10

Un día, un hombre extraño se presentó en el tren fantasma para solicitar la plaza de asustador. Ese mismo día, la sopa de erizos comenzó a atravesárseme en la garganta.

Es un tipo grande, muy grande. Su cabeza parece superar el techo del tren fantasma. Su ojo derecho se esconde detrás de un pedazo de tela negra. Su ojo izquierdo escruta el Extraordinarium como un faro lo haría con el mar. Se detiene al fin sobre la silueta de Miss Acacia. Y ya no la abandona.

Brigitte, a quien se la ha agotado la paciencia después de verme como un cómico protagonizando un espectáculo basado en el miedo, lo contrata inmediatamente. Así que me encuentro de la noche a la mañana, despedido, en la calle. Todo ha sucedido deprisa, demasiado deprisa para mí. Voy a tener que pedir a Méliés que me aloje en su taller. Y lo que más me preocupa es que no sé cómo voy a poder salvaguardar mis encuentros, mi intimidad con la pequeña cantante. No sé si nuestro amor podrá perdurar en estas condiciones.

Miss Acacia canta esta noche en un teatro de la ciudad. Como tengo por costumbre me deslizo al final de la sala después de la primera canción. El nuevo asustador está sentado en la primera fila. Es tan grande que perjudica la visión de la mitad de la audiencia. Yo, en cualquier caso, no veo nada.

Ese ojo apuntando hacia los de Miss Acacia me hace hervir la sangre. Toda la velada, incluso después del concierto, permanece con el girofaro fijo. Me dan ganas de decirle que desaparezca, a ese foco ambulante. Pero me aguanto. Mi corazón, por su parte, no tarda en desgañitarse, en un la menor un poco falseado. Toda la sala se vuelve para reír. Algunos me preguntan cómo hago esos ruidos extraños, luego uno me lanza:

—¡Le conozco! ¡Usted es el tipo que hace reír a todo el mundo en el tren fantasma!

—Ya no trabajo ahí desde ayer.

—Ah, perdón… muy divertido su truco en cualquier caso.

De repente me veo a mí mismo en el patio de la escuela y escucho las burlas de mis compañeros. En apenas unos instantes se ha desvanecido toda la confianza ganada en brazos de Miss Acacia. Y todo mi ser se disloca lentamente.

Después del espectáculo, me resulta difícil no contar lo sucedido a mi amada, que exclama:

—¿Ese grandullón? Pfff.

—Parece que lo hipnotices.

—¿Eres tú el que habla todo el tiempo de confianza y ahora vienes a armarla por culpa de ese pirata tuerto?

—A ti no te reprocho nada, eso ya lo veo, es el quien gira a tu alrededor como un tiburón.

Me siento débil e inseguro pues, aunque confío en ella, no dudo de que ese pirata hará todo lo posible por seducirla.

Ciertas miradas no engañan nunca, ni que las arroje un solo ojo. Peor, la intensidad se redobla.

Pero el momento en que todo se tensa hasta volverse insoportable es cuando el grandullón tuerto se acerca a nosotros y nos suelta:

—¿No me reconocéis?

En el momento en que pronuncia esas palabras un largo escalofrío recorre mi columna vertebral. Desde la escuela, no he vuelto a sufrir esta sensación, que conozco muy bien y detesto por encima de todo.

—¡Joe! Pero ¿qué haces aquí? —exclama Miss Acacia incómoda.

—He hecho un viaje muy largo para encontraros, a los dos, un viaje muy largo…

Su discurso es lento. Salvo por el ojo y unos cuantos pelos en la barba, no ha cambiado. Es extraño que no lo haya reconocido enseguida. En realidad, no logro hacerme a la idea de que Joe está aquí. Me repito en bucle para darme valor: «Este no es tu lugar, Joe, vas a volver enseguida al fondo de tus brumas escocesas».

—¿Os conocéis? —pregunta Miss Acacia.

—Íbamos juntos a la escuela. Digamos que somos… viejos conocidos —responde él sonriendo.

El odio me petrifica. Le destrozaría el segundo ojo allí mismo para mandarlo de vuelta al lugar de donde viene, pero intento mantener la calma delante de mi pequeña cantante.

—Vamos a tener que charlar un poco —dice fijándome con su ojo frío.

—Mañana al mediodía, delante del tren fantasma, los dos solos.

