14

Cuando finalmente abro los ojos, descubro mi viejo reloj sobre la mesita de noche. Produce un efecto curioso poder tomar uno su corazón entre los dedos. El cuco ya no funciona. Tiene polvo encima. Me siento como un fantasma, fumándose tranquilamente un pitillo apoyado en su lápida, salvo que yo estoy vivo. Llevo un extraño pijama a rayas y tengo dos tubos conectados a las venas: otra chapuza con la carga.

Observo mi nuevo corazón sin agujas. No hace ningún ruido. ¿Cuándo tiempo he estado durmiendo? Me levanto con dificultad. Me duelen los huesos. Mélies ha desaparecido. Instalada en su despacho, hay una mujer vestida toda de blanco. Una nueva conquista de Mélies, supongo. Le hago señas con la mano. Se sobresalta como si acabara de ver pasar un muerto viviente. Sus manos tiemblan. Creo que al fin he conseguido asustar a alguien.

—¡Estoy contenta de verte de pie! Si supieras…

—¡Yo también! ¿Dónde está Mélies?

—Siéntate. Tengo que explicarte algunas cosas.

—Tengo la sensación de llevar acostado ciento cincuenta años. ¿Puedo quedarme de pie cinco minutos?

—Honestamente, es preferible que te quedes sentado. Tengo cosas importantes que revelarte. Cosas que nadie he querido decirte jamás.

—¿Dónde está Meélies?

—Regresó a París hace algunos meses. Me pidió que me ocupara de ti. Te quiere mucho, ya lo sabes. Estaba muy intrigado por el impacto que el reloj pudiera tener en tu imaginación. Cuando tuviste el accidente, se reprochó terriblemente no haberte revelado tu verdadera naturaleza, aunque no estuviera seguro de que eso pudiera cambiar el curso de los acontecimientos. Pero ahora debes conocer la verdad.

—¿Qué accidente?

—¿No te acuerdas? —dice ella tristemente—. Intestaste arrancarte el reloj cosido a tu corazón, en Marbella.

—Ah, sí.

—Mélies te injertó un nuevo corazón para subirte la moral.

—¡Subirme la moral! ¡Estaba en peligro de muerte!

—Sí, todos tenemos la sensación de que vamos a morir cuando nos separamos de una persona amada. Pero yo hablo de corazón en el sentido mecánico del término.

Escúchame bien, pues sé que lo que voy a decir te resultará difícil de creer.

Se sienta a mi lado, toma mi mano derecha entre las suyas. Noto que tiembla.

—Podrías haber vivido sin esos relojes, ya se tratara de un reloj viejo o nuevo. No tiene ninguna interacción directa con tu auténtico corazón. No se trata de verdaderas prótesis, tan solo de placebos que, en el plano médico, no sirven para nada.

—¡Pero es imposible! ¿Porqué iba Madeleine a inventarse todo eso?

—Tiene fines psicológicos, sin duda. Probablemente para protegerte de tus propios demonios, como hacen muchos padres de un modo o de otro.

—Ahora entiendo por qué siempre me recomendó que dejara mi corazón en manos de relojeros y no de médicos. Ustedes no comprenden el tipo de medicina que practica la doctora Madeleine, eso es todo.

—Sé que es un modo un poco brutal de despertarse, pero es hora de que te pongan los péndulos en hora, si me permite la expresión, si es que tienes intención de volver a empezar con la vida de verdad.

—No creo ni una sola palabra de lo que me está diciendo.

—Es normal, siempre has creído en esta historia del reloj-corazón.

—¿Qué sabe usted de mi vida?

—La he leído. Mélies escribió tu historia en este libro.

El hombre sin trucos, se leía en la portada. Lo hojeo rápidamente, recorro nuestra epopeya a través de Europa. Granada, el rencuentro con Miss Acacia, el regreso de Joe.

—¡No leas el final todavía! —dice ella de repente.

—¿Por qué?

—Primero debes asimilar que tu vida no está ligada a su reloj. Es el único medio que tienes de cambiar el final de este libro.

—Jamás podría creerlo, y menos aún admitirlo.

