Capitulo 10

El embajador anterior del Gremio en Sachaka le había dicho a Dannyl que Arvice no estaba rodeada por una muralla. Es decir, por una muralla defensiva. Había numerosos muros divisorios en Sachaka. Más altos que un hombre, o lo bastante bajos para pasar por encima fácilmente, siempre enlucidos y pintados de blanco, marcaban los límites de las propiedades. El único indicio de que Lorkin y él habían llegado a la ciudad era que ahora el camino estaba bordeado de muros altos, salvo en partes en que se habían derruido y no habían sido reparados.

«Hemos visto muchas ruinas —advirtió Dannyl—. Primero en el páramo, y luego, en las fincas, algún que otro cúmulo de paredes desmoronadas que parecían haber formado parte de mansiones. Y ahora, esto… —El carruaje pasó junto a otro muro derrumbado y, por el hueco que este había dejado, se alcanzaban a ver los restos chamuscados de un edificio—. Es como si la guerra Sachakana hubiera terminado hace solo unos años, y no hubieran tenido tiempo de reconstruirlo todo».

Por otra parte, si la creación del páramo había reducido a la mitad la producción de alimentos en Sachaka, como aseguraba el ashaki Tariko, tal vez la población había disminuido proporcionalmente. No tenía sentido que reconstruyeran casas en las que no iba a vivir nadie.

«La guerra tuvo lugar hace setecientos años. Las casas abandonadas en aquel entonces sin duda desaparecieron hace tiempo. Estas ruinas deben de ser más recientes. Quizá la población continúa decreciendo poco a poco. O tal vez los propietarios son demasiado pobres para pagar reformas o reconstrucciones».

El coche se acercaba a una joven que caminaba despacio por la calle con el manto sencillo de una esclava, ceñido con un cinturón. Alzó la vista hacia el vehículo que se aproximaba y se le desorbitaron los ojos. Se hizo a un lado, encorvó la espalda y fijó los ojos en el suelo mientras el carruaje pasaba junto a ella.

Dannyl frunció el ceño y se inclinó hacia la ventanilla para mirar hacia delante. Había varios esclavos más en la carretera, ante ellos. Ellos también reaccionaron con miedo cuando el coche se acercó. Algunos dieron media vuelta y arrancaron a correr en la dirección contraria. Los que estaban cerca de calles laterales se alejaron por ellas. Otros se quedaron paralizados, encogidos contra la pared más próxima.

«¿Se trata de un comportamiento habitual entre los esclavos? ¿Retroceden ante todos los carruajes, o solo ante los que son del Gremio, como este? En este último caso, ¿por qué nos temen? ¿Les han dado motivo para ello mis predecesores o los de Lorkin? ¿O es que tienen miedo de los kyralianos solo por los sucesos del pasado?»

El coche enfiló otra calle y atravesó una vía más ancha. Dannyl se percató de que allí los esclavos no se mostraban tan temerosos, aunque también se apartaban del carruaje. Después de doblar unas esquinas más, el vehículo giró bruscamente para entrar en un patio a través de dos puertas y se detuvo. Un destello dorado captó la atención de Dannyl, que vio una placa en un costado de la casa en la que se leía: CASA DEL GREMIO EN ARVICE.

Dannyl se volvió hacia Lorkin. El joven estaba sentado con la espalda recta y los ojos centelleantes de emoción. Miró a Dannyl y agitó la mano en dirección a la puerta del carruaje.

—Primero los embajadores —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Dannyl pasó al otro lado de la cabina, abrió la portezuela y se apeó. Había un hombre cerca, tumbado en el suelo. Por un momento a Dannyl le asaltó la preocupación de que el desconocido se hubiera desmayado. Entonces se acordó de lo que significaba aquello.

—Soy el embajador del Gremio Dannyl —dijo—, y este es lord Lorkin, mi ayudante. Puedes levantarte.

El hombre se puso de pie, sin despegar la vista del suelo.

—Bienvenidos, embajador Dannyl y lord Lorkin.

—Gracias —respondió Dannyl automáticamente, y acto seguido recordó, demasiado tarde, que los sachakanos se burlaban de esa clase de modales, que les parecían absurdos—. Llévanos adentro.

