Capitulo 9

Al igual que muchos aprendices de origen humilde procedentes de las zonas más pobres de la ciudad, Norrin era de baja estatura. Sin embargo, se le veía aún más bajo flanqueado por los dos guerreros que lo escoltaban al Salón Gremial. A Sonea se le encogió el corazón cuando el joven alzó la vista hacia los magos que lo observaban desde ambos lados de la sala, palideció y bajó la mirada al suelo.

«Es una crueldad traerlo a rastras a la presencia del Gremio entero —pensó ella—. Como si una Vista ante los magos superiores no fuera ya lo bastante intimidatoria y humillante. Pero alguien quería imponerle un castigo ejemplar».

Según las normas del Gremio, todo aprendiz que faltara a clase o que residiera fuera del recinto gremial sin permiso debía considerarse un renegado en potencia y debía comparecer ante el Gremio en pleno para explicar su comportamiento, aunque solo los magos superiores debían juzgar sus faltas y fijar la pena.

«Si no lo hubieran descubierto justo antes de un día de reunión, tal vez le habrían ahorrado este mal trago. Pero es mucho más fácil celebrar una Vista al final de una reunión que organizar una por separado. Sospecho que si Osen hubiera tenido que reunir a todos los miembros del Gremio solo para esta Vista, se habría saltado las normas y la habría llevado a cabo solo con los magos superiores».

Los escoltas se detuvieron al frente del salón, y Norrin, tras pararse junto a ellos, se inclinó ante los magos superiores. El administrador Osen se volvió hacia los magos superiores, concretamente hacia Sonea. Por un segundo, sus miradas se encontraron, hasta que él apartó la vista.

Otros se habían fijado en aquel gesto, y ella sintió que se clavaban en ella los ojos curiosos del Gran Lord Balkan, lady Vinara y el rector Jerrik. Sintió el impulso de encogerse de hombros para dar a entender que no tenía idea de por qué Osen había elegido ese momento para mirarla, pero en vez de eso hizo caso omiso de ellos y centró su atención en el aprendiz.

El administrador se acercó a Norrin, que estaba encorvado pero no levantó la mirada.

—Aprendiz Norrin —dijo Osen—. Llevas dos meses sin presentarte en el recinto del Gremio ni en la universidad. Has desoído nuestros requerimientos de que regreses, lo que nos ha obligado a ponerte bajo custodia. Conoces la ley que restringe los movimientos de los aprendices y que establece dónde pueden residir. ¿Por qué la has infringido?

Los hombros de Norrin se elevaron y descendieron al tiempo que él respiraba hondo y expulsaba el aire. Se irguió y alzó la vista hacia el administrador.

—No quiero ser mago —dijo—. Querría, si no fuera más importante para mí cuidar de mi familia. —Se interrumpió y bajó los ojos de nuevo. Aunque Sonea no alcanzaba a ver el rostro de Osen, su postura destilaba una paciente expectación.

—¿Tu familia? —repitió.

Norrin miró en torno a sí y se sonrojó.

—Mis hermanos pequeños. Mi madre no puede ocuparse de ellos. Está enferma.

—¿Y no hay nadie más que pueda asumir esta responsabilidad? —inquirió Osen.

—No. Mi hermana, la mayor después de mí, murió el año pasado. Los demás son demasiado jóvenes. No he usado la magia ni una vez —se apresuró a añadir—. Sé que se supone que no debo hacerlo si no voy a graduarme como mago.

—Si no deseas ser mago, o deseas abandonar el Gremio, tus poderes deben ser bloqueados —le informó Osen.

El aprendiz parpadeó por unos instantes y alzó hacia el administrador una mirada tan llena de esperanza que Sonea sintió un dolor en el pecho.

—¿Eso se puede hacer? —inquirió Norrin en una voz apenas audible—. Entonces, ¿podré marcharme para cuidar de mi familia sin que a nadie le parezca mal? —Frunció el ceño—. No será muy caro, ¿no?

Osen guardó silencio por un momento y sacudió la cabeza.

—No te costará nada, salvo tus oportunidades de futuro. ¿No puedes esperar unos años más? ¿No sería mejor para tu familia que llegaras a convertirte en mago?

Una sombra cruzó el semblante de Norrin.