—Has perdido a Miss Acacia prestándole una fe de hierro a tu corazón de madera.

—¡No quiero escuchar eso!

—Habrías podido darte cuenta, pero esta historia de corazón está tan profundamente arraigada en ti. Debes creerme. Lee la primera parte del libro si quieres pero es posible que te entristezca. Pero tienes que pasar a otra cosa.

—¿Por qué Mélies no me lo dijo jamás!

—Mélies decía que no estabas en condiciones de entenderlo, psicológicamente hablando. Pensó que sería peligroso revelarte la verdad la noche del «accidente», visto el estado de shock en el que llegaste al taller. Se reprochaba terriblemente no haberlo hecho antes. Creo que se dejó seducir por la idea. No le hace falta mucho a él tampoco para creer lo imposible. Le subía la moral verte andar por el mundo con esa creencia tan firme. Hasta esa trágica noche.

—No tengo ningunas ganas de sumergirme en esos recuerdos por ahora.

—Lo entiendo, pero debo hablarte de lo sucedido justo después. ¿Quieres beber algo? —Sí, gracias; pero ahora nada de alcohol, me duele la cabeza.

Mientras la enfermera va a buscar con qué recuperarme de tantas emociones, observo mi viejo corazón, destrozado, sobre la mesita de noche, luego el reloj nuevo, majo mi pijama arrugado. La esfera es metálica, las agujas quedan protegidas por un vidrio. Una especie de timbre de bicicleta impera sobre el numero 12. Este reloj me pica, tengo la impresión de que me han injertado el corazón de otra persona. Me pregunto qué más intentará hacerme creer esa dama de blanco.

—Aquel día —dice. Mientras Mélies fue a la ciudad a buscarte un reloj para calmarte provisionalmente, intentaste darle cuerda a tu reloj roto. ¿Te acuerdas?

—Sí, vagamente.

—Según lo que me ha descrito Mélies, estabas en un estado cercano a la inconsciencia, sangrabas abundantemente.

—Sí, mi cabeza dabas vueltas, me sentía mareado.

—Padeciste una hemorragia interna. Cuando Mélies se dio cuenta, vino a buscarme a toda prisa. Tal vez Méliesse haya olvidado de mis besos, pero recordaba mis talentos como enfermera, te paré la hemorragia en el ultimísimo momento, pero no recuperaste el conocimiento. Insistió en hacerte la operación que te había prometido. Decía que te despertarías en mejor estado psicológico con un corazón-reloj nuevo. Yo lo consideré un acto absurdo, pura superstición, pero Mélies temí por tu vida.

Le escucho contar mi historia como si me diera noticias de alguien a quien solo conociera vagamente. Me cuesta entender toda esta información y relacionarla con mi realidad.

—Mi amor por Mélies no era recíproco, pero intenté ganarle. Al principio me quedé a tu lado para mantener contacto con él. Luego te tomé afecto leyendo El hombre sin trucos.

Y heme aquí, metida en la historia, tanto en sentido propio como figurado. Desde el día del accidente cuido de ti.

Estoy aturdido. Recibo señales de mi cerebro que perecen anunciarme algo. «Puede que sea cierto». «Puede que sea cierto».

—Según Mélies, cuando destruiste tu corazón ante los ojos de Miss Acacia, pretendías mostrarle cuánto sufrías, y, al mismo tiempo, cuánto la amabas. Un acto idiota y desesperado. Pero no era más que un adolecente. Peor, un adolecente con sueños de niño, incapaz de no mezclar los sueños y la realidad para sobrevivir.

—Seguía siendo ese niño inocente hace apenas unos segundos.

—No, dejaste de serlo al decidir abandonar tu viejo corazón. Eso era lo que temía Maddeleine: que te convirtieras en adulto.

Cuanto más me repito la palabra «imposible», más claro resuena la palabra «posible» en mi cabeza.

—Sencillamente estoy contándote lo que he leído sobre tu vida en el libro escrito por Mélies. Me lo dio justo antes de regresar a París.

—¿Cuándo va a volver?

—Creo que nunca volverá. Ahora es padre de dos hijos, y trabaja mucho con la idea de fotografía en movimiento.

