Capitulo 12

Mientras seguía al esclavo por un pasillo de la casa del ashaki Itoki, Lorkin respiró hondo y exhaló despacio. A pesar de todo lo que le había explicado su amigo Perler, seguía sin estar totalmente seguro de cómo debía comportarse en presencia de los ashakis. Su condición de magos y terratenientes les confería la posición social más alta en la sociedad sachakana, aparte de la del rey. Un mago que no poseía tierras pero era heredero de un ashaki tenía un grado inmediatamente inferior al de los ashakis. Más abajo en la escala social estaban los magos que no eran herederos, y más abajo aún, los no-magos libres; unos y otros dependían de los ashakis tanto para ganarse la vida como para concertar tratos comerciales o matrimonios.

Si a los sachakanos de clase baja se les asignaban cargos importantes —como el puesto de Maestro de la Guerra que ejercía el maestro Kirota—, aumentaban lo bastante de categoría para codearse con hombres poderosos. Dannyl no poseía tierras, pero su cargo de embajador elevaba su posición social hasta tal punto que los ashakis podían relacionarse con él. Lorkin, en cambio, no era más que un ayudante, lo que lo situaba a un nivel ligeramente inferior al de un mago sachakano que no fuera heredero, pues carecía de conocimientos de magia negra. Perler le había advertido que algunos sachakanos consideraban que el papel de un ayudante no era mucho mejor que el de un criado, y de hecho lo habían tratado con menos respeto que a un no-mago libre.

«El ashaki Itoki es uno de los hombres más poderosos de Sachaka. No tengo idea de cómo comportarme delante de él. Por si fuera poco, sigo sin asumir el hecho de que estos hombres son magos negros que sin duda poseen un poder mágico inmenso y seguramente podrían reducirme a cenizas si los ofendiera de algún modo. —El esclavo llegó al final del pasillo, dio unos pasos hacia el interior de la habitación y se dejó caer en el suelo. Lorkin notó un nudo en el estómago y un hormigueo incómodo que le subía por la espalda—. Tampoco me acostumbro a ver a la gente hacer eso. Y es peor cuando me lo hacen a mí».

Alzó la vista hacia un hombre corpulento con una ropa llamativa y recargada que ceñía su abultado vientre. Cuando el esclavo le informó de la identidad de Lorkin, el hombre esbozó una ligera sonrisa.

—Bienvenido, lord Lorkin. Tiene una larga tarea que realizar, así que no le entretendré. Mi esclavo le guiará a mi biblioteca y hará todo lo posible por proporcionarle cuanto necesite.

Lorkin inclinó la cabeza.

—Gracias, ashaki Itoki.

—Ukka, lleva a lord Lorkin a la biblioteca —ordenó el sachakano.

El hombre se levantó de un salto, indicó a Lorkin que lo siguiera con la vista baja y echó a andar hacia una puerta. Tras dedicar otra inclinación de cabeza a Itoki, Lorkin salió de la habitación en pos del esclavo.

Al verse libre de la presencia del ashaki, Lorkin suspiró aliviado. No se relajaría por completo hasta que se marchara de aquella residencia, o quizá hasta que se encontrara de vuelta en la Casa del Gremio. «Pero no he venido a Sachaka a relajarme o a sentirme seguro y cómodo. He venido a ayudar a Dannyl con su investigación».

El esclavo entró en un conjunto de habitaciones similares a las que Lorkin ocupaba en la Casa del Gremio y se dirigió hacia uno de los cuartos laterales. Se detuvo frente a una vitrina.

—Mi amo dice que los documentos que usted quiere ver están aquí —dijo, extendiendo una mano hacia el mueble. Acto seguido, se colocó junto a la puerta, de pie y con la espalda contra la pared, como hacían los esclavos de la Casa del Gremio cuando no estaban ocupados en alguna tarea o en sus alojamientos.

