A solas en su guarida nueva, Cery escuchaba el silencio.
Cuando todo estaba en calma como en aquel momento, y Gol había salido para ocuparse de los negocios, Cery podía cerrar los ojos y dejar que los recuerdos salieran a la superficie. Primero oía las voces y las risas de sus hijos. Akki, el mayor, le tomaba el pelo a Harrin. Luego, la suave reprimenda de Selia.
Cuando tenía suerte los veía sonrientes y alegres. Cuando no, le venía a la mente el recuerdo de sus cadáveres, y él se maldecía por haberlos mirado a pesar de que sabía que las imágenes lo torturarían para siempre. «Pero merecían que los mirase, que me despidiera de ellos. Y si no los hubiera visto, tal vez me aferraría a esa sensación que me asalta cuando me despierto, la sensación de que siguen allí, vivos, esperándome».
Un ruido metálico y desapacible interrumpió sus pensamientos, pero mientras se despabilaba decidió que era mejor así. Si permitía que el dolor lo distrajera de su misión, tal vez no tendría la oportunidad de vengar su muerte.
El tañido era una señal que indicaba que alguien se aproximaba a la guarida. «¿Se trata, por fin, del Cazaladrones?» Cery se levantó de su sillón y echó a andar despacio por la habitación. El primer sonido se apagó y dio paso a uno distinto. Cada peldaño de la escalera que descendía desde la destilería de bol situada encima de la guarida se combaba ligeramente bajo el peso de una persona y activaba un mecanismo que ocasionaba que un golpeteo resonara en las habitaciones de abajo. Cery contó los golpes, notando que su corazón se aceleraba hasta acompasarse al ritmo.
Contempló los paneles que ocultaban la vía de escape secreta más cercana. «Ha transcurrido poco más de una semana. Eso no es mucho. Si yo quisiera matar a un ladrón, lo planearía con sumo cuidado. Dedicaría el máximo de tiempo posible a investigar a mi víctima. Dejaría que se acomodara en su nueva guarida y que los guardias se relajaran y se volvieran perezosos. —Frunció el ceño—. Pero no quiero pasarme semanas esperando aquí. Si el que se acerca no es el Cazaladrones…, tal vez haya una manera de hacerle creer que no dispone de mucho tiempo…».
Hubo una pausa, luego sonó una campanilla con una combinación de toques conocida, y Cery soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta. Era la señal de Gol.
Cery se dirigió a la otra pared, empujó a un lado uno de los biombos de papel fijados en las paredes de forma que parecieran ventanas, para aliviar la sensación opresiva de estar bajo tierra. Detrás había una rejilla de ventilación en un hueco poco profundo. La hizo girar hasta abrirla y bajó la palanca que había dentro. A continuación, echó un vistazo a través de un cristal ahumado para cerciorarse de que el recién llegado fuera en efecto Gol.
Cuando la figura enfiló el pasillo que estaba al otro lado del cristal, Cery lo reconoció tanto por su forma de moverse como por su estatura y su rostro. El hombre corpulento llegó al final del corredor y esperó. Cery se acercó de nuevo a la rejilla y subió la palanca.
Un momento después, la puerta de la guarida se abrió, y Gol entró en la habitación. El hombretón arqueó las cejas.
—¿Alguna visita mientras yo no estaba?
Cery se encogió de hombros.
—Ni una. Se ve que no soy tan popular como antes.
—Siempre he pensado que es mejor tener unos pocos buenos amigos que muchos malos.
—La gente como yo no tiene mucho de donde escoger. —Cery se dirigió a uno de los armarios y lo abrió—. ¿Una copa de vino?
—¿Tan temprano?
—La única alternativa es que pierdas de nuevo a las fichas.
—Entonces, vino.
Cery sacó una botella y dos copas del armario y las llevó a la mesa pequeña situada entre los lujosos sillones del centro de la habitación. Gol se sentó frente a él, cogió la botella y comenzó a forcejear con el tapón.
—Hoy me han dado una buena noticia —anunció Gol.
—¿Ah, sí?
—Me han contado que tienes una guarida nueva, y que es más segura que la del resto de los ladrones de la ciudad. —El tapón cedió, y Gol sirvió un poco de vino en las copas.
