Mélies tardará dos días en arrastrar lo que queda de mí, apenas unos despojos, de Marbella a Granada. Cuando llegamos por fin a las afueras de la ciudad, la Alhambra toma el aspecto de un cementerio de elefantes. Veo alzarse defensas luminosas dispuestas a cortarme en pedazos.
—¡Levántate! ¡Levántate! —me resopla Mélies—. ¡No te abandones, no te abandones!
La cosa se rompe ahí debajo. Bizqueo ante los muñones de mis agujas. Lo que veo me da miedo. Me recuerda mi nacimiento.
Todo lo que había cobrado tanto sentido para mí se desvanece. Las ganas de formar una familia y tratar con cuidado a mi reloj para resistir el mayor tiempo posible, mis sueños de adulto reciente se funden como copos de nieve en el fuego. ¡Qué estupidez color de rosa, el amor! Madeleine me previno, pero no quise escuchar más que a mi corazón.
Me arrastro cada vez más despacio. El gran incendio hace estragos en mi pecho, pero estoy como anestesiado. Si cayera sobre mí un avión y me aplastara la cabeza, me resultaría indiferente.
Me gustaría ver aparecer ante mis ojos la gran colina de Edimburgo. ¡Oh, Madeleine, me siento tan solo! Me gustaría poder estar en mi cama y que me cantaras una de tus nanas. Allí arriba, en nuestra casa en la colina, debe quedar algún que otro sueño infantil escondido debajo de la almohada. Si regresara a casa, procuraría no aplastar esos sueños con mi cabeza pesada poblada de tantas preocupaciones de adulto. Intentaría dormirme con el pensamiento de que no iba a despertarme jamás. Esta idea me resulta extrañamente reconfortante. A la mañana siguiente, emergería en un estado lamentable, perdido como un boxeador fracasado. Pero Madeleine y todas sus atenciones me devolverían a mi estado de antes.
De regreso al taller, Mélies me instala en su cama. La sangre se extiende sobre las sábanas blancas. Las rosas de nieve reaparecen, en torbellinos. ¡Mierda, he manchado todas las sábanas!, me digo en un sobresalto de conciencia. Mi cabeza pesa una tonelada, estoy agotado de tanto pensamiento negativo.
—¡Quiero cambiar de corazón! ¡Modifícame, no me soporto más!
Mélies me observa con aire inquieto.
—Ya estoy harto de este yunque de madera que se estropea todo el tiempo.
—¿Sabes? Tu problema me parece bastante más profundo que la madera de tu corazón.
—Es esta sensación de acacia gigante que crece entre mis pulmones. Esta noche he visto a Joe llevándola en sus brazos y eso me ha atravesado. Jamás habría creído que iba a ser tan duro. Y cuando ella se ha ido golpeando la puerta, ha sido aún más duro.
—¡Ya conoces los riesgos de darle la llave de tu corazón a una centella, hijo mío!
—Quisiera que me instalaras un corazón nuevo y ponerle el contador a cerno. No quiero volver a enamorarme nunca en mi vida.
Percibiendo el resplandor de la locura suicida en mi mirada, Mélies juzga inútil cualquier discusión. Me estira sobre su mesa de trabajo, como Madeleine en sus tiempos, y me hace esperar.
—Espera, voy a buscarte una cosa.
No logro relajarme, mis engranajes rechinan espantosamente.
—Seguro que tengo algunas piezas de recambio, —añade.
—Estoy harto de tener que repararme, quisiera algo lo bastante sólido para soportar las emociones fuertes, como todo el mundo. ¿No tendría un reloj de recambio?
—Eso no arreglaría nada, ya lo sabes. Es tu cuerpo de carne y hueso el que habría que reparar. Y para eso, no necesitas ni médico ni relojero. Te hace falta o bien amor, o bien tiempo, pero mucho tiempo.
—No tengo ganas de esperar y ya no tengo amor, cámbiame este reloj, ¡te lo suplico!
Mélies parte a la ciudad para buscarme un corazón nuevo.
—Procura descansar un poco mientras esperas a que yo vuelva. Nada de tonterías, sobre todo.
Decido darle cuerda a mi viejo corazón por última vez. Mi cabeza da vueltas. Un pensamiento culpable vuela hacia Madeleine que tanto se ha esforzado por qué me mantenga en pie y avance sin romperme. Me invade un sentido de vergüenza a todos los niveles.
En cuanto hundo la llave en la cerradura, un dolor vivo salta bajo mis pulmones. Unas pocas gotas de sangre brotan en la intersección de mis agujas. Intento sacar la llave, pero está atascada en la cerradura. Intento desbloquearla con mis agujas rotas. La fuerzo, con todas las escasas fuerzas vaporosas que me quedan. Cuando por fin lo consigo, la sangre mana abundante por la cerradura. Telón.
Mélies regresa. Le veo borroso, como si me hubieran cambiado los ojos por los de Miss Acacia.
—Te he encontrado un corazón nuevo a estrenar, sin cuco, y con un tic-tac mucho menos ruidoso.
—Gracias…
—¿Te gusta?
—Sí, gracias.
—¿Estás seguro de que ya no quieres el corazón con el que Madeleine te salvó la vida? —Seguro.
—No volverás a ser como antes, ¿lo sabes?
—Eso es exactamente lo que quiero.
Después de eso, no recuerdo nada, salvo una sensación de sueños borroso, seguido de una resaca gigantesca.