Cuando el carruaje se detuvo frente a la universidad, Sonea y Lorkin salieron del edificio, seguidos por Rothen. Un grupo de magos varones jóvenes que aguardaban al abrigo del vestíbulo de entrada llamó con gritos y señas a Lorkin, que se volvió y agitó la mano. Su saludo se convirtió en un gesto para indicar a alguien que se acercara, y un criado salió a toda prisa, cargado con un baúl pequeño.
«Ah, muy bien. El joven viajará ligero de equipaje», pensó Dannyl.
La lluvia de principios de otoño repiqueteaba sobre un escudo invisible que cubría sus cabezas. Cuando madre e hijo llegaron al carruaje, Dannyl advirtió que el golpeteo de las gotas sobre el techo cesaba y supuso que el mago que mantenía activo el escudo lo había ampliado para abarcar el vehículo. Abrió la portezuela y se apeó para saludarlos.
—Embajador Dannyl —dijo Sonea, sonriéndole cortésmente—. Espero que a tus arcones no les entre el agua. No parece que la lluvia vaya a amainar durante un buen rato.
Dannyl alzó la vista hacia las dos cajas atadas a la parte posterior del vehículo, encima de las cuales el criado y el cochero estaban sujetando el baúl de Lorkin con correas.
—Son nuevos y no los he puesto a prueba, pero me recomendaron mucho al fabricante. —Se volvió hacia atrás para mirarla—. No llevo documentos originales allí. Solo copias, envueltas en hule.
Ella asintió.
—Muy prudente. —Se volvió hacia Lorkin, que estaba un poco pálido—. Si necesitas algo, ya sabes lo que tienes que hacer.
Él le respondió con una sonrisa fugaz.
—Estoy seguro de que podré comprar cualquier cosa que se me haya olvidado. Quizá los sachakanos tengan algunas costumbres bárbaras, pero no están faltos de lujos o sentido práctico.
Se miraron en silencio durante un rato largo e incómodo.
—Bien, pues no te entretengas más. —Sonea agitó la mano en dirección al carruaje como si quisiera ahuyentar a un niño, estropeando la impresión de que Lorkin era un joven independiente que se lanzaba a correr mundo. Dannyl suponía que a ella le habría gustado despedirse de su hijo con un abrazo, pero sabía que eso lo avergonzaría delante de sus amigos. Intercambió una divertida mirada de complicidad con Rothen. Observaron a Lorkin mientras subía al vehículo, sujetando una cartera de piel contra el pecho.
—Te obligaré a cumplir esa promesa, Dannyl —dijo Sonea en voz baja.
Las ganas de sonreír desaparecieron. Dannyl se volvió, dispuesto a tranquilizarla de nuevo, pero había un brillo irónico en los ojos de Sonea. Enderezó la espalda.
—Tengo toda la intención de cumplirla —aseguró—, aunque si sale a su madre, no podrás considerarme enteramente responsable si se le mete en la cabeza hacer una tontería.
Oyó que a Rothen se le escapaba una leve risotada. Sonea enarcó las cejas y él creyó que iba a protestar, pero en vez de eso se encogió de hombros.
—Bueno, a mí no me reclames si te causa problemas. Nadie te obligó a elegirlo como ayudante.
Dannyl fingió preocuparse.
—¿De verdad es tan malo? Todavía puedo cambiar de idea respecto a llevármelo, ¿no es así?
Ella arqueó la ceja y le escrutó el rostro.
—No me tientes, Dannyl. —Respiró hondo y exhaló un suspiro—. No, no es tan malo. Y te deseo suerte, Dannyl. Espero que encuentres lo que buscas.
Rothen soltó una risita.
—Adiós de nuevo, viejo amigo —dijo, del mismo modo en que Dannyl se había despedido de Rothen muchos años antes, en aquel mismo lugar, antes de partir hacia Elyne para ocupar por primera vez el cargo de embajador. «Allí fue donde conocí a Tayend…».
—Adiós, mi aún más viejo amigo —contestó Dannyl. Rothen se rió, y las arrugas de su rostro se hicieron más profundas. «Está tan envejecido… —pensó Dannyl—. Por otro lado, yo también. —Sintió una punzada de arrepentimiento por no haber visitado muy a menudo durante los últimos años a su anciano mentor y amigo—. Tendré que poner remedio a eso cuando vuelva».
—Bien, no te entretengas más. —Rothen hizo el mismo gesto que Sonea para ahuyentarlo.
Riendo entre dientes, Dannyl obedeció y subió al carruaje para sentarse junto a Lorkin. Se volvió hacia el joven.
—¿Listo?
Lorkin asintió sin vacilar.
—Cochero, es la hora de partir —dijo Dannyl.
Se oyó una voz de mando y el vehículo se puso en marcha con una sacudida. Dannyl vio por la ventanilla que Sonea y Rothen contemplaban el carro. Aunque ambos tenían una expresión ceñuda, en cuanto repararon en él sonrieron y agitaron la mano, al igual que los jóvenes apiñados bajo la entrada. Él devolvió el saludo antes de perderlos de vista cuando el carruaje giró hacia las puertas.
«Ella no dejará de preocuparse por él mientras esté lejos. Forma parte del papel de un padre o una madre. —Reprimió un suspiro—. ¿A qué viene esta melancolía? Debería estar entusiasmado ante la aventura que emprendemos. —Al echar un vistazo a Lorkin, vio que el joven miraba con aire ausente por la otra ventanilla—. Así que no soy solo yo. Supongo que todo viaje implica abandonar un lugar, y eso siempre trae consigo un poco de tristeza. Bueno, al menos Lorkin tiene a alguien que ha venido a despedirse de él».
Frunció el entrecejo al pensar en los últimos días. Desde su discusión, Tayend no le había dirigido la palabra, ni siquiera cuando Dannyl le había anunciado que partiría al día siguiente. No le había dicho ni adiós. No había estado presente cuando Dannyl había cargado sus arcones en el carruaje y se había marchado.
«¿Por qué tiene que comportarse de ese modo? Ni que quisiera seguir participando en la investigación». Tayend había mostrado cada vez menos interés en su obra a lo largo de los años. Lo entusiasmaban más los cotilleos de la corte.
Dannyl le había dicho al académico silencioso que si Sachaka le parecía un sitio lo bastante seguro, le enviaría un mensaje y que si Tayend continuaba ansioso por unirse a él, podría solicitar la autorización del rey de Elyne. Sin embargo, el académico había fulminado a Dannyl con la mirada y se había levantado de la mesa sin terminarse la cena.
«Nunca lo había visto tan enfadado. Es irracional. No avanzaré en mi investigación a menos que vaya a Sachaka. Bueno, espero avanzar. Tal vez no encuentre nada cuando llegue allí».
Pero nunca llegaría a saberlo si no lo intentaba.
El carruaje atravesó la Muralla Interior y salió a la Cuaderna Septentrional. Lorkin mantenía la vista fija en la ventanilla. Parecía abstraído y meditabundo, lo que acentuaba su parecido con su padre.
«Akkarin siempre estaba taciturno. Resultó que tenía motivos para estarlo. ¿Quién se habría imaginado que el hombre por quien tantos magos sentían un temor reverencial había sido un esclavo?». Nadie, desde luego, había sospechado que su Gran Lord conociera la magia negra, ni que realizara incursiones en la ciudad para matar espías sachakanos.
¿Quedaban todavía espías sachakanos en la ciudad? Dannyl sonrió. Claro que quedaban, pero no eran el tipo de espías que Akkarin cazaba —ex esclavos enviados por sus amos ichanis—, sino espías a la vieja usanza, comisionados o contratados por los soberanos de otros países para mantener vigilados a sus vecinos. Seguramente no se molestaban en moverse por los barrios más pobres, sino que buscaban cargos útiles que les dieran acceso a la corte y los círculos comerciales.
Dannyl miró por la ventanilla. Las casas de piedra de la Cuaderna Septentrional pronto quedaron atrás y el carruaje, tras cruzar pesadamente la Muralla Exterior, avanzó por lo que en otro tiempo eran las barriadas.
«Cómo ha cambiado esto», pensó Dannyl. Donde antes había un cúmulo caótico de barracas, ahora se alzaban impecables casas de ladrillo. Él sabía que aún quedaban zonas sucias y peligrosas en las barriadas, pero tras la abolición de la Purga, pronto se había hecho patente que el éxodo forzoso anual limitaba la expansión de la ciudad en la misma medida en que restringía el acceso de los pobres a su interior.
