Por el camino que lleva al taller de Mélies, mi reloj retumba en seco. Las alcobas cautivadoras de la Alhambra me devuelven un eco lúgubre.
Llego, no hay nadie. Me instalo en medio de construcciones de papel maché. Perdido entre sus invenciones, me transformo en una de ellas. Soy un truco humano que aspira en convertirse en un hombre sin trucos. A mi edad, lo ideal sería ser considerado como un hombre, uno de verdad, un adulto. ¿Tendré el talento necesario para demostrarle a Miss Acacia de qué madera estoy hecho, y cuánto? ¿Conseguiré que crea en mí sin darle la sensación de que le juego una mala treta?
Mis preocupaciones se extienden hasta lo alto de la cima de Edimburgo. Me encantaría teletransportarla hasta aquí, delante de la Alhambra. Saber cómo le van las cosas a mi familia ¡Me gustaría tanto que apareciera aquí, ahora! Los echo tanto de menos…
Madeleine y Mélies hablarían de sus “chapuzas” y de psicología en torno a una de esas sabrosas cenas de las que ella tiene el secreto. Con Miss Acacia, se engarzarían en discusiones sobre el amor y se rizarían sin duda sus elegantes moños. Pero a la hora del aperitivo las hostilidades tocarían a su fin. Se reirían la una de la otra con tanta acidez y ternura que lo convertirían en complicidad. Luego Anna, Luna y Arthur se unirían a nosotros, aderezando la conversación con sus historias tristes y alocadas.
—Pero ¿qué es esta cara de pena…? Anda, ven, pequeño, ¡te mostraré mis bellezas! —me suelta Mélies empujando la puerta.
Lo acompañan una rubia de risa fácil y una morena rechoncha que tira de su cigarrera como si se tratara de un bombón de oxígeno. Me presenta:
—Señoritas, he aquí mi compañero de viaje, mi más fiel aliado, el amigo que me ha salvado de la depresión amorosa.
Me conmueve mucho. Las mujeres aplauden entornando sus ojos incitantes.
—Lo siento —añade Mélies en mi honor—, pero debo retirarme a mis aposentos para una reparadora siesta de unos cuentos siglos.
—¿Y tu viaje a la luna?
—Cada cosa a su debido tiempo, ¿no? Hay que aprender a “dejarse descansar” de vez en cuando. Es importante el estado de barbecho, forma parte del proceso creativo.
Había querido hablarle del regreso de Joe, que revisara un poco el estado de mis engranajes, hacerle aún algunas preguntas sobre la vida junto a una centella, pero está claro que no es momento. Sus furcias ahumadas retozan ya en el agua hirviente, le dejaré que se tome su tierno baño.
—Mis Acacia va a venir a verme esta noche, si no te molesta.
Vuelvo al tren fantasma para recuperar mis últimos efectos personales. La idea de abandonar definitivamente este lugar añade un nuevo yunque al fondo de mi reloj. El tren fantasma está hechizado de recuerdos maravillosos con Mis Acacia. Y además empezaba a disfrutar viendo cómo la gente se divertía con mis apariciones.
Un gran cartel con el rostro de Joe recubre el mío.
La habitación está cerrada con llave. Los objetos personales que no he podido embutir en mi maleta me esperan en el pasillo, amontonados sobre mi plancha rodante. Me he convertido en un maldito fantasma. Sigo sin dar miedo, nadie se ríe cuando paso, no me ven. Incluso para la mirada pragmática de Brigitte Heim, soy transparente. Es como si ya no existiera.
En la fila que espera para el espectáculo, un muchacho me interpela.
—Discúlpeme, señor, ¿no será usted el hombre reloj?
—¿Quién? ¿Yo?
—¡Sí, usted! ¡He reconocido el ruido de su corazón!
Entonces es eso, ¿vuelve usted al tren fantasma?
—No, justamente me voy.
—¡Pero tiene que volver, señor! Tiene que volver, se le echa mucho de menos aquí…
No me esperaba esta petición; algo empieza a vibran bajo mis engranajes.
—Sabe usted, yo besé por primera vez en mi vida a una muchacha en este tren fantasma. Pero ahora que está el gran Joe, ella ya no quiere poner aquí los pies. Le da miedo. ¡No puede dejarnos abandonados con el gran Joe, señor!
—¡Sí, nos lo pasábamos muy bien! —exclama un segundo chico.
—¡Vuelva! —replica otro.
Entonces saludo a mi pequeña asamblea agradeciéndoles sus emotivas palabras, mi cuco arranca. Los trenes muchachos aplauden, algunos adultos se les unen tímidamente.
Me subo a mi plancha con ruedas para descender por la calle que bordea la Alhambra bajo los gritos de ánimo de una parte de la concurrencia.
—¡Tiene que volver! ¡Tiene que volver!
—¡Tiene que irse! —exclama de repente una voz muy grave.
Me doy la vuelta. A mis espaldas, Joe arbola una sonrisa de vencedor. Si los tiranosaurios sonrieran, creo que lo harían como Joe. No muy a menudo y de forma inquietante.
—Ya me iba, pero te lo advierto, volveré. ¡Has ganado la batalla de tren fantasma, pero el rey del corazón de quien tú ya sabes soy yo!
El gentío nos anima como lo haría en una pelea de gallos.
—O sea que no te has dado cuenta de nada.
—¿De qué?
—¿No te parece que el comportamiento de Miss Acacia respecto a ti está cambiando? —Arreglemos este asunto en privado, Joe. ¡No nombres a nadie!
—Sin embardo, yo os escuché a los dos discutiendo en el cuarto de baño.
—¡Claro, tú le haces creer cosas horribles de mí!
—Le dije simplemente que me habías destrozad un ojo sin razón. ¡Fue de buena fe, me parece!
Una parte de la fila que espera se decanta a favor de Joe; otra, más reducida, de mí.
—¡Dijiste que sería un combate a la antigua, leal! ¡Mentiroso!
—Y tú lo truncas todo, sueñas tu vida, y tus pseudoinvenciones poéticas no son más que mentiras. Tu estilo es distinto, pero termina exactamente en lo mismo. En fin, ¿la has visto hoy?
—No, aún no.
—Me he quedado con tu empleo, me he quedado con tu habitación, y tú, tú lo has perdido todo. Pues así es, ¡la has perdido Little Jack! Ayer, después de vuestra discusión, vino a llamar a mi puerta. Necesitaba consuelo, tras la crisis de celos que acabas de montarle… Y yo no le dije ninguna de tus tonterías sobre relojes ridículos. Le hablé de cosas reales, que conciernen a todo el mundo. Si quería instalarse en los alrededores, qué tipo de casa le gustaría tener, si pensaba tener hijos, todo eso, ¿comprendes?
Me asalta la duda. Mi columna vertebral se convierte en cascabel. Escucho el eco de mis escalofríos en todas partes bajo mi piel.
—Evocamos también ese día en el que estuvo a punto de quedarse encerrada en el hielo del lago congelado. Y en ese punto, ella se arrojó a mis brazos. Como antes, exactamente como antes.
—¡Te destrozaré el otro ojo, basura!
—Y nos besamos. Como antes, exactamente como antes.
La cabeza me da vueltas, me siento desfallecer. De lejos, escucho a Brigitte Heim que comienza a arengar a la multitud, el tren está a punto de comenzar su trayecto. Mi corazón me ahoga, debo de estar tan feo como un sapo mientras fuma su último cigarrillo.
Antes de marcharse para hacer su espectáculo, Joe se burla una última vez de mí:
—Ni si quiera te has dado cuenta de que la estabas perdiendo. Esperaba enfrentarme con un adversario más tenaz. En serio que no te la mereces.
Me precipito sobre él, agujas en ristre. Me siento como un toro diminuto con cuernos de plástico; él es el torero esplendoroso que se apresta a dar la estocada. Su mano derecha me agarra por el cuello y me envía volando contra el polvo, sin esfuerzo aparente.
Luego entra en el tren fantasma, la clientela tras él. Me quedo ahí durante un tiempo infinito, el brazo izquierdo apoyado sobre mi plancha rodante, incapaz de reaccionar.
Termino yendo al taller de Mélies. Llegar me toma una eternidad. Cada vez que mi aguja marca los minutos con una sacudida, diríase que la hoja de un cuchillo se hunde un poco más entre mis huesos.
Medianoche en el reloj de mi corazón. Espero a Miss Acacia contemplando la luna de cartón que mi prestidigitador del amor ha fabricado para su dulcinea.
Las doce y diez, y veinticinco, y cuarenta. Nadie. La mecánica de mi corazón se recalienta. Empieza a percibirse el olor a quemado. La sopa de erizos se agria. Y sin embargo he hecho todo lo posible para no condimentarla con demasiadas dudas.
Mélies sale de su habitación, seguido de su cortejo de mujeres atractivas. Incluso eufórico, sabe ver cuándo las cosas no me van bien. Con una tierna mirada, les hace entender a sus bellezas que es hora de calmarse, para que el desajuste de los ambientes no me hunda todavía un poco más.