«Listo para atenderme en lo que necesite. Y quizá vigilándome y cerciorándose de que no fisgonee donde no debo o robe algo».

Lorkin abrió la puerta doble y examinó las pilas de papeles guardadas en carpetas de piel, los rollos de pergamino y los libros. Encontró el volumen que Dannyl le había descrito, lo cogió y extrajo la libreta de su túnica. Al mirar en torno a sí, advirtió que no había sillas ni una mesa sobre la que trabajar. Se volvió hacia el esclavo.

—¿Hay algo en lo que pueda sentarme?

Tras vacilar por un momento, el esclavo asintió.

«Maldición, lo he vuelto a hacer. Tengo que acordarme de formular las peticiones como órdenes y no como preguntas».

—Tráemelo —dijo, reprimiendo el «por favor» que normalmente habría añadido, pues había descubierto que sonaba poco convincente, y que tanto a los sachakanos libres como a los esclavos les resultaba extraño y divertido.

El hombre entró en la sala principal y regresó con uno de aquellos taburetes sencillos que preferían los sachakanos. «Es curioso que unas personas tan poderosas y con toda la riqueza de su país a su disposición utilicen muebles tan primarios. Sería más lógico que se repantigaran en sillones tan voluminosos y abigarrados como ellos».

Como no parecía haber nada parecido a una mesa en la sala principal, Lorkin sacó de la vitrina uno de los libros más robustos. Se sentó, se apoyó el volumen sobre las rodillas y colocó su libreta encima. Entonces comenzó a leer.

Tras echar un vistazo a unas cuantas páginas del libro de registros, Lorkin empezó a debatirse en la duda. Era evidente que no podía transcribir todo el contenido en el tiempo de que disponía. Dannyl no le había indicado que copiara un pasaje concreto, solo que tomara nota de todo lo que le pareciera significativo. Aunque lo halagaba que el mago confiara en su capacidad para determinar lo que era relevante —«o tal vez no tenía otro remedio que dejarlo en mis manos»—, eso no le facilitaba la labor.

Por otro lado, el libro no era una fuente de información tan valiosa como Lorkin esperaba. Era en parte un libro de contabilidad, y en parte un diario, como solía ocurrir con los registros de los magos terratenientes de la época. Lorkin no podía permitirse leerlo por encima o distraerse, a riesgo de pasar por alto algo importante. Sin embargo, las listas de compras domésticas y descripciones de acuerdos comerciales no constituían precisamente una lectura amena.

Apuntó todas las referencias a la magia y los nombres de quienes visitaban la casa del mago. Cuando terminó, guardó el libro y procedió a leer un fajo de cartas. Aunque eran antiguas, estaban en buen estado, escritas en pequeños papeles cuadrados que no estaban doblados y por tanto no se habían roto. Un amigo de Imardin se las había enviado al mago. Lorkin no tenía forma de determinar si el amigo era mago o no, pues sabía que en aquellos tiempos el título de «lord» era usado únicamente por los terratenientes y sus herederos. En casi todas las cartas, el amigo preguntaba por los avances hacia la abolición de la esclavitud en Sachaka, que él estaba ansioso por conseguir, al igual que otras personas de Imardin.

«Por lo visto, era un asunto candente —pensó Lorkin—, pero supongo que no hacía tanto tiempo que los kyralianos habían estado esclavizados».

Cuando acabó de leer las cartas, examinó los rollos de pergamino, que resultaron ser tablas de contabilidad. Otras carpetas contenían más cartas, en este caso escritas por la hermana del mago. Parecía especialmente interesada en cómo les iban las cosas a los esclavos liberados, y Lorkin no pudo evitar simpatizar con ella por sus consejos compasivos pero prácticos.

«Ojalá pudiera leer las contestaciones del mago. Me gustaría conocer las respuestas a las preguntas que ella plantea sobre los planes del Gremio respecto a Sachaka. Tal vez eso nos proporcionaría pistas sobre por qué Kyralia renunció al dominio sobre el país que había conquistado».