—¿De veras?
—Sí, y que no eres tan listo como te crees. Hay una forma de entrar, si uno sabe cómo. —Gol le tendió una copa a Cery.
Este la cogió, fingiendo preocupación.
—Qué terrible. Tengo que acordarme de arreglar eso. Ya lo haré en algún momento. —Tomó un sorbo. El vino era fuerte y añejo. Sabía que era excelente, pero no lo entusiasmó. Nunca había conseguido que el vino le gustara de verdad; prefería entrar en calor con una jarra de bol. Pero, para relacionarse con ciertas personas, valía la pena saber distinguir un vino bueno de uno malo, y las añadas buenas podían ser una inversión provechosa.
Dejó la copa en la mesa y suspiró.
—Creo que sé cómo se sentía Sonea, hace muchos años, cuando estaba encerrada en el escondite de Farén. Aunque yo no prendo fuego a los muebles por intentar aprender a controlar la magia.
—No, pero esto también tiene que ver con la magia. —Gol bebió un poco de vino, meditabundo—. La otra noche me puse a pensar en el tal Cazaladrones. ¿Hasta qué punto crees que domina la magia?
Cery se encogió de hombros.
—Lo bastante para abrir cerraduras. —Arrugó el entrecejo—. Debe de controlarla, pues lleva años utilizándola, según los rumores. De lo contrario, ya se habría matado hace tiempo.
—Alguien tuvo que enseñarle a controlarla, ¿no?
—Así es.
—Entonces o hay otro renegado que se lo enseñó, o lo aprendió de un mago del Gremio. —Gol parpadeó cuando se le ocurrió algo—. Tal vez de Senfel, antes de que muriera.
—Dudo que Senfel fuera tan confiado.
Gol abrió mucho los ojos.
—¿Te has planteado la posibilidad de que el Cazaladrones sea un mago del Gremio que intenta acabar con todos los ladrones?
—Claro. —A Cery le bajó un escalofrío por el espinazo. El difunto Gran Lord había cazado magos negros espías en la ciudad durante años sin que el Gremio lo supiera. Comparada con eso, la idea de un mago justiciero que quisiera borrar del mapa a los líderes criminales de los bajos fondos no parecía tan descabellada.
«Bueno, cuando el Cazador caiga en mi trampa, lo averiguaremos».
—Ojalá esto no lleve mucho tiempo —suspiró Cery. Reflexionó sobre lo que había pensado antes: que podía dar motivos al Cazaladrones para creer que disponía de poco tiempo. «Propagar el chisme de que estoy a punto de marcharme de Imardin, por ejemplo—. Sin embargo, un rumor así seguramente desalentaría al Cazaladrones. El hombre debía de estar mentalizado para tomarse su tiempo, pues llevaba años asesinando ladrones—. Tengo que ser un cebo paciente. Nadie atacará a un ladrón sin planearlo meticulosamente».
¿Había algún otro tipo de cebo que permitiera al Cazaladrones obrar sin tanta cautela o paciencia, algo que pudiera guardarse en un sitio menos protegido sin dar lugar a sospechas?
¿Qué sentiría la tentación de cazar o robar un mago renegado y justiciero?
La respuesta le llegó a Cery con una oleada de emoción que lo hizo inspirar bruscamente.
«¡Conocimientos de magia! —Irguió la espalda en su asiento—. Si nuestro Cazador es un mago renegado, debe de haber aprendido magia fuera del Gremio. Incluso si perteneció al Gremio en otro tiempo, debe de codiciar la gran cantidad de conocimientos que posee la asociación. Y, si es un mago justiciero del Gremio, estará obligado a investigar y eliminar todo conocimiento de magia que caiga en malas manos».
—¿Qué te pasa? —preguntó Gol, mirando alrededor—. ¿Se ha disparado una de las alarmas?
—No —lo tranquilizó Cery—, pero creo que eso ya no importa. Se me ha ocurrido una manera incluso mejor, y más rápida, de incitar a nuestra presa a delatarse. —Empezó a explicarlo y observó cómo la expresión de Gol pasaba de la sorpresa al entusiasmo y luego a la decepción.