—¿Padre?

—Al principio nos escribía todas las semanas. Ahora pueden pasar largos meses sin que tenga noticias suyas; creo que teme que le anuncie que has muerto.

—¿Cómo que largos meses?

—Estamos a cuatro de agosto de mil ochocientos noventa y dos. Has estado en coma unos tres años. Sé que te resultará difícil creerlo. Mírate en el espejo. La longitud de tu cabello es la medida del tiempo transcurrido.

—No quiero mirar nada por ahora.

—Los tres primeros meses, abrías los ojos algunos segundos por día como mucho. Luego, un día, te despertaste y pronunciaste algunas palabras a propósito de Miss Acacia antes de regresar a los limbos.

Ante la sola mención de su nombre, toda la intensidad de mis sentimientos por ella se reactiva.

—Desde comienzos de año, tus tiempos de vigilia se han hacho más largos y regulares. Hasta hoy. A veces sucede que la gente se despierta de un coma tan largo como el tuyo, ¿sabes? Después de todo, no es más que una noche muy larga. ¡Qué extraña felicidad la de verte por fin de pie! Mélies se pondrá loco de contento. Dicho esto, es posible que sufras algunas secuelas.

—¿Cómo?

—Uno no regresa indemne de un viaje tan largo; es ya extraordinario que te hayas acordado de quién eres.

Me cruzo con mi reflejo en la puerta vidriada del taller. Tres años. El anuncio del tiempo transcurrido me perturba. Tres años. Soy un muerto viviente. ¿Qué has hacho tú durante estos tres años, Miss Acacia?

—¿De verdad que estoy vivo? ¿Es esto un sueño, una pesadilla o estoy muerto?

—Estás vivo, distinto, pero vivo.

Una vez liberado de estos horribles tubos que me pellizcaban los pelos de los brazos, intento reagrupar energías y emociones zampándome una buena comida.

Miss Acacia ha vuelto a ocupar mis pensamientos. Tampoco debo estar tan mal. Me obsesiona tan vivamente como el día de mi décimo cumpleaños. Tango que ir en su búsqueda. De nada estoy tan seguro, salvo de lo más importante: todavía la amo. La sola idea de su ausencia reanima mis náuseas de brasa. Nada más tiene sentido si no intento encontrarla.

No tengo elección, tengo que volver al Extraordinarium.

—No deberías irte en este estado.

Me marcho sin terminar de comer, en dirección a la ciudad. Noto que mi paso es lento, apenas avanzado. El aire fresco entra en mis pulmones como bocanadas de acero y tengo la sensación de haber cumplido cien años.

El perfil de la ciudad de Granada, la cal blanca de las casa, se funde con el cielo el grandes calderos de polvo ocre. Me cruzo con mi sombra en un callejón y no la reconozco. Tampoco reconozco me reflejo, que me parece nuevo y se estampa contra un escaparate.

Mi pelo y mi barba me dan un aspecto afable, el mismo aspecto que debió de tener Papa Noel, antes de convertirse en un señor barrigudo y de pelo cano. Pero no es solo eso. El dolor de huesos ha modificado mi forma de andar. Mis hombros parecen haberse hecho más grandes, y además los zapatos me hacen daño en los pies, perece que hayan encogido o tal vez ya son demasiado pequeños. Ante mi figura, los niños se esconden bajo las faldas de sus madres.

Al doblar una esquina, tropiezo con un cartel que representa a Miss Acacia. La contemplo largamente, temblando de deseo melancólico. Su mirada se ha afinado, aunque sigue sin llevar gafas. Sus uñas han crecido, ahora se las pinta. Miss Acacia es aún más sublima y bella que antes, y yo parezco un hombre de las cavernas en pijama. Cuando llego al Extraordinarium, me dirijo inmediatamente hacia el tren fantasma e inmediatamente me invaden los mejores recuerdos de aquella época. Pero también me asaltan los malos recuerdos.

