Cuando el carruaje se detuvo frente a la puerta de la casa de Regin, Sonea sintió que cierta renuencia se adueñaba de ella. Permaneció sentada mientras se agolpaban en su mente recuerdos de cuando se encontraba en las entrañas de la universidad, a altas horas de la noche, agotada e indefensa ante los malos tratos de un aprendiz joven y sus amigos.
Luego le vino a la memoria la imagen de ese mismo aprendiz retrocediendo ante un ichani sachakano, tras haberse ofrecido como cebo para una trampa que podría haber salido mal. Y sus palabras: «Si salgo vivo de todo esto, intentaré compensarte».
¿Lo había hecho? Ella negó con la cabeza.
Después de la guerra, muchas de las Casas poderosas de Imardin estaban ansiosas por reponer a los miembros de la familia que habían muerto en batalla, pues sabían que cuantos más magos tuviera una Casa, mayor era su prestigio. Regin se había casado poco después de graduarse, y, según los cotilleos sobre el Gremio, no le gustaba mucho la esposa que su familia había elegido para él.
No le había hecho nada malo a Sonea desde su primera época en la universidad. No había vuelto a gastarle bromas pesadas propias de un aprendiz, desde luego, pero tampoco le había jugado malas pasadas cuando ambos ya eran adultos. Habían transcurrido veinte años, así que ¿por qué tenía ella tan pocas ganas de reunirse con Regin en su casa? ¿Seguía recelando de él, o le preocupaba mostrarse brusca por la aversión y la desconfianza que Regin le inspiraba desde hacía mucho tiempo? Era infantil guardarle rencor por lo que le había hecho cuando era joven e irreflexivo. Rothen tenía razón cuando decía que Regin había madurado y se había convertido en un hombre sensato.
«Pero es tan difícil librarse de un viejo hábito como de una mancha vieja», pensó.
Se obligó a levantarse y a apearse del carruaje. Como de costumbre, se detuvo por un momento para echar un vistazo alrededor. No se le presentaba a menudo la ocasión de contemplar las calles de la ciudad.
Naturalmente, aquella calle formaba parte del Círculo Interno, pues la familia y la Casa de Regin eran antiguas y poderosas, y solo los más ricos e influyentes podían permitirse vivir tan cerca del Palacio. Su aspecto era muy similar al que habían ofrecido siempre las calles del Círculo Interno, con edificios de dos y tres plantas, muchos de ellos con rastros sutiles de reparaciones, o con fachadas totalmente nuevas, construidas poco después de la Invasión ichani.
Sonea dirigió su atención a las personas que caminaban por la calle: algunos hombres y mujeres que paseaban con paso tranquilo, con ropajes que evidenciaban su elevada posición, y un mago. Los demás eran criados. Entonces reparó en un grupo de cuatro hombres que salían de un edificio, al final de la calle, y subían a un coche. Aunque llevaban atuendos elegantes y caros, algo en su estatura y sus movimientos dejaba traslucir la fanfarronería y la brutalidad de las bandas callejeras.
«Quizá sean imaginaciones mías —se dijo—. Podría estar estableciendo asociaciones solo porque he oído a Regin hablar mucho últimamente de los contactos de las Casas con delincuentes».
Se volvió hacia la casa de Regin, se acercó y llamó a la puerta. Un momento después, la puerta se abrió y un criado delgado con cara de pocos amigos le dedicó una acentuada reverencia.
—Maga Negra Sonea —dijo en una voz inesperadamente profunda—. Lord Regin la espera. La acompañaré hasta él.
—Gracias —respondió ella.
El sirviente la guió a través de un amplio vestíbulo y subió por una escalinata curva. Cruzaron una sala y entraron en una estancia espaciosa repleta de sillas acolchadas, bañada en la luz del sol que entraba a raudales por los altos ventanales de un costado. La tapicería de las sillas, la pintura de las paredes y las persianas de papel eran de colores vivos y discordantes.
Dos personas se levantaron de sus asientos: Regin y una mujer que Sonea supuso que era su esposa. Esta se le acercó con los brazos abiertos como si pretendiera estrechar a su visita entre ellos, pero en el último momento entrelazó las manos.
—¡Maga Negra Sonea! —exclamó—. Es un gran honor recibirla en nuestro hogar.
—Te presento a Wynina, mi esposa —dijo Regin.
—Es un placer conocerla —dijo Sonea.
La mujer desplegó una sonrisa radiante.
—He oído hablar tanto de usted… No nos visitan muchas figuras históricas.
Sonea intentó pensar una respuesta apropiada, pero no se le ocurrió ninguna. La mujer, ruborizada, se llevó la mano a la boca.
—Bueno —dijo, pasando la vista de Regin a Sonea—, tienen ustedes asuntos serios que discutir. Les dejaré en paz. —Se encaminó hacia la puerta y se volvió para sonreír a Sonea antes de alejarse por el pasillo que había al otro lado. Regin rió entre dientes.
—La intimida usted bastante —dijo en voz baja, señalando las sillas como invitándola a sentarse.
—¿En serio? —Sonea se acercó a una de ellas y tomó asiento—. No me lo ha parecido.
—Oh, por lo general es mucho más parlanchina. —Esbozó una leve sonrisa—. Pero imagino que ha venido a tratar una cuestión más importante.
—Así es. —Sonea hizo una pausa para respirar hondo—. He estado interrogando a los sanadores y ayudantes de los hospitales, lo que me ha llevado a coincidir con usted: sería peligroso derogar la norma que prohíbe relacionarse con delincuentes.
Había decidido no mencionar sus sospechas sobre los posibles efectos permanentes de la craña sobre el organismo de los magos. Cuando le había hablado de ello a lady Vinara, esta se había mostrado cortésmente incrédula. Haría falta mucho más que el testimonio de un cantero para convencer a los magos de que no podrían hacer desaparecer los daños ocasionados por la droga por medio de la sanación mágica. Sonea tendría que guardarse esta teoría hasta que tuviera tiempo de ponerla a prueba. Y, aunque consiguiera demostrarla, algunos miembros del Gremio culparían a las clases bajas del problema, lo que no haría más que empeorar la situación en que la norma había puesto a los «plebis».
Regin enderezó la espalda, arqueando ligeramente las cejas.
—Entiendo.
—Pero sigo creyendo que la norma es injusta para los aprendices y magos de las clases bajas —prosiguió Sonea—, y que debemos hacer algo para solventar eso, o perderemos a aprendices aventajados y poderosos o, peor aún, sembraremos el terreno para la rebelión.
Regin asintió.
—He acabado por coincidir con usted en este punto, y, por razones opuestas a las suyas, creo que debemos asegurarnos de que los magos encargados de velar por el cumplimiento de la norma y de castigar a quienes la infrinjan lo hagan de manera justa y sin favoritismos.
—Hay que cambiar la norma, no abolirla —concluyó Sonea.
—Estoy de acuerdo.
Se miraron en un silencio cargado de expectación hasta que a Sonea se le escapó una sonrisa.
—Bueno, esto ha sido más fácil de lo que esperaba.
Él soltó una risita.
—Sí. Ahora viene lo más difícil. ¿Qué cambios hay que introducir en la norma, y cómo convenceremos a los magos superiores, o al resto del Gremio, de que voten lo que nosotros queremos?
—Hummm. —Sonea frunció el ceño—. Quizá sería más fácil planear nuestro enfoque si supiéramos quién va a votar.
Regin juntó las yemas de los dedos.
—Será más probable que Osen adopte la postura que nos interesa si ambos le proponemos lo mismo. Debemos acudir a él por separado y exponerle nuestra preferencia. O persuada usted a lord Pendel de que lo haga él, ya que es el líder de quienes propugnan la abolición de la norma.
Sonea asintió.
—Creo que me escuchará, pero tendré que darle una buena razón para que proponga la solución que se nos ocurra. ¿Y usted?
—Haré lo posible por suavizar la posición de quienes se oponen. Debemos estudiar a fondo las ventajas y los inconvenientes de ambas posibilidades, a fin de estar preparados para refutar los argumentos esgrimidos contra nosotros.
—Sí. Pero debemos adoptar un enfoque distinto en función del grupo al que tengamos que convencer: o bien a los magos superiores, o bien al Gremio entero. Me temo que si deben elegir entre derogar la norma, mantenerla o modificarla, la mayoría de los magos superiores votaría a favor de que las cosas sigan como están.
—Seguramente tiene razón. Someter el asunto a la votación de todo el Gremio quizá tendría un resultado más imprevisible, pero es posible que condujera a una solución intermedia, es decir, a la modificación de la norma. El debate se centrará en los cambios que conviene introducir.
—Sí —dijo Sonea con una sonrisa torcida—, lo que nos lleva de nuevo a la pregunta más difícil: ¿cómo queremos cambiar la norma?
Regin movió la cabeza afirmativamente.
—Tengo algunas ideas al respecto. ¿Empiezo yo?
Sonea asintió.
—Adelante.
Cuando él empezó a explicar las modificaciones que se le habían ocurrido, Sonea no pudo evitar sentir admiración por el detenimiento con que había pensado en el problema. Quedaba claro que llevaba reflexionando sobre ello mucho más que las pocas semanas que el Gremio había dedicado a debatir el tema. No obstante, a diferencia de algunos de los hombres y mujeres a los que ella había interrogado, él proponía soluciones prácticas e imparciales. «¿Dónde está el tipo estirado, arrogante y lleno de prejuicios que conocí cuando era una aprendiz? ¿Ha aprendido sencillamente a disimularlo mejor?»
¿O había cambiado? Aunque así fuera, para convencerla de que se fiara de él haría falta algo más que un puñado de propuestas ingeniosas destinadas a resolver el conflicto de clases del Gremio. Dijera lo que dijese Regin, Sonea siempre estaría en guardia por si afloraba la faceta cruel que conocía.
Por la tarde, después de que Dannyl se marchara y los esclavos sirvieran la cena, Lorkin regresó a sus aposentos. Todavía no tenía mucho trabajo como ayudante de Dannyl. No había salido de la Casa del Gremio, salvo para visitar la residencia del ashaki Itoki. Dannyl solo podía delegar en Lorkin una pequeña parte de las tareas que tenía que realizar durante el día.
Se pasaba las tardes leyendo o interrogando a los esclavos. Esto último estaba resultándole más difícil de lo que esperaba. Aunque los esclavos siempre respondían a sus preguntas, se limitaban a darle el mínimo de información posible. Cuando les preguntaba si había algo más que debiera saber, se mostraban confundidos y nerviosos.
«Por otro lado, probablemente es imposible que sepan qué necesito saber —pensó—. Y se resisten a intentar adivinarlo por temor a equivocarse y hacerme enfadar. Seguramente la iniciativa es una cualidad poco apreciada en los esclavos».
Intuía que la joven de ojos negros que lo había acompañado a su habitación la primera noche —Tyvara— podía ser más receptiva, aunque no estaba seguro de por qué. Sin embargo, no había vuelto a servirlo desde entonces. Como aquella noche él no tenía nada urgente que hacer, le había pedido al esclavo que lo atendía que la hiciera venir.
«Seguro que todos creerán que quiero llevármela a la cama —se dijo al recordar el malentendido de la primera noche—. Y la propia Tyvara, también. Tendré que convencerla de que esa no es mi intención. ¿Habrá alguna manera de animarla a hablar sin tapujos?»
Miró en torno a sí, y sus ojos se posaron en el aparador que contenía vino y copas para su uso privado o para agasajar a las visitas. Antes de que pudiera cruzar la habitación para cogerlos, vio que algo se movía en la puerta. Tyvara entró, se le acercó y se detuvo a unos pasos de distancia para postrarse.
—Levántate, Tyvara —le dijo Lorkin. Ella se puso de pie, con la vista clavada en el suelo. Tenía el rostro inexpresivo, y a él le pareció que estaba tensa, aunque tal vez fuera producto de su imaginación—. Tráeme vino y dos copas —ordenó.