El hombre señaló una puerta cercana antes de girar sobre sus talones y franquearla. Echó un vistazo hacia atrás para asegurarse de que Dannyl y Lorkin lo seguían mientras avanzaba ante ellos por un pasillo. Como en la casa del ashaki Tariko, este conducía a una amplia estancia, la sala maestra. Sin embargo, en esta habitación se oía un murmullo incesante de voces. A Dannyl le sorprendió ver al menos a veinte hombres allí de pie, todos con las chaquetas cortas profusamente adornadas que los varones sachakanos llevaban como parte de su atuendo formal tradicional. Todas las miradas se posaron en él, y de inmediato se impuso el silencio.

—El embajador Dannyl y lord Lorkin —anunció el esclavo.

Uno de los hombres dio un paso al frente, sonriendo. Aunque tenía las espaldas anchas típicas de su raza, su cabello estaba entreverado de gris, y las arrugas que le rodeaban los ojos y la boca conferían a su rostro una expresión alegre. Llevaba una chaqueta de color azul marino bordada en oro, y un cuchillo ornamentado al cinto.

—Bienvenidos a Arvice, embajador Dannyl, lord Lorkin —dijo, echando a Lorkin una mirada breve antes de devolver su atención a Dannyl—. Soy el ashaki Achati. Mis amigos y yo les esperábamos para saludarles y darles una primera muestra de la hospitalidad sachakana.

«El ashaki Achati. —Una pequeña oleada de emoción recorrió a Dannyl al recordar este nombre—. Una figura clave en política y amigo del rey de Sachaka».

—Gracias —respondió Dannyl—. Es para mí… —Miró a Lorkin y sonrió—. Es para nosotros un gran placer y un honor.

La sonrisa del ashaki Achati se ensanchó.

—Permítanme que les presente a los demás.

Las voces inundaron la sala de nuevo mientras Achati llamaba a los demás, de uno en uno o en parejas, para que conocieran a Dannyl. Le presentó a un hombre corpulento como el Maestro del Comercio; uno bajito y encorvado resultó ser el Maestro de la Ley. El Maestro de la Guerra no tenía un aspecto acorde con sus funciones: era más delgado que el sachakano medio, y se comportaba de un modo demasiado frívolo para un cargo tan importante y serio. Aunque la simpatía del Maestro de Archivos parecía forzada, Dannyl no percibió en él el menor asomo de animadversión, solo un ligero aburrimiento.

—¿Y bien? ¿Tiene usted planes para divertirse cuando no esté enfrascado en sus tareas diplomáticas? —preguntó un ashaki llamado Vikato después de las presentaciones.

—Me fascina el pasado —contestó Dannyl—. Me gustaría aprender más sobre la historia de Sachaka.

—¡Ah! Entonces debería hablar con Kirota. —El hombre hizo un gesto hacia el Maestro de la Guerra—. Siempre está comentando algún episodio poco conocido del pasado o leyendo algún libro antiguo. Lo que constituye un pesado deber para la mayoría de los niños sachakanos es un pasatiempo agradable para él.

Dannyl dirigió la vista hacia el hombre delgado, que sonreía por algo que le estaban diciendo.

—¿Con el Maestro de Archivos no?

—No —dijo el ashaki Achati sacudiendo la cabeza—, a menos que tenga usted dificultades para conciliar el sueño.

El ashaki Vikato rió entre dientes.

—Al viejo Richaki le interesa más documentar el presente que desenterrar el pasado. ¡Maestro Kirota!

El hombre delgado se volvió y sonrió cuando Vikato le hizo señas para que se acercara. Se abrió paso zigzagueando por la sala.

—¿Sí, ashaki Vikato?

—El embajador Dannyl ha manifestado interés por la historia. ¿Qué le propone usted que haga para satisfacer ese interés mientras esté en Arvice?

Kirota arqueó las cejas.

—¿De verdad le interesa? —Arrugó el entrecejo mientras reflexionaba—. No es fácil conseguir acceso a nuestros archivos o bibliotecas —le advirtió—. Todas nuestras bibliotecas son privadas, y se requiere una autorización del maestro Richaki para consultar los archivos de palacio.

Achati asintió.

—Mantengo una buena relación con la mayoría de quienes poseen una biblioteca en Arvice. —Miró a Dannyl—. Si le parece bien, se los presentaré e intentaré obtener acceso a algunas de ellas.

—Le estaría sumamente agradecido si lo hiciera —respondió Dannyl.

Achati sonrió.

—Será fácil. Todos querrán conocer al nuevo embajador del Gremio. En todo caso tendrá dificultades para conseguir que ellos le dejen en paz durante el rato suficiente para leer algo. ¿Hay alguna etapa de la historia que le interese especialmente?

—La más antigua, que es la mejor. Y… —Dannyl hizo una pausa para pensar la mejor manera de expresar lo que quería decir—. Aunque me gustaría rellenar las lagunas en mis conocimientos de la historia sachakana, también me interesa todo lo que ayude a rellenar lagunas de la historia kyraliana.

—¿Tienen lagunas? —Kirota enarcó las cejas de nuevo—. Bueno, como todo el mundo. —Sonrió, y las arrugas de su rostro enjuto se hicieron más profundas, con lo que Dannyl cayó en la cuenta de que el hombre era mayor de lo que él había supuesto en un principio—. Tal vez pueda ayudarme a rellenar algunas de las lagunas en nuestra historia, embajador Dannyl.

Dannyl asintió.

—Haré lo que pueda.

Cuando Achati paseó la vista por la habitación, tal vez para comprobar que no se hubiera olvidado de presentarle a alguien, Dannyl se percató de que, pese a que estaba rodeado de magos negros, se sentía muy a gusto. Aquellos hombres eran poderosos e influyentes, y él se había codeado con muchas personas así en el pasado. «Tal vez este cargo no resulte mucho más difícil de ejercer aquí que en Elyne, y no es que allí resultara fácil. Por otro lado, no parece que la magia negra sea incompatible con el interés académico. —Sintió un hormigueo de expectación al pensar en los documentos que podía encontrar en las bibliotecas privadas que Achati había mencionado. Luego sintió una punzada de tristeza—. Habría estado bien compartir mis descubrimientos con Tayend, pero no estoy seguro de que ahora le hubieran interesado tanto. Y, a pesar de lo amables que parecen todos estos hombres, está más a salvo en Kyralia».

La multitud aglomerada frente al hospital de Ladonorte no era tan grande como de costumbre. Caras pálidas se volvieron hacia el carruaje, con ojos brillantes de esperanza pero con expresión cautelosa. En cuanto el vehículo giró y pasó por entre las puertas, Sonea suspiró.

Cuando se inauguraron los hospitales, los enfermos habían acudido en muchedumbre a las puertas, junto con quienes esperaban ver a la legendaria maga de las barriadas, ex desterrada y defensora de Kyralia. Aquellos que no se sentían intimidados por su túnica negra la habían rodeado, suplicando o parloteando, obstaculizándole la entrada en el hospital para realizar el trabajo que tenía que hacer. Le habría parecido muy cruel ahuyentarlos por medio de la magia. Otros sanadores habían experimentado problemas similares con enfermos que aún no habían sido admitidos en el hospital, o con sus familiares, que imploraban su ayuda.

Por tanto, se habían construido junto a los hospitales caminos vallados para los carruajes, así como una entrada lateral. Permitían que los sanadores llegaran y caminaran desde el vehículo hasta el hospital sin que los acosaran.

Sonea esperó a que los guardias anunciaran que el campo estaba libre para apearse. Cuando les dedicó una sonrisa de agradecimiento, los dos guardias hicieron una reverencia. Oyó que la puerta lateral del hospital se abría.

—… y ya va siendo hora… ¡Oh!

Sonea se volvió para ver a la sanadora Ollia mirándola horrorizada.

—Lo siento, eh, Maga Negra Sonea. Estaba… estábamos…

—Soy yo quien debería disculparse. —Sonea sonrió—. Se me ha hecho tarde, o, mejor dicho, se le ha hecho tarde al sanador Draven. Su madre ha caído enferma de repente, así que he venido a sustituirlo. —Se hizo a un lado y movió la cabeza en dirección al carruaje—. Vete. Debes de estar cansada.

—Esto… gracias. —Sonrojada, Ollia se alejó a paso veloz y subió al vehículo.

Sonea volvió la vista al frente y entró en el hospital. Una sala grande repleta de material con una zona en el centro con asientos para sanadores y ayudantes agotados formaba un refugio de intimidad entre la entrada para carruajes y las salas para el público. Una joven con túnica verde estaba sentada en una de las sillas, con las comisuras de los labios curvadas hacia arriba en una sonrisa irónica.

—Buenas tardes, Maga Negra Sonea —dijo Nikea.

