Capitulo 1

La composición más popular y citada del poeta Rewin, que destacó sobre el populacho de Ciudad Nueva, se titulaba Canto de la ciudad. Describía todo lo que uno podía oír por la noche en Imardin si se paraba a escuchar: una combinación de sonidos incesante, apagada y lejana. Voces. Canciones. Una carcajada. Un gemido. Un grito ahogado. Un alarido.

En la oscuridad de la Cuaderna nueva de Imardin, un hombre recordó el poema. Se detuvo a escuchar, pero en vez de absorber el canto de la ciudad, se concentró en un eco discordante. Un sonido que estaba fuera de lugar. Un sonido que no se repetía. El hombre soltó un resoplido suave y luego reanudó la marcha.

Unos pasos más adelante, algo surgió de entre las sombras y se interpuso en su camino. Se trataba de una figura masculina que se erguía amenazadora ante él. Un destello de luz se reflejó en el filo de una navaja.

—Vamos, el dinero —dijo una voz áspera, llena de determinación.

El hombre se quedó callado, sin mover un músculo. Podía parecer que estaba paralizado de espanto. O bien que se había quedado abstraído en sus pensamientos.

Cuando al fin se movió, lo hizo con una velocidad asombrosa. Un chasquido, el restallido de una manga, y el atracador cayó de rodillas, jadeando. La navaja repiqueteó en el suelo. El hombre dio unas palmaditas en el hombro a su agresor.

—Lo siento. Has elegido mal la noche y la víctima, y no hace falta que te explique por qué.

Cuando el atracador se desplomó boca abajo sobre el pavimento, el hombre pasó por encima de él y continuó andando. Se detuvo por un momento y miró hacia atrás, al otro lado de la calle.

—¡Yep! Gol, se supone que eres mi guardaespaldas.

Otra figura voluminosa salió de las sombras y se acercó a toda prisa al hombre para caminar a su lado.

—Yo diría que no necesitas uno, Cery. Me estoy volviendo lento con la edad. Soy yo quien debería pagarte a ti para que me protegieras.

Cery frunció el ceño.

—Sigues teniendo el oído y la vista agudos, ¿no?

Gol torció el gesto.

—Tan agudos como los tuyos —replicó con hosquedad.

—Muy cierto. —Cery suspiró—. Debería retirarme. Pero los ladrones nunca llegan a retirarse.

—Salvo cuando dejan de ser ladrones.

—Salvo cuando se convierten en cadáveres —lo corrigió Cery.

—Pero tú no eres un ladrón común y corriente. Me parece que las reglas son distintas para ti. No empezaste de la manera habitual, así que, ¿por qué ibas a acabar de la manera habitual?

—Ojalá los demás estuvieran de acuerdo contigo.

—Eso digo yo. La ciudad sería un lugar mejor.

—¿Si todo el mundo estuviera de acuerdo contigo? ¡Ja!

—Mejor para mí, por lo menos.

Cery soltó una risita y prosiguió su camino. Gol lo siguió a unos pocos pasos de distancia. «Disimula bien su miedo —pensó Cery—. Siempre lo ha hecho. Pero seguramente cree que es posible que ninguno de los dos llegue con vida al amanecer. Han muerto demasiados de los nuestros».

Más de la mitad de los ladrones —los jefes de los bajos fondos de Imardin— había perdido la vida durante los últimos años. Cada uno había fallecido de forma distinta, y la mayoría por causas no naturales: apuñalados, envenenados, arrojados desde un edificio alto, quemados en un incendio, ahogados o aplastados en el derrumbamiento de un túnel. Algunos aseguraban que había un solo responsable que se tomaba la justicia por su mano, al que llamaban el Cazaladrones. Otros creían que se trataba de ajustes de cuentas entre los propios ladrones.

Según Gol, no se hacían apuestas sobre quién sería el siguiente en morir, sino sobre cómo moriría.