—Pareces desilusionado —señaló Cery.
Gol se encogió de hombros y agitó una mano en dirección a la habitación.
—Supongo que ya no necesitaremos todo esto. Con todo el trabajo y el dinero que costó… Además, lo construimos con tantos defectos que no podrás instalarte aquí más adelante. Es una pena.
Cery paseó la vista en torno a sí con aire reflexivo.
—Me temo que tienes razón. Tal vez cuando todo esto termine y la gente se haya olvidado del asunto, podamos reparar esos defectos. Pero, por lo pronto, no podemos guardar aquí nuestro nuevo cebo. Necesitamos un sitio menos seguro, para que él ataque antes.
—Supongo que lo mejor será que vaya a comprar libros de magia para ti —dijo Gol, dejando su copa.
—No te resultarán tan fáciles de encontrar. De ser así, no tendría sentido utilizarlos como cebo.
Gol sonrió.
—Oh, no he dicho que vaya a conseguir libros auténticos. Mandaremos a hacer unos falsos.
—Eso llevaría tiempo. Quizá lo único que necesitemos sea difundir el rumor de que hay libros en alguna parte.
—¿Crees que el Cazaladrones se expondría a que su condición de mago saliera a la luz solo por un rumor sobre libros de magia? No investigará a menos que sepa que alguien los ha visto.
—De acuerdo, encarga unos falsos. —Cery torció el gesto—. Pero… asegúrate de que no tarden tanto como los copistas de libros de verdad, o valdrá más que me quede aquí esperando a que el Cazaladrones venga a por mí.
Dannyl le entregó su plato al esclavo y resistió el impulso de darse unas palmaditas de satisfacción en la barriga. Empezaba a gustarle la extraña manera en que se servían las comidas en Sachaka. Dejar que los invitados eligieran los alimentos de las fuentes que les ofrecían les permitía comer la cantidad que les apeteciera. Al principio, él se había sentido obligado a probar cada plato, pero advirtió que los otros comensales no hacían lo mismo, sino que adoptaban una actitud melindrosa que no parecía molestar al anfitrión.
También reparó en que nadie hacía comentarios sobre la comida, lo que supuso un alivio para él, pues algunos de los platos estaban condimentados con especias tan picantes, o tan inesperadamente amargas o saladas, que no había sido capaz de terminarse lo que se había servido. Aunque por lo visto los sachakanos no solían tomar postre, cuando recibían visitas durante el día procuraban disponer sobre las mesas platos con nueces, fruta o dulces.
Aquella noche, el anfitrión de Dannyl era un ashaki voluminoso llamado Itoki. El historiador sabía que este era uno de los hombres más poderosos de Sachaka y primo del rey. Al parecer, el ashaki Achati, el hombre que había recibido a Dannyl y a Lorkin cuando habían llegado a la Casa del Gremio, estaba encargado de presentar a Dannyl a las personas adecuadas en el orden correcto. Aunque no se lo había dicho explícitamente, se lo había dado a entender.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Itoki, pasando la mirada de Dannyl a Achati—. Mis baños son lo bastante espaciosos para las visitas, y mis esclavos están bien adiestrados en el arte del masaje.
—Quizá al embajador Dannyl le interese ver esos mapas antiguos que coleccionas —sugirió Achati.
Dannyl sintió un destello de esperanza. Desde hacía años le fascinaban los mapas antiguos, que siempre podían contener información relevante para sus estudios.
—No quisiera aburrir a mi invitado —dijo Itoki, dubitativo.
—No olvides lo que te he dicho antes: el embajador Dannyl es historiador, y no me cabe la menor duda de que le parecerán muy interesantes.
Itoki miró a Dannyl, esperanzado. Este asintió.
—Así es.
El hombre desplegó una gran sonrisa y se frotó las manos.
—Oh, estoy seguro de que quedará impresionado. Son los mapas más avanzados jamás trazados. —Se puso de pie, y Achati y Dannyl siguieron su ejemplo—. Les llevaré a la biblioteca.