Me instalo en una vagoneta cuando, de repente, veo a Joe. Sentado en el rellano, fuma un cigarrillo. El recorrido parece haberse ampliado. De súbito, descubro a Miss Acacia, sentada varias filas por detrás de mí. ¡Cállate, corazón mío! Ella no me reconoce. ¡Cállate, corazón mío! Nadie me reconoce. A mí mismo me cuesta reconocerme. Joe intenta asustarme como a los demás clientes. Por otro lado, demuestra que su talento como destripador de sueños sigue intacto cuando besa a Miss Acacia a la salida del tren fantasma. Pero yo no me dejo abatir, esta vez no. ¡Porque ahora el tercero en discordia soy yo!

La besa de nuevo. Lo hace como quien lava los platos, sin pensar en ello. ¿Cómo puede alguien darle un beso a semejante mujer sin pensar en ello? No digo nada. ¡Devuélvemela! ¡Vais a ver cuánto corazón empleo, sea del material que sea! Mis emociones se agitan, pero las contengo con todos mis fuerzas en lo más profundo de mi ser.

Sus ojos desprenden luz y sigo emocionado ante tanta belleza ¿Me reconocerá al fin? ¿Tendré la fuerza necesaria para decirle la verdad esta vez? Y si todo sale mal, ¿tendré la fuerza para ocultársela?

Joe regresa al interior del tren fantasma. Miss Acacia pasa justo por delante de mí, con sus aires de huracán en miniatura. Las volutas de su perfume me son tan familiares como una vieja sábana llena de sueños. Casi podría olvidar que ahora es la mujer de mi peor enemigo.

—¡Buenos días! —dice ella al verme.

Sigue sin reconocerme. Tres copos de plomo se posan sobre mis espaldas. Descubro un hematoma por encima de su rodilla izquierda.

Me lanzo sin saber cómo voy a aterrizar.

—Sigues sin ponerte las gafas, ¿verdad?

—Es cierto, pero no me gusta que insistan en el asunto —dice ella con una afable sonrisa.

—Lo sé.

—¿Cómo que lo sabe?

«Sé que nos peleamos por culpa de Joe y de los celos, que arrojé mi corazón a la basura a fuerza de amarte, pero que quiero volver a empezar porque te amo por encima de todo». He aquí lo que quería decir. Tales palabras me atraviesan el espíritu, están a punto de salir de mi boca, pero no salen, y comienzo a toser.

—¿Qué haces en pijama por la calle? ¿No te habrás escapado de un hospital?

Me habla con delicadeza, como si fuera un viejo.

—Nada de escaparse, he salido. Acabo de salir de una enfermedad muy grave.

—Bueno, pues ahora habrá que encontrarle vestuario, señor.

Nos sonreímos, como antes. Por un instante creo que me ha reconocido, en cualquier caso comienzo a tener ciertas esperanzas. Nos despedimos y regreso al taller de Mélies con mejor ánimo del que tenía.

—¡No tardes en revelarle tu identidad! —insiste la enfermera.

—Todavía un poco, el tiempo que me lleve a aclimatarme de nuevo a ella.

—No tardes demasiado, en cualquier caso. ¡Ya la perdiste una vez escondiéndole tu pasado! No esperes a que ella te acaricie el pecho con su rostro y se dé cuanta de que ahí hay un reloj. Dicho eso, ¿no te gustaría que yo misma te lo sacara de una vez por todas?

—Sí, lo haremos. Pero esperaremos a que esté un poco mejor, ¿de acuerdo?

—Estás mejor. ¿Quieres que te corte el pelo y que te afeite esa barba de hombre de las cavernas?

—No, por ahora no. Pero ¿no tendría algún viejo traje de Mélies por ahí?

De vez en cuando, me escondo en un lugar clave, cerca del tren fantasma. Así nos cruzamos, como por casualidad. Poco a poco va surgiendo entre nosotros cierta complicidad, bastante parecida a la que tuvimos en el pasado y me infunde mucha confianza. Hay momentos en los que creo que ella sabe muy bien quién soy, pero no dice nada. Aunque que ese no es en absoluto su estilo.

Procuro no hostigar a Miss Acacia. Extraigo esa lección de mi primer accidente amoroso. Conservo mis viejos reflejos de hombre aventurero, pero el dolor reduce mis reflejos y mi buena predisposición.