Ahora los pobres no solo tenían acceso a la ciudad, sino que podían ingresar en el Gremio, si poseían dotes mágicas lo bastante intensas. Aunque la riqueza que este privilegio traía consigo había sacado de la pobreza a bastantes familias, el ingreso masivo de alumnos pobres o de clase baja había causado algunos problemas al Gremio.
Estaba, por ejemplo, el escándalo provocado recientemente por magos y aprendices de clase alta que habían sido descubiertos en una casa de craña y juego dirigida por contrabandistas, y que habían declarado que los «plebis» les habían recomendado el local. Lo más inquietante era que dicha casa se encontraba oculta en una callejuela del Círculo Interno, que siempre había estado considerado una zona libre de establecimientos de mala muerte. Y no estaba muy lejos de donde vivían Dannyl y Tayend.
Pero aquello ya no le concernía. Cuando el carruaje pasó junto a las últimas casas y enfiló el Camino del Norte, Dannyl asintió para sí. El futuro los aguardaba a Lorkin y a él al final del camino, en el antiguo país de Sachaka.
La Buena Compañía era una de las casas de bol más grandes del sur de la ciudad. Cuando Cery y Gol entraron, sintieron la bofetada del calor que despedían los cuerpos, el vocerío ensordecedor y el olor empalagoso del bol. Había más hombres que mujeres, y unos y otras estaban de pie frente a mesas clavadas al suelo. No había sillas. No duraban mucho. Las peleas que se desataban allí eran famosas en toda la ciudad, aunque cuando la noticia llegaba a Ladonorte, el boca a boca la había exagerado tanto que rebasaba todas las posibilidades físicas.
Mientras se abría paso entre la multitud, Cery estudiaba el ambiente y se fijaba en los clientes sin mirar a nadie durante el tiempo suficiente para llamar su atención. Al fondo de la enorme sala había unas puertas por las que se accedía a una escalera que descendía al sótano, donde podía contratarse otro tipo de compañía.
En un banco, cerca de una de las puertas, estaba sentada una mujer regordeta de mediana edad vestida con una ropa demasiado llamativa y de colores chillones.
—¿Cómo es que las madrinas tienen siempre la misma pinta? —murmuró Gol.
—Lalli la Ladina es alta y delgada —le recordó Cery—. La Rica Sis es menudita.
—Pero las demás se parecen bastante entre sí. Son corpulentas, pechugonas y…
—Calla. Viene hacia aquí.
La mujer, al percatarse de que la observaban, se había levantado con dificultad y se había encaminado hacia ellos.
—¿Buscáis a Tiíta? Está allí —señaló—. ¡Eh, Tiíta! —gritó.
Ambos se volvieron y posaron la vista en una mujer alta y elegante con una larga cabellera rojiza que giró sobre sus talones para mirarlos. A una señal de la mujer regordeta, sonrió y se acercó con paso decidido.
—Qué, buscando una compañía agradable, ¿no? —preguntó. Se volvió hacia Gol, que seguía con la mirada a la otra mujer mientras regresaba a su asiento—. La gente siempre da por sentado que Martia dirige el local —añadió—. Pero está aquí para vigilar a su hijo, que trabaja en la taberna. ¿Os apetece ir abajo?
—Sí. He venido a ver a una vieja amiga —le dijo Cery.
Ella esbozó una sonrisa maliciosa.
—Como todos. ¿De qué vieja amiga se trata?
—De Terrina.
La mujer arqueó las cejas.
—¿Ah, sí? Bueno, ningún hombre pregunta por ella sin saber lo que está pidiendo. Os llevaré hacia ella.
Los guió por la puerta y escaleras abajo hasta una habitación situada debajo de la casa de bol. Era tan grande como la sala de arriba, pero estaba llena de cubículos dispuestos en filas. Había biombos de papel sujetos a los lados, en su mayoría cerrados para ocultar el interior. A juzgar por los sonidos procedentes de todas direcciones, la mayor parte de los cubículos estaban siendo utilizados para aquello para lo que los habían construido.
Tiíta los condujo a un cubículo próximo al centro de la habitación. Los biombos estaban abiertos. En el interior no había más que un sillón, de tamaño generoso, con un asiento grande y acolchado y unos brazos robustos. Todos los compartimentos estaban amueblados de aquella guisa. Las mujeres del establecimiento no querían que sus clientes estuvieran tan cómodos que se quedaran dormidos, impidiéndoles atender a otros clientes. Cery hizo un gesto con la cabeza a Gol, que se apostó a pocos pasos de distancia, fuera de otro cubículo vacío.
Cuando Cery entró en el compartimento, Tiíta cerró los biombos. Él se sentó, escuchó los sonidos cercanos y dirigió su concentración más allá de los gemidos y las risas en busca de sonidos que estuvieran fuera de lugar. Una respiración, pasos, el roce de la ropa.
Su nariz percibió un olor que provocó un aluvión de recuerdos de muchos años atrás. Sonrió.
—Terrina —musitó, volviéndose hacia el fondo de la pequeña habitación.
Un panel de la pared se deslizó hacia un lado, revelando a una mujer de cabello corto y ropa oscura. «No ha cambiado nada. Quizá esa pequeña arruga entre las cejas se ha hecho un poco más profunda». Aunque estaba demasiado enjuta y musculosa para considerarla hermosa, a Cery siempre le había atraído su complexión atlética. Cuando lo reconoció, ella enarcó las cejas y se relajó.
—Vaya, vaya. Hacía mucho que no te veía. ¿Cuánto? ¿Cinco años?
Cery se encogió de hombros.
—Te dije que iba a casarme.
—Cierto. —La asesina se apoyó en una pared del cubículo y ladeó la cabeza, con sus ojos negros tan inescrutables como siempre—. También me dijiste que eras leal. Supuse que te habías buscado otro segundo frente, por así decirlo.
—Tú nunca fuiste un segundo frente —repuso Cery—. La vida es demasiado complicada para tener más de una amante a la vez.
Ella sonrió.
—Qué detalle por tu parte. Yo no puedo decir lo mismo, pero eso ya lo sabes. —Se puso seria de golpe. Entró en el compartimento y cerró el panel—. Estás aquí por negocios, no por placer. —No era una pregunta, sino una afirmación.
—Siempre me adivinas el pensamiento —dijo él.
—No, solo finjo que lo hago. ¿A quién quieres que mate? —Sus ojos centellearon con ansia y expectación—. ¿Alguien te ha molestado últimamente?
—Información.
Ella se encorvó, desilusionada.
—¿Por qué, por qué, por qué? Todos quieren información siempre. —Levantó las manos en un gesto de impotencia—. O, si quieren un servicio completo, se echan atrás antes de que yo pueda afilar siquiera mis cuchillos—. ¿La información dará lugar a un servicio completo?
«Disfruta demasiado con su trabajo —pensó Cery—. Siempre ha sido así. En parte por eso resultaba tan excitante».
—Tal vez, pero en ese caso prefiero encargarme personalmente del trabajo.
Terrina frunció los labios en un mohín.
—Qué típico. —A continuación, sonrió y agitó una mano—. Pero no te lo reprocho si se trata de un asunto personal. En fin, ¿qué quieres saber?
Cery respiró hondo, preparándose para el dolor que le provocaría lo que se disponía a decir.
—Quién allanó mi guarida y mató a mi esposa y a mis hijos —respondió en voz baja para que ninguno de los clientes lo oyera—. Si no lo sabes con certeza, cualquier rumor que hayas oído me servirá.
Ella posó la vista en él, parpadeando.
—Ah —fue lo único que dijo. Lo contempló con aire pensativo. Los rumores sobre asesinos rara vez se propagaban más allá de sus filas. Todos reconocían que podían comprarse a un precio elevado, pero si un asesino dejaba de ganar dinero o moría como consecuencia del soplo, el responsable recibía un castigo severo—. ¿Tienes idea de cuánto costará eso?
—Por supuesto…, siempre y cuando poseas la información que necesito.
Ella asintió, se acuclilló para que sus ojos estuvieran a la misma altura que los de Cery y fijó los ojos en él con gravedad.
—Solo para ti, Cery. ¿Cuándo sucedió?
—Hace nueve días.
Ella arrugó el entrecejo y miró al vacío.
—No he oído nada sobre eso. La mayoría de los asesinos ya habría corrido la voz a estas alturas. Colarse en la guarida de un ladrón es toda una proeza. El tipo debió de intentar matarte para demostrar lo listo que es. Cuéntame cómo lo hizo.
Cery le habló de las cerraduras intactas y los guardias emboscados, pero omitió lo que el cerrajero le había dicho sobre la magia.
—Supongo que si no se van de la lengua es porque les pagaron lo suficiente. Lo que significa que el cliente es rico, o que ha ahorrado durante mucho tiempo. O bien, que lo hizo el propio interesado, o alguien cercano a ti que conocía la forma de entrar, aunque supongo que eso ya lo habrás investigado. O tal vez… —Clavó la vista en él—. Tal vez ha sido el Cazaladrones.
Cery frunció el ceño.
—Pero ¿por qué esperó a que yo saliera para matar a mi familia?
—Quizá no sabía que habías salido. Quizá no sabía que tenías esposa e hijos. Yo no le dije a nadie que ibas a casarte, aunque eso fue porque no te creí. Y si los tenías bien escondidos… —Se encogió de hombros—. El tipo entró, ellos lo vieron y tuvo que matarlos para que no lo identificaran.
—Si al menos existiera alguna manera de asegurarme… —suspiró Cery.
—Todo asesino tiene su firma: huellas, métodos, habilidades. Es posible identificarlos a partir de eso, si han cometido suficientes asesinatos que sirvan de referencia. —Suspiró y se puso en pie—. Te contaría los detalles sobre el Cazaladrones si no fuera porque por el momento nos los guardamos, por si uno de nosotros es el asesino.
Cery asintió. Cuando Terrina afirmaba que no iba a facilitar más información, era imposible sonsacársela.
Ella lo miró y sacudió la cabeza.
—Siento no haberte sido de mucha ayuda. No puedo hacer nada más que meterte miedo respecto a alguien de quien ya has oído hablar y sobre el que no puedo revelarte nada útil. —Apartó la mirada y juntó las cejas—. En realidad no puedo cobrarte mucho por eso.
Cery abrió la boca para negociar la cantidad que le pagaría por haberse tomado la molestia de reunirse con él, pero ella alzó la vista de repente.
—Ah, hay algo que sí puedo decirte, porque nadie se lo toma en serio.
—¿De veras?
—Hay quien opina que el Cazaladrones utiliza la magia.
Un escalofrío recorrió a Cery, que la miró fijamente.
—¿Por qué lo dicen?
—Yo creía que porque el tipo era tan bueno que la gente pensaba que no había otra explicación posible. Pero una vez mantuve una charla en una casa de bol con un guardia que trabajaba para uno de los ladrones, y me dijo que había visto un haz de luz y cosas que volaban por el aire. Claro que todo el mundo dice que es el golpe que recibió en la cabeza lo que provoca esas visiones, pero… lo decía muy convencido, y parecía totalmente en sus cabales.
—Qué interesante —comentó Cery. «Tal vez no sea más que una fantasía o un rumor. Si no hubiera visto las pruebas del cerrajero con mis propios ojos, no me lo creería». Sin embargo, como había oído rumores sobre otras manifestaciones mágicas en sitios insospechados, no pudo evitar preguntarse cuánto de cierto habría en ello.
Si era verdad, significaba que un mago del Gremio estaba implicado en algún asunto turbio, o bien que había un mago renegado en la ciudad. En cualquier caso, era posible que ese mago hubiese tenido algo que ver con el asesinato de su familia.
De pronto pensó en el evidente deseo de Skellin de contratar los servicios de un mago renegado. «Si el tal Cazaladrones es un renegado, no tendrá la menor dificultad en localizar a Skellin. Hummm, ¿debo prevenirlo? Aunque seguramente ya le habrán llegado los rumores sobre la magia… ¡Ah! Tal vez por eso me preguntó si poseía conocimientos mágicos. Sabía que yo había tenido contactos en el Gremio y me estaba poniendo a prueba para comprobar si aún los tenía. Lo que quizá significa que sospecha que fui yo quien contrató al Cazaladrones. —Entonces se le ocurrió otra posibilidad—. ¿Y si uno de los ladrones llegó a esta conclusión y envió a un sicario a matarme, sin caer en la cuenta de que estaba contratando al mismo asesino con poderes mágicos al que tanto temen? —Arrugó el entrecejo—. Al menos sé que no puede haber sido Skellin, pues no habría concertado un encuentro conmigo a la misma hora a la que pensaba enviar a un asesino a mi casa a matarme».
Sacudió la cabeza. Las posibilidades parecían infinitas. Pero la magia había vuelto a salir a colación. Alguien la había empleado para abrir la cerradura de su guarida, y se creía que el Cazaladrones la utilizaba. ¿Casualidad? Tal vez. Pero era la única pista con que contaba, y no perdería nada por seguirla.
Cada vez que Sonea entraba en el despacho del administrador, los recuerdos se colaban en su mente. Aunque Osen había cambiado los muebles de sitio y mantenía la habitación bien iluminada con globos de luz, ella conservaba en la memoria la imagen de cómo era cuando Lorlen aún vivía. Además, siempre se había preguntado si él era consciente de que detrás de los paneles de la pared había una entrada a los pasadizos secretos de la universidad.
«Lorlen no lo sabía, así que dudo que Osen lo sepa».
—Cuéntenme cómo fueron a parar al Sin Nombre —ordenó Osen a los dos magos jóvenes que se encontraban de pie a la izquierda de su escritorio.
Todos los ojos se posaron en Reater y Sherran. A Sonea la había consternado enterarse de que los dos magos sorprendidos en aquel establecimiento eran amigos de Lorkin. Se miraron entre sí antes de bajar la vista al suelo.
—Nos dieron un papel —dijo Reater—. Contenía indicaciones para llegar a la mejor casa de ocio nueva de la ciudad. Los primeros cincuenta clientes recibirían cosas gratis.
—Y, como estaba en el Círculo Interno, supusimos que no era peligroso —agregó Sherran.
—¿Dónde está ese papel ahora? —preguntó Osen.
Lord Vonel, uno de los dos magos mayores que estaban a su derecha, dio un paso hacia él y le entregó una tira blanca pequeña. Osen la leyó, ceñudo, palpó el grosor del papel y le dio la vuelta para inspeccionar el dorso.
—Es de buena calidad. Pediré a los alquimistas encargados de las imprentas que lo examinen e intenten determinar su procedencia.
—Sujételo contra la luz —sugirió Vonel.
Osen así lo hizo y entornó los ojos.
—¿Eso es una parte de la marca del Gremio?
—Creo que sí.
—Hummm. —Osen bajó el papel y alzó de nuevo la mirada hacia Vonel—. ¿Cómo se enteró usted de la existencia del Sin Nombre?
—Un aprendiz me llevó eso —respondió Vonel, señalando el papel con un movimiento de la cabeza.
—¿Y?
—Le pedí a Carrin que me acompañara allí, para averiguar qué clase de establecimiento era esa «casa de ocio», y si algún miembro del Gremio había aprovechado la oferta.
—¿Y qué encontraron cuando llegaron?
—Juego, bebida, braseros de craña y mujeres de vida alegre —contestó Carrin—. Lord Reater, aquí presente, había perdido mucho dinero en algún juego nuevo, y lord Sherran estaba casi en coma por inhalar humo de craña. En pocas palabras, estos dos, junto con doce aprendices, estaban enfrascados en probar la gama de productos que ofrecía el establecimiento.
Osen cogió un fajo de papeles.
—Los que figuran aquí.
—Sí.
El administrador estudió la lista, la dejó a un lado y levantó la mirada hacia Regin y Sonea.
—Un aprendiz preocupado me comunicó que había oído por casualidad que se estaba cometiendo algún desmán, aunque no conocía los detalles —explicó Regin—. Como sabía que la Maga Negra Sonea ha mostrado interés en el debate sobre la norma que prohíbe a los magos relacionarse con delincuentes, le transmití lo que había oído con la esperanza de que ella estuviera mejor informada sobre el asunto. No lo estaba.
—Pero fui en busca de información cuando me desocupé —añadió Sonea—. Me facilitaron una dirección. Pedí permiso para salir del Gremio a investigar, pero para cuando me lo concedieron, varios aprendices y magos habían acudido a la casa de ocio, atraídos por la oferta.
—¿Por qué no pidió a otra persona que fuera? —preguntó Osen.
A Sonea la invadió una irritación repentina. ¿Por qué no podía salir del recinto del Gremio si lo único que pretendía era evitar que un puñado de aprendices y magos cayeran en una trampa? Por desgracia, muchos magos, entre ellos Osen, seguían opinando que ella merecía que se restringieran sus movimientos como castigo por haber aprendido magia negra y desobedecido al Gremio hacía muchos años.
—Pensamos que lo más conveniente era que solo unas pocas personas supieran de la existencia de ese lugar —respondió Regin—. Solo usted, lord Vonel y lord Carrin.
Ella sintió una oleada de gratitud y se percató, divertida, de lo irónico que resultaba que fuera precisamente hacia Regin.
Osen repasó la lista de los aprendices.
—Es demasiado tarde para eso. La Guardia ha clausurado la casa de ocio, así que ya no es una tentación para nadie. Solo nos queda decidir el castigo. —Se volvió hacia Reater y Sherran, que se estremecieron y rehuyeron las miradas de los otros magos—. Se supone que ustedes, como los demás magos, deben ser un ejemplo de moderación y de conducta para quienes aún están en sus años formativos. Tienen también la obligación de presentar el Gremio como una institución honorable y digna de confianza. Pero no ha pasado mucho tiempo desde su graduación, y todos conservamos algunas de las tendencias imprudentes de nuestra época de aprendices durante los primeros años en que ejercemos como magos. Les daré a los dos otra oportunidad de enmendarse.
Los dos jóvenes relajaron su postura, visiblemente aliviados. «Si hubieran tenido la desgracia de proceder de las clases bajas, el resultado habría sido muy distinto», pensó Sonea, desmoralizada.
—En cuanto a los aprendices… —Osen dio unos golpecitos en la lista con el dedo— deben ser castigados tal como dictan las normas de la universidad. Dejaré el asunto en manos del administrador del centro.
«Magnífico —pensó Sonea con amargura—. Con la suerte que tengo, acabarán trabajando en los hospitales, que están a pocas calles de distancia de donde proliferan los vicios que los metieron en aprietos. Se escabullirán a la primera oportunidad, y yo cargaré con las culpas».
—Ustedes obraron como correspondía a sus obligaciones —prosiguió Osen, asintiendo en dirección a Vonel y Carrin—. He enviado una carta a la Guardia para agradecerles su rápida intervención. —Miró a Regin—. En el futuro, debemos trabajar todos juntos para evitar que se repitan incidentes como este. Pueden retirarse.
Sonea dio media vuelta, se acercó a la puerta, la abrió con un poco de magia y salió al pasillo. Regin la siguió, y ambos se detuvieron frente a la puerta a esperar a que aparecieran los dos magos jóvenes. Sonea dio unos pasos al frente para interponerse en su camino. Reater y Sherran la miraron con inquietud.
Ella les dedicó una sonrisa comprensiva.
—O sea que solo fuisteis allí por la craña. ¿Qué tiene de especial? ¿Qué la hace tan atrayente como para que os pongáis a merced de delincuentes declarados a fin de conseguirla?
Reater se encogió de hombros.
—Te hace sentir bien. Disipa tus preocupaciones.
Sonea movió la cabeza afirmativamente, aunque había advertido que la expresión de Sherran se había tornado anhelosa, mientras que Reater solo parecía resignado. Se inclinó hacia ellos.
—¿Lorkin alguna vez…? —preguntó en voz muy baja.
Sherran posó la vista en ella antes de bajarla rápidamente al suelo.
—Una vez. No le gustó.
Sonea se enderezó. El joven podía estar mintiendo, por miedo a que ella le echara la culpa si le contaba la verdad. «Pero entonces me habría dicho que Lorkin nunca la ha probado. Creo que ha sido sincero».
—Los dos tenéis suerte de que el administrador Osen haya optado por mostrarse indulgente. Yo en vuestro lugar no volvería a poner a prueba su benevolencia.
Ambos asintieron de inmediato. Ella les indicó con un gesto que podían marcharse, y se alejaron a toda prisa.
—Lorkin es demasiado listo para aficionarse a la craña —murmuró Regin—. Y esa misma sensatez impedirá que se meta en líos en Sachaka. —Suspiró—. Ojalá mis hijas tuvieran la mitad de su madurez.
Sonea se volvió hacia él, extrañada y divertida. Lorkin no era más maduro que otros magos de su edad. Por otro lado, a juzgar por los pocos chismes que había oído sobre las hijas de Regin, eran unas jóvenes muy infantiles.
—¿Siguen causándote problemas?
Él torció el gesto.
—Han salido a su madre, aunque mantienen una rivalidad tan cruel que me recuerdan a mí cuando tenía su edad. —Sacudió la cabeza—. Como si no fuera lo bastante doloroso lamentar mi arrogancia juvenil, ahora tengo que lamentar también la de mis hijas.
Sonea soltó una risita antes de echar a andar por el pasillo.
—Espero no tener que vivir esa experiencia en carne propia. Pero, teniendo en cuenta todos mis deslices de juventud, yo diría que a Lorkin le queda mucho camino por recorrer antes de cubrirse de ignominia como hice yo.