—Sanadora Nikea —respondió Sonea. Nikea le caía bien. La joven sanadora se había ofrecido voluntaria para trabajar en el hospital no mucho después de ingresar en el Gremio, y había descubierto su pasión por sanar y por ayudar a la gente. Sus padres eran criados de una familia que pertenecía a una de las Casas menos poderosas—. Todo parece tranquilo por aquí hoy.

—Más o menos. —Nikea se encogió de hombros—. ¿He oído bien? ¿Ha venido a sustituir al sanador Draven?

—Sí.

Nikea se levantó.

—Entonces más vale que avise a Adrea de que está aquí.

—Te acompaño.

Sonea la siguió hasta la zona principal del hospital a través de una puerta que cerró a su espalda con magia. Mientras avanzaba por el pasillo, escuchó los sonidos que se escapaban de las salas de tratamiento. Unos jadeos ásperos le indicaron que había un paciente con problemas respiratorios en una habitación, y los gemidos procedentes de otra puerta evidenciaban una enfermedad dolorosa. Todos los cuartos estaban ocupados, como siempre, algunos de ellos por un paciente y los dos familiares a los que las normas permitían quedarse allí para ayudar a atenderlo.

Había demasiado pocos sanadores dispuestos a tratar a la multitud de enfermos que acudían a los hospitales, y entre todos no daban abasto. Aunque hubieran obligado a todos los sanadores del Gremio a trabajar allí todos los días, no habrían sido suficientes. Sonea sabía desde el principio que tendría que mantener en funcionamiento los centros con una reserva limitada de energía sanadora.

Así pues, dosificaban la energía sanadora como si de un medicamento escaso y potente se tratara. Solo se curaba con magia a quienes no podían sobrevivir sin ella. A los demás se les trataba con medicinas y cirugía.

Esto había puesto de manifiesto que los sanadores del Gremio no sabían tanto sobre la sanación mágica como creían. Los que se habían unido a Sonea para atender a los pobres habían empezado a ampliar y desarrollar campos del conocimiento a los que hasta entonces se había prestado poca atención. Algunos sanadores seguían considerando primitiva e innecesaria la sanación no mágica, pero lady Vinara, líder de sanadores, tendía a discrepar. Ahora enviaba con Sonea a los aprendices que preferían la disciplina de sanación para que aprendieran a aplicar remedios no mágicos y también la razón por la que seguían siendo necesarios.

Nikea enfiló el pasillo principal y guió a Sonea hasta la sala delantera del hospital. Una mujer baja y regordeta de cabello entrecano caminaba de un lado a otro, mirando con los brazos cruzados y una expresión severa a las personas que estaban sentadas en bancos a lo largo de las paredes. Sonea reprimió una sonrisa.

«Adrea. Una de nuestras primeras ayudantes no-magas».

Cuando el primer hospital abrió sus puertas, los sanadores dedicaban el mismo tiempo a hablar con todos los que entraban para averiguar quién estaba enfermo y quién no que a tratar a la gente. Tenían que determinar la gravedad de la enfermedad o de la herida y asignar el paciente a un sanador que tuviera la experiencia y los conocimientos necesarios. Los sanadores no tardaron en quejarse de que estaban demasiado ocupados dirigiendo a la gente como para curarla. Intentaron delegar esta tarea en los aprendices, pero los más jóvenes eran demasiado jóvenes o inexpertos para lidiar con pacientes alterados y sus parientes, y los mayores necesitaban aprender algo más que a diagnosticar enfermedades y acarrear gente de un lado a otro.

La idea de hacer circular por las Casas una solicitud de voluntarios para echar una mano en los hospitales se le había ocurrido a lady Vinara. Sonea, que había supuesto que nadie respondería, había quedado sorprendida cuando, tres días más tarde, tres mujeres habían aparecido ante la puerta. De pronto había tenido que idear labores útiles que no fueran demasiado degradantes para las mujeres de clase alta, y que no causaran demasiados problemas si no se llevaban a cabo adecuadamente.

Solo una de aquellas mujeres había regresado al hospital después del primer día, pero al cabo de unas semanas, Adrea no solo había demostrado que era capaz de prestar un servicio útil, sino que había convencido a otras mujeres —amigas y familiares— de que probaran la experiencia de ser «ayudantes de hospital».