Tyvara obedeció con movimientos rápidos pero elegantes. Él se sentó a esperarla en uno de los taburetes del centro de la habitación. La chica depositó las copas y una botella en el suelo y se arrodilló junto a ellas.
—Ábrela —le indicó él—. Y llena las dos copas. Una es para ti.
Ella había empezado a extender las manos hacia la botella, pero se detuvo por un momento, vacilante, antes de cumplir la orden que había recibido. Cuando ambas copas estaban llenas, levantó una y se la entregó a Lorkin, que la cogió y señaló la otra con un gesto.
—Bebe. Tengo unas preguntas para ti. Son solo preguntas —añadió—, y espero no ponerte en un compromiso con ninguna de ellas. Si te pregunto algo que puede acarrearte problemas, avísame en lugar de responder.
Ella miró la copa y la recogió con una renuencia evidente. Lorkin tomó un sorbo. Ella lo imitó, y los músculos en torno a su boca se torcieron en una ligera mueca.
—¿No te gusta el vino? —inquirió él.
Ella sacudió la cabeza.
—Ah. —Paseó la mirada alrededor—. Pues no te lo bebas. Déjalo a un lado.
Con un ademán de repugnancia manifiesta, Tyvara estiró el brazo para dejar la copa lo más lejos posible de su cuerpo. Él tomó otro trago de la suya, pensando qué preguntar a continuación.
—¿Hay… hay algo en mi comportamiento hacia los esclavos de aquí que… que debería cambiar… o que esté haciendo mal?
Ella sacudió la cabeza con rapidez. Con demasiada rapidez. Lorkin reformuló la pregunta.
—¿Hay alguna manera en que podría mejorar mi interacción con los esclavos de aquí, hacerla más eficiente, más fácil?
Meneó la cabeza de nuevo, pero no tan deprisa como antes.
—¿Quedo como un completo idiota cuando interactúo con los esclavos?
Un amago de sonrisa casi imperceptible asomó a los labios de Tyvara, que negó con la cabeza otra vez.
—Has dudado —señaló Lorkin, inclinándose hacia ella—. De modo que hay algo, ¿verdad? No quedo como un idiota, pero hago algo innecesario o absurdo, ¿no es así?
Ella se quedó callada por un instante y se encogió de hombros.
—¿De qué se trata? —insistió Lorkin.
—No hace falta que nos dé las gracias —dijo.
Su voz melódica y áspera fue toda una revelación después de todos sus gestos en silencio. Un escalofrío le bajó a Lorkin por la espalda. «Si no fuera una esclava, la encontraría de lo más fascinante. Y si no fuera vestida con ese horrible manto, seguramente también me parecería bastante atractiva».
Pero no la había mandado llamar para cortejarla.
—Ah —dijo—. Es una costumbre… algo que consideramos de buena educación en Kyralia. Pero si facilita las cosas, dejaré de hacerlo.
Ella asintió.
«¿Y ahora, qué?»
—Aparte de dar las gracias innecesariamente a los esclavos, ¿hay algo más que Dannyl o yo hagamos que nos haga parecer ridículos a ojos de los sachakanos libres?
La chica frunció el entrecejo y abrió la boca, pero entonces se quedó petrificada. Lorkin advirtió que ella arrastraba la mirada por el suelo hasta posarla en los pies de él, antes de apartarla. «Tiene miedo de cómo reaccionaré a su respuesta».
—No me enfadaré por oír la verdad, Tyvara —le aseguró con suavidad—. Puede sernos muy útil.
Ella tragó saliva e inclinó aún más la cabeza.
—Perderán prestigio si no se acuestan con una esclava.
Él sintió un ramalazo de indignación y luego sonrió, divertido. Las preguntas se agolparon en su mente. ¿Les importaba a Dannyl y a él perder prestigio por esa razón? ¿Debía importarles? Por otra parte, ¿cuánto podía perjudicarlos su inacción? ¿Los embajadores anteriores del Gremio y sus ayudantes se habían ido a la cama con esclavos allí?