Recorrieron unos pasillos blancos y curvos hasta un conjunto de habitaciones similares a las que habían asignado a Dannyl en la Casa del Gremio, o a aquellas en que Lorkin y él se habían alojado cuando habían pernoctado en casas de ashakis durante el viaje a Arvice. ¿Eran todas iguales? ¿Cuánto tiempo llevaban los sachakanos construyendo así sus viviendas?
En la sala central había unos taburetes, un montón considerable de cojines en el medio y varias vitrinas a lo largo de las paredes. A través de las puertas que había alrededor, Dannyl alcanzó a ver varias más. Itoki se acercó a una vitrina, extrajo una llave de un bolsillo interior de su chaqueta y abrió las puertas.
Dentro había varios tubos de metal colocados verticalmente. Itoki deslizó los dedos por ellos con actitud reverente, eligió uno y lo sacó de la vitrina. Se dirigió hacia los cojines, echó varios a un lado para despejar una zona en el suelo y se acomodó en un taburete con un gruñido de esfuerzo.
—Si se sitúan ustedes allí y allí —señaló—, podremos sujetar una esquina cada uno y colocar un peso encima de la otra.
Achati acercó un taburete a una de las posiciones indicadas, y Dannyl arrimó otro a la segunda. Se sentaron y observaron cómo Itoki destapaba el tubo y extraía de él un rollo de papel amarillento.
—No es el original, claro está —dijo el hombre—. Se trata de una copia, pero aun así tiene más de cuatrocientos años y es un poco delicada. —Depositó el rollo en el suelo y comenzó a desplegarlo. Dannyl sujetó automáticamente el borde que tenía más cerca para evitar que volviera a enrollarse de golpe. Achati lo imitó. A una mirada de Itoki, un taburete se elevó y se desplazó flotando hasta posar una pata sobre la esquina que quedaba.
Ante sus ojos apareció una gran maraña de líneas concéntricas. Ríos azules las atravesaban, y a lo largo de varios de ellos, los caminos reproducían y reflejaban cada uno de los meandros. Dibujos diminutos de edificios, campos y los muros bajos que delimitaban las fincas recubrían el mapa. «¿Curvas de nivel en un mapa de hace cuatrocientos años? El Gremio no desarrolló la técnica de las curvas de nivel hasta hace doscientos. Pero… esto es una copia».
—¿Qué antigüedad tiene el mapa original? —preguntó.
—Más de setecientos años —respondió Itoki, con un deje de orgullo—. Han pasado de generación en generación en mi familia desde la guerra Sachakana.
—¿Posee usted los originales?
—Sí. —Itoki sonrió de oreja a oreja—. Pero están partidos en trozos, y son demasiado delicados para manipularlos.
Dannyl bajó de nuevo la vista hacia el mapa.
—¿Qué zona representa este mapa?
—Una región occidental de Sachaka, próxima a las montañas. Deje que le enseñe los otros. —Itoki se levantó otra vez para ir a buscar dos tubos de metal a la vitrina. El mapa que desenrolló a continuación era de una costa, con barcos diminutos dibujados en el agua y advertencias escritas junto a escollos y arrecifes. Después desplegó uno de una zona rural—. Esto está… estaba… al sur —le dijo Itoki.
«Donde ahora se extiende el páramo —pensó Dannyl—. No lo especifica. No le hace falta». Los sembradíos y las fincas parecían indicar que aquella tierra en la que ahora imperaban la arena y el polvo había sido fértil y verde.
Examinaron los mapas durante un rato hasta que, a una señal de Achati, Itoki empezó a enrollarlos con cuidado y a guardarlos de nuevo en sus tubos.
—¿Qué períodos históricos le interesan? —le preguntó a Dannyl.
Este se encogió de hombros.
—Casi todos, aunque supongo que cuanto más antiguos, mejor, y, naturalmente, toda referencia a la magia despierta mi interés.
—Naturalmente. ¿Eso incluye la historia del Gremio, o está ya bien documentada?
—En parte. Hay algunas lagunas en la historia del Gremio que intento rellenar.