Unas semanas más tarde, empezaron a llegar más ayudantes. Los cotilleos sobre las primeras se habían extendido, y la opinión generalizada era que merecían admiración por sacrificar noblemente su tiempo y arriesgar su seguridad personal en beneficio de la ciudad. De pronto se había puesto de moda ser ayudante en un hospital, y hubo una avalancha de voluntarias.

La realidad del trabajo pronto empañó el entusiasmo de quienes solo seguían la moda, y el ritmo al que se apuntaban las voluntarias nuevas se estabilizó. Las ayudantes que quedaban no solo siguieron trabajando en los hospitales, sino que organizaron turnos y reuniones para idear maneras nuevas y mejores en que los no-magos pudieran ayudar a los pobres y a los sanadores.

—Adrea —la llamó Nikea.

La mujer se volvió y, cuando vio a Sonea, ejecutó una profunda reverencia.

—Maga Negra Sonea —dijo.

—Adrea —respondió Sonea—. Esta noche ocuparé el lugar del sanador Draven. Dame unos minutos, y luego envíame al primero.

La mujer asintió. Sonea se volvió de nuevo hacia el pasillo, dio un paso hacia la sala de reconocimiento, se detuvo y miró a Nikea.

—¿No hay nada por aquí que requiera una atención especial? —preguntó, haciendo un gesto en dirección a las habitaciones de los pacientes.

Nikea sacudió la cabeza.

—Nada de lo que no podamos ocuparnos nosotras. Somos tres las que estamos trabajando en las habitaciones. Hemos dado de comer a todos los pacientes, y la mitad de ellos debe de estar dormida ya. Si surge algo, ya la avisaré.

Sonea movió la cabeza afirmativamente. Se dirigió a la primera puerta de la izquierda y la abrió. La habitación que había al otro lado era apenas lo bastante grande para que cupieran dos sillas, un armario cerrado con llave y una cama estrecha pegada a la pared. Como estaba oscuro, ella creó un globo de luz y lo hizo flotar cerca del centro del techo.

Se sentó en una de las sillas, respiró hondo y se preparó para recibir al primer paciente. Adrea haría sonar un gong si llegaba alguien que necesitara atención urgente. Los demás acudían a la sala de reconocimiento, donde un sanador los examinaba e interrogaba antes de sanarlos con magia o tratarlos con medicina o cirugía menor.

Si el paciente requería cirugía mayor, pero no con urgencia, concertaban una cita con él para otro día.

Se oyeron golpes en la puerta. Sonea invocó un poco de magia y la proyectó hacia el pomo para hacerlo girar y tirar de él hacia dentro. Al hombre que estaba de pie al otro lado pareció sorprenderle que no hubiera nadie detrás de la puerta, pese a que había visitado varias veces el hospital.

—Cantero Berrin —dijo Sonea—. Pase.

Se mostró aliviado de verla. Hizo una reverencia, cerró la puerta, se acercó a la silla y se sentó.

—Tenía la esperanza de que estuviera usted aquí —comentó.

Ella asintió.

—¿Cómo se encuentra?

El hombre se frotó las manos y reflexionó antes de responder.

—Creo que no ha dado resultado —dijo al fin.

Sonea lo contempló, meditabunda. Él había ido al hospital por primera vez hacía un año y se había negado a especificar cuál era su problema. Ella había supuesto que se trataba de algo embarazoso y privado, pero lo que el cantero había confesado, poco a poco y de mala gana, era su adicción a la craña.

Sonea sabía que él había tenido que armarse de valor para reconocerlo. Era uno de aquellos hombres que trabajaban duro y se preciaban de ganarse la vida «honradamente». Sin embargo, cuando su esposa había muerto al dar a luz a su primer hijo, que no había sobrevivido, el dolor y el sentimiento de culpa lo habían embargado hasta tal punto que lo habían empujado a probar la mercancía de un vendedor de craña persuasivo. Cuando la pena remitió lo suficiente para que él pudiera reincorporarse al trabajo, descubrió que no era capaz de dejar la droga.

Al principio, ella lo había animado a reducir las cantidades que consumía y a sobrellevar los dolores, el ansia y el mal humor que se apoderaban de él. Berrin había logrado seguir su consejo, pero había quedado agotado. No obstante, su deseo de experimentar la sensación adormecedora y liberadora de la craña no se había debilitado. Finalmente, al cabo de varios meses, Sonea se apiadó de él y decidió valerse de la magia para intentar acelerar el proceso.

