El doctor, tras una pausa,
dijo: «El remedio a su mal
podría ser su misma causa.
Las ostras, como sabéis,
dan gran potencia sexual.
Supongo que si os coméis
a vuestro niño podréis
saciar el ansia carnal».
Se acercó muy de puntitas,
muy a oscuras y en celada,
porque no notara nada
quien le daba tantas cuitas.
Y en voz muy baja le dijo:
«Carlo, queridísimo, hijo:
no quisiera interferir
ni causarte desconsuelo.
Pero ¿has pensado en el cielo,
o te has querido morir?».