Un esclavo le llevó comida y bebida. Lorkin comió rápidamente antes de sumergirse de nuevo en su trabajo. Cuando por fin había leído todos los documentos de la vitrina, cayó en la cuenta de que habían transcurrido varias horas. Echó una ojeada a su libreta y sintió una vaga desilusión. «No estoy seguro de haber encontrado nada particularmente útil, pero tal vez Dannyl repare en algo que a mí se me escapa».

Cuando extendió el brazo para cerrar las puertas de la vitrina, se percató de que aún sujetaba el libro que había utilizado como apoyo de su libreta. Al abrirlo, vio que se trataba de otro registro. Aparentemente continuaba en el punto en que el último terminaba, pero solo un tercio de las páginas contenían texto. Lorkin comenzó a leer la última entrada. De inmediato notó un picor en la piel. Estaba escrita con letra apretada y apresurada:

Pésimas noticias. La piedra de almacenaje ha desaparecido. Lord Narvelan se ha esfumado también, y muchos creen que la ha robado él. El muy insensato sabe que es esencial para nuestro control sobre los sachakanos. Ahora debo marcharme y participar en su búsqueda.

De pronto, las páginas en blanco que seguían a la entrada estaban preñadas de preguntas y posibilidades. ¿Por qué no había reanudado el mago sus anotaciones en el registro? ¿Había muerto? ¿Se había enfrentado al tal lord Narvelan y había perecido como consecuencia de ello?

«¿Y qué era esa “piedra de almacenaje” tan esencial para el control del Gremio sobre Sachaka? ¿Consiguieron recuperarla? En caso contrario, ¿fue esa la razón por la que Kyralia devolvió la soberanía de Sachaka a su pueblo?»

Y si nunca la habían recuperado, ¿qué había ocurrido con ella? ¿Existía algún objeto mágico lo bastante poderoso para mantener subyugada a una nación, a un imperio temible de magos negros? Lorkin se sentó de nuevo en el taburete y se puso a transcribir la entrada.

«Yo tenía razón. Sí que existe algún tipo de magia antigua que podría servir para proteger a Kyralia. Lleva setecientos años perdida, y yo voy a encontrarla».

Gol se había informado bien. El establecimiento era una de aquellas tiendas que compraban y vendían las pertenencias de morosos y personas desesperadas. Además, estaba situado en una zona de la ciudad donde era poco probable que alguien reconociera a Cery. En un rincón, había persianas de papel de todas las formas y tamaños apoyadas en la pared. Varios abrigos y capas colgaban de unos percheros, por encima de algunos pares de zapatos. Toda clase de objetos y vasijas de cerámica, vidrio, metal y piedra abarrotaban los estantes situados detrás de la silla y el banco del propietario. Y una jaula pesada y decorativa de hierro protegía unas bandejas repletas de joyas, que por su aspecto parecían mal hechas o falsas.

En otra estantería había libros de diversos tamaños. Algunos estaban encuadernados en papel, con la costura deshilachada expuesta. Otros tenían cubiertas de piel, en su mayoría gastadas y agrietadas, aunque unas pocas parecían nuevas, relucientes.

—Conque libros sobre magia, ¿eh? —dijo el dueño de la casa de empeños, en voz más alta pero más grave. Rió entre dientes—. Recibo alguno de vez en cuando. Oh, aquí no encontrará usted ninguno, joven.

Cery se volvió hacia él. La sonrisa del hombre flaqueó por un momento cuando él cayó en la cuenta de su error.

—¿El Gremio se los lleva? —preguntó Cery.

El hombre sacudió la cabeza.

—No, la Guardia viene de cuando en cuando para echar un vistazo, pero no soy tan tonto para dejar algo así a la vista. Y los libros duran muy poco. Entran y salen. Mis clientes habituales saben que tienen que venir deprisa cuando les aviso que me ha llegado algo, si no quieren que lo compre otro.