Naturalmente, los ladrones jóvenes habían ocupado el lugar de los mayores, a veces de forma pacífica, a veces después de una lucha sangrienta pero breve. Eso era de esperar. Pero ni siquiera los recién llegados más audaces estaban a salvo de los asesinatos. Corrían tanto peligro de convertirse en la próxima víctima como los ladrones de más edad.

No existía una conexión evidente entre los asesinatos. Aunque había muchas rencillas entre los ladrones, ninguna justificaba tantas muertes. Y aunque los atentados contra la vida de los ladrones no eran raros, sí lo era que tuvieran éxito, que el asesino o los asesinos no se jactaran de ello y que nadie presenciara su crimen.

«En otra época habríamos celebrado una reunión, discutido estrategias, trabajado juntos. Pero ha pasado tanto tiempo desde que los ladrones dejamos de cooperar unos con otros que dudo que ahora supiéramos cómo hacerlo».

Él había visto venir el cambio durante los días anteriores a la derrota de los invasores ichanis, pero no había imaginado que ocurriría tan deprisa. En cuanto se derogó la Purga —el éxodo forzoso anual de las personas sin hogar de la ciudad a las barriadas—, se declaró que las barriadas formaban parte de la ciudad, por lo que las viejas fronteras quedaron obsoletas. Las alianzas entre ladrones se debilitaron y surgieron nuevas rivalidades. Ladrones que habían luchado codo con codo para salvar la ciudad durante la invasión se volvieron unos contra otros a fin de defender su territorio, resarcirse de lo que otros les habían arrebatado y aprovechar nuevas oportunidades.

Cery pasó junto a cuatro jóvenes que holgazaneaban apoyados en una pared, allí donde el callejón desembocaba en una calle más ancha. Estos lo miraron de arriba abajo y sus ojos se posaron en el pequeño medallón que Cery llevaba prendido a la capa y que lo distinguía como un ladrón. Todos a una le dedicaron un saludo respetuoso con la cabeza. Cery correspondió al gesto y se detuvo en la entrada del callejón, esperando a que Gol pasara junto a los jóvenes y lo alcanzara. El guardaespaldas había decidido hacía años que podía detectar mejor los posibles peligros si no caminaba justo al lado de Cery, y que este era capaz de ocuparse de casi todos los encuentros cuerpo a cuerpo por sí solo.

Mientras Cery aguardaba, bajó la vista hacia una línea roja pintada que atravesaba la entrada del callejón y sonrió, divertido. Tras decretar que las barriadas pertenecían a la ciudad, el rey había intentado tomar el control sobre ellas, con mayor o menor éxito. Las reformas en algunas zonas llevaron al aumento en el precio de los alquileres, lo que, junto con el derribo de las casas inestables, confinó a los pobres en áreas cada vez más reducidas de la ciudad. Estos se atrincheraron en aquellos lugares, se adueñaron de ellos y, como animales acorralados, los defendían con uñas y dientes. Bautizaban sus barrios con nombres como Callesnegras y Fuertemorada. Ahora había líneas divisorias, algunas de ellas pintadas, otras conocidas solo por su fama, que ningún guardia de la ciudad se atrevía a traspasar, salvo en compañía de varios compañeros, e incluso entonces cabía esperar que los atacaran. Solo la presencia de un mago garantizaba su seguridad.

Cuando su guardaespaldas llegó junto a él, Cery se volvió y juntos empezaron a cruzar la calle ancha. Pasó un carro alumbrado por dos faroles que se balanceaban. Los guardias, siempre presentes, patrullaban lámpara en mano en parejas, nunca demasiado lejos del grupo que tenían delante o del siguiente.

Aquella era una vía nueva, que atravesaba la parte más conflictiva de la ciudad, conocida como Malavida. Cualquiera que circulara por ella corría el riesgo de que los habitantes de uno y otro lado le robaran y acabaran clavándole un cuchillo. Pero la calzada era ancha, lo que ofrecía a los atracadores pocos lugares donde ocultarse, y los túneles de abajo, que en otro tiempo constituían la red subterránea llamada el Camino de los Ladrones, habían sido cegados durante la construcción de la calle. Muchos de los edificios antiguos de ambos lados, en los que la gente vivía hacinada, habían sido demolidos, y en su lugar se habían erigido otros más grandes y seguros que pertenecían a los mercaderes.

Con Malavida partida en dos, sus vitales vías de comunicación interna habían quedado cortadas. Aunque Cery estaba convencido de que se estaba intentando excavar túneles nuevos, la mitad de la población local se había visto obligada a instalarse en otros barrios conflictivos, mientras la otra parte quedaba dividida por la calle principal. Malavida, frecuentada en otra época por visitantes que acudían en busca de casas de juego o prostitutas baratas sin amilanarse ante el riesgo de que les robaran o asesinaran, tenía los días contados.

Cery, como de costumbre, se sentía incómodo al raso. El encuentro con el atracador lo había dejado intranquilo.

—¿Crees que lo han enviado para ponerme a prueba? —le preguntó a Gol.

Gol no respondió enseguida, y su largo silencio le indicó a Cery que estaba reflexionando con detenimiento sobre el asunto.

—Lo dudo. Lo más probable es que haya tenido un golpe letal de mala suerte.

Cery asintió. «Estoy de acuerdo. Pero los tiempos han cambiado. La ciudad ha cambiado. A veces es como vivir en un país extranjero. O como me imagino que sería vivir en otra ciudad, pues nunca he salido de Imardin. Es como si ya no la conociera. Rigen reglas distintas. El peligro acecha donde uno menos se lo espera. Y, después de todo, estoy a punto de conocer al ladrón más temido de Imardin».

—¡Eh, usted! —gritó alguien.

Dos guardias se les acercaron con aire decidido, uno de ellos sujetando el farol en alto. Tras calcular la distancia que lo separaba del otro lado de la calzada, Cery suspiró y se detuvo.

—¿Yo? —preguntó, volviéndose hacia los guardias. Gol permaneció callado.

El guardia más alto se detuvo un paso más cerca de él que su compañero bajo y robusto. No respondió, pero tras mirar alternativamente a Gol y a Cery, acabó fijando la vista en este último.

—Nombre y dirección —ordenó.

—Cery, Camino del Río, Ladonorte —contestó Cery.

—¿Los dos?

—Sí. Gol es mi criado. Y mi guardaespaldas.

El guardia asintió sin apenas mirar a Gol.

—¿Adónde se dirigen?

—A una audiencia con el rey.

El guardia que no hablaba aspiró bruscamente, lo que le valió una mirada de su superior. Cery los observó, divertido al comprobar que ambos intentaban —en vano— disimular la consternación y el miedo. Tenía instrucciones de dar esta información, y aunque era totalmente inverosímil, al parecer el guardia se la había creído. O, más probablemente, había entendido que se trataba de un mensaje cifrado.

El guardia más alto irguió la espalda.

—Entonces, prosigan su camino. Y… vayan con cuidado.

Cery apartó la mirada de ellos y, seguido muy de cerca por Gol, echó a andar a través de la calle. Se preguntó si el mensaje había revelado al guardia exactamente con quién iba a reunirse, o si este solo tenía órdenes de no detener o entretener a quien pronunciara aquella frase.

Fuera como fuese, Cery dudaba que Gol y él hubiesen acertado a topar con el único guardia corrupto de la calle. Siempre había habido guardias dispuestos a colaborar con los ladrones, pero ahora la corrupción estaba más arraigada y extendida que nunca. En la Guardia había hombres honestos e íntegros que pugnaban por desenmascarar y castigar a los delincuentes infiltrados en sus propias filas, pero era una batalla que hacía tiempo que estaban perdiendo.

«Todo el mundo está enzarzado en algún tipo de lucha intestina. La Guardia combate la corrupción, las Casas contienden entre sí, los aprendices y magos ricos del Gremio discuten constantemente con los pobres, las Tierras Aliadas no se ponen de acuerdo respecto a lo que hay que hacer con Sachaka, y los ladrones están en guerra unos con otros. A Farén todo esto le habría parecido de lo más entretenido».