Y, lo que era más importante, ¿cómo se enterarían los sachakanos libres de si el nuevo embajador del Gremio y su ayudante se iban a la cama con esclavas o no?
«Es evidente que dicha información no se guarda en secreto. Los esclavos de esta casa pertenecen al rey sachakano, después de todo. Sería una tontería suponer que nuestra vida de alcoba no sería objeto de comentarios y críticas».
Se le escapó una sonrisa al imaginar a todos aquellos sachakanos poderosos cotilleando como viejas.
Debía averiguar cuáles eran las consecuencias posibles mientras Tyvara estuviera dispuesta a hablar.
—¿Hasta qué punto perderíamos prestigio? —preguntó.
Ella sacudió la cabeza.
—No estoy segura. Solo sé que les respetarían menos.
«¿Significa eso que ninguno de los ocupantes anteriores de la Casa del Gremio se enteraron de esto, porque ninguno de ellos rechazó la oportunidad? —Fijó la vista en Tyvara—. Ojalá me mirara… sin titubeos, sin sumisión. Si la viera erguida, con la frente en alto, segura de sí misma, libre de temores, o percibiera un brillo de deseo auténtico y espontáneo en esos ojos negros, me acostaría con ella sin dudarlo. Pero de esta manera… no puedo. Ni siquiera para ayudar a Dannyl a ganarse el respeto de los ashakis».
Y tampoco era probable que Dannyl se fuera a la cama con alguna de las esclavas.
—Me da igual el prestigio —le dijo a Tyvara—. Un hombre debería ser juzgado por su integridad, no por el número de mujeres con que se acueste, independientemente de si son esclavas o mujeres libres, si lo hacen obligadas o por voluntad propia.
Ella alzó la vista hacia él por un instante fugaz con una expresión intensa, pero agachó la cabeza enseguida. Lorkin vio destellar sus dientes mientras se mordía el labio inferior antes de hacer una mueca.
—¿Qué ocurre? —preguntó él. «Tiene miedo. ¿En qué le afecta esto? ¡Claro! La castigarán si creen que no ha sabido complacerme»—. ¿Qué te harán?
—Enviarán… enviarán a otra. Y luego a otra. —«Y todas serán castigadas», parecían insinuar sus palabras.
Él reprimió una maldición.
—Si lo hacen, pediré que te envíen a ti. Si te parece bien, claro —agregó—. Charlaremos. Hablaremos sobre nosotros y nuestros países respectivos, o lo que sea. De lo contrario, no sé cómo voy a conocer Sachaka, aquí encerrado en la Casa del Gremio. Me gustaría saber más sobre tu pueblo, de verdad. Y sobre ti. ¿Qué opinas? ¿Crees que dará resultado?
Ella reflexionó por un instante y luego asintió. Aliviado, él respiró hondo y soltó el aire.
—Entonces cuéntame algo sobre ti. ¿Dónde naciste?
Cuando ella comenzó a hablarle de la casa de cría en que había crecido, él sintió que algo inexplicable mitigaba el horror del relato. Ella estaba hablándole. Por fin una persona sachakana estaba comunicándose con él sin necesidad de órdenes o preguntas. Nunca se le había ocurrido la posibilidad de que se sintiera solo en Sachaka. Mientras la oía, de pronto le pareció mucho más humana, algo que quizá lamentaría más adelante. Pero, por el momento, se relajó y escuchó la voz hermosa e hipnótica de aquella esclava, saboreando cada palabra.
El tejado de la casa de empeños estaba sorprendentemente bien construido. Cery y Gol habían trepado a él hacía unas horas, cuando el negro manto de la noche lo había envuelto todo. Habían separado las tejas que un golfillo de la calle había aflojado previamente siguiendo sus indicaciones, y ahora observaban a través de las grietas que había entre ellas la habitación en que Makkin el Comprador guardaba su caja de seguridad.