—No. No puedo verlos, ni hacerles llegar dinero, ni hacer que desaparezca la… enfermedad de mi madre. Y los demás son demasiado pequeños para valerse por sí mismos.

Osen se dirigió a continuación a los magos superiores.

—Propongo que deliberemos sobre el caso.

Sonea y los demás asintieron en señal de conformidad. El administrador indicó a los escoltas que se llevaran al muchacho del salón. En cuanto las puertas se cerraron, lady Vinara exhaló un sonoro suspiro y se volvió hacia los presentes.

—La madre del chico es una prostituta. No está enferma; es adicta a la craña.

—Es cierto —corroboró el rector Jerrik—, pero él no ha adoptado los hábitos de su madre. Es un joven sensato, estudioso y educado, con grandes poderes. Sería una lástima perderle.

—Es demasiado joven para entender a qué está renunciando —agregó lord Garrel—. Lamentará haber sacrificado la magia por su familia.

—Pero lamentaría mucho más sacrificar a su familia por la magia —terció Sonea sin poder evitarlo.

Las miradas se posaron en ella. Durante los últimos veinte años había preferido participar lo menos posible en los debates de los magos superiores, en un principio porque se sentía demasiado joven e ignorante respecto a la política gremial para hacer aportaciones valiosas, y más tarde porque había comprendido que la posición que ocupaba entre ellos le había sido otorgada no por respeto, sino de mala gana, por los poderes que poseía y en reconocimiento a su colaboración en la defensa del país.

«Sin embargo, parece que cada vez que abro la boca me prestan más atención de la que merezco».

—Tiene usted mucho en común con Norrin, Maga Negra Sonea —comenzó Osen—. Por no querer ingresar en el Gremio, no por sus circunstancias familiares, claro está —agregó—. ¿Qué sugiere que hagamos para convencerlo de que se quede?

Sonea contuvo el impulso de poner los ojos en blanco.

—Desea poder visitar y ayudar a su familia. Concédanle este deseo, y estoy segura de que estará encantado de quedarse con nosotros.

Los magos superiores se miraron entre sí. Ella miró a Rothen, que hizo una mueca que expresaba lo improbable que le parecía que los magos superiores accedieran a ello.

—Pero eso ocasionaría que una prostituta recibiera dinero del Gremio y seguramente lo utilizaría para satisfacer su adicción —señaló Garrel.

—En una sola noche se gasta mucho más dinero del Gremio en contratar los servicios de prostitutas del que haría falta para costear la comida y el alojamiento de la familia de Norrin durante un año —replicó Sonea, y al momento se encogió al percibir la aspereza en su voz.

Los magos se quedaron callados de nuevo. «Esto es algo que también suele ocurrir cuando me atrevo a hablar», pensó. Advirtió que lady Vinara se había tapado la boca con la mano.

—El propio Norrin tendrá que asegurarse de que su madre no utilice el dinero que él le dé para comprar craña —prosiguió Sonea, en un tono que esperaba que fuera más conciliador—. Es evidente que no tiene intención de matar a su madre. —Entonces le vino un destello de inspiración—. Si accede a quedarse, envíenlo a trabajar a los hospitales, como castigo si es necesario. Yo me encargaré de que su familia lo visite allí. De ese modo, él podrá verlos y al mismo tiempo dar la impresión de que cumple una sanción por infringir la ley.

Muchos de quienes la rodeaban asintieron con la cabeza.

—Una solución excelente —dijo lord Osen—. Y, además, tal vez podría usted persuadir a su madre para que dejara la droga. —La miró, expectante. Por toda respuesta, ella le sostuvo la mirada con expresión impasible. «No soy tan tonta como para hacer promesas, sobre todo si están relacionadas con la craña».

Osen desvió la vista y se volvió hacia los demás.

—¿Alguien tiene alguna objeción, o alguna cosa más que proponer?

Los magos superiores sacudieron la cabeza. Osen mandó llamar a los escoltas y a Norrin. Cuando le expusieron la propuesta de Sonea, él levantó la mirada hacia ella, visiblemente agradecido. «Su actitud refleja algo demasiado parecido a la adoración —pensó Sonea—. Más vale que lo ponga a trabajar duro para que no le dé por idolatrarme o, lo que es más importante, para que no crea que quebrantar las normas es la mejor manera de conseguir lo que quiere».

Cuando Osen dio por finalizadas la Vista y la reunión, Sonea se puso en pie y empezó a bajar las escaleras, pero lady Vinara le salió al paso.

—Ha sido una agradable sorpresa oírte decir por fin lo que piensas —comentó la anciana sanadora—. Deberías hacerlo más a menudo.

Sonea pestañeó, desconcertada, y se percató de que no se le ocurría nada que decir que no sonara trillado. La sonrisa de Vinara se tornó en una expresión más seria. Bajó la mirada hacia el lugar en que Norrin se encontraba unos momentos antes.

—Este caso deja patente la necesidad de decidir sin demora si debemos modificar o abolir la norma que prohíbe el relacionarse con delincuentes o con personajes desagradables. —Bajó la voz—. Estoy a favor de aclarar la norma, pues se presta a una interpretación que podría restringir el trabajo de mis sanadores.

Sonea asintió y consiguió esbozar una sonrisa.

—Y más aún el de los míos. ¿Cuándo crees que el administrador nos pedirá que tomemos una decisión?

Vinara arrugó el entrecejo.

—Todavía no ha determinado si la decisión nos corresponde a nosotros o al Gremio. En el primer caso, algunos podrían considerarla injusta, ya que para muchos tú eres la única maga superior que representa a los magos y aprendices de origen humilde. En cambio, si la dejamos en manos del Gremio entero…

—Tal vez no supondría una gran diferencia —la cortó Sonea—. Y seguramente algunos harían comentarios en público que podrían provocar un resentimiento duradero.

Vinara se encogió de hombros.

—Oh, no creo que podamos evitar eso. Pero acarrearía mucho más trabajo y alboroto, y Osen no está muy seguro de que el asunto lo merezca.

—Muy bien, pues. —Sonea dedicó una sonrisa sombría a la mujer y pasó por su lado—. Tal vez el caso de Norrin lo convenza de lo contrario.

Lorkin tendió la vista hacia los campos que bordeaban el camino, preguntándose cuánto tardaría en acostumbrarse a todo aquel verdor. Habían viajado a través del páramo durante tres días, y él se sentía como si el polvo seco del lugar hubiera llenado cada grieta de su piel y cada hueco de sus pulmones. Nunca en su vida había estado tan ansioso por darse un baño.

Por la noche se habían turnado para montar guardia por si se acercaba algún ichani mientras el otro dormía en el carruaje. El paso por el páramo estaba considerada la parte más peligrosa del trayecto —de ahí las precauciones—, si bien no se habían producido casos de ataques contra magos del Gremio por parte de magos sachakanos después de la invasión. Los embajadores anteriores habían divisado figuras que los observaban desde lejos, pero ninguna de ellas se les había acercado.

Lorkin dudaba que Dannyl y él hubieran podido resistir la acometida de bandoleros ichanis durante mucho tiempo, pero el embajador anterior les había dicho que siempre confiaban en que mostrar con su actitud que estaban preparados para combatir bastara para disuadirlos. Los ichanis que vagaban por el páramo y por las montañas sabían que el Gremio había conseguido matar a Kariko y a su cuadrilla, aunque ignoraban cómo, así que se mantenían a una distancia prudente de todos los visitantes vestidos con túnica.

El segundo día, una tormenta de arena había obligado a Dannyl a sentarse junto al cochero para proteger con una barrera mágica a los caballos y el vehículo, así como para mantener visible el camino. El tercer día, las arenas dieron paso a matas y arbustos raquíticos. Cuando la vegetación se hizo más densa, empezaron a ver animales que pastaban. Luego, estos dieron paso a unos primeros sembradíos ralos, cuya salud y exuberancia aumentaron poco a poco hasta que el paisaje ofrecía un aspecto agradablemente rural y normal, siempre y cuando uno no se fijara demasiado en el horizonte sudoccidental.

De cuando en cuando aparecían conjuntos de edificios blancos rodeados de murallas del mismo color, a unos centenares de pasos del camino. Eran las fincas de los terratenientes poderosos de Sachaka, los ashakis. Solo después de ver las primeras Lorkin cayó en la cuenta de que las construcciones en ruinas junto a las que habían pasado en el páramo seguramente habían sido muy parecidas.