Pero Farén había muerto. A diferencia de los otros ladrones, había fallecido a causa de una infección de pulmón perfectamente normal un invierno, cinco años atrás. Antes de eso, Cery había estado unos años sin hablar con él. El hombre que Farén había preparado para que lo sucediera había tomado las riendas de su imperio criminal sin rivalidades ni derramamientos de sangre. El hombre conocido como Skellin.

El hombre a quien Cery iba a conocer esa noche.

Mientras avanzaba por la zona más pequeña del barrio dividido de Malavida, haciendo caso omiso de las llamadas de las prostitutas y los chicos trileros, Cery pensó en lo que sabía acerca de Skellin. Farén había acogido a la madre de su sucesor cuando Skellin era solo un niño, pero se ignoraba si la mujer había sido amante, esposa o empleada de Farén. El viejo ladrón los había mantenido cerca de sí pero ocultos, como la mayoría de los ladrones tenía que hacer con sus seres queridos. Skellin se había revelado como un hombre de talento. Se había hecho cargo de muchas iniciativas de los bajos fondos y había emprendido algunas propias, con muy pocos fracasos. Tenía fama de inteligente e inflexible. Cery no creía que Farén hubiera aprobado la crueldad extrema de Skellin. Por otro lado, las historias que se contaban sobre él seguramente se adornaban conforme pasaban de boca en boca, así que no había manera de determinar hasta qué punto aquella fama era merecida.

Por lo que Cery sabía, no existía un animal llamado «skellin». El sucesor de Farén había sido el primer ladrón en romper con la tradición de adoptar el nombre de un animal. Eso no significaba necesariamente que «Skellin» fuera su nombre auténtico, claro está. Quienes así lo creían lo consideraban valiente por haberlo hecho público. A los demás les daba igual.

Doblaron una esquina y llegaron a una zona más limpia del barrio. En realidad, solo era más limpia en apariencia. Tras las puertas de aquellas casas sólidas y bien cuidadas vivían prostitutas de alta categoría, vendedores de objetos robados, contrabandistas y asesinos. Los ladrones habían descubierto que la Guardia —que tenía que vigilar una superficie muy grande con pocos hombres— no indagaba mucho si las apariencias eran respetables. La Guardia, a su vez, al igual que ciertos hombres y mujeres acaudalados de las Casas que tenían contactos de negocios algo turbios, había aprendido a distraer a los ciudadanos bienintencionados de su incapacidad para enfrentarse al problema haciendo donativos a sus proyectos benéficos preferidos.

Entre ellos estaban los hospitales dirigidos por Sonea, que seguía siendo una heroína para los pobres pese a que los ricos solo hablaban de los esfuerzos y sacrificios realizados por Akkarin durante la Invasión ichani. Cery se preguntaba a menudo si ella tenía idea de qué parte del dinero donado a su causa procedía de prácticas corruptas. Y, si lo sabía, ¿le importaba?

Gol y él aminoraron el paso al llegar a la intersección de las calles especificadas en las indicaciones que le habían enviado a Cery. En la esquina se encontraron con un espectáculo extraño.

Una extensión de verde salpicada de colores vivos ocupaba el espacio en que antes se alzaba una casa. Plantas de todos los tamaños crecían entre los viejos cimientos y las paredes desmoronadas. Todo ello estaba iluminado por cientos de lámparas colgadas. Cery rió entre dientes al recordar por fin dónde había oído antes el nombre «Casa Soleada». El edificio había quedado destruido durante la Invasión ichani, y el propietario no podía permitirse reconstruirlo. Se había instalado en el sótano de las ruinas y se dedicaba durante todo el día a ayudar a su querido jardín a invadirlo todo, y a los vecinos a entrar y disfrutar de él.

Aunque era un escenario insólito para una reunión de ladrones, Cery veía en él algunas ventajas. Era un espacio relativamente abierto —nadie podía acercarse o escuchar la conversación sin que lo descubrieran— y a la vez lo bastante público para que cualquier pelea o agresión tuviera testigos, lo que con un poco de suerte impediría que se cometieran actos de traición y violencia.

