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Brigitte Heim me amenaