Despertó mucho más temprano que de costumbre. Aún faltaban unas horas para el amanecer. Sonea parpadeó en la oscuridad y se preguntó qué la había arrancado del sueño. ¿Una pesadilla? ¿O un ruido real la había puesto alerta repentinamente en plena noche?
Entonces percibió un sonido, leve pero innegable, procedente de la habitación contigua.
Con el corazón acelerado y un cosquilleo en el cuero cabelludo, se levantó y se acercó silenciosamente a la puerta del dormitorio. Al otro lado se oyó un paso, y luego otro. Ella agarró el pomo de la puerta, invocó su energía, generó un escudo de magia y respiró hondo.
El pomo giró sin hacer ruido. Ella entreabrió la puerta hacia dentro y echó un vistazo al exterior. Bajo la tenue luz de la luna que se filtraba por entre los visillos, vislumbró una figura que caminaba de un lado a otro de la sala de invitados. Era un hombre de baja estatura que reconoció de inmediato. La invadió un gran alivio.
—Cery —dijo, abriendo la puerta del todo—. ¿Quién si no se colaría en mis aposentos a altas horas de la noche?
El ladrón se volvió hacia ella.
—Sonea… —Inspiró profundamente, pero no dijo nada más. Se produjo una larga pausa, y ella frunció el entrecejo. No era propio de él titubear. ¿Había acudido a pedirle un favor que sabía que no le gustaría?
Ella se concentró y creó un pequeño globo de luz apenas lo bastante intensa para inundar la habitación de un resplandor suave. Por un momento se le cortó la respiración. Cery tenía el rostro surcado de arrugas. Los años de peligros y preocupaciones que le había acarreado su vida de ladrón lo habían hecho envejecer más deprisa que ningún otro conocido de Sonea.
«Yo estoy muy marcada por la edad —pensó—, pero las batallas que he tenido que librar están relacionadas con disputas mezquinas entre magos, no con sobrevivir en el mundo inhóspito y a menudo cruel de los bajos fondos».
—Bueno… ¿y qué te trae por el Gremio en plena noche? —preguntó, saliendo a la sala de invitados.
Él la miró con aire reflexivo.
—Nunca me preguntas cómo logro entrar aquí sin que me descubran.
—No quiero saberlo. No quiero arriesgarme a que otra persona descubra la manera, en el caso improbable de que yo permita que alguien me lea la mente.
Él asintió.
—Ah. ¿Cómo va todo por aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Igual. Los aprendices ricos riñen con los pobres. Y ahora que algunos de los ex aprendices pobres se han graduado y convertido en magos, han llevado las riñas a un nuevo nivel que tenemos que tomar en serio. Dentro de unos días nos reuniremos para deliberar sobre una petición de abolir la norma que prohíbe que aprendices y magos se relacionen con delincuentes o personas de mala reputación. Si la iniciativa tiene éxito, ya no estaré quebrantando una norma al hablar contigo.
—¿Podré entrar por la puerta principal y solicitar audiencia formalmente?
—Sí. Aunque esa posibilidad quitaría el sueño a los magos superiores durante un tiempo. Apuesto a que desearían no haber permitido nunca que miembros de las clases bajas ingresaran en el Gremio.
—Siempre supimos que se arrepentirían de ello —dijo Cery. Suspiró y desvió la mirada—. He llegado a desear que la Purga no se hubiera derogado.
Sonea frunció el entrecejo y cruzó los brazos, con una punzada de ira e incredulidad.
—No hablarás en serio.
—Todo ha cambiado a peor. —Se acercó a una ventana y apartó uno de los visillos, que no reveló otra cosa que la negrura del otro lado.
—¿Y eso es por la derogación de la Purga? —Ella contempló la espalda de Cery con los ojos entornados—. ¿No tiene nada que ver con cierto vicio nuevo que está destrozando la vida de muchos imardianos, tanto ricos como pobres?
—¿La craña?
—Sí. La Purga mataba a cientos, pero la craña ha matado a miles y esclavizado a muchos más. —Veía las víctimas a diario en los hospitales. No se trataba solo de las personas atrapadas en las garras de la droga, sino también de sus padres, cónyuges, hermanos, hijos y amigos desesperados.
«Y, que yo sepa, igual Cery es uno de los ladrones que la importan y la venden», pensó sin poder evitarlo, y no por primera vez.
—Dicen que hace que todo te dé igual —murmuró Cery, volviéndose hacia ella—. Te quita las preocupaciones. El miedo. La… pena. —La voz se le entrecortó al pronunciar esta última palabra, y Sonea notó de pronto que todos sus sentidos se agudizaban.
—¿Qué ocurre, Cery? ¿Por qué has venido?
Él respiró hondo y exhaló despacio.
—Mi familia —respondió—. Los asesinaron anoche.
Sonea se tambaleó hacia atrás. La embargó un dolor terrible, que le recordó que algunas pérdidas nunca se olvidan… ni deben olvidarse. Pero se contuvo. No le sería de ninguna ayuda a Cery si dejaba que el dolor la consumiera. Él era la viva imagen de la impotencia. Sus ojos reflejaban una conmoción y una angustia manifiestas. Se abalanzó hacia él y lo abrazó. Cery se puso rígido por unos instantes, antes de abandonarse en sus brazos.
—Son gajes del oficio —dijo—. Los ladrones hacemos todo lo posible por proteger a los nuestros, pero el peligro siempre está ahí. Vesta me dejó porque no podía soportarlo. No aguantaba estar encerrada. Selia era más fuerte, más valiente. Después de todo aquello por lo que había pasado, no merecía… Y los chicos…
Vesta había sido la primera esposa de Cery. Era inteligente, pero irritable y propensa a las rabietas. Cery hacía mejor pareja con Selia, una mujer serena, con la sensatez tranquila de quien observaba el mundo con ojos abiertos pero comprensivos. Sonea lo sujetó mientras los sollozos sacudían su cuerpo, y notó que a ella también se le agolpaban las lágrimas en los ojos. «¿Soy capaz de imaginar lo que se siente al perder a un hijo? Conozco el temor a perderlos, pero no el dolor de la pérdida real. Creo que sería peor de lo que puedo imaginar. Saber que tus hijos nunca llegarán a crecer… Pero… ¿Qué hay de su otra hija? Aunque ya debe de ser adulta».
—¿Anyi está bien? —preguntó.
Cery se quedó inmóvil y se apartó de ella. Su rostro tenso reflejaba una gran indecisión.
—No lo sé. He dejado que la gente crea que Vesta y Anyi no me importan desde que se marcharon, por su propia seguridad, aunque de vez en cuando me encargo de que mi camino y el de Anyi se crucen, para que al menos siga reconociéndome. —Sacudió la cabeza—. Quienes han hecho esto han conseguido entrar sin que se lo impidieran las mejores cerraduras que pueden encontrarse en el mercado ni personas que gozan de toda mi confianza. Lo tenían todo bien estudiado. Quizá estén informados acerca de Anyi. O a lo mejor saben que existe, pero no dónde encontrarla. Si voy a verla para averiguar cómo está, podría conducirlos hasta ella.
—¿Podrías hacerle llegar una advertencia?
Él arrugó el entrecejo.
—Sí. Tal vez… —Suspiró—. Tengo que intentarlo.
—¿Qué le indicarás que haga?
—Esconderse.
—Entonces dará igual que los conduzcas hasta ella, ¿no? De cualquier manera tendrá que esconderse.
Cery se quedó pensativo.
—Supongo que sí.
Sonea sonrió, y un brillo de determinación asomó a sus ojos. Ahora él tenía todo el cuerpo tenso. Le dirigió una mirada de disculpa.
—Anda, vete —dijo ella—. Y no vuelvas a tardar tanto en visitarme.
Él consiguió esbozar una sonrisa.
—Te lo prometo. Ah. Hay algo más. Es solo una nimiedad, pero Skellin, uno de los ladrones, está deseando tener a un mago a su servicio. Es un proveedor de craña, así que cerciórate de que ninguno de tus magos tenga debilidad por esa porquería.
—No son mis magos, Cery —le recordó ella, no por primera vez.
En vez de dedicarle su sonrisa habitual, él respondió con una mueca.
—Ya. En fin. A menos que quieras enterarte de cómo entro y salgo de aquí, más vale que te vayas de la habitación.
Sonea puso los ojos en blanco antes de encaminarse hacia la puerta de su alcoba. Se volvió antes de cerrarla.
—Buenas noches, Cery. Siento mucho lo de tu familia, y espero que Anyi esté sana y salva.
Él asintió y tragó saliva.
—Yo también.
Ella cerró la puerta tras de sí y esperó. Se oyeron unos golpes sordos en la sala de invitados, seguidos del silencio. Ella contó hasta cien y abrió la puerta de nuevo. La sala estaba desierta. Sonea no vio rastro alguno de su entrada o su salida.
La oscuridad al otro lado de las ventanas ya no era tan impenetrable. Se había teñido de gris, y se intuía una silueta en la débil claridad del alba. Sonea dio un paso hacia ella y se detuvo. ¿Aquello era la mole cuadrada de la residencia del Gran Lord, o se lo estaba imaginando? Fuera como fuese, la idea le provocó un escalofrío.
«Basta. Él no está allí».
Balkan había vivido en aquel edificio durante los últimos veinte años. Ella a menudo se preguntaba si sentía la presencia del morador anterior, pero nunca había hablado con él del asunto, pues sabía que esto habría supuesto una falta de tacto.
«Él está en lo alto de la colina. Detrás de ti».
Se volvió y dirigió la vista más allá de las paredes. Contempló en su imaginación las nuevas y relucientes lápidas blancas entre el gris del antiguo cementerio. Una vieja añoranza se apoderó de ella, pero intentó reprimirla. Tenía muchas cosas que hacer. Sin embargo, era temprano; apenas estaba amaneciendo. Tenía tiempo. Y hacía mucho que no iba allí. La terrible noticia de Cery despertó en ella la necesidad de… ¿de qué? Tal vez de mostrar respeto hacia su pérdida rememorando la suya propia. Necesitaba hacer algo más que seguir de forma mecánica su rutina diaria fingiendo que no había ocurrido algo espantoso.
Tras regresar a su alcoba, se lavó y se cambió a toda prisa, se cubrió los hombros con una capa —negro sobre negro—, salió sigilosamente por la puerta principal de su habitación, recorrió lo más silenciosamente posible el pasillo del alojamiento de los magos hacia el portal y enfiló el sendero que conducía al cementerio.