Todos los sanadores coincidían en que la adicción a la craña no era una enfermedad, por lo que utilizar magia para curarla implicaba malgastar un recurso muy valioso. Sonea estaba de acuerdo, pero Berrin era un buen hombre del que se habían aprovechado en su momento de mayor vulnerabilidad. Lo había sanado en secreto.

—¿Por qué cree que no ha funcionado? —le preguntó.

Él bajó la vista, con los ojos desorbitados de angustia.

—Todavía la necesito. No tanto como antes. Creía que el ansia iría disminuyendo, pero no ha sido así. Es como… un grifo que gotea. Casi no hace ruido, pero está allí, atormentándome.

Sonea frunció el entrecejo y le indicó con un ademán que se acercara. El hombre arrastró la silla hacia ella. Ella extendió los brazos, colocó las manos a los lados de su cabeza y cerró los ojos.

Sanarlo había sido una experiencia extraña. No presentaba síntomas evidentes: ni desgarros, ni fracturas ni infecciones que su cuerpo ya estuviera intentando combatir. Por lo general, un sanador podía leer en el cuerpo cuál era el problema y dejar que el organismo condujera la magia aplicada a los lugares donde podía reparar los daños. En ocasiones, el problema era demasiado sutil, pero permitir que el cuerpo empleara la magia para recuperar la salud daba resultado casi siempre.

En Berrin había percibido un malestar procedente de varias direcciones. Residía en las vías de la sensación y en su cerebro, pero era tan tenue que ella no tenía idea de cómo curarla. Por tanto, había dejado que el organismo del cantero la guiara, y cuando el malestar se desvaneció, ella supo que su trabajo había terminado.

Los dolores habían desaparecido, y el humor de Berrin había mejorado. Sin embargo, no había dicho nada acerca de su ansia persistente de consumir craña. Por otro lado, tal vez esta era demasiado débil para que él la notara en un principio. «O quizá ha empezado a consumirla de nuevo».

Proyectó su mente con el fin de buscar la sensación de malestar en el interior del cuerpo de Berrin. Para su sorpresa, no encontró nada. Cuando se concentró más, detectó indicios de sanación natural en torno a las ampollas de las manos y ciertos dolores musculares de la espalda. Sin embargo, el resto de su cuerpo estaba sano y en forma.

Ella abrió los ojos y retiró las manos.

—No le pasa nada malo —afirmó, sonriendo—. No he percibido ninguna de las señales que notaba antes.

El cantero puso cara larga y le escrutó el rostro.

—Pero… no estoy mintiendo. Sigue allí.

Sonea frunció el ceño.

—Eso es… raro. —Bajo su mirada fija, meditó sobre lo que sabía de él. «No es propio de él mentir. La mera idea de que la gente lo crea capaz de mentir lo angustia. De hecho, intuyo que su siguiente pregunta será…».

—¿Cree que me lo estoy inventando? —inquirió él en voz baja y temerosa.

Ella negó con la cabeza.

—Pero esto resulta desconcertante. Y frustrante. ¿Cómo voy a sanar lo que no soy capaz de detectar? —Extendió las manos a los lados—. Lo único que puedo decirle es que tenga paciencia. Quizá aún tenga reminiscencias del ansia, como cuando uno recuerda el tacto de alguien o el timbre de una voz. Con el tiempo, si no se recrea usted en ese recuerdo, quizá su organismo acabe por olvidarlo.

Él asintió con expresión pensativa.

—Eso puedo hacerlo. Tiene sentido. —Se enderezó y la miró con expectación.

Sonea se levantó, y él la imitó.

—Bien. Si la sensación empeora, vuelva a verme.

—Gracias. —Se inclinó torpemente ante ella, se dirigió hacia la puerta y lanzó una mirada hacia atrás, sonriendo con nerviosismo, cuando Sonea la abrió por medio de la magia.

Cuando la puerta se cerró tras él, ella reflexionó sobre lo que había encontrado —o no había podido encontrar— en su cuerpo. ¿Cabía la posibilidad de que la magia no pudiera curar la adicción? ¿La craña ocasionaba algún tipo de cambio físico permanente e indetectable?

«En caso afirmativo, ¿puede el cuerpo de un mago eliminar a través de la sanación los efectos de su propia adicción a la craña? —Como el cuerpo de los magos se sanaba a sí mismo de forma automática, ellos rara vez enfermaban, y vivían más años que los no-magos—. Si no puede, entonces es posible que un mago se vuelva adicto a la droga».