Aquella noche, Lorkin y Dannyl iban a visitar a un ashaki y a alojarse en su casa. Lorkin no estaba seguro de si el hormigueo de expectación nerviosa que sentía ante la perspectiva de conocer por fin a un sachakano era fruto de la emoción o del miedo. Dannyl se había entrevistado con el embajador sachakano en Imardin, pero como no estaba confirmado aún que Lorkin sería su ayudante, este no había sido invitado a la reunión.

«Estoy deseando llegar allí cuanto antes, pero ¿hasta qué punto se debe esto al hambre que tengo y a las ganas de dormir toda la noche de un tirón en una cama cómoda?»

El carruaje redujo la velocidad y salió de la carretera principal. A Lorkin se le aceleró el pulso. Se inclinó hacia la ventanilla y vio unos edificios blancos que se alzaban al final del camino angosto por el que avanzaban. Los muros eran lisos y curvos, sin bordes angulosos. Cuando se encontraban más cerca, avistó, al otro lado de un arco abierto en la pared, unas figuras delgadas que se movían en un espacio interior. Una de ellas se detuvo detrás del arco y se volvió para despedirse de los demás con la mano antes de desaparecer.

Cuando pasaron bajo el arco llegaron a un patio prácticamente desierto. Aquellas personas, fueran quienes fuesen, se habían esfumado. Una figura solitaria salió de una puerta estrecha mientras el coche se detenía, y se dejó caer suavemente boca abajo en el suelo.

Saltaba a la vista que era un esclavo. Lorkin miró a Dannyl, que esbozó una sonrisa lúgubre y se acercó a la portezuela del carruaje. El hombre que estaba en el suelo no se movió cuando el embajador se apeó, seguido por Lorkin. El joven alzó la mirada hacia el cochero, que tenía el ceño fruncido con desaprobación.

«Bueno, nos advirtieron que las cosas serían así. Mostrarse desconcertado sería absurdo, además de un poco grosero. No obstante, hay otras costumbres que son distintas aquí. El señor de la casa no sale a recibir a sus invitados. Les da la bienvenida una vez que están dentro».

—Llévanos ante tu amo —ordenó Dannyl, en un tono que no era autoritario pero tampoco especialmente comedido.

Lorkin decidió que era un buen punto medio y que haría lo mismo cuando se dirigiera a un esclavo.

El hombre postrado se levantó y, sin alzar la vista y en silencio, cruzó de nuevo el arco para acceder al edificio. Dannyl y Lorkin entraron tras él y enfilaron un pasillo. Las paredes del interior eran iguales que las exteriores, pero un poco más lisas. Al mirarlas más de cerca, Lorkin vio huellas de dedos en la superficie, que estaba recubierta de una especie de pasta. Se preguntó si los muros tenían un núcleo de piedra o ladrillo, o si estaban hechos en su totalidad de algún tipo de arcilla, aplicada en capas sucesivas.

Al llegar al final del pasillo, el esclavo se apartó a un lado y se arrojó al suelo. Dannyl y Lorkin entraron en una sala espaciosa cuyas paredes blancas estaban decoradas con tapices y esculturas. Había tres taburetes bajos, uno de ellos ocupado por un hombre que se puso de pie y les sonrió.

—Bienvenidos. Soy el ashaki Tariko. Ustedes deben de ser el embajador Dannyl y lord Lorkin.

—En efecto —respondió Dannyl—. Es un honor conocerle, y le estamos agradecidos por albergarnos en su hogar.

Aunque Dannyl le sacaba una cabeza al hombre, la constitución ancha de este daba la impresión de fuerza. Tenía la tez bronceada típica de los sachakanos, más clara que la de los lonmarianos pero más oscura que el color marrón miel de los elyneos. A juzgar por las arrugas en las comisuras de su boca y sus labios, Lorkin calculó que tenía entre cuarenta y cincuenta años. Llevaba una chaqueta corta con un bordado colorido encima de una prenda sencilla, y un pantalón confeccionado con la misma tela que la chaqueta, aunque menos adornado.

—Siéntense junto a mí —los invitó el ashaki Tariko, señalando los taburetes—. He apostado vigías en la carretera para que me avisaran cuando estuvieran ustedes cerca, a fin de tener la comida preparada cuando llegaran. —Se volvió hacia el esclavo arrodillado—. Ve a la cocina a informarles de que nuestros invitados ya están aquí.