Habían trazado caminos nuevos desde la última vez que ella había visitado el lugar, con lord Rothen, hacía más de veinte años. Habían arrancado las malas hierbas, pero el Gremio había dejado en pie un muro de árboles protectores en torno a las tumbas más alejadas del centro. Se fijó en las placas lisas de piedra recién tallada. Había visto cómo colocaban algunas de ellas, pero no todas. Cuando un mago moría, la magia que aún contenía se liberaba, y si era abundante, consumía el cuerpo por completo. Por eso las tumbas antiguas habían constituido un misterio. Si no había cuerpo que enterrar, ¿por qué había sepulcros allí?
El redescubrimiento de la magia negra había respondido a esta pregunta. La energía mágica que los magos de la antigüedad conservaban en el momento de morir era absorbida por un mago negro, de modo que quedaba un cadáver que sepultar.
Ahora que la magia negra ya no era un tabú, aunque estaba controlada de manera estricta, los entierros habían vuelto a ser populares. La tarea de asimilar los restos de energía mágica de los fallecidos recayó en los dos magos negros del Gremio, ella y el Mago Negro Kallen.
Cuando Sonea tomaba para sí la magia que le quedaba a un mago al morir, consideraba que era su deber asistir a sus funerales. «Me pregunto si Kallen se sentirá también obligado a ello cuando un mago lo elige a él». Se acercó a una losa sencilla, sin adornos, y secó el rocío de una esquina con calor mágico para sentarse en ella. Sus ojos se posaron en el nombre que tenía grabado: Akkarin. «Te habría divertido ver cuántos magos que se oponían rotundamente a la recuperación del uso de la magia negra recurren a ella al final de sus días, para que sus restos mortales puedan descomponerse bajo tierra. Tal vez habrías llegado a la conclusión, como yo, de que permitir que la magia que te queda consuma tu cuerpo es lo más apropiado para un mago». Echó una ojeada a las tumbas recientes, cada vez más recargadas —y considerablemente más baratas— que encargaba el Gremio.
Leyó la inscripción de la losa en que estaba sentada. Un nombre, un título, un nombre de una Casa, un nombre de familia. Después, alguien había añadido, en letras pequeñas, como de mala gana, las palabras «Padre de Lorkin». Sin embargo, el nombre de ella brillaba por su ausencia. «Y nunca figurará, mientras tu familia tenga voz en este asunto, Akkarin. Pero al menos han aceptado a tu hijo».
Dejó a un lado la amargura y pensó en Cery y su familia durante un rato, dejándose invadir por la reminiscencia de la pena y el dolor de la conmiseración, mientras los recuerdos, algunos agradables, otros no, se arremolinaban en su mente. Al cabo, el sonido de unos pasos la arrancó de sus pensamientos y ella cayó en la cuenta de que ya era pleno día.
Se volvió y sonrió al ver que era Rothen quien caminaba hacia ella. Su rostro rugoso estaba crispado de preocupación, pero enseguida se relajó con una expresión de alivio.
—Sonea —dijo e hizo una pausa para recuperar el aliento—. Ha venido a verte un mensajero. Nadie sabía dónde estabas.
—Y seguro que eso ha ocasionado un barullo y una agitación innecesarios.
Él la miró con el ceño fruncido.
—No es un buen momento para dar motivos al Gremio para que empiece a desconfiar de una maga de baja cuna, Sonea, teniendo en cuenta los cambios en las normas que están a punto de proponerse.
—¿Acaso alguna vez es buen momento para eso? —Ella se levantó y suspiró—. Además, no he destruido el Gremio ni he esclavizado a todos los kyralianos, ¿verdad? Solo he salido a dar un paseo. Eso no tiene nada de siniestro. —Clavó los ojos en él—. Hace veinte años que no viajo fuera de la ciudad, y solo he salido de los terrenos del Gremio para trabajar en los hospitales. ¿No es suficiente?
—Para algunos, no. Y desde luego no para Kallen.
Sonea se encogió de hombros.
—Es lo que cabe esperar de Kallen. Forma parte de su trabajo. —Enlazó su brazo con el del anciano y ambos echaron a andar por el sendero—. No te preocupes por Kallen, Rothen. Sé cómo lidiar con él. Además, no se atreverá a quejarse de que yo visite la tumba de Akkarin.
—Deberías haberle dejado un mensaje a Jonna diciéndole adónde ibas.
—Lo sé, pero estas cosas suelen surgir de forma espontánea.
Él le escrutó el rostro.
—¿Te encuentras bien?
Sonea le sonrió.
—Sí. Tengo un hijo vivo a quien le van bien las cosas, hospitales en la ciudad en los que puedo realizar buenas acciones, y te tengo a ti. ¿Qué más necesito?
Rothen reflexionó por un momento.
—¿Un esposo?
Ella se rió.
—Claro que no necesito un esposo. Ni siquiera estoy segura de querer uno. Creía que me sentiría sola cuando Lorkin se mudó de mis aposentos, pero he descubierto que me gusta disponer de más tiempo para mí. Un esposo… sería un estorbo.
Rothen soltó una risita.