Según las instrucciones, tenía que esperar junto a la estatua. Cuando Cery y Gol entraron en el jardín, vieron una figura de piedra que se erguía sobre un pedestal en medio de las ruinas. Estaba esculpida en piedra negra veteada de gris y blanco. Representaba un hombre vestido con una capa y orientado hacia el este pero con la mirada dirigida hacia el norte. Al acercarse, Cery se percató de que había algo en aquella efigie que le resultaba familiar.

«Se supone que es Akkarin —comprendió, estupefacto—. Tiene la cara vuelta hacia el Gremio pero sus ojos miran hacia Sachaka. —Se inclinó hacia la estatua para examinar las facciones—. La verdad es que no se le parece mucho».

Gol emitió un leve sonido de advertencia, y Cery devolvió su atención de inmediato a su entorno. Un hombre caminaba hacia ellos, con otro a la zaga.

«¿Será Skellin? Se nota claramente que es extranjero». No obstante, aquel hombre no pertenecía a ninguna raza que Cery conociera. El forastero tenía el rostro alargado y enjuto, con unos pómulos y una barbilla que se estrechaban hasta acabar en punta. Esto ocasionaba que sus labios, sorprendentemente curvos, parecieran demasiado grandes para su cara. Sin embargo, sus ojos y sus cejas angulosas eran proporcionados, casi hermosos. Tenía la tez más oscura de lo que era habitual entre los elyneos o los sachakanos, pero en vez del negro azulado de un lonmariano típico, presentaba un matiz rojizo. Su cabello era de un rojo mucho más apagado que los tonos vibrantes tan frecuentes en los elyneos.

«Es como si se hubiera caído en una cuba de tinte y no se hubiera lavado del todo —pensó Cery—. Yo diría que tiene unos veinticinco años».

—Bienvenido a mi hogar, Cery de Ladonorte —dijo el hombre, sin el menor asomo de acento extranjero—. Soy Skellin. Skellin el Ladrón, o Skellin el Sucio Extranjero, según la persona con la que hables y su grado de intoxicación.

Cery no estaba seguro de cómo responder a eso.

—¿Cómo prefieres que te llame?

La sonrisa de Skellin se ensanchó.

—Skellin a secas. No soy muy aficionado a los títulos pomposos. —Posó la vista en Gol.

—Mi guardaespaldas —explicó Cery.

Skellin asintió mirando a Gol a manera de saludo antes de volverse de nuevo hacia Cery.

—¿Podemos hablar en privado?

—Desde luego —contestó Cery. Hizo una señal con la cabeza a Gol, que se retiró hasta donde no alcanzaba a oírlos. El acompañante de Skellin hizo lo mismo.

El otro ladrón se acercó a un muro bajo de las ruinas y se sentó.

—Es una lástima que los ladrones de esta ciudad ya no nos reunamos con frecuencia para trabajar juntos —comentó—. Como en los viejos tiempos. —Clavó los ojos en Cery—. Tú antes conocías las viejas tradiciones y seguías las reglas antiguas. ¿Las echas de menos?

Cery se encogió de hombros.

—Se producen cambios continuamente. Pierdes algo pero ganas otra cosa.

Skellin arqueó una de sus elegantes cejas.

—¿Las ganancias superan las pérdidas?

—Más para unos que para otros. La partición no me ha beneficiado mucho, pero sigo manteniendo acuerdos con otros ladrones.

—Me alegro de oírlo. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que tú y yo lleguemos a un acuerdo?

—Siempre hay alguna posibilidad. —Cery sonrió—. Depende de lo que propongas.

Skellin asintió.

—Claro. —Hizo una pausa y su expresión se tornó seria—. Quiero hacerte dos proposiciones. La primera se la he hecho a varios otros ladrones, y todos han aceptado.