Pero seguramente no de inmediato. Muchos magos y aprendices habían probado la craña sin hacerse adictos. Quizá solo algunas personas tenían predisposición a la adicción. O tal vez la droga tenía un efecto acumulativo: había que consumirla varias veces para que los daños fueran permanentes.

«Sea como fuere, las consecuencias podrían ser tan trágicas como peligrosas. Los magos adictos a la craña podrían ser objeto de sobornos y manipulaciones por parte de sus proveedores. Y con toda seguridad los proveedores son delincuentes o están relacionados con los bajos fondos».

De pronto le vino a la memoria la aseveración de Regin de que en la actualidad los aprendices y magos de las clases superiores se relacionaban más a menudo con delincuentes. Ella había creído que la situación no era peor de lo que había sido siempre. Pero ¿y si él estaba en lo cierto? ¿Era la craña el motivo? Un escalofrío le bajó por la espalda.

Cuando se oyeron otros golpes en la puerta, ella respiró hondo y dejó a un lado estos pensamientos. Por el momento, su deber era centrarse en los enfermos de las clases bajas. El Gremio tendría que afrontar las consecuencias de los actos cometidos por los miembros más insensatos de las Casas.

«Pero no perdería nada con averiguar si alguno de los otros sanadores, o incluso las ayudantes de los hospitales, saben de algún mago que se haya vuelto adicto a la craña, o que se haya visto arrastrado hacia el mundo de la delincuencia. Tal vez sería útil también pedirles que se lo pregunten a sus pacientes. No hay nada que guste más a los pacientes y familiares aburridos que pasar el rato cotilleando».

Lorkin no tenía idea de qué hora era cuando las visitas se marcharon por fin, y Dannyl y él pudieron retirarse a descansar. En cuanto el último invitado se fue, los dos se miraron entre sí e hicieron una mueca de alivio.

—Son más sociables de lo que imaginaba —comentó Dannyl.

Lorkin asintió en señal de conformidad.

—Podría dormir durante una semana.

—Por lo que parece, tendremos suerte si nos conceden un día para recuperarnos del viaje. Será mejor que durmamos mientras podamos. —Dannyl se volvió hacia una esclava, una joven que se apresuró a arrojarse al suelo—. Lleva a lord Lorkin a sus aposentos.

Ella se puso en pie de un salto, echó una mirada a Lorkin y señaló una puerta.

Mientras Lorkin la seguía por un pasillo, su ánimo decayó ligeramente. «Cada vez que hacen eso, algo se me remueve por dentro. Pero ¿es solo porque sé que son esclavos? Cuando la gente me dedica reverencias por ser un mago, no me molesta. ¿Cuál es la diferencia?»

Quienes se inclinaban ante él no lo hacían porque estuvieran obligados, sino porque lo consideraban de buena educación. No pesaba sobre ellos la amenaza de que los azotaran, los ejecutaran o les hicieran lo que fuera que los sachakanos hacían a los esclavos desobedientes.

El pasillo se curvaba a la izquierda, siguiendo el extraño contorno circular de la sala maestra. Más adelante se bifurcaba, y la esclava enfiló el ramal derecho. «Me pregunto por qué no hacen sus paredes rectas. ¿Les resulta más fácil construirlas así, o más complicado? Apuesto a que hay recovecos pequeños y curiosos aquí y allá. —Extendió el brazo para tocar el liso enlucido de la pared—. Es curiosamente agradable. Sin bordes angulosos». La esclava giró bruscamente para franquear una puerta. Lorkin la siguió y se detuvo en medio de otra habitación de forma extraña.

Era casi circular, pero no del todo. Estaba iluminada por pequeñas lámparas de pie distribuidas por toda la habitación. Las paredes estaban decoradas con tapices o esculturas colocadas en hornacinas. Su baúl se encontraba en el suelo, junto a una de las puertas. El cuarto con el que comunicaba también estaba iluminado con lámparas, y en él había una cama cuyo aspecto, para alivio de Lorkin, no era distinto del de una cama kyraliana común y corriente.

La esclava se había detenido junto a una pared, con la cabeza gacha y la mirada baja. «¿Piensa quedarse allí, o se irá? Tal vez se marche cuando le indique que estoy contento con la habitación».