«O una debilidad de la que podría aprovecharse un enemigo», pensó ella de forma casi automática. Sin embargo, este pensamiento se debía más a que aún tenía fresca en la memoria la noticia de Cery que a la existencia de una amenaza real. Aunque no le faltaban enemigos ni mucho menos, estos simplemente le tenían aversión por su origen humilde o por temor a la magia negra que practicaba. Nada de esto los llevaría al extremo de hacer daño a alguno de sus seres queridos. «De lo contrario, ya habrían atacado a Lorkin».
Al pensar en su hijo, acudieron a su mente recuerdos de su infancia. Recuerdos mezclados, de cuando era pequeño y de cuando tenía unos años más; de cuando estaba contento y de cuando estaba desilusionado; y se adueñó de ella una tensión que le resultaba conocida, una sensación en parte de alegría y en parte de dolor. Cuando él se quedaba callado y caviloso, a Sonea le recordaba mucho a su padre. Por otro lado, su seguridad en sí mismo, su faceta encantadora, testaruda y locuaz, era tan ajena a Akkarin que ella solo podía ver en él a una persona única, individual y diferente de todas las demás. Rothen, por el contrario, sostenía que la parte testaruda y locuaz de su personalidad la había heredado sin duda alguna de ella.
Cuando emergieron del bosque, Sonea bajó la vista hacia el terreno del Gremio. Ante ellos se alzaba el alojamiento de los magos, un edificio alargado y rectangular que albergaba a quienes habían decidido vivir en las instalaciones gremiales. Sonea sintió una ligera oleada de orgullo por haber salvado aquella estructura, junto con Akkarin. Luego, como de costumbre, la invadieron la tristeza y el pesar por el precio que habían tenido que pagar. Si hubieran dejado que el edificio se derrumbara matando a quienes aún estaban dentro, y en vez de protegerlo hubieran absorbido la energía de la Arena, Akkarin tal vez habría sobrevivido.
«Pero habría dado igual la cantidad de energía que hubiéramos acumulado. Una vez herido, él habría preferido cederme toda su magia y morir de todos modos a sanarse a sí mismo, o dejar que lo sanara yo, y correr el riesgo de que los ichanis nos derrotaran. Además, por mucha energía que yo hubiera absorbido, no habría tenido tiempo de vencer a Kariko y sanar a Akkarin. —Arrugó el entrecejo—. Quizá Lorkin no haya sacado su parte testaruda de mí, después de todo».
—¿Te sientes tentada de pronunciarte en favor de la petición? —preguntó Rothen mientras empezaban a descender por el camino—. Sé que eres partidaria de abolir esa regla.
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué no? —inquirió Rothen con una sonrisa.
—Podría resultar contraproducente para la causa. Al fin y al cabo, alguien que se crió en las barriadas y más tarde quebrantó un voto, aprendió magia prohibida y desafió la autoridad de los magos superiores y del rey hasta tal punto que se vieron obligados a enviarla al exilio no incita precisamente a confiar en los magos de clase baja.
—Salvaste el país.
—Ayudé a Akkarin a salvar el país. Eso es muy distinto.
Rothen torció el gesto.
—Desempeñaste un papel tan importante como él, y asestaste el golpe final. Eso deberían recordarlo.
—Y Akkarin se sacrificó. Aunque yo no hubiera nacido en las barriadas ni fuera mujer, me resultaría muy difícil competir con eso. —Se encogió de hombros—. No me interesan la gratitud o el reconocimiento, Rothen. Lo único que me importa son Lorkin y los hospitales. Además de ti, por supuesto.
Él asintió.
—Pero ¿y si te dijera que lord Regin se ha ofrecido a representar a quienes se oponen a la petición?
A Sonea se le revolvió el estómago al oír ese nombre. Aunque el aprendiz que la había atormentado durante sus primeros años en la universidad era ya un hombre maduro, casado y con dos hijas adultas, y la había tratado con cortesía y respeto en todo momento desde la Invasión ichani, a ella le había quedado un poso de desconfianza y antipatía hacia él.
—No me sorprende —comentó—. Siempre ha sido un estirado.
—Cierto, aunque su carácter ha mejorado mucho desde vuestra época de aprendices.
—De acuerdo, es un estirado con buenos modales.
Rothen rió entre dientes.
—¿Empiezas ya a sentirte tentada?
Ella sacudió la cabeza de nuevo.
—Pues más vale que te prepares para que sondeen tu opinión sobre el asunto —le advirtió él—. Muchos querrán conocer tu punto de vista y te pedirán consejo.
Cuando llegaron al patio, Sonea suspiró.
—Lo dudo. Pero, por si acaso tienes razón, pensaré cómo responder a cualquier pregunta que me hagan. Tampoco quiero convertirme en un obstáculo para los peticionarios.
«Y si Regin va a representar a la oposición, será mejor que esté atenta por si recurre a alguna artimaña. Puede que hayan mejorado sus modales, pero él sigue siendo tan inteligente y taimado como siempre».
En la calle Gliar Oeste, en la Cuaderna Septentrional, había una sastrería pequeña y ordenada desde donde aquellos que tenían los contactos adecuados podían acceder a unas habitaciones privadas en la planta superior en las que se ofrecía entretenimiento a los hombres jóvenes y ricos de la ciudad.
Lorkin había ido allí por primera vez hacía cuatro años, con Dekker, su amigo y compañero aprendiz, y sus otros camaradas. Como siempre, la idea se le había ocurrido a Dekker. Era el más audaz de los amigos de Lorkin, aunque la audacia era un rasgo típico de la mayoría de los guerreros jóvenes. En cuanto al resto del grupo, el alquimista Sherran siempre se apuntaba a todo lo que Dekker proponía, mientras que los sanadores Reater y Orlon no se dejaban llevar tan fácilmente por el mal camino. Quizá era natural que los sanadores se comportaran con prudencia. Fuera cual fuese el motivo, Lorkin solo había accedido a acompañar a Dekker porque ellos dos no se habían negado.
Cuatro años después, todos se habían graduado como magos, y la sastrería era su lugar de encuentro favorito. Aquel día, Perler había llevado a Jalie, su prima de Elyne, a que visitara el local por primera vez.
—Así que esta es la sastrería de la que he oído hablar tanto —comentó una joven, paseando la vista por la habitación. Los muebles eran piezas de calidad pero gastadas que habían desechado las casas más ricas de la ciudad. Los cuadros y las mamparas de las ventanas eran ordinarias tanto por su ejecución como por las escenas que representaban.
—Sí —respondió Dekker—. Aquí encontrarás todos los deleites que puedas desear.
—A cambio de un precio —dijo ella, mirándolo de reojo.
—Un precio que quizá estemos dispuestos a pagar por ti, dado el placer que nos proporciona tu compañía.
Ella sonrió.
—¡Eres una ricura!
—No sin la aprobación de su primo mayor —añadió Perler, posando la vista en Dekker con expresión impasible.
—Por supuesto —dijo el chico más joven, inclinándose ligeramente hacia Perler.
—Bien, ¿qué deleites ofrecen aquí? —preguntó Jalie a Dekker.
Él agitó la mano.
—Placeres del cuerpo, placeres de la mente.
—¿De la mente?
—¡Bueno! Que nos traigan un brasero —propuso Sherran, con los ojos brillantes—. Un poco de craña nos relajará a todos.
—No —dijo Lorkin. Al oír que una respuesta idéntica salía al mismo tiempo de otra boca, movió la cabeza en señal de gratitud hacia Orlon, a quien la droga repugnaba tanto como a él.
La habían probado en una ocasión, y la experiencia había resultado inquietante para Lorkin. No era por el modo en que había hecho aflorar el lado más cruel de Dekker, que había comenzado a tomar el pelo y a atormentar a la chica que estaba loca por él en aquel entonces, sino por el hecho de que este comportamiento no había molestado en absoluto a Lorkin. De hecho, le había parecido gracioso, aunque más tarde no acertaba a entender por qué.
Aquel día el encaprichamiento de la chica se había evaporado y había nacido el idilio de Sherran con la craña. Antes, Sherran obedecía a Dekker en todo. Desde aquel momento, solo lo hacía si lo que Dekker le pedía no se interponía entre la craña y él.
—Mejor tomemos una copa —propuso Perler—. Un poco de vino.
—¿Los magos beben? —preguntó Jalie—. Creía que lo tenían prohibido.
—No lo tenemos prohibido —le explicó Reater—, pero no es aconsejable que nos emborrachemos. Podemos perder el control de nuestra magia tanto como de nuestro estómago o nuestra vejiga.
—Entiendo —dijo ella—. ¿O sea que el Gremio tiene que asegurarse de que los plebis que admite no sean unos borrachos?
Los demás fijaron la vista en Lorkin, que sonrió, consciente de que no lo miraban porque su madre fuera una «plebi», sino porque sabían que si hacían más de un par de bromas sobre las clases bajas, él se marcharía.
—Seguramente hay más borrachos entre los finolis que entre los plebis —le dijo Dekker—. Tenemos maneras de ocuparnos de ellos. ¿Qué vino os apetece tomar?
Lorkin apartó la mirada mientras la conversación derivaba hacia las variedades de vino. «Plebis» y «finolis» eran los calificativos que los aprendices pobres y ricos habían empezado a dedicarse unos a otros después de que el Gremio decidiera aceptar en la universidad a estudiantes que no pertenecían a las Casas. Habían adoptado el epíteto «plebi» porque en realidad ninguno de los aprendices de clase baja era pobre. Todos los aprendices recibían una asignación generosa por parte del Gremio, al igual que los magos, que además podían complementar su sueldo por medios mágicos o de otro tipo. Había que inventar una expresión, y esta resultó ser poco halagüeña, por lo que los plebis contraatacaron con un apodo para los aprendices procedentes de las Casas. Lorkin tuvo que reconocer que era un apodo apropiado.
Lorkin no encajaba en ninguno de los dos grupos. Su madre había nacido en las barriadas, y su padre, en el seno de una de las Casas más poderosas de Imardin. Él se había criado en el Gremio, lejos tanto de las manipulaciones y los compromisos políticos de las Casas como de la dura vida de las barriadas. Casi todos sus amigos eran finolis. Si bien no había rehuido la amistad de los plebis deliberadamente, la mayoría de ellos, aunque no parecía tenerle ojeriza como a los finolis, apenas le dirigía la palabra. Solo al cabo de unos años, cuando Lorkin contaba con un círculo sólido de amigos finolis, se percató de que los plebis se sentían intimidados por él, o, más bien, por la figura de su difunto padre.
—¿Y cómo es Sachaka? ¿De verdad siguen teniendo esclavos?