Una súbita oleada de interés recorrió a Cery. «¿Todos? Por otra parte, no ha aclarado a cuántos se refiere con “varios”.»

—¿Has oído hablar del Cazaladrones? —preguntó Skellin.

—¿Y quién no?

—Creo que existe de verdad.

—¿Una sola persona ha matado a todos esos ladrones? —Cery enarcó las cejas, sin molestarse un ápice en disimular su incredulidad.

—Sí —dijo Skellin con firmeza, sosteniéndole la mirada—. Si investigas un poco, si preguntas a las personas que han visto algo, sin duda te darás cuenta de que se aprecian semejanzas entre los asesinatos.

«Tendré que pedirle a Gol que vuelva a hacer averiguaciones sobre el asunto —pensó Cery. Entonces se le ocurrió una posibilidad—. Espero que Skellin no crea que el hecho de que ayudara al Gran Lord Akkarin a localizar a los espías sachakanos antes de la Invasión ichani implica que soy capaz de encontrar al tal Cazaladrones si él me lo pide. Resultaba muy fácil identificarlos en cuanto uno sabía qué estaba buscando. El Cazaladrones es harina de otro costal».

—Entonces… ¿qué pretendes hacer al respecto?

—Quiero que, si oyes algo acerca del Cazaladrones, me lo comuniques. Tengo entendido que muchos ladrones no se hablan entre sí, así que me ofrezco como recopilador de información sobre el Cazaladrones. Tal vez, con la colaboración de todos, consiga libraros de él. O, por lo menos, advertir a todos aquellos a quienes vaya a atacar.

Cery sonrió.

—Esto último no me parece un objetivo demasiado realista.

Skellin se encogió de hombros.

—Sí, siempre cabe la posibilidad de que un ladrón no transmita una advertencia si sabe que el Cazaladrones va a matar a un rival. Pero no olvides que cada ladrón eliminado es una fuente de información menos, una información que podría ayudarnos a desembarazarnos del Cazador y a la vez garantizar nuestra seguridad.

—Encontrarían enseguida un sustituto para ese ladrón eliminado.

Skellin frunció el entrecejo.

—Sí, así es, alguien que quizá sabría menos que su predecesor.

—No te preocupes. —Cery sacudió la cabeza—. Por el momento, no odio tanto a nadie como para hacerle eso.

El otro hombre esbozó una sonrisa.

—Entonces, ¿trato hecho?

Cery reflexionó. Aunque no le gustaban las actividades a las que se dedicaba Skellin, habría sido una tontería rechazar su oferta. El hombre solo quería información relacionada con el Cazaladrones, nada más. Y no estaba exigiéndole un pacto o una promesa: si Cery no le comunicaba información que podría poner en peligro su seguridad o su negocio, nadie tendría derecho a acusarlo de haber faltado a su palabra.

—Sí —respondió—. Eso puedo hacerlo.

—Hemos llegado a un acuerdo —dijo Skellin, ampliando su sonrisa—. Ahora veamos si consigo que sean dos. —Se frotó las manos—. Estoy seguro de que conoces el producto principal que importo y vendo.

Sin molestarse en ocultar su desagrado, Cery movió afirmativamente la cabeza.

—Craña. O «carroña», como la llaman algunos. No es algo que me interese. Y me han contado que controlas totalmente el negocio.

Skellin asintió.

—Así es. Cuando Farén murió, me dejó un territorio cada vez más reducido. Necesitaba encontrar una manera de arraigarme y reforzar mi liderazgo. Probé oficios diferentes. La venta de craña era algo nuevo, algo que no se había intentado antes. Me sorprendió la rapidez con que los kyralianos se aficionaron a ella. Ha resultado ser muy lucrativo, y no solo para mí. A las Casas no les va nada mal con el alquiler de las casas de braseros. —Skellin hizo una pausa—. Tú también podrías sacar tajada de este pequeño pastel, Cery de Ladonorte.

—Llámame Cery a secas. —Cery adoptó una expresión severa—. Me halagas, pero la mayoría de los habitantes de Ladonorte son demasiado pobres para comprar craña. Es un vicio para ricos.