Dentro de esa caja estaban los libros más valiosos de Makkin, entre ellos un libro nuevo sobre magia sanadora. Tras visitar la tienda para fingir que examinaba el libro por primera vez y asegurarse de que Makkin no lo vendiera antes de que Cery volviera con el dinero para comprarlo, el ladrón había visitado algunos de los establecimientos de bebida que frecuentaba para jactarse del volumen especial que compraría en cuanto una persona le pagara lo que le debía, cosa que probablemente ocurriría al día siguiente.
«Puede ser una noche larga —pensó Cery, estirando con cuidado una pierna que se le había dormido—. Pero si todo sale como hemos planeado, no tendremos que pasar más de una noche esperando aquí al fresco. No nos queda más que confiar en que el Cazaladrones sea un mago… y tenga la sed de conocimientos que suponemos que tiene… y haya oído mis fanfarronadas de hoy… y no tenga nada más importante que hacer esta noche».
Cery tenía que reconocer que estaba actuando basándose únicamente en rumores y conjeturas. Era muy posible que estuviera equivocado sobre muchas cosas. El mago que había abierto las cerraduras de la guarida de Cery podía no ser el Cazaladrones. Podría estar a sueldo del Cazaladrones o de otra persona. Podía no ser un cliente de Makkin.
«A pesar de todo, la idea no es tan descabellada como para no ponerla a prueba. Y es la única pista que tenemos».
Cambió de posición y estiró la otra pierna. En momentos como aquel era más consciente de que se hacía mayor. No podía escalar edificios valiéndose solo de asideros o de una cuerda, o saltar de uno a otro con la audacia con que lo hacía antes. Los músculos se le entumecían rápidamente cuando hacía frío, y tardaban más tiempo en recuperarse del esfuerzo.
«Y no tengo cerca a una sachakana hermosa que frene mi caída con su magia si el tejado se viene abajo».
Recuerdos antiguos y agradables acudieron a su mente. Savara. Misteriosa, seductora, peligrosa. Diestra en la lucha. Los combates de entrenamiento que libraba con ella eran emocionantes, todo un reto para él, y gracias a ellos había aprendido algunos trucos nuevos. Ella sabía demasiado sobre el acuerdo que Cery tenía con el Gran Lord Akkarin para matar a los esclavos sachakanos liberados que los ichanis enviaban a Imardin como espías y para que pusieran en evidencia los puntos débiles del Gremio. Sin embargo, él también intuía que no se libraría de ella fácilmente, que más valía mantenerla ocupada haciéndole creer que estaba ayudándolo, sin dejar que se acercara demasiado a la verdad. «Eso se lo olió enseguida». Y luego estaba la noche en que habían visto a Sonea y Akkarin enfrentarse y matar a una mujer ichani. La batalla había ocasionado que el tejado se derrumbara bajo sus pies, pero Savara había usado la magia para evitar que él cayera. A partir de ese momento, habían intimado cada vez más…
Tras la Invasión ichani, ella se había marchado y había regresado junto a la gente por la que luchaba. Nunca había vuelto a verla, pero a menudo se preguntaba dónde andaría y si estaba sana y salva. Seguramente se había embarcado en aventuras peligrosas una y otra vez por el bien de su pueblo, por lo que era muy posible que alguna de ellas hubiera conducido a su muerte.
«Nunca estuve enamorado de ella —se recordó a sí mismo—, ni ella de mí. La admiraba, tanto por su cuerpo como por su mente. Yo era para ella un aliado útil y divertido, además de una distracción. Si se hubiera quedado, no nos habríamos…».
Un sonido procedente de abajo devolvió su atención al presente. Cuando miró de nuevo por la rendija que había entre las tejas, Cery vio que dos personas subían las escaleras hacia la habitación pequeña que tenía debajo. Reconoció a una de ellas de inmediato: era Makkin, con una lámpara. La otra era una mujer de piel oscura.
—¿Es esa? —preguntó. Hablaba con un acento raro y una voz enronquecida por la edad, aunque se movía con la vitalidad de una persona más joven. «¿El Cazaladrones es una mujer? —pensó Cery—. Qué… interesante. Por lo visto estoy condenado a ser el objetivo de mujeres muy fuertes y peligrosas».