—¿Puedo preguntarle cómo los consigue, si no es indiscreción?

El hombre se encogió de hombros.

—En general se los compro a aprendices, los que proceden de esta zona. Por algún motivo no pueden enviar dinero directamente a sus familias, así que roban libros, me los venden y yo entrego el dinero.

—Y cobra una comisión por ello —apostilló Cery.

El hombre negó con la cabeza.

—Oh, gano lo suficiente vendiéndolos. Trato bien a mis aprendices, porque hay muchas otras personas a las que podrían acudir si no lo hiciera. —Frunció el ceño—. Bueno, no faltan los que intentan convencerme de que entregue el dinero a vendedores de carroña, pero no doy el brazo a torcer. Son mala gente. No quiero tener nada que ver con ellos.

—Yo tampoco —contestó Cery—. ¿Cómo sabe si un libro es auténtico o una falsificación?

El hombre irguió la espalda.

—Por mis muchos años de experiencia. Y por los dos que pasé trabajando en el Gremio.

—¿En serio? ¿Trabajó para el Gremio? —Cery se inclinó hacia él—. ¿Y por qué lo despidieron?

El hombre cruzó los brazos.

—¿Cuándo he dicho que me despidieran?

Cery miró al hombre con severidad.

—¿Me está diciendo que dejó voluntariamente un trabajo como ese?

El vendedor vaciló por un momento y se encogió de hombros.

—No me gustaba que me dieran órdenes todo el rato. Como decía mi difunta esposa, eso no es para todo el mundo. «Makkin el Comprador» es un nombre que me sienta mejor. Prefiero hacer mi propia fortuna que hacerles la cena o la cama a otros. —Soltó una risita.

—De acuerdo —dijo Cery—. Creo que yo tampoco lo soportaría. En fin… ¿cuándo cree que conseguirá libros nuevos? ¿Y qué tipo de libros puedo comprar?

A Makkin le brillaron los ojos de satisfacción.

—Llegan cuando llegan. A veces hay que esperar días, a veces semanas. Puedo pedir a mis aprendices que intenten robar lo que usted quiera, pero eso no siempre es posible, y suele llevar más tiempo. El precio depende del grado de dificultad, y debo advertirle que a veces uno de mis clientes más… esto… influyentes se interesa por todo lo que tengo y lo compra, aunque lo haya encargado otra persona. —El hombre se frotó las manos—. ¿Qué busca usted concretamente?

—Algo… inusual. Poco común. Sobre un tema específico, no me importa cuál, siempre y cuando no sean libros para principiantes.

El hombre asintió.

—Veré qué puedo hacer. Vuelva dentro de unos días y le diré lo que mis chicos han conseguido o pueden conseguir. —Dedicó una sonrisa radiante a Cery—. Siempre es un placer contar con un nuevo cliente.

Cery asintió.

—Siempre. —Ladeó ligeramente la cabeza—. Me imagino que no puede revelar quiénes son sus otros clientes, ¿verdad? Solo para saber contra quién compito.

Makkin sacudió la cabeza.

—No duraría mucho en el negocio si hiciera esas cosas.

—No, supongo que no. —Cery se volvió hacia la puerta, luego adoptó una expresión pensativa y se giró de nuevo hacia el hombre—. Solo por curiosidad, ¿por cuánto dinero estaría usted dispuesto a correr ese riesgo?

—Me gusta demasiado estar vivo como para planteármelo siquiera.

Cery arqueó las cejas.

—Debe de tener usted clientes muy influyentes.

El hombre sonrió.

—Estoy deseando hacer negocios con usted.

Conteniendo una carcajada, Cery dio media vuelta. Gol se adelantó para abrirle la puerta, y ambos salieron a la calle.

Anochecía, y las personas que aún no se habían recogido en sus casas caminaban encorvadas y dando grandes zancadas, sin duda ansiosas por llegar a su destino. A unos pasos de la tienda, Cery cruzó la calzada hacia la sombra de los edificios del otro lado. De pronto se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Gol—. Conozco bien esa mirada.