—De acuerdo, y no te olvides de traer el duplicado de las llaves —responde él.

Esa misma noche, en efecto, Joe toma posesión de mi vieja habitación. Va a dormir en la cama donde Miss Acacia y yo nos prodigamos nuestros primeros cariños, se paseará por los pasillos en los que tan a menudo nos hemos besado, percibirá los restos de nuestros sueños en los espejos… Desde el cuarto de baño donde nos hemos escondido, le escuchamos instalar sus cosas.

—Joe es un antiguo amor tuyo, ¿verdad?

—Oh, un amor… Yo era una niña. Cuando lo veo ahora, me pregunto cómo pude interesarme por un muchacho así.

—Yo también me lo pregunto… ¡Y te lo pregunto, de hecho!

—Era un poco el cabecilla de la escuela, impresionaba a todo el mundo en aquella época. Era muy joven, eso es todo. ¡Es una coincidencia curiosa que los dos le conozcamos!

—No del todo.

No quiero contarle la historia del ojo. Tengo miedo de que me tome por un maníaco peligroso. Siento como la trampa se cierra a mí alrededor, inexorablemente. Una sola cosa me obsesiona: Joe ha vuelto y no tengo ni idea de cómo dominar la situación.

—¿Para qué te ha pedido el duplicado de las llaves?

—Brigitte Heim acaba de contratarlo para sustituirme en el tren fantasma. A partir de esta noche, ocupará también mi habitación.

—Esa mujer no entiende nada.

—¡El problema es Joe!

—Te habría echado de todos modos, ya lo sabes. Ya encontraremos otros escondites, vamos… Pasaremos la noche en el cementerio si no hay otro remedio, ¡así podrás fingir que me regalas flores de verdad! Vamos, no te preocupes, pronto encontrarás otro trabajo. Puede incluso que ya no tengas que asustar para existir. Estoy convencida de que si te concentras en lo que sabes hacer, encontrarás algo mucho mejor que el tren fantasma. Y no hagas ningún drama con el regreso de Joe. No quiero a nadie más que a ti, ¿me oyes?

Estas pocas palabras prenden en mi interior, luego se extinguen enseguida. La angustia teje una tela de araña en mi garganta, mi voz está atrapada en la trampa. Me gustaría parecer fuerte, pero me derrumbo por todas partes. ¡Vamos, mi viejo tambor, hay que aguantar el golpe!

Intento reavivar la mecánica de mi corazón, pero no importa, me hundo en las brumas sombrías de mis recuerdos de infancia. Como en la escuela, el miedo toma el control. ¡Oh, Madeleine, cómo te enfurecerás…! Pero me gustaría tanto que vinieras a susurrarme tus «Love is dangerous for your tiny heart» al hueco de mi oído esta noche. Tengo tanta necesidad de verte en estos momentos…

El sol tropieza contra el techo del tren fantasma. En el reloj de mi corazón es mediodía en punto. Mientras espero a Joe, mi piel de pelirrojo se enciende tranquilamente. Tres aves de presa dan vueltas en silencio.

Ha vuelto para vengarse de mí, y quitarme a Miss Acacia representaría evidentemente la venganza absoluta, lo sé. Le espero. Las arcadas de la Alhambra se tragan sus sombras. Una gota de sudor perlea sobre mi frente y cae en mi ojo derecho. La sal que deposita desencadena una lágrima.

Joe aparece en la esquina de la calle principal que atraviesa el Extraordinarium.

Tiemblo, más de rabia que de miedo, al fin. Adopto una actitud que quiere ser desenvuelta, mientras bajo mi piel los engranajes se carbonizan. Las palpitaciones de mi corazón arman más ruido que la pala de un sepulturero.

Joe se queda inmóvil a una decena de metros, justo enfrente de mí. Su sombra lame el polvo de sus pasos.

—Quería volver a verte, pero no para vengarme, en contra de lo que puedas pensar.

Su voz sigue siendo un arma temible. Como la de Brigitte Heim, tiene el don de hacer estallar los cristales de mis sueños.

—Yo no pienso nada. Me has humillado y maltratado durante años. Un día, la situación terminó de manera sangrienta por ese motivo. Me parece que estamos en paz.

—Reconozco haberte hecho daño marginándote voluntariamente en la escuela. Comprendí tu sufrimiento después de que todo ocurriera, cuando me encontré sin un ojo. Vi las miradas de terror. Sentí cómo la gente cambiaba su comportamiento.

