accesos falsos y trampas ingeniosas para ahuyentar a los exploradores. Tras pararse a escuchar y a mirar para asegurarse de que nadie los observaba, franqueó sigilosamente la entrada correcta, seguido por Gol.
—Buena suerte —dijo Gol cuando se detuvo junto al hueco en la pared en el que solía esperar mientras Cery visitaba a Sonea.
—Lo mismo digo —respondió Cery—. No hables con extraños.
El hombretón soltó un resoplido y levantó la lámpara para examinar el hueco. Tras apartar unas telas de farén, se sentó en la repisa y bostezó. Cery dio media vuelta y se alejó por los pasadizos que discurrían bajo el recinto del Gremio.
Al igual que buena parte del Camino de los Ladrones, aquellos túneles estaban muy deteriorados. En realidad, su estado nunca había sido bueno, salvo en las partes en que el Gran Lord Akkarin había realizado reparaciones. Sin embargo, el hermético mago no había podido agenciarse mucho material de construcción, pues habría despertado sospechas, por lo que había reutilizado ladrillos se otras partes del laberinto para restaurar las paredes.
La raíz del problema, que residía en la humedad y la poca firmeza del suelo, nunca había sido resuelta.
«Estoy seguro de que el Gremio preferiría cegar los túneles. Los arreglaría yo mismo, pero creo que al Gremio no le haría mucha gracia sorprender a un ladrón reparando sus pasadizos subterráneos. Dudo que les convenciera la excusa de que lo único que quiero es poder reunirme con Sonea de vez en cuando».
El corazón seguía latiéndole a toda prisa, pero ahora era más por la emoción que por el miedo. Colarse en el Gremio siempre le provocaba una agitación infantil. Aunque rodear las zonas peligrosas o hundidas dificultaba el trayecto de Cery más de lo necesario, cuando se encontraba bajo los cimientos de la universidad, las cosas mejoraban. El pasadizo que iba desde la universidad hasta el alojamiento de los magos era el más preocupante, pues era la única ruta subterránea entre ambos edificios. Su función principal era la de una alcantarilla, con una plataforma de mantenimiento que discurría a lo largo del canal. No obstante, Cery sospechaba que nadie se había encargado de su mantenimiento desde hacía años. El agua manaba de las grietas de las paredes y se filtraba desde el techo abovedado.
«Un día se producirá un derrumbe, y tendrán que lidiar con las aromáticas consecuencias de no haberse ocupado de la alcantarilla».
Una vez bajo los cimientos del alojamiento, el túnel se ensanchaba ligeramente. Había números grabados debajo de unos agujeros rectangulares en el techo. Cery encontró el que buscaba, dejó la lámpara en una zona seca del suelo y escaló la pared hasta la abertura.
Aquella era la parte más dura del recorrido. Las aberturas se encontraban en la base de una especie de vertedor que no se utilizaba y que comunicaba con el tejado del edificio que se alzaba encima. A través de los agujeros entraba aire fresco. Cery tenía dos teorías al respecto: o se trataba de un sistema de ventilación que impedía que el aire de las alcantarillas se viciara demasiado, o de un sistema diseñado para deshacerse de los residuos y evitar los olores procedentes de la cloaca.
El interior era muy reducido, pero seco, por fortuna. Él ascendió despacio, tomándose su tiempo y deteniéndose a descansar durante un buen rato. «Un día seré demasiado viejo para hacer esto. Entonces tendré que entrar por las puertas del Gremio. O Sonea tendrá que venir a verme a mí».
Por fin llegó frente al muro situado en la parte posterior de los aposentos de Sonea. Él había retirado hacía tiempo los ladrillos de una parte de la pared, dejando al descubierto los paneles que había detrás. Acercó el ojo al pequeño agujero que había practicado en la madera.
La habitación del otro lado estaba desierta y a oscuras. Era lo habitual a aquellas horas de la noche. Cery agarró con cuidado y sigilosamente las asas que había fijado a la parte de atrás de un panel, lo levantó y lo hizo girar a un lado.
El panel chirrió levemente al soltarse. «La próxima vez tendría que traer un poco de cera para arreglar eso», pensó. Atravesó la abertura y colocó el panel en su sitio.