Lorkin devolvió su atención de golpe a la conversación y se estremeció. El nombre del país de donde procedía el asesino de su padre le provocó un escalofrío. Sin embargo, esta sensación, que antes no era más que fruto del miedo, ahora venía acompañada de una excitación extraña. Después de la Invasión ichani, las Tierras Aliadas habían dirigido la mirada al vecino del que antes se desentendían. Magos y diplomáticos se habían aventurado a viajar a Sachaka con la intención de evitar futuros conflictos a través de negociaciones, relaciones comerciales y pactos. Cuando regresaban, ofrecían descripciones de una cultura exótica y un paisaje aún más exótico.
—Así es —respondió Perler. Lorkin irguió ligeramente la espalda. El hermano mayor de Reater había vuelto de Sachaka hacía unas semanas, tras pasar un año trabajando como ayudante del embajador del Gremio en Sachaka—. Aunque a la mayoría ni se les ve. Las túnicas desaparecen de tu habitación y más tarde vuelven a aparecer, limpias, pero nunca ves a quien se las lleva. Al esclavo personal que te asignan sí lo ves, claro. Todos tenemos uno.
—¿O sea que tenías un esclavo? —preguntó Sherran—. ¿Eso no va contra las leyes del rey?
—No nos pertenecen —puntualizó Perler, encogiéndose de hombros—. Los sachakanos no saben tratar a los criados como es debido, así que no nos queda otro remedio que permitir que nos asignen esclavos. De lo contrario, tendríamos que lavar la ropa y cocinar nosotros mismos.
—Y eso sería terrible —comentó Lorkin con espanto fingido. Aunque la tía de su madre era su sirvienta, y sus parientes eran criados de familias ricas, poseían una dignidad y una iniciativa que él respetaba. Había tomado la determinación de que, si algún día tenía que realizar tareas domésticas, no se sentiría tan humillado por ello como sus compañeros magos.
Perler lo miró y sacudió la cabeza.
—No tendríamos tiempo de encargarnos de ello personalmente. Siempre hay mucho trabajo que hacer. Ah, aquí llegan las bebidas.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Orlon mientras servían vasos de vino o agua y se los pasaban unos a otros en torno a la mesa.
—Negociar acuerdos comerciales, animar a los sachakanos a abolir la esclavitud para que puedan incorporarse a las Tierras Aliadas, permanecer al tanto de la política sachakana… El embajador Maron había oído hablar de un grupo de rebeldes y quería averiguar más sobre ellos, hasta que tuvo que regresar para solucionar los problemas de su familia.
—Parece aburrido —comentó Dekker.
—De hecho, era bastante emocionante. —Perler sonrió de oreja a oreja—. A veces me daba un poco de miedo, pero tenía la sensación de que estábamos llevando a cabo…, bueno, una misión histórica. Algo que marcaría la diferencia, que cambiaría la situación a mejor.
Un extraño estremecimiento recorrió a Lorkin.
—¿Crees que empiezan a entrar en razón respecto a la esclavitud? —inquirió.
Perler se encogió de hombros.
—Algunos sí, pero cuesta saber si fingen estar de acuerdo por cortesía o para obtener algo de nosotros. Maron cree que resultaría mucho más fácil convencerlos de que renunciaran a la esclavitud que a la magia negra.
—Será complicado convencerlos de que renuncien a la magia negra mientras nosotros contemos con dos magos negros —señaló Reater—. Parece un poco hipócrita.
—En cuanto ellos prohíban la magia negra, nosotros lo haremos también —aseveró Perler.
Dekker se volvió hacia Lorkin con una sonrisa burlona.
—Si eso ocurre, Lorkin nunca sucederá a su madre en el cargo.
Lorkin soltó un resoplido desdeñoso.
—Como si ella fuera a permitírmelo. Preferiría mil veces que la sucediera como director de los hospitales.
—¿Tan malo sería eso? —preguntó Orlon en voz baja—. Que te hayas inclinado por la alquimia no significa que no puedas echar una mano a los sanadores.
—Hace falta un espíritu de entrega total e inquebrantable para dirigir algo como un hospital —observó Lorkin—. Yo carezco de él, aunque me gustaría tenerlo.
—¿Por qué? —quiso saber Jalie.
Lorkin abrió las manos hacia los lados.
—Me gustaría hacer algo útil con mi vida.
—¡Bah! —dijo Dekker—. Si puedes permitirte llevar una vida regalada, ¿por qué no hacerlo?
—¿Por aburrimiento? —aventuró Orlon.
—¿Quién está aburrido? —terció una nueva voz femenina.
Un escalofrío totalmente distinto le bajó a Lorkin por la espalda. Notó que se le cortaba el aliento en la garganta y que el estómago se le tensaba de un modo desagradable. Todos se volvieron para ver a una joven morena que entraba por la puerta. Esta sonrió mientras paseaba la mirada por la habitación. Cuando sus ojos se posaron en los de Lorkin, su sonrisa vaciló, pero solo por un momento.
—Beriya. —Él pronunció su nombre casi sin querer, y al instante le repugnó aquel gemido débil y patético que había salido de sus labios.
—Ven, siéntate con nosotros —la invitó Dekker.