Algunos me evitaban como si fuera contagioso, como si hablándome, fueran a perder sus propios ojos. Tomé conciencia día tras día del mal que podía haberte hecho…

—Pero no has cruzado media Europa para venir a disculparte, supongo.

—No, tienes razón. Aún tenemos algunas cuentas pendientes. ¿No te preguntaste jamás por qué me encarnicé contigo?

—Al principio sí… Intenté incluso hablar contigo, pero te comportabas de manera distante e inaccesible. Ya sabes, yo vivía en casa de «la bruja que ayuda a nacer a los niños del vientre de las putas», yo mismo, sin duda, debía de «haber salido del vientre de alguna puta», para citar lo que me repetías amablemente a lo largo de toda la jornada… Y además era nuevo, el más pequeño de la clase, y mi corazón hacía ruidos extraños; era fácil burlarse de mí y dominarme psíquicamente. La presa ideal, en una palabra… Hasta ese famoso día en que cruzaste el límite.

—En parte es cierto. Pero me cebé contigo ante todo porque el primer día de clase me preguntaste si conocía a la que en aquella época llamabas «la pequeña cantante». Ese mismo día, para mí, firmaste tu condena a muerte. Estaba loco de amor. Durante todo el año anterior a tu llegada intenté acercarme sin éxito a Miss Acacia. Pero un día de primavera, mientras ella patinaba sobre el río helado, canturreando como tenía por costumbre, el hielo se rompió bajo sus pies. Gracias a mis largas piernas y a mis grandes brazos, logré sacarla de ese mal paso. Habría podido morir. La veo aún tiritar en mis brazos. Desde aquel día, ya no nos separamos hasta que comenzó el verano. Jamás había sentido tanta felicidad. Pero el primer día de escuela, después de haber pasado el verano soñando con volver a verla, me entero de que se quedó en Granada, que nadie sabe cuándo va a volver.

En boca de Joe, la palabra «soñando» me produce el mismo efecto de incongruencia que un pastor alemán degustando un cruasán con la atención puesta en no llenarse de migas todo el podrido pelaje.

—¡Y tú, aterrizas ese mismo día con tus aires de duende para decirme que quieres encontrarla y regalarle unas gafas! No contento con sufrir por su ausencia, me encuentro cara a cara contigo que redoblas mis celos dándome a conocer el espantoso punto en común que nos une aún hoy: el amor loco por Miss Acacia. Me acuerdo del ruido que hacía tu corazón cuando hablabas de ella. Te odié desde ese mismo instante. El ruido de tu tic-tac representaba para mí el instrumento de medida del tiempo que se escapaba sin ella. Un instrumento de tortura colmado con tus propios sueños de amor por mi Miss Acacia.

—Eso no justifica las humillaciones diarias a las que me sometiste, ¡yo no podía adivinar lo que había sucedido antes de mi llegada!

—Lo sé, ¡pero las humillaciones cotidianas que te he hecho padecer no valen tampoco ESTO!

Se levanta el parche de golpe, su ojo es una especie de clara de huevo sucia de sangre y carcomida por varices gris-azuladas.

—Ya te lo he dicho —prosigue—, esta minusvalía me ha enseñado muchas cosas, sobre mí mismo y sobre la vida. En cuanto nos concierne, estoy de acuerdo contigo, estamos en paz.

Le cuesta horrores pronunciar esta última frase. Y a mí me cuesta horrores aceptar que la escucho.

—Estábamos en paz. ¡Viniendo aquí me atacas de nuevo! —respondo de repente.

—No he venido para vengarme de ti, ya te lo he dicho, he venido para llevarme a Miss Acacia a Edimburgo. Hace años que le doy vueltas a este momento. Incluso mientras besaba a otras mujeres. Tu jodido tic-tac ha resonado de tal modo en mi cabeza que tengo la impresión de que el día que me destrozaste el ojo me inoculaste también tu enfermedad. Si ella no me quiere, me iré. En caso contrario, serás tú quien tendrá que desaparecer. No te guardo ningún rencor, pero sigo enamorado de ella.

—En mi caso, yo sí te guardo rencor.

—Vas a tener que acostumbrarte. Yo estoy como tú, chiflado por Miss Acacia. Será un combate a la antigua, y solo ella ejercerá de juez. Que gane el mejor, litle Jack.