—Pero Ladonorte está prosperando, gracias a tu trabajo, y la craña baja de precio conforme se hace más accesible.

Cery reprimió una sonrisa cínica al oír el elogio.

—Aún no ha prosperado bastante. Y su progreso se estancaría si se introdujera la craña demasiado pronto y demasiado deprisa. —«Si de mí dependiera, no se introduciría nunca». Había visto lo que la droga hacía a los hombres y mujeres que se volvían adictos al placer que producía; se olvidaban de comer y beber y de alimentar a sus hijos, salvo para administrarles un poco de la sustancia a fin de que dejaran de quejarse de hambre. «Pero no soy tan tonto como para creer que podré mantener Ladonorte a salvo de la craña para siempre. Si no la distribuyo yo, lo hará otro. Tengo que encontrar un modo de hacerlo sin perjudicar a demasiada gente»—. Ya habrá un momento para introducir la craña en Ladonorte —aseveró Cery—. Y cuando llegue ese momento, sabré a quién acudir.

—No tardes mucho, Cery —le advirtió Skellin—. La craña es popular porque es una novedad y está de moda, pero acabará siendo como el bol, un vicio más de la ciudad, cultivado y elaborado por cualquiera. Para entonces, espero haber establecido otros negocios con los que ganarme la vida. —Se quedó callado por un momento y desvió la mirada—. Negocios antiguos y tradicionales, propios de un ladrón honorable. O tal vez algo legal. —Se volvió y sonrió, aunque con un atisbo de insatisfacción en su mirada.

«Tal vez haya un hombre honrado ahí dentro —pensó Cery—. Si no había previsto que el consumo de craña se extendiera tan deprisa, quizá no esperaba que causara tanto daño… Pero eso no me convencerá de meterme en el negocio».

La sonrisa de Skellin se desvaneció para dar paso a una expresión ceñuda.

—Ahí fuera hay personas a las que les gustaría ocupar tu lugar, Cery. La craña podría ser tu mejor defensa contra ellas, como lo fue para mí.

—Siempre habrá gente ahí fuera que quiera quitarme de en medio —repuso Cery—. Me marcharé cuando lo considere oportuno.

Sus palabras parecieron hacer gracia al otro ladrón.

—¿De verdad crees que tendrás la oportunidad de elegir el momento y el lugar?

—Sí.

—¿También a tu sucesor?

—Sí.

Skellin soltó una risita.

—Me gusta tu seguridad. Farén también estaba muy seguro de sí mismo. No se equivocaba del todo: tuvo la posibilidad de elegir a su sucesor.

—Era un hombre astuto.

—Me habló mucho de ti. —La curiosidad asomó a los ojos de Skellin—. Me contó que no llegaste a convertirte en ladrón por el camino habitual. Que el Gran Lord Akkarin así lo dispuso.

Cery resistió el impulso de mirar la estatua.

—Todos los ladrones obtienen poder prestando servicios a personas poderosas. Yo tuve la suerte de intercambiar favores con alguien muy poderoso.

Skellin arqueó las cejas.

—¿Llegó a enseñarte magia?

A Cery se le escapó una carcajada.

—¡Ojalá!

—Pero si te criaste con la Maga Negra Sonea y alcanzaste tu posición con la ayuda del Gran Lord anterior… Algo habrás aprendido.

—La magia no funciona así —explicó Cery. «Aunque seguro que ya lo sabe»—. Tienes que poseer dotes para ello, y que alguien te enseñe a utilizarlas. No basta con observar a alguien para aprender.

Skellin se llevó un dedo a la barbilla y contempló a Cery con aire pensativo.

—Pero sigues teniendo contactos en el Gremio, ¿verdad?

Cery sacudió la cabeza.

—Hace años que no veo a Sonea.

—Qué decepción, después de lo que hicisteis tú y todos los ladrones para ayudarlos. —Skellin esbozó una sonrisa torcida—. Me temo que tu reputación como amigo de los magos no responde a la realidad, Cery.