Soy consiente de que estoy manipulando la realidad de nuevo, pero encuentro tanto placer en mordisquear las pocas migajas de su presencia al abrigo de mi nueva identidad que la idea de terminar con eso me retuerce el estómago.

Llevamos casi dos meses con esta pequeña farsa y Joe parece no darse cuenta de nada. Sigo con el disfraz de Mélies, sus zapatos me lastiman los pies y en cuanto su traje, parezco un viejo pescador disfrazado de mago. La enfermera Jehanne cree que estas metamorfosis son consecuencia de mi largo estado comatoso. He estado en cama durante tres años y quiero recuperar el tiempo perdido. Tengo serios problemas en la espalda y mi musculatura ha quedado atrofiada. Hasta mi rostro ha cambiado. Mi mandíbula se hace más gruesa; mis mejillas, salientes.

—Mira por dónde, el cromañón con su traje recién estrenando —suelta Miss Acacia al verme llegar—. Solo le falta el peinado y habremos recuperado a un hombre para la civilización —me canturrea hoy.

—Si me llama cromañón, nunca más afeitaré la barba.

Sale solo, dragando piano, me susurraría Mélies.

—Se la puede afeitar. La llamaré cromañón de todos modos, si usted quiere.

Es el gran retorno de los instantes de turbación. No puedo sabotearlos enteramente, pero ya es mucho mejor que estar separado de ella.

—Usted me recuerda a un viejo amor.

—¿Más a un «viejo» o más a un «amor»?

—A los dos.

—¿Llevaba barba?

—No, pero se hacía el misterioso como usted. Se creía sus mentiras, en fin, sus sueños.

Yo pensaba que lo hacía para impresionarme, pero él se los creía de verdad.

—¡Puede que él los creyera y que la quisiera impresionar al mismo tiempo!

—Puede. No lo sé. Murió hace varios años.

—¿Murió?

—Sí, aún esta mañana he llevado flores a su tumba.

—¿Y si no hubiera muerto, y lo hubiese fingido para impresionarla y para que le creyera?

—Oh, sería capaz. Pero no hubiera tardado tres años en volver.

—¿De qué murió?

—Es un misterio. Hay gente que le vio peleándose con un cabello, otros dicen que habría muerto en un incendio provocado por él mismo involuntariamente. Yo temo que haya muerto de odio después de nuestra última discusión, una discusión terrible. Lo que es seguro es que está muerto, pues lo enterraron. Y además, si estuviese vivo estaría aquí, conmigo.

Un fantasma escondido tras su barba, he aquí en lo que me he convertido.

—¿La amaba demasiado?

—¡Nunca se ama demasiado!

—¿La amaba mal?

—No lo sé. Pero ¿sabe una cosa? ¡Hacerme hablar de mi primer amor, muerto hace tres años, no es la mejor forma de coquetear conmigo!

Sonríe.

No he logrado decirle nada. Con mi viejo corazón, habría salido solo, pero ahora todo es distinto.

Vuelvo al taller al igual que un vampiro regresa a su ataúd, avergonzado de haber mordido un cuello sublime.

«Nunca volverás a ser el que eras», me dijo Mélies antes de la operación. Los lamentos y los remordimientos se amontonan al borde de un abismo tormentoso. Apenas han pasado unos meses y ya estoy harto de mi vida baja en calorías. Una vez terminada la convalecencia, quiero volver al fuego sin mi máscara de barba y pelo revuelto. A pesar de que no me entristece hacerme un poco mayor, tengo que cruzar al cabo de esta farsa de reencuentro.

Esta noche, me acuesto con ganas de revolver entre los sueños y los recuerdos que guardo en la papelera de la pasión. Quiero ver qué es lo que queda de mi viejo corazón, el mismo con el que me enamoré.