Recobra esa sonrisa de suficiencia que le conozco demasiado bien y me tiende su mano de dedos largos. Yo le dejo ahí las llaves de mi habitación. Tengo el infame presentimiento de estar regalándole las llaves del corazón de Miss Acacia. Y al hacer eso, me doy cuenta de que el tiempo de alegre magia con mi centella de gafas ha terminado.

Los sueños de una cabaña a orillas del mar donde poder pasear tranquilos tanto de día como de noche. Su piel, su sonrisa, su ingenio, los destellos de su carácter que me daban ganas de multiplicarme en ella. Ese «sueño real», enraizado en la tierra, fue ayer. Joe ha venido a buscarla. Zozobro en las brumas de mis viejos demonios. Las lancetas de mi reloj se retuercen y se encogen sobre su frágil esfera. Todavía no estoy derrotado, pero tengo miedo, mucho miedo.

Pues en lugar de ver crecer el vientre de Miss Acacia como un jardinero feliz, voy a tener que sacar de nuevo la armadura del armario para enfrentarme con Joe.

Esa misma noche, Miss Acacia se planta en la puerta de mi habitación con relámpagos de cólera en los ojos. Mientras intento cerrar mi maleta mal ordenada, siento que los minutos que seguirán van a ser de tormenta.

—¡Oh, oh! ¡Atención, tiempo tormentoso! —le suelto para distender la atmósfera.

Si su dulzura de anticiclón es incomparable, esta noche, en un instante, mi pequeña cantante se convierte en un barril de rayos.

—¡Así que vas por ahí destrozándole los ojos a la gente! Pero ¿de quién me he enamorado?

—Yo…

—¿Cómo has podido hacer algo tan horrible? ¡Le-des-tro-zas-te-el-ojo!

Es el gran bautismo de fuego, el tornado flamenco con castañuelas de pólvora y tacones de aguja clavados entre los nervios. No me lo esperaba. Busco qué responder. Ella no me da tiempo.

—¿Quién eres en realidad? Y si has sido capaz de esconderme algo tan grave, ¿qué me queda aún por descubrir?

Tiene los ojos como platos de ira, pero lo más difícil de soportar es la tristeza que los rodea.

—¿Cómo has podido esconderme algo tan monstruoso? —repite incansablemente.

Ese cerdo de Joe acababa de encender la más sombría de las mechas desenterrando mi pasado. No quiero mentir a mi pequeña cantante. Pero tampoco pienso contárselo todo, lo cual, hay que confesarlo, significa mentirle a medias.

—Está bien, le destrocé el ojo. Habría preferido no llegar jamás a eso, claro. Pero lo que ha olvidado contarte es que fue ÉL quien me hizo sufrir durante años, y sobre todo el porqué lo hizo… Joe me ha hecho vivir las horas más negras de mi vida. En la escuela yo era su víctima favorita. ¡Qué te crees! Uno nuevo, pequeño, que hace ruidos extraños con el corazón… Joe se pasaba el tiempo humillándome, haciéndome sentir hasta qué punto no era como «ellos». Un día me estrellaba un huevo en la cabeza, al otro me abollaba el reloj, todos los días algo, y siempre en público.

—Ya lo sé, tiene su lado fanfarrón, siente la necesidad de llamar la atención, pero nunca hace nada que sea de verdad malvado. ¡Seguramente no había motivos para comportarse como un criminal!

—¡No le destrocé el ojo por sus fanfarronadas, el problema viene de mucho más lejos! Mis recuerdos fluyen despacio; a las palabras les cuesta seguir su ritmo. Tocado donde duele, avergonzado y triste al mismo tiempo, hago cuanto puedo por expresarme con calma.

—Todo comenzó el día de mi décimo cumpleaños. La primera vez que iba a la ciudad, me acuerdo como si fuera ayer. Te oí cantar, luego te vi. Mis agujas apuntaron hacia ti, como atraídas por un campo magnético. Mi cuclillo se puso a sonar. Madeleine me agarraba. Me liberé de su mano para plantarme ante ti. Te di la réplica, como en una comedia musical extraordinaria. Tú cantabas, yo te respondía, nos comunicábamos en un lenguaje que yo no conocía, pero nos comprendíamos. Tú bailabas, y yo bailaba contigo, ¡aunque no sabía bailar en absoluto! ¡Todo podía ocurrir!