—Dudo que pueda ayudarle en eso, aunque tengo unos documentos de la breve época en que Kyralia dominó Sachaka. —Itoki se puso de pie y regresó a la vitrina para devolver a su lugar los tubos con los mapas, la cerró con llave y, tras hacerles señas de que lo siguieran, entró en una de las habitaciones laterales. Dannyl y Achati entraron detrás de él. Las vitrinas altas y pesadas colocadas a lo largo de todo el perímetro se alzaban como centinelas que montaban guardia, inmóviles y silenciosas. Itoki se acercó a una de ellas y abrió las puertas. «No estaban cerradas con llave —advirtió Dannyl—. Evidentemente, lo que contienen no es tan valioso».
Un olor conocido a papel y cubiertas antiguos emanó del mueble. En el interior había varios libros con las tapas destrozadas o perdidas, rollos de papel raído y fajos de hojas sujetas con envolturas de piel. Tras rebuscar entre ellos con delicadeza, Itoki extrajo un taco de papeles y un libro.
—Son cartas y documentos de un mago del Gremio que vivió en Sachaka durante los años de la ocupación. Los rescaté de una vieja finca situada al borde del páramo que acabó en manos del rey porque ningún heredero legítimo acudió a reclamarla.
Le entregó el libro a Dannyl, que lo abrió y pasó con cuidado las primeras páginas quebradizas. Al igual que muchos de los documentos antiguos de los magos kyralianos, contenían tanto listas de cuentas como entradas de un diario. Consciente de que los dos hombres lo miraban, comenzó a leer por encima.
«… propuesto que le vendiera nuestra Casa. He rehusado, como es natural. El edificio pertenece a mi familia desde hace más de dos siglos. No obstante, la suma ofrecida era tentadora. Le he explicado que si no poseyéramos una Casa en Imardin, perderíamos el derecho a usar los títulos de lord y lady. Él ha alegado que aquí en Sachaka la posesión de tierras es igual de importante para gozar de poder e influencia».
Dannyl frunció el ceño. «Esto se escribió después de la guerra, pero he aquí una referencia a un edificio de al menos doscientos años de antigüedad que continúa en pie. Esto demuestra que Imardin no fue arrasada durante la guerra, como afirman nuestros libros de historia». El corazón le dio un vuelco. Alzó la vista hacia los dos sachakanos. Era evidente que no podría leer el libro entero y tomar notas mientras ellos esperaban.
—¿Les importa si copio este pasaje? —preguntó.
Itoki sacudió la cabeza.
—En absoluto. ¿Ha encontrado algo destacable?
—Sí. —Dannyl sacó su libreta y una barra de carboncillo que siempre llevaba envuelta en su túnica—. Confirma una sospecha que tenía.
—¿Qué sospecha? —inquirió Achati.
Dannyl hizo una pausa para transcribir el fragmento y levantó la mirada.
—Que Imardin no fue destruida en la guerra Sachakana.
Itoki arqueó las cejas.
—Nunca había oído cosa parecida. Según nuestros historiadores, la batalla final se libró frente a las puertas, y nuestros ejércitos fueron derrotados.
Dannyl se quedó callado por un instante.
—¿Ejércitos? ¿Había más de uno?
—Sí. Marcharon juntos hacia el enfrentamiento final. Tendrá que pedirle al maestro Kirota que le relate la historia entera, pero puedo mostrarle unos mapas trazados después de la guerra que indican las tres rutas que siguieron los ejércitos. Sin embargo, no son muy antiguos ni están relacionados con la magia.
—No, pero por lo que dice, creo que deben de ser muy interesantes.
Cuando el hombre cogió el libro de manos de Dannyl y lo guardó en la vitrina junto con el fajo de cartas, Dannyl sintió una punzada de desilusión. Si durante el poco rato que había pasado en la biblioteca de aquel hombre había corroborado una idea que le rondaba la cabeza desde hacía años, ¿cuántas cosas más podía descubrir?
Pero era tarde, y no quería abusar de la hospitalidad de su anfitrión. Además, el ashaki Achati sin duda quería volver a casa pronto. «Tal vez pueda regresar aquí más adelante. —Entonces el desánimo se apoderó de él—. Pero no durante un tiempo, ya que antes tengo que visitar a todos los demás sachakanos poderosos que quieren conocer al nuevo embajador del Gremio en Sachaka, pues no quiero dar la impresión de que muestro favoritismo hacia algunos. ¡Maldita sea la política de este lugar!»