—Estoy pensando que el establecimiento de Makkin podría ser un buen lugar donde tender nuestra trampa.

—Entonces, ¿nos encargamos de que algo especial caiga en sus manos para ver quién viene a buscarlo, o esperamos a que llegue algo auténtico?

—Si recibe libros de verdad, dudo que nos lo cuente a nosotros primero. Tenemos que controlar la transacción en la medida de lo posible, y si nos encargamos de que le lleguen las falsificaciones, podemos asegurarnos de que eso ocurra en el momento más oportuno para nuestros planes. Por otra parte…, necesitamos que nuestra presa se vea en la necesidad de utilizar la magia para conseguir esos libros. Me pregunto si… Makkin dice que los guarda en un sitio oculto. ¿Una caja de seguridad, tal vez?

—Lo averiguaré. Todo nos resultará más fácil si tenemos la certeza de que Makkin no venderá los libros a nadie más. Con un poco de suerte, eso obligaría al Cazador a entrar por la fuerza para cogerlos.

—Y a usar la magia. —Cery asintió—. Necesitaremos un lugar seguro desde donde observar. Y cerciórate de que podamos huir si las cosas salen mal o Makkin se da cuenta de lo que está pasando.

Gol hizo un gesto afirmativo.

—Estudiaré el asunto.

Era tarde cuando Dannyl cruzó por fin la puerta de sus aposentos en la Casa del Gremio. Había pasado la tarde de visita en la residencia de un viejo ashaki que había insistido en poner a Dannyl al corriente de las hazañas comerciales de todos sus antepasados, y se regocijaba de la astucia con que habían conseguido engañar a otros comerciantes hasta llevarlos a la ruina.

Echó una ojeada a la habitación lateral que sus predecesores y él usaban como despacho y, al ver que había algo nuevo sobre el escritorio, se detuvo para mirar mejor. Era una libreta. Entró en la habitación y la cogió. Al abrirla, reconoció en las páginas la letra de Lorkin, y de pronto el cansancio que sentía desde hacía horas se desvaneció.

En algún momento, un embajador anterior había comprado o encargado una silla normal con respaldo para el despacho. Dannyl se sentó con un suspiro de alivio y comenzó a leer. Los primeros pasajes que había transcrito Lorkin eran del registro que Dannyl había ojeado por encima. Advirtió que no había muchas entradas, y sintió una punzada de preocupación al percatarse de que el joven no había copiado el texto sobre la casa en Imardin. Dannyl no se lo había mencionado, pues tenía curiosidad por ver si Lorkin lo descubría por sí solo.

«Pero no era una pista obvia. Lorkin se fijará sin duda en cosas diferentes. Aunque no le llame la atención exactamente lo mismo que a mí, es posible que encuentre cosas que yo pasaría por alto».

Enviar a Lorkin en su lugar había sido una solución brillante al problema de no poder visitar a sachakanos importantes dos veces seguidas por miedo a que esto se interpretara como un favoritismo político excesivo. Aunque lo ideal para él habría sido realizar las tareas de investigación en persona, pedir a Lorkin que se encargara de ellas al menos le proporcionaba un material que podía examinar y estudiar hasta que estuviera libre para hacerlas él mismo.

Conforme avanzaba en la lectura, su entusiasmo por disponer de información nueva decayó poco a poco. Allí había pocas cosas aprovechables. De pronto, la letra de Lorkin se tornaba más gruesa y angular, y una palabra aparecía subrayada varias veces. Dannyl leyó y releyó la transcripción, y las conjeturas de Lorkin le levantaron el ánimo de nuevo.

«Lorkin tiene razón. Salta a la vista que la “piedra de almacenaje” que se menciona aquí es importante. Aunque él da por sentado que se trata de un instrumento mágico, podría ser un objeto de valor político, algo que evidenciara el poder de su poseedor, como el anillo de un rey o el tesoro de un líder religioso».