—Me acuerdo, desde el principio me acuerdo de eso. En el momento en que te encontré sentado en mi camerino, supe que eras tú.

El muchachito extraño de mis diez años, el que dormía en el fondo de mis recuerdos. Seguro que eras tú…

La melancolía no abandona el tono de su voz.

—Te acuerdas… ¿Te acuerdas que estábamos en una burbuja? ¡Fue necesario el puño entero de Madeleine para arrancarme de esa burbuja!

—Me pisé las gafas y luego me las puse, todas rotas.

—¡Sí! Unas gafas con un parche en el cristal izquierdo. Madeleine me explicó que ese tipo de técnicas se usaban para hacer trabajar el ojo deficiente.

—Sí, es cierto…

—Desde ese día no dejé de soñar con reencontrarte. Le supliqué a Madeleine que me inscribiera en la escuela cuando me enteré de que tú también ibas, esperé mucho tiempo, dos años al menos, pero en tu lugar me encontré con Joe. Joe y su coro de burlones. Mi primer día de escuela tuve la mala fortuna de preguntar si alguien conocía a «una pequeña cantante sublime que anda tropezándose por todas partes». Lo mismo sería decir que con eso firmé mi sentencia de muerte. Joe no soportaba la idea de que ya no estuvieras a su lado, y cristalizaba toda su frustración en mí. Percibía cómo vibraba por ti, y eso reduplicaba sus celos. Cada mañana, tranqueaba el portal de la escuela con una bola de angustia que ya no abandonaba mi estómago durante el resto del día. Padecí sus ataques durante tres años escolares. Hasta aquel día en que decidió arrancarme la camisa para dejarme con el torso desnudo delante de toda la escuela. Quiso abrir mi reloj para humillarme aún un poco más, pero, por primera vez, me resistí. Nos peleamos y la cosa terminó mal, muy mal, como ya sabes.

Dejé entonces Edimburgo en plena noche, dirección a Andalucía. Crucé media Europa para encontrarte. No fue fácil. Extrañaba a Madeleine, Arthur, Anna y Luna, y aún les extraño, de hecho… Pero quería volver a verte, era mi mayor sueño. Sé que Joe ha vuelto para quitármelo. Hará todo lo que pueda para apartarte de mí. Ya ha empezado, ¿acaso no lo ves?

—¿En serio crees que yo podría volver con él?

—No eres tú lo que me hace dudar, sino su facultad para mermar la confianza que intentamos establecer paso a paso. Ya no te reconozco desde que llegó. Me ha quitado el puesto en el tren fantasma, duerme en nuestra cama, el único lugar en el que estábamos al abrigo del mundo exterior. A la que me doy la vuelta, te cuenta porquerías sobre mi pasado… Tengo la impresión de que me han desposeído de todo.

—Pero tú…

—Escúchame. Un día me miró a los ojos y me previno: «Voy a romperte ese corazón de madera en la cabeza, lo romperé con tanta fuerza que ya no serás capaz de amar». Sabe dónde apuntar.

—Tú también, al parecer.

—¿Por qué crees que te ha contado la historia del ojo destrozado a su manera?

Ella encoge sus hombros de pájaro triste.

—Joe conoce tu honradez. Sabe cómo prender las mechas de tus cabellos, las que están conectadas con tu corazón de granada. Pero sabe también que bajo tu aspecto de bomba eres frágil. Y que dejando que la duda anide, puedes estallar. ¡Joe intenta debilitarnos para poder recuperarte! ¡Si al menos te dieras cuenta, podrías ayudarme a impedírselo!

Ella se vuelve hacia mí, levantando lentamente las sombrillas de sus párpados. Dos grandes lágrimas caen rodando por su magnífico rostro. El maquillaje chorrea bajo sus pestañas arrugadas. Tiene ese extraño poder de ser igual de magnética en el sufrimiento que en la alegría.

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

Beso su boca llena de lágrimas. Sabe a fruta madura. Luego Miss Acacia se aleja. La veo envolviéndose de bosque. Las sombras de ramas la devoran.

Tras solo algunos pasos, se pierde a lo lejos. El tiempo de sueños que se rompen vuelve mis engranajes cada vez más ruidosos… oh, Madeleine… cada vez más dolorosos, también. Tengo el presentimiento de que jamás volveré a verla.