Haría lo posible por concertar otra visita. Entretanto, debía aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara. Cuando el ashaki Itoki salió de la habitación para enseñarle los mapas de batalla, Dannyl aguantó la impaciencia y lo siguió.
La sanadora Nikea se encontró con Sonea frente a la puerta del hospital.
—Nos he agenciado una habitación, Maga Negra Sonea —dijo, sonriendo y dando media vuelta para guiarla hacia allí—. Es pequeña, pero cabremos todos, un poco apretujados.
—¿Todos?
Nikea volvió la mirada hacia ella por encima del hombro.
—Sí. Algunos de los sanadores con que he hablado tienen anécdotas interesantes que creemos que usted debería oír de primera mano.
Sonea contempló la espalda de la joven con una sonrisa irónica. «Casi siempre es un alivio estar con una persona que no se siente intimidada o recelosa ante mí, pero también tiene sus inconvenientes. Preferiría que Nikea me lo hubiera consultado antes. No quiero que mucha gente sepa que estoy haciendo indagaciones sobre magos ricos que se relacionan con delincuentes».
La habitación a la que la llevó la joven sanadora era un almacén estrecho, con unas reservas de material alarmantemente escasas. Había varias sillas colocadas a lo largo de las paredes. En vez de entrar, Nikea esperó a que otro sanador saliera al pasillo.
—Sanador Gejen, ¿puede usted reunir a los demás?
Él asintió y se alejó a toda prisa. Regresó al cabo de unos minutos con cinco mujeres. Sonea advirtió que dos de ellas eran ayudantes. Después de que todos entraran en fila en la habitación y se sentaran, Nikea le hizo señas a Sonea para que los siguiera y, una vez dentro, cerró la puerta.
Un globo de luz inundó el cuarto de una claridad intensa. Todos excepto Nikea miraban a Sonea con expectación.
—Muy bien —dijo Nikea—. ¿Quién quiere ser el primero?
Tras una breve pausa, una de las ayudantes carraspeó. Era Irala, una mujer callada de mediana edad, una ayudante eficiente, aunque a veces un poco fría con los pacientes.
—Empezaré yo —se ofreció. Posó la mirada de nuevo en Sonea—. Ya es hora de que el Gremio deje de hacer la vista gorda ante este problema.
—¿A qué problema se refiere? —preguntó Sonea.
—A la craña, y a los que la venden. Está por todas partes. En las Casas dicen que se ha extendido como la peste desde las barriadas, pero por aquí afirman que son las Casas las que la han propagado con el fin de controlar a los pobres y reducir su número. En realidad nadie sabe de dónde procede. Sin embargo, he oído rumores e historias que parecen indicar que quienes la venden son ricos y poderosos como los miembros de las Casas, pero tienen sus orígenes en los bajos fondos.
—Yo he oído decir a muchos que los ladrones la están utilizando para adueñarse de la ciudad —añadió Gejen—. Una persona me dijo que la importan unos extranjeros para debilitarnos con el objetivo de invadir Kyralia. Esa persona sospechaba de los elyneos. —Los demás sonrieron al oír esto. Era evidente que a ninguno de ellos le parecía creíble.
—¿Alguno de ustedes sabe de algún aprendiz o mago que sea adicto a la craña, que no pueda dejar de consumirla?
La otra ayudante y una de las sanadoras asintieron.
—Un… un pariente mío —dijo la ayudante, encogiéndose de hombros como para disculparse—. Me hizo jurar que no se lo contaría a nadie, así que no mencionaré su nombre. Asegura que, por más que intenta aguantar, la necesidad no desaparece. Yo le digo que solo tiene que dejar la droga durante el tiempo suficiente para que su cuerpo sane del todo, pero no me hace caso.
A Sonea le cayó el alma a los pies.
—¿Sabes a quién le compra la craña?
—No, se niega a revelármelo por miedo a que interrumpa el suministro de alguna manera. —La mujer arrugó el entrecejo—. Y me ha comentado que el proveedor es un amigo suyo. Si tuviera que buscarse a otro, esa persona quizá le pediría algo más que dinero.
Sonea asintió y se volvió hacia los demás.