El hombre se levantó de un salto y se marchó a toda prisa. Mientras seguía a Dannyl hacia los taburetes, Lorkin vislumbró el destello de algo metálico en la cintura de Tariko y se fijó en lo que era: un cuchillo con una vaina y una empuñadura primorosamente ornamentadas que llevaba al cinto. Era un objeto hermoso, con joyas engastadas e incrustaciones de oro.

De pronto, a Lorkin le bajó un escalofrío por la espalda.

«Es un cuchillo de mago negro. El ashaki Tariko es un mago negro». Por un momento, lo asaltó una oleada de miedo que resultaba curiosamente estimulante, pero que se desvaneció con la misma rapidez, dejando tras sí una decepcionante estela de cinismo. «Ya, y también tu madre», pensó, y de repente comprendió que vivir en un país de magos negros no resultaría tan emocionante y novedoso como había imaginado.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la afluencia súbita de hombres y mujeres que no llevaban otra prenda que una tela que les envolvía el torso, ceñida a la cintura por un cordón. Portaban bandejas con comida, o bien jarras y copas. Unos olores exóticos llegaron hasta la nariz de Lorkin, provocando que le gruñesen las tripas. Los esclavos, uno por uno, se acercaron al ashaki Tariko, mostrándole su carga con los brazos extendidos y la cabeza gacha, y se arrodillaron ante él. El primero llevaba los utensilios con que comerían el anfitrión y sus invitados: un plato y un cuchillo con la punta ahorquillada. A continuación, se repartieron las copas y se llenaron de vino. Por último, se sirvieron los platos sucesivos. El primero en elegir era Tariko, después Dannyl y finalmente Lorkin. El ashaki despedía a los esclavos con un discreto «vete».

«Primero el señor de la casa —recitó Lorkin para sus adentros—. Los magos antes que los no-magos. Los ashakis antes que los hombres libres sin tierras, los mayores antes que los jóvenes, los hombres antes que las mujeres. —Solo si una mujer era maga y además cabeza de familia se le servía antes que a los hombres—. De todos modos, las mujeres suelen comer separadas de los hombres. Me pregunto si el ashaki Tariko está casado».

Los alimentos estaban muy condimentados, y algunos picaban tanto que Lorkin tenía que refrescarse la boca con un trago de vino cada pocos bocados. Aguantaba lo máximo posible, con la esperanza de acostumbrarse al calor y porque no quería acabar aturdido por la bebida, sobre todo en su primera noche como invitado de un mago negro sachakano.

Mientras Dannyl y su anfitrión conversaban sobre el viaje a través del páramo, el tiempo, la comida y el vino, Lorkin observaba a los esclavos. Los últimos en ofrecerles los platos que llevaban eran los que habían esperado durante más tiempo, pero sus brazos cargados permanecían firmes. Resultaba extraño estar en la misma habitación que aquellas personas silenciosas mientras Tariko y Dannyl charlaban prácticamente sin hacerles caso.

«Pertenecen a Tariko —se recordó—. Los ponen a trabajar y los crían como ganado». Se estremeció al intentar imaginar cómo debían de sentirse. Lorkin no fue capaz de prestar atención a la conversación hasta que los últimos platos fueron servidos y el último esclavo se retiró.

—¿En qué les afecta vivir tan cerca del páramo? —preguntó Dannyl.

Tariko se encogió de hombros.

—Si el viento procede de esa dirección, se lleva toda la humedad. Puede estropear las cosechas si sopla durante mucho tiempo. Lo deja todo cubierto de una fina capa de polvo, tanto dentro como fuera. —Dirigió la mirada más allá de las murallas, hacia el erial—. El páramo crece un poco cada año. Algún día, dentro de mil años, tal vez, sus arenas se juntarán con las del norte, y toda Sachaka será un desierto.

—A menos que el proceso se invierta —dijo Dannyl—. ¿Ha intentado alguien ganar terreno al páramo?

—Mucha gente. —«Claro que lo hemos intentado», parecía decir la expresión de Tariko—. Algunos lo han conseguido, pero nunca de forma permanente. Los que han estudiado el páramo dicen que el terreno fue despojado de su capa superior fértil, y que sin ella no retiene el agua y las plantas no pueden crecer.

Un brillo de interés asomó a la mirada de Dannyl.