«No», tenía ganas de decir Lorkin, pero se suponía que debía haber superado su ruptura con Beriya. Hacía dos años que su familia se la había llevado a Elyne. Cuando la chica se sentó, Lorkin desvió la mirada como si no estuviera interesado en ella e intentó relajar los músculos que se le habían puesto rígidos en el instante en que había oído su voz. Es decir, casi todos.
Ella era la primera mujer de la que se había enamorado y, hasta la fecha, la única. Se veían siempre que se les presentaba la ocasión, abiertamente o en secreto. Lorkin pensaba en ella durante todas sus horas de vigilia, y Beriya aseguraba que le ocurría lo mismo. Él habría hecho cualquier cosa por ella.
Algunas personas los habían alentado a seguir adelante, mientras que otras habían intentado, sin demasiado entusiasmo, ayudarlo a mantener los pies en la tierra, al menos en lo relativo a sus estudios de magia. El problema residía en que ni su madre ni la familia de Beriya tenían motivos para desaprobar la relación. Y resultó que él era una de aquellas personas que se dejaban arrastrar por sus emociones cuando se enamoraban, hasta tal punto que ni el apoyo que recibía ni los sermones severos (ni siquiera los de lord Rothen, a quien él respetaba y quería como si fuera su abuelo favorito) bastaban para mantenerlo anclado en la realidad. Todos habían decidido esperar a que recobrara un grado de sensatez que le permitiera concentrarse en algo que no fuera Beriya para ayudarlo después a ponerse al día en su formación.
Entonces la prima de ella los había sorprendido juntos en la cama, y su familia había insistido en que se casaran lo antes posible. Les daba igual que él, por ser mago, contara con medios para evitar que Beriya quedara embarazada. Si no se casaban, cualquier pretendiente futuro la consideraría «estropeada».
Lorkin y su madre habían accedido. Era Beriya quien se había negado.
También se negó a verlo. Cuando un día él consiguió acorralarla por fin, ella le confesó que nunca lo había querido, que le había dado alas porque había oído que los magos podían hacer el amor sin peligro de engendrar un niño. Le aseguró que sentía haberle mentido.
Su madre le dijo que el dolor que sentía era lo más parecido a la enfermedad que la mayoría de los magos podía experimentar. La mejor cura era el tiempo y el cariño de los familiares y amigos. A continuación había descrito el comportamiento de Beriya en unos términos que él no se habría atrevido a emplear en presencia de la mayoría de sus conocidos.
Por fortuna, la familia de Beriya se la había llevado a Elyne, por lo que, cuando la pena remitió lo suficiente para convertirse en rabia, ella ya se encontraba muy lejos. Lorkin había jurado no volver a enamorarse, pero cuando una chica de su clase de alquimia había mostrado interés en él, su determinación había flaqueado. Le gustaba el carácter pragmático de la joven. Era todo aquello que Beriya no era. Una hipocresía extraña anidaba en la cultura kyraliana: nadie esperaba que las magas permanecieran célibes. Sin embargo, para cuando se percató de que no la quería, ella estaba totalmente prendada de él. Lorkin había hecho todo lo posible por poner fin a la relación con la mayor delicadeza posible, pero sabía que ahora ella le guardaba un rencor profundo.
El amor, concluyó, era algo muy enrevesado.
Beriya se acercó a una silla y se sentó con elegancia.
—¿Y bien? ¿Quién está aburrido? —preguntó.
Mientras los demás se hacían los desentendidos, Lorkin reflexionó sobre ella y las lecciones que él había aprendido. Durante el año anterior, había conocido a unas cuantas mujeres que eran tan buenas conversadoras como amantes, y no pedía nada más. Descubrió que prefería esta clase de relaciones. Los amoríos de Dekker, que siempre acababan en desengaño y escándalo —cuando no en algo peor—, no lo atraían. Por otro lado el matrimonio sin afecto al que los padres de Reater habían condenado a su hijo era su peor pesadilla.
«Hace ya un tiempo que la familia de mi padre no intenta buscarme una prometida. A lo mejor se han dado cuenta de cuánto divierte a mi madre dar al traste con todos los planes que hacen para mí. Aunque estoy seguro de que no sabotearía nada que me interesara de verdad».
Obligó a sus pensamientos a volver al presente mientras la conversación derivaba hacia las aventuras de amigos comunes de Beriya y Dekker. Lorkin escuchó, dejando pasar la tarde. Finalmente, los dos sanadores se marcharon para visitar el hipódromo nuevo, y Beriya se fue a probarse un vestido que había encargado. Dekker, Sherran y Jalie se dirigieron a pie hacia sus respectivas casas familiares, que se encontraban en la misma calle principal del Círculo Interno, de modo que Lorkin tuvo que volver al Gremio solo.
Mientras caminaba por las calles del Círculo Interno, Lorkin contemplaba meditabundo los imponentes edificios. Aquel sitio había sido siempre su hogar. Él nunca había vivido en otro lado. Nunca había estado en el extranjero. Ni siquiera había salido de la ciudad. Más adelante, se divisaban las puertas del Gremio.