El nombre de Narvelan le resultaba familiar, pero no conseguía recordar por qué. Se frotó la frente y cayó en la cuenta de que la cabeza le dolía cada vez más y tenía sed. La cena estaba excesivamente salada, y la única bebida que se servía era vino. Al mirar a través de la puerta hacia la sala principal, vio a un esclavo de pie contra la pared del fondo.

—Tráeme un poco de agua, ¿quieres? —le pidió en voz muy alta.

El joven se alejó a toda prisa. Dannyl devolvió la atención a las notas de Lorkin para releerlas e intentar recordar dónde había oído antes el nombre de Narvelan. El sonido de unos pasos que se acercaban lo impulsó a alzar la vista. En vez del joven que acababa de marcharse, tenía ante sí a un niño con una jarra y un vaso en las manos.

Dannyl vaciló antes de cogerlos, extrañado de que le atendiera un esclavo distinto. El muchacho bajó los ojos, rehuyendo su mirada. El historiador se preguntó, no por primera vez, quién asignaba las tareas a los esclavos. Seguramente el jefe de esclavos, que el primer día se le había acercado para presentarse. Lord Maron le había explicado que los esclavos pertenecían en realidad al rey, que los «prestaba» a la Casa del Gremio. De este modo, el Gremio no infringía la ley que prohibía a los kyralianos tener esclavos durante su estancia en Sachaka, una norma concebida para evitar que la idea acabara seduciendo a los kyralianos y estos intentaran introducirla en su país.

El chico se mordió el labio y dio un paso hacia Dannyl.

—¿Desea el amo compañía en la cama esta noche? —preguntó.

Dannyl sintió que se le helaban las entrañas, y luego lo recorrió una oleada de horror.

—No —dijo de inmediato, con firmeza. Acto seguido añadió—: Puedes retirarte.

El muchacho se marchó, sin que sus andares o su postura revelaran alivio o decepción. Dannyl se estremeció. «Justo cuando empezaba a acostumbrarme a ver esclavos por todas partes… —Por otro lado, tal vez era mejor no sentirse demasiado a gusto. Quizá era bueno que algo le recordara de vez en cuando lo salvaje que podía llegar a ser el pueblo sachakano—. Pero ¿por qué un niño? Ninguna de las esclavas ha sido tan atrevida. —Era probable que los espías del rey de Sachaka hubieran hurgado en su pasado y descubierto su escandalosa pero no muy secreta preferencia por los hombres en la cama—. Pero eso no significa que sea capaz de acostarme con un niño, o con un esclavo que no tiene libertad para decidir. —Aunque esta última posibilidad lo repelía, la primera le producía una repugnancia profunda—. ¿Habrá recibido Lorkin una oferta parecida? —La pregunta lo llenó de ansiedad por un momento, pero entonces le vino a la memoria la expresión que Lorkin adoptaba siempre que un esclavo se postraba ante él—. Si la ha recibido, dudo que la haya aceptado. Aun así, más vale que lo vigile».

Pero no aquella noche. Era tarde, y seguramente Lorkin llevaba dormido largo rato. Y Dannyl debía seguir su ejemplo. Tenía que visitar y escuchar a otro ashaki la noche siguiente, y la otra, y mientras tanto la lista de asuntos comerciales y diplomáticos de los que debía ocuparse durante el día también empezaba a crecer.

Sin embargo, cuando por fin se tendió en la cama, soñó que discutía con Tayend, que de algún modo se había convertido en un ashaki sachakano, sobre los esclavos increíblemente apuestos que poseía. «A donde fueres, haz lo que vieres —le decía Tayend—. Esperaríamos lo mismo de ellos si viajaran a Kyralia. Y no olvides que no soy el primer mago del Gremio que tiene esclavos. Recuérdalo por la mañana».