Lo enorgullecía y complacía que Sonea nunca lo hubiera visto entrar así. Ella se negaba a saber cómo entraba o salía de sus aposentos. Cuanto menos supiera, mejor para los dos. Ir allí no suponía un riesgo mortal para Cery, pero sabía que las consecuencias no serían buenas para ella si alguien descubría aquellas visitas, lo que aguaba la satisfacción que él sentía, como un niño travieso, por haber llegado hasta sus aposentos sin ser visto.
Hizo algunos ruidos deliberados, topando con muebles y pisando una tabla del suelo que sabía que crujía, y se puso a esperar. Pero ella no salió del dormitorio. Cery se acercó a la puerta y la entreabrió. La cama estaba hecha. No había nadie en la habitación.
La decepción extinguió la emoción que le quedaba tras el trayecto. Se sentó. Era la primera vez que no la encontraba en sus aposentos. «Nunca se me había pasado por la cabeza que ella podría haber salido. ¿Y ahora qué hago? ¿La espero?»
Pero si regresaba acompañada la situación sería un poco violenta. Él no tendría tiempo de escapar por el vertedor. Y el conducto era un lugar demasiado incómodo para aguardar a que ella volviera.
Soltó una maldición entre dientes, se puso de pie de nuevo y registró silenciosamente sus muebles. En un cajón encontró lo que buscaba: papel y una pluma. Arrancó una esquina de una hoja de papel y, tras dibujar en ella un diminuto ceryni, el roedor al que debía su nombre, la deslizó bajo la puerta del dormitorio.
Acto seguido, se dirigió hacia los paneles y emprendió el largo camino de vuelta a casa.
El esclavo que recibió a Dannyl en la puerta de la Casa del Gremio se humilló ante él con más presteza de lo habitual. Sin embargo, el historiador estaba demasiado embebido en los numerosos descubrimientos emocionantes que había hecho para fijarse en lo que le decía el hombre. Durante el trayecto de regreso desde el palacio, había anotado en su libreta todo lo que recordaba sobre lo que el rey le había contado de la historia sachakana, pero cuando caminaba por el pasillo le vinieron a la memoria detalles que había olvidado.
«Tengo que sentarme a ponerlo todo por escrito. Creo que va a ser una noche larga. Me pregunto si Achati podría concederme una tarde tranquila mañana… ¿Qué ocurre aquí?»
En la sala maestra, una multitud de esclavos recubría el suelo, con los cuerpos tendidos formando un abanico con la puerta como centro. El esclavo que lo había recibido se había unido a ellos. Era un espectáculo tan surrealista que Dannyl se quedó sin habla por un momento.
—Levantaos —ordenó.
El grupo se puso en pie despacio, como un solo hombre. Dannyl vio a varios esclavos de ambos sexos a quienes no conocía. Algunos llevaban ropa resistente para trabajar al aire libre, y otros tenían manchas que parecían de comida en sus delantales de cuero.
—¿Qué hacéis todos aquí? —preguntó.
Los esclavos se miraron entre sí y clavaron la vista en el esclavo portero, que se encorvó como si las miradas le pesaran.
—Lord… lord Lorkin ha… ha… ha…
Dannyl sintió que el corazón le daba un vuelco y empezaba a latirle a toda velocidad. Solo algo terrible justificaba un miedo tan extremado.
—¿Qué le ha pasado? ¿Ha muerto?
El hombre negó con la cabeza y el alivio se apoderó de Dannyl.
—Entonces, ¿qué?
—Se… se ha ido.
El esclavo se arrojó al suelo de nuevo, y los demás siguieron su ejemplo. Irritado, Dannyl respiró hondo y se obligó a mantener la serenidad mientras hablaba.
—¿Adónde se ha ido?
—No lo sabemos —dijo el esclavo portero, con voz ahogada—, pero… ha dejado… en su habitación…
«Ha dejado algo en su habitación. Seguramente una carta en la que explica el motivo de su marcha. Y, por alguna razón, los esclavos creen que me enfadaré. ¿Habrá decidido regresar a Kyralia en un arrebato?»
—Levantaos —ordenó de nuevo—. Todos. Volved a vuestras ocupaciones. No, esperad. —Los esclavos habían empezado a ponerse de pie apresuradamente. «Quizá tenga que interrogarlos»—. Quedaos aquí. Tú —señaló al esclavo portero—, ven conmigo.