—Pero ¿no tienen idea de cómo hacerlo?

—No. —Tariko se encogió de hombros—. En el desierto del norte, llueve cada pocos años, y al cabo de unos días el paisaje se cubre de verde. El suelo es muy fértil gracias a las cenizas de los volcanes. Lo único que lo mantiene desértico es la falta de lluvia. Aquí llueve mucho, y aun así no crece nada.

—Debe de ser un espectáculo digno de verse —murmuró Lorkin—. Me refiero al desierto del norte en flor, claro.

Tariko le sonrió.

—Lo es. Las tribus dúneas se desplazan al sur para cosechar las plantas del desierto y vender las hojas secas, los frutos y las semillas en Arvice. Si tienen ustedes suerte de que este acontecimiento se produzca durante su estancia, tendrán la oportunidad de saborear algunas especias y manjares poco comunes.

—Eso espero —dijo Lorkin—, aunque me cuesta imaginar algo más exótico o delicioso que la cena de la que acabamos de disfrutar.

El sachakano soltó una risita, complacido por el elogio.

—Siempre he dicho que, de todos los esclavos, los buenos cocineros son los que más justifican su elevado precio, junto con los domadores de caballos.

Lorkin consiguió a duras penas contener una mueca de disgusto ante esta alusión despreocupada a la compra de personas, y se alegró de que Tariko no continuara hablando de ello. Tras una conversación sobre los alimentos típicos de Sachaka, en la que Tariko les recomendó que probaran unos platos y evitaran otros, el ashaki irguió la espalda.

—Deben de estar cansados, y ahora que les he dado de comer, no los entretendré más para que puedan darse un baño y acostarse.

Dannyl parecía desilusionado cuando su anfitrión se puso de pie, pero, para alivio de Lorkin, no protestó. Sonó un gong, y dos mujeres jóvenes entraron apresuradamente en la estancia y se postraron en el suelo.

—Acompañad a nuestros invitados a sus aposentos —ordenó Tariko, y sonrió a Dannyl y Lorkin—. Que descansen, embajador Dannyl y lord Lorkin. Les veré por la mañana.

Cery levantó la tapa, se inclinó hacia la mirilla y, entornando los ojos, echó un vistazo a la habitación que estaba al otro lado. Era estrecha, pero muy larga, por lo que el espacio total era considerable. Aunque la forma no le gustaba, permitía dividirla en una serie de cuartos más pequeños, con vías de escape distribuidas a lo largo.

Varios hombres trabajaban en el interior de la habitación, recubriendo de paneles las paredes de ladrillo, montando el armazón de los tabiques separadores y embaldosando el suelo. Dos estaban desobstruyendo la chimenea. En cuanto terminaran y recogieran los escombros, empezarían con la decoración, y la nueva guarida de Cery —y trampa para el Cazaladrones— sería un espacio lujoso y elegante.

—¿Seguro que quieres emplear al mismo cerrajero? —preguntó Gol.

Al volverse, Cery vio el ojo de su guardaespaldas iluminado por un pequeño círculo de luz procedente de otra mirilla.

—¿Por qué no habría de hacerlo?

—Dices que no crees que Dern te haya traicionado, y si nadie te traiciona, el Cazaladrones nunca caerá en nuestra trampa.

Cery posó la vista de nuevo en la mirilla y observó a los hombres mientras trabajaban.

—No quiero que la gente crea que lo culpo a él.

—Sigo sin tener claro lo de la cerradura. ¿Por qué iba Dern a introducir en ella un sistema para saber si alguien la ha abierto con magia, si era tan improbable que esto ocurriera?

—Quizá no creía que fuera improbable. Al fin y al cabo, soy un ladrón. Los asesinatos de ladrones han venido cometiéndose desde hace ya unos años.

—Entonces debe de tener una razón para sospechar que los mataron con la ayuda de la magia.

—Tal vez. Tal vez ha oído rumores sobre el Cazaladrones. Por otro lado, Dern siempre me ha parecido muy meticuloso, casi hasta un extremo ridículo, y creo que esta es la causa de que fabricara así las cerraduras, y no que supiera algo acerca del Cazaladrones y sus métodos.

Gol suspiró.