—Gracias —dijo—. Todo está bien.

Ella permaneció inmóvil, sin hablar. Su expresión, o lo poco que él alcanzaba a ver de ella, no cambió.

«¿Qué hará si entro en el dormitorio? —Pasó junto a ella, cruzó la puerta y miró la cama—. Sí, definitivamente parece una cama normal. —Al volverse, vio que ahora ella estaba en el dormitorio, de pie contra la pared, en la misma postura de antes—. Ni siquiera la he oído entrar. —Seguramente tenía que ordenarle que se retirara, pero cuando abrió la boca para hablar, se detuvo—. Debería aprovechar la oportunidad para averiguar cómo funciona la relación entre amo y esclavo. ¿Ella es mi sirvienta personal, o hay una serie de criados con cometidos distintos?»

—En fin —dijo—. ¿Cómo te llamas?

—Tyvara —respondió ella, con una voz inesperadamente profunda y melódica.

—¿Y cuál es tu papel aquí, Tyvara?

Ella se quedó callada por un momento, alzó la vista y sonrió. «Eso está mejor», pensó él. Sin embargo, al mirarla a los ojos, vio que no armonizaban con la sonrisa. No revelaban nada. Eran tan negros que él apenas podía distinguir dónde empezaba la pupila y dónde acababa el iris. Esto le provocó un escalofrío que no era exactamente de inquietud, pero tampoco de emoción.

Ella se apartó de la pared y caminó hacia él. Bajó la vista hacia su pecho. Extendió los brazos hacia el fajín de su túnica y comenzó a desatarlo.

—¿Qué… qué haces? —dijo él, agarrándola por las manos para detenerla.

—Es una de mis obligaciones —respondió ella con el entrecejo fruncido, soltando el fajín.

A Lorkin el corazón le latía a toda prisa. Su cuerpo se había inclinado más por la emoción que por la intranquilidad. «No debo sacar conclusiones precipitadas —se dijo—. Además, si el hecho de que me atienda alguien que no puede negarse ya resulta bastante desagradable, acostarme con alguien que está obligada a ello debe de ser aún más desalentador». En cuanto se imaginó que miraba fijamente aquellos ojos oscuros y vacíos, todo su interés se desvaneció.

—Los kyralianos preferimos desvestirnos nosotros mismos —le dijo, soltándole las manos.

Ella asintió y retrocedió un paso, mientras sus misteriosos ojos reflejaban desconcierto y obediencia. «Mejor eso que nada». Se alejó hasta la pared, donde adoptó de nuevo su postura anterior. Él contuvo un suspiro.

—Puedes retirarte —le dijo.

Ella se quedó quieta por un instante, con las cejas enarcadas hacia arriba, antes de apartarse de la pared rápidamente y desaparecer por la puerta con pasos silenciosos.

Lorkin se acercó a la cama y se sentó.

«Vaya, eso ha sido incómodo y violento. —Y un poco raro. Ella no había respondido a su pregunta, aunque, por otro lado, preguntar a una esclava cuál era su papel cuando estaba de pie en un dormitorio quizá era una clara insinuación de que uno quería acostarse con ella—. Soy un idiota. Claro que lo es. —Suspiró—. Tengo que aprender —pensó, apesadumbrado—. Y como Dannyl es la única otra persona libre aquí, no me queda otro remedio que aprender de los esclavos. Si Tyvara es mi criada personal, la veré con mayor frecuencia que a los otros esclavos. Y si voy a interrogar a una esclava, más vale que lo haga en privado, donde ningún sachakano pueda oírme y darse cuenta de lo ignorante que soy. —Decidió que, en cuanto se le presentara la ocasión, interrogaría a Tyvara sobre la etiqueta que debía observar el amo con los esclavos—. Y espero que podamos establecer una serie de normas para el trato entre nosotros dos, reducir los gestos de sumisión hasta un punto que no me incomode tanto, sin que llegue a incomodarla a ella».

En pocas palabras, tendría que hacerse amigo suyo. Seguramente no le costaría mucho. Nunca tenía dificultades para entablar amistad con mujeres. Eran los enredos amorosos los que le causaban más problemas de los que merecía la pena. Encontrar la manera de hacerse amigo de una esclava sachakana tal vez constituiría un nuevo reto, pero sin duda estaba al alcance de sus posibilidades.