—Sí —respondió Makkin—. Esa es. Están ahí dentro. Pero…
—¡Ábrela! —ordenó la mujer.
—¡No puedo! Se han llevado la llave. Han dicho que era para que no se lo vendiera a nadie más antes de que ellos regresaran con el dinero.
—¿Qué? ¡Estás mintiendo!
—¡No! ¡Nonononono! —El propietario de la casa de empeños levantó los brazos bruscamente y se encogió, apartándose de ella. Era un comportamiento un poco exagerado para alguien que le sacaba una cabeza a la mujer que caminaba amenazadora hacia él. «Es como si supiera que es más peligrosa de lo que parece».
La mujer agitó las manos.
—Lárgate —lo conminó—. Deja la lámpara, vete de la tienda y no vuelvas hasta mañana.
—¡Sí! ¡Gracias! Siento no poder…
—¡FUERA!
El hombre bajó las escaleras a toda velocidad, como si lo persiguiera una bestia salvaje. La mujer esperó, escuchando los pasos de Makkin. El sonido de la puerta de la tienda al cerrarse de golpe retumbó por todo el edificio y llegó hasta los oídos de Cery.
La mujer se volvió hacia la caja de seguridad e irguió la espalda. Se acercó despacio, se puso en cuclillas ante ella y se quedó inmóvil. Aunque Cery no alcanzaba a verle la cara, advirtió que sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración profunda.
Al cabo de un momento, la cerradura se abrió con un chasquido.
Gol soltó un grito ahogado. Cery sonrió con aire sombrío. «Las cerraduras no se abren solas. Tiene que haber utilizado magia. Es la prueba que necesitaba de que hay una renegada en la ciudad». Por otra parte, eso no demostraba que ella fuera el Cazaladrones, pero ¿y si lo era? Un escalofrío recorrió la espalda de Cery al pensarlo. ¿La mujer que estaba ahí abajo era realmente la asesina de tantos ladrones?
Ahora estaba examinando los libros que contenía la caja de seguridad. Reconoció el que versaba sobre magia. La mujer lo abrió, lo hojeó y, refunfuñando, lo tiró a un lado. Cogió otro volumen y lo inspeccionó también. Cuando los hubo visto todos, se irguió lentamente. Apretó los puños y pronunció una palabra extraña.
«¿Qué ha dicho? —Cery frunció el ceño—. Un momento. Habla un idioma diferente. Es extranjera. —Pero no había hablado lo suficiente para que él reconociera el idioma o incluso el acento—. Si al menos dijera algo más… Una frase entera, no solo una palabrota».
Pero la mujer permaneció callada. Se levantó y volvió la espalda a la caja de seguridad y a su contenido, que había quedado desperdigado por la habitación. Echó a andar, llegó a la escalera y desapareció en la oscuridad de la tienda en la planta baja. Sonó otro portazo, seguido de unos pasos débiles que se alejaron por la calle.
Cery se quedó quieto y en silencio para asegurarse de que si alguien había oído gritar a la mujer, perdiera el interés y dejara de observar la tienda. Reflexionó sobre su plan. «Tenemos la información que necesitábamos. La única sorpresa es que el mago es una mujer extranjera. Eso no la hace menos peligrosa, sea o no el Cazaladrones. Y si hay magos extranjeros estableciéndose en Imardin, no me cabe duda de que Sonea debe saberlo. —¿Y Skellin? ¿Debía contárselo también al otro ladrón?—. No tengo pruebas de que ella sea el Cazaladrones, solo de que es la maga renegada. Prefiero que Skellin no sepa que sigo teniendo trato con Sonea. Si el Gremio captura a esta mujer, le leerán la mente y averiguarán de una vez por todas si es la asesina. Si no lo es, no hay nada que contarle a Skellin».
Y si lo era…, bueno, en cuanto el Gremio descubriera a la renegada y se encargara de ella, ya no habría un Cazaladrones del que preocuparse.