—Bueno…, sí, a veces se comporta de ese modo. Y aunque se mostró agradecido de que le dieras más trabajo, parecía… en fin, nervioso. Inquieto. No dejaba de repetir que si el Cazaladrones y el renegado resultaban ser reales y la misma persona, ve tú a saber qué otras leyendas podían ser verdaderas, como la del ravis gigante que se comía vivos a quienes bajaban a las cloacas, o que salía al Camino de los Ladrones y se llevaba a la gente a rastras.

—No me extraña que piense eso. —Cery sacudió la cabeza—. Yo siempre había creído que el renegado era un mito también. Desde hace veinte años corre el rumor de que hay un mago escondido en la ciudad, aunque Senfel se reincorporó al Gremio cuando lo indultaron y murió de viejo… ¿cuánto hace? ¿Nueve o diez años?

—Senfel le metió esta idea en la cabeza a la gente, al igual que Sonea. Ahora interpretan cualquier suceso extraño que podría ser mágico como una prueba de que hay otros renegados sueltos.

—Por lo visto no se equivocaban al respecto —comentó Cery y frunció el ceño—, razón de más para estar seguros antes de hablarle de ello a Sonea.

Gol soltó un gruñido de conformidad.

—¿Crees que deberíamos contarle a Skellin lo que estamos haciendo?

—¿A Skellin? —Por un momento, Cery se preguntó por qué, y entonces recordó el acuerdo al que había llegado con el otro ladrón—. No sabemos con certeza si la persona a quien estamos tendiendo una trampa es el Cazaladrones. Si encontramos pruebas de que lo es, se lo diremos a Skellin. De lo contrario… —Se encogió de hombros—. No me pidió que lo avisara si descubría a un renegado.

Los dos se quedaron contemplando las mirillas en silencio durante un rato, hasta que Cery dejó caer la tapa de la suya para cerrarla. Los albañiles estaban enterados de las rutas de escape que estaban construyendo, pero no de las que ya existían, ni de las mirillas por las que Cery y Gol los observaban.

—Vámonos.

El círculo de luz ante el ojo de Gol desapareció. Cery echó a andar, deslizando la mano por la pared.

«Me pregunto cuál de los trabajadores que he empleado filtrará la ubicación de mi nueva guarida». Aunque Cery siempre trataba bien a los obreros, pagándoles una cantidad justa sin retrasos, no podía estar totalmente seguro de su lealtad o su capacidad para guardar secretos. Averiguaba todo lo posible sobre ellos: si tenían familia, si se preocupaban de ella, si tenían deudas, para quién habían trabajado, quién había trabajado para ellos, y si había alguien, especialmente la Guardia, con quien preferían no toparse.

«Esta vez no. Aunque Gol ha empezado a recabar información, no hay tiempo para hacerlo a conciencia, pero eso no supone un problema. —A fin de que la trampa diera resultado, Cery necesitaba que alguien difundiera información sobre ella—. Por otro lado, si no tomo algunas precauciones, el Cazador podría pensar que eso es impropio de mí y empezaría a sospechar algo».

Doblaron una esquina en el pasadizo, y luego otra.

—Ya puedes encender la lámpara —musitó Cery.

Al cabo de un momento, se oyó un chirrido leve, y de pronto el túnel quedó inundado de luz.

—¿Sabes que cualquiera de esos trabajadores podría ser el Cazador?

Cery se volvió hacia su amigo, que estaba detrás de él.

—Lo dudo.

Gol se encogió de hombros.

—Hasta el Cazador necesita comida que llevarse a la boca y un techo bajo el que vivir. De alguna manera tiene que ganarse la vida.

—A menos que sea rico —señaló Cery, volviéndose de nuevo.

—A menos que sea rico —convino Gol.

Antes, habría sido lógico suponer que el Cazador era rico. Solo los ricos aprendían magia. Pero en la actualidad, personas de toda condición podían ingresar en el Gremio. Y, si el Cazador carecía de dinero para sobornar a la gente, siempre podía chantajearla o amenazarla, valiéndose posiblemente de la magia para asustarla de forma más eficaz.

«Ojalá pudiera preguntarle a Sonea si ha desaparecido algún mago o aprendiz, pero no quiero correr el riesgo de reunirme con ella de nuevo mientras no tenga pruebas de que hay un renegado en la ciudad».

Mientras tanto, más valía que procurase obtener esas pruebas sin morir en el intento.