Mi nuevo reloj apenas hace ruido, pero eso no me impide tener insomnio. El viejo está guardado en un estante, en una caja de cartón. Tal vez si lo arreglara, todo volvería a ser como antes. Sin Joe, sin cuchillos entre las agujas. Volver al tiempo en que amaba sin estrategias, cuando me arrojaba de cabeza sin miedo a estrellarme contra mis sueños ¡Volver! La época en la que no tenía miedo a nada, en la que podía subirme al cohete rosa del amor sin abrocharme al cinturón. Hoy soy más adulto, y también más razonable; pero de repente ya no me atrevo dar el gran salto hacia la que para mí tendrá siempre diez años. Mi viejo corazón, incluso abollado y fuera de mi cuerpo, me hace soñar más que el nuevo. El mío es el «de verdad». Y lo he roto como un tonto. ¿En qué me he convertido? ¿En un impostor de mí mismo? ¿En una sombra transparente?

Tomo la caja de cartón y saco delicadamente el reloj, que dejo sobre la cama. Se alzan volutas de polvo. Paso los dedos por mis viejos engranajes. Un dolor, el recuerdo de un dolor, surge de inmediato. Lo sigue una sorprendente sensación de consuelo.

En unos segundos, el reloj empieza con su tic-tac, como un esqueleto que aprendiera de nuevo a caminar, luego se detiene. Experimento un gozo que me transporta de la alta colina de Edimburgo a los brazos de Miss Acacia. Vuelvo a poner las agujas en su sitio con dos pedazos de hilo, no muy sólidos.

Me paso la noche intentando reparar mi viejo corazón de madera, y siendo el penoso chapuzas que soy, no lo consigo. Pero de madrugada estoy decidido. Iré a ver a Miss Acacia y le diré toda la verdad. Pongo otra vez ni viejo reloj en la caja. Se lo regalaré a la que se ha convertido en una gran cantante. Esta vez no le daré solo la llave, sino el corazón entero, con la esperanza de que le apetezca de nuevo reparar el amor conmigo. Camino por la calle principal del Estraordinarium, con mis aires de condenado a muerte. Me cruzo con Joe. Nuestras miradas coinciden como en un duelo de western, a cámara lenta.

Ya no tengo miedo. Por primera vez en mi vida, me pongo en su lugar. Estoy en situación de recuperar a Miss Acacia, como él cuando reapareció en el tren fantasma. Pienso en el odio que debía sentir Joe en la escuela cuando yo no podía evitar hablar con ella, mientras él pasaba un calvario a causa de su partida. Ese gran bobalicón me daría hasta la sensación de parecérmele. Lo contemplo alejarse hasta que desaparece de mi campo de visión.

En el rellano del tren fantasma, aparece Brigitte Heim. En cuanto la diviso con su cabellera idéntica a los pelos de su escoba, doy media vuelta en mi camino. Sus aires de bruja amarillenta apestan a soledad. Parece tan triste como las viejas piedras que se afana en amontonar para construir casa vacías. Habría podido intentar hablarle tranquilamente, ahora que ya no me conoce. Pero la idea de escuchar su voz escupiendo ideas preconcebidas me fatiga.

—¡Tengo algo que decirte!

—¡Yo también!

Miss Acacia, o el don de hacer que mis planes no salgan como tenía previsto.

—No quiero que volvamos. Oh, ¿tienes un regalo para mí? ¿Qué hay en esta caja?

—Un corazón en mil pedazos. El mío.

—¡Eres muy perseverante, para tratarse de alguien que, se supone, no coquetea conmigo! —Olvida al impostor que viste ayer, ahora quiero decirte toda la verdad.

—La verdad es que no paras de coquetear conmigo, con esos andares despeinados y tu traje. Pero debo reconocer que me gusta, un poco.

Tomo sus hoyuelos entre mis dedos. No han perdido nada de su tierna plenitud. Poso mis labios contra los suyos sin decir nada. La dulzura de sus labios me hace olvidar por un instante mis buenos propósitos, me pregunto si no escuché cierto rumor metálico en la caja. El beso se termina, me deja sabor a pimiento rojo. Un segundo beso toma el revelo. Más intenso, más profundo, de los que conectan la electricidad de los recuerdos, tesoros huidos a seis pies bajo piel. «¡Ladrón! ¡Impostor!», susurra la parte derecha de mi cerebro. «¡Espera! ¡Lo hablamos ahora mismo!», responde mi cuerpo. Mi corazón está encabritado en extremo. Late desbocado y silencioso con todas sus fuerzas. El gozo puro y simple de reencontrarme con su piel me embriaga. Son insoportables la alegría y el sufrimiento simultáneos. Normalmente paso de la alegría a la tristeza como la lluvia después del buen tiempo. Pero en ese preciso instante los rayos laminan el cielo más azul del mundo.