—Es lo que pasa con las reputaciones. Por lo general.

Skellin asintió.

—Así es. Bien, he disfrutado con nuestra charla y te he planteado mis propuestas. Hemos cerrado un trato, por lo menos. Espero que cerremos otro a su debido tiempo. —Se puso de pie—. Gracias por reunirte conmigo, Cery de Ladonorte.

—Gracias por invitarme. Buena suerte con la captura del Cazaladrones.

Skellin sonrió y se despidió con un gesto cortés de la cabeza antes de dar media vuelta y marcharse a paso tranquilo por donde había venido. Cery lo observó por un momento y echó otro vistazo rápido a la estatua. Definitivamente no se le parecía mucho.

—¿Cómo ha ido? —murmuró Gol cuando Cery se le acercó.

—Tal como esperaba —respondió Cery—. Salvo porque…

—¿Salvo porque…? —repitió Gol al advertir que Cery no terminaba la frase.

—Hemos acordado compartir información sobre el Cazaladrones.

—¿O sea que existe?

—Es lo que cree Skellin. —Cery se encogió de hombros. Cruzaron la calle y emprendieron el regreso hacia Malavida dando grandes zancadas—. Pero eso no ha sido lo más raro.

—¿Ah, no?

—Me ha preguntado si Akkarin me enseñó magia.

Gol guardó silencio por un momento.

—Eso no es tan raro. Recuerda que Farén mantuvo oculta a Sonea antes de entregarla al Gremio, con la esperanza de que hiciera magia para él. Skellin debe de estar enterado de todo eso.

—¿Crees que le gustaría tener un mago particular?

—Desde luego. Aunque obviamente no quiere contratarte a ti, puesto que eres un ladrón. Tal vez piensa que puede pedir favores al Gremio a través de ti.

—Le he dicho que hace años que no veo a Sonea. —Cery rió entre dientes—. La próxima vez que me tope con ella, a lo mejor le pregunto si quiere echar una mano a uno de mis amigos ladrones, solo para ver la cara que pone.

Más adelante, en el callejón, de súbito apareció una figura que se dirigía rápidamente hacia ellos. Cery tomó nota mentalmente de las vías de escape y los escondrijos posibles que había alrededor.

—Deberías decirle que Skellin ha estado haciendo averiguaciones —le aconsejó Gol—. Es posible que intente reclutar a otro. Y quizá lo consiga. No todos los magos son tan incorruptibles como Sonea. —Gol aminoró la marcha—. Ese… es Neg.

El alivio por no tener que lidiar con otro atracador dio paso a la preocupación. Neg se había quedado custodiando la guarida principal de Cery. Prefería eso a deambular por las calles, pues los espacios abiertos lo ponían nervioso.

El guardia los había visto. Neg estaba resollando cuando llegó junto a ellos. En su rostro se vislumbraba algo blanco, y a Cery se le cayó el alma muy por debajo del nivel de la calle cuando vio qué era. Un vendaje.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Cery, en una voz que apenas reconoció.

—Lo… lo siento —jadeó Neg—. Malas noticias. —Respiró hondo, soltó el aire con brusquedad y sacudió la cabeza—. No sé cómo decírtelo.

—Dilo —le ordenó Cery.

—Han muertos. Todos. Selia. Los chicos. No he podido ver al asesino. Ha conseguido entrar. No sé cómo. No hay cerraduras rotas. Cuando he llegado a… —Mientras Neg continuaba balbuciendo, disculpándose y justificándose atropelladamente, a Cery empezaron a zumbarle los oídos. Por un momento, su mente se esforzó por encontrar otra explicación. «Debe de estar equivocado. Se ha golpeado la cabeza y está delirando. Lo ha soñado».

Pero se obligó a afrontar los hechos más probables. Lo que había temido durante años, su peor pesadilla, se había hecho realidad.

Alguien había conseguido atravesar todas las puertas, sorteando a los guardias y las medidas de seguridad, y había asesinado a su familia.