El hombre palideció y siguió a Dannyl en silencio a través de la Casa del Gremio hasta los aposentos de Lorkin. Había varias lámparas encendidas en la sala principal, y una que aún ardía en el dormitorio.
—¿Lord Lorkin? —dijo Dannyl, suponiendo que no obtendría respuesta. Si Lorkin había anunciado que se iba, no era probable que estuviera allí. Aun así, Dannyl se acercó a la puerta del dormitorio y echó un vistazo al interior.
Lo que vio le heló la sangre.
Una sachakana desnuda yacía allí, con el cuerpo torcido, de manera que tenía la cara orientada hacia arriba pero la espalda vuelta hacia él. Sus ojos contemplaban el techo con una mirada vacía. Las sábanas que la rodeaban estaban cubiertas de manchas rojas, algunas de ellas relucientes por la humedad. Dannyl vislumbró una herida en su espalda.
Se volvió rápidamente y miró al esclavo portero con severidad.
—¿Qué ha pasado aquí?
El hombre se encogió.
—No lo sé. Nadie lo sabe.
«Pero si dice que no sabe qué ha sucedido, tampoco sabrá si Lorkin es el responsable».
—¿Quién es ella? —preguntó Dannyl en cambio.
—Riva.
—¿Es una de las esclavas de esta casa?
—S-sí.
—¿Ha desaparecido alguien más?
El hombre frunció el entrecejo y acto seguido abrió mucho los ojos.
—Tyvara.
—¿Otra esclava?
—Sí, como Riva. Una esclava doméstica.
Dannyl miró de nuevo a la muerta, pensativo. ¿Había tenido algo que ver la tal Tyvara con el asesinato, o había corrido la misma suerte?
—Riva y Tyvara… ¿se llevaban bien? —inquirió Dannyl—. ¿Alguien las ha visto hablar entre ellas?
—No… no lo sé. —El hombre bajó la vista al suelo—. Se lo preguntaré a los demás.
—No —dijo Dannyl—. Tráeme a los esclavos. Pídeles que se coloquen en fila en el pasillo, aquí delante, sin hablar. —El hombre se alejó a toda prisa. «Supongo que ya habrán tenido tiempo de confabularse para discurrir alguna coartada o excusa, pero no podrán modificar su versión de lo ocurrido».
Tendría que enviarle un mensaje al ashaki Achati sin demora. Los esclavos pertenecían al rey. Dannyl ignoraba si el asesinato de una de ellas sería o no causa de consternación, pero la marcha de Lorkin lo era, sobre todo si se lo habían llevado contra su voluntad. O si había matado a la esclava.
«Sin duda Achati interrogará en persona a los esclavos. Seguramente les leerá la mente. Es posible que decida ocultarme información, así que tengo que averiguar todo lo que pueda antes de que él llegue. —Se puso derecho cuando un escalofrío le recorrió la espalda—. ¿Es casualidad que me hayan invitado al palacio por fin la misma noche en que alguien ha asesinado aquí a una de sus esclavas?»
¿La había matado Lorkin? Lo dudaba, aunque desde luego era lo que parecía. ¿Lo había hecho en defensa propia? «Sea como fuere, debería buscar pruebas antes de que aparezcan los hombres del rey. —Entró en la habitación y contempló el cuerpo. Aparte de la herida, había una sarta de gotas rojas a lo largo de un corte poco profundo que tenía en el brazo—. Interesante. Parece un indicio del uso de magia negra. —Se obligó a tocar la piel del muslo de la mujer para explorarla con los sentidos. En efecto, el cadáver había sido despojado de su energía. No cabía duda de que alguien había utilizado la magia negra. Lo invadió un profundo alivio—. No puede haber sido Lorkin».
Entonces, ¿por qué se había esfumado? ¿Lo había hecho prisionero un mago negro sachakano? De pronto, Dannyl sintió náuseas.
«Cuando Sonea se entere…». Pero ¿podía evitarse? Si él conseguía localizar a Lorkin a tiempo, no habría malas noticias que transmitir, solo una historia con final feliz. O eso esperaba.
Tenía que encontrar a Lorkin cuanto antes. Unos sonidos en el pasillo le indicaron que los esclavos habían llegado para que los interrogara. Dannyl suspiró. Tal como había imaginado, aquella iba a ser una noche larga, pero no por los motivos que él habría preferido.