No sabían cómo llamarlo.
A veces le decían Carlo
y a veces —con voz perpleja—
«eso que parece almeja».
Encogido el corazón,
ninguno en verdad sabía
si el chico ostra algún día
rompería el caparazón.
Los cuatrillizos Montalvo
cierta vez se lo toparon.
Le espetaron un «¡Bivalvo!»
y enseguida se escaparon.