—¿Alguno de ustedes ha oído de algún aprendiz o mago que haya entrado en tratos con delincuentes, ya sean vendedores de craña o no? No me refiero a visitas a casas de placer, sino al comercio con ellos o a través de ellos, al uso de la magia a cambio de dinero o favores.
—Yo sí —dijo la otra sanadora. A sus treinta y tantos años, tenía hijos pequeños de los que se ocupaba su esposo no-mago mientras ella trabajaba en el hospital, un acuerdo práctico que por lo visto solo parecía normal a los sanadores—. Hace unos años, antes de casarme con Torken, un amigo al que conocía de mis tiempos de estudiante dejó de juntarse con nosotros, es decir, con mis amistades de la universidad. Prefería la compañía de unos amigos no-magos de la ciudad, que se reunían en una de esas casas de placer. Nos dijo que no le interesaban las cosas que la gente compraba allí, sino únicamente el arreglo que tenía con los propietarios, algún tipo de trato importante. Nunca nos explicó en qué consistía. Ahora ni siquiera vive en el Gremio. Se mudó a una casa en la ciudad y dedica todo su tiempo a ayudar a sus nuevos amigos.
—¿Cree que está metido en algún negocio ilegal?
Ella asintió.
—Pero no tengo pruebas.
—¿Es adicto a la craña?
La sanadora negó con la cabeza.
—Es demasiado inteligente para eso.
Sonea frunció el ceño. Era una mala noticia, y a Regin le interesaría oírla, pero no demostraba que la craña se estuviera utilizando para incitar a los magos a involucrarse en actividades delictivas.
—Bueno, se sabe desde siempre que algunos aprendices de las Casas se mezclan con ladrones —dijo una mujer delgada llamada Sylia, una sanadora poderosa y hábil.
—Pero ¿son rumores o hay pruebas de ello? —inquirió Sonea.
—Nunca hay pruebas. —Sylia se encogió de hombros—. Pero los aprendices jóvenes siempre se jactan de ello, a menudo para marcarse un farol a fin de ahorrarse problemas con sus compañeros, pero si uno indaga lo suficiente, descubre que siempre hay unos rumores más verosímiles que otros.
Los demás movieron la cabeza afirmativamente.
—Algo hay de cierto en algunos de esos rumores —convino Gejen—. El problema es que resulta complicado saber en cuáles.
—Entonces… ¿cree que la regla que prohíbe a aprendices y magos relacionarse con delincuentes o personajes desagradables tiene algún efecto sobre los aprendices de clase alta?
—Sí y no —respondió Gejen—. No cabe duda de que evita que algunos corran el riesgo, pero no disuade a los más insensatos, o a aquellos cuya familia ya está implicada en actos delictivos. —Los demás asintieron en señal de conformidad, algunos con una sonrisa significativa.
—Y si se aboliera esta norma, ¿serían más los que caerían en la tentación?
Los cinco se miraron entre sí.
—Probablemente —dijo Sylia, encogiéndose de hombros—, puesto que los tentáculos de los ladrones llegan a todas las esferas, y son lo bastante ricos y poderosos para ofrecer un pago tentador.
—Pagar con craña, por ejemplo —agregó Irala.
—Cualquier norma que reduzca el número de aprendices y magos aficionados al juego, la bebida y la craña es buena, desde mi punto de vista —aseveró Gejen.
Los demás emitieron sonidos de aprobación.
—Pero esa norma, tal como está redactada, es injusta e ineficaz —objetó Sylia—. No debe ser abolida, solo modificada.
Mientras los cinco comenzaban a discutir cómo, algunos de ellos con vehemencia, un escalofrío recorrió a Sonea al caer en la cuenta de algo. «Todos han estado pensando en el tema. Y lo han debatido. ¿Los otros magos han reflexionado tanto sobre la norma? ¿Todos hablan de ella? —El corazón le dio un brinco—. ¿Sus opiniones son indicativas de lo que ocurriría si el Gremio entero votara sobre la cuestión?»
Escuchó con atención, y mientras los demás hablaban empezó a concebir una nueva serie de preguntas que formularles. Aquel ejercicio para recabar información iba a resultar más útil de lo que había planeado o imaginado.