—Yo pedí la palabra primero, —me dice ella separándose tristemente de mis brazos—. No quiero seguir viéndote. Me doy cuenta de que hace algunas meses que nos rondamos, pero estoy enamorada de otro, y desde mucho tiempo atrás. Comenzar una nueva historia sería ridículo, lo siento muchísimo. Todavía estoy enamorada.

—De Joe, ya lo sé.

—No, de Jack, el viejo amor del que te hablé, aquel al que a veces me recuerdas.

El big bang intersideral de las sensaciones invierte mis conexiones emocionales. Las lágrimas acuden sin avisar, cálidas y largas, imposibles de contener.

—Lo siento, no quería hacerte daño, pero ya me casé con alguien de quien no estoy enamorada, no quiero volver a empezar —dice ella, rodeándome con sus brazos de pajarillo delgado.

Mis pestañas deben de estar escupiendo arcoíris. Tomo coraje a dos manos para agarrarme a la caja que contiene mi reloj-corazón.

—No puedo aceptar regalos de tu parte. Lo siento de verdad. No hagas las cosas más difíciles de lo que ya son.

—Ábrelo de todos modos, es un regalo muy especial. Si tu no lo aceptas, no le servirá a nadie más.

Asiente, visiblemente incómoda. Sus hermosas uñas cuidadosamente pintadas rasgan el papel. Finge una sonrisa. Es un momento precioso. ¡Regalarle un paquete con el verdadero corazón de uno a la mujer amada no es poca cosa!

Sacude la caja, poniendo cara de querer adivinar el contenido.

—¿Es frágil?

—Sí, es frágil.

Su apuro es palpable. Abre poco a poco la tapa de la caja. Sus manos se hunden hasta el fondo del cartón y se hacen con mi viejo reloj-corazón. La parte alta de la esfera aparece a la luz, luego el centro del reloj y sus dos agujas de nuevo pegadas.

Ella observa. Ni una palabra. Revuelve con nerviosismo en su bolso, extrae un par de anteojos que pone con torpeza sobre su incomparable naricilla. Sus ojos escrutan cada detalle. Hace girar las agujas en el buen y luego en el mal sentido. Sus gafas se empañan. Sacuden la cabeza despacio. Sus gafas están empañadas. Sus manos tiemblan. Están conectadas al interior de mi pecho. Mi cuerpo registra sus movimientos sísmicos, los reproduce. No me toca. Mis relojes resuenan en mí, sacudidos por el temblor que se amplifica.

Miss Acacia deja suavemente mi corazón sobre el tapial contra el cual nos hemos estrechado tantas veces. Alza la cabeza hacia mí, por fin.

Sus labios se entreabren y susurran:

—Todos los días, he ido todos los días. ¡Puse flores en tu maldita tumba durante tres años! ¡Desde el día de tu entierro hasta esta mañana! Hace un momento estaba ahí. Pero esta ha sido la última vez. A partir de ahora ya no existes para mí.

De buenas a primeras, gira sobre sus talones y pasa más allá del tapial, lentamente. El reloj de mi corazón está todavía ahí encima, sus agujas apuntando hacia el suelo. La mirada de Miss Acacia me atraviesa sin cólera; efectivamente, ya no existo. Se pierde, como un pájaro triste sobre la caja de cartón, luego alza el vuelo hacia ese cielo cuyas puertas estarán cerradas para mí a partir de ahora. Muy pronto, ya no veré sus apetitosas nalgas balancearse, ni el movimiento de capa de su falda hará desaparecer sus piernas, y no quedará más que el ligero ruido de sus pasos. Su silueta no tendrá más de diez centímetros. Nueve centímetros, seis, apenas el tamaño de un cadáver para caja de cerillas. Cinco, cuatro, tres, dos.

Esta vez no volveré a verla jamás.