«¿Son los barrotes de mi jaula, o un muro que me protege del peligro? —Al otro lado estaba la fachada de la universidad, donde sus padres habían combatido contra los magos negros de Sachaka en una última batalla desesperada—. Aquellos magos no eran más que ichanis, la versión sachakana de los malhechores desterrados. ¿Cómo habría terminado esa batalla si hubieran sido ashakis, guerreros nobles que dominan la magia negra? Tuvimos suerte de ganar aquella batalla. Todo el mundo lo sabe. Tal vez el Mago Negro Kallen y mi madre no puedan salvarnos si los sachakanos deciden lanzar una invasión como es debido».
Una figura que le resultaba conocida se acercaba a las puertas desde el interior. Cuando el hombre las franqueó, Lorkin sonrió. Conocía a lord Dannyl a través de su madre y de lord Rothen. Hacía tiempo que no veía al historiador. Como de costumbre, Dannyl iba distraído, con el ceño fruncido, y Lorkin sabía que el mago veterano era perfectamente capaz de cruzarse con él sin siquiera verlo.
Lord Dannyl, lo llamó Lorkin, sin elevar mucho su voz mental. La comunicación telepática no estaba bien vista, pues todos los magos, tanto amigos como enemigos, podían percibirla. Sin embargo, llamar a otro mago por su nombre se consideraba aceptable, pues con ello no se proporcionaba demasiada información a quien estuviera escuchando.
El mago de gran estatura alzó la mirada y, al ver a Lorkin, su expresión ceñuda desapareció. Caminaron el uno hacia el otro y se encontraron en la entrada de la calle en que vivía Dannyl.
—Lord Lorkin. ¿Cómo va todo?
Lorkin se encogió de hombros.
—Bastante bien. ¿Y qué tal va su investigación?
Dannyl bajó la vista hacia el fajo de papeles que llevaba.
—La Gran Biblioteca ha enviado unos documentos que yo esperaba que ofrecieran más detalles sobre el estado en que quedó Imardin tras la muerte de Tagin.
Lorkin asintió, aunque no recordaba quién era Tagin. Dannyl llevaba tanto tiempo inmerso en la historia de la magia que a menudo olvidaba que otras personas no conocían los pormenores tan bien como él. «Debe de ser un alivio saber a qué quieres dedicarte —pensó Lorkin—, sin preguntarte constantemente qué vas a hacer con tu vida».
—¿Cómo… cómo se le ocurrió la idea de escribir una historia de la magia? —preguntó Lorkin.
Dannyl lo miró y se encogió de hombros.
—La tarea me eligió a mí —respondió—. A veces desearía que no lo hubiera hecho, pero entonces me encuentro con un dato nuevo —esbozó una sonrisa irónica— y me acuerdo de lo importante que es que no se pierda el pasado. Podemos aprender mucho de la historia, y quizá algún día descubra un secreto que nos sea provechoso.
—¿Como la magia negra? —aventuró Lorkin.
Dannyl hizo una mueca.
—Mejor algo que no implique tantos riesgos y sacrificios.
A Lorkin el corazón le dio un vuelco.
—¿Otro tipo de magia defensiva? Sería estupendo descubrir algo así. —«No solo permitiría al Gremio dejar de utilizar la magia negra, sino que nos ayudaría a defendernos de los sachakanos, o a convencerlos de que renuncien a la magia negra y a la esclavitud y se unan a las Tierras Aliadas. Si yo descubriera algo así… Pero la idea es de Dannyl, no mía…».
Dannyl hizo un gesto vago.
—Quizá no descubra nada en absoluto. Pero investigar la verdad, ponerla por escrito y conservarla es para mí un éxito más que suficiente.
«Bueno… Si a Dannyl le da igual… ¿Le importaría que otra persona buscara una alternativa a la magia negra? ¿Le importaría que lo hiciera yo?» Un cosquilleo de esperanza descendió por el espinazo de Lorkin, que respiró hondo.
—¿Podría… podría echar un vistazo a lo que lleva hecho hasta ahora?
El mago veterano arqueó las cejas.
—Por supuesto. Me interesaría conocer tu opinión al respecto. Podrías reparar en algo que yo he pasado por alto. —Dirigió la vista calle abajo y se encogió de hombros—. ¿Por qué no almuerzas con Tayend y conmigo? Después te enseñaré mis notas y fuentes y te explicaré las lagunas que intento rellenar en la historia.
Lorkin asintió, casi sin darse cuenta.
—Gracias. —Si regresaba a su habitación en el Gremio, acabaría dedicando la mitad del tiempo a pensar con amargura en Beriya y la otra mitad a intentar convencerse de que estaba mejor sin ella—. Estoy seguro de que será fascinante.
Dannyl hizo un gesto en dirección a su casa, un edificio suntuoso de dos plantas que alquilaba desde que se había retirado de su puesto como embajador del Gremio en Elyne. Aunque se sabía que Dannyl y Tayend eran más que amigos, se hablaba poco de ello últimamente. Dannyl había decidido vivir en la ciudad y no en el recinto del Gremio pues, como él decía, «tenemos una especie de acuerdo: el Gremio hace la vista gorda, y nosotros no le damos motivos para dejar de hacerlo».
—¿Tienes que volver primero al Gremio?
Lorkin negó con la cabeza.
—No, pero si usted necesita avisar a Tayend y a los criados…
—No, no les molestará. Tayend lleva a casa visitas inesperadas constantemente. La servidumbre ya está acostumbrada.
Le hizo señas de que lo siguiera, echó a andar hacia su casa y Lorkin acomodó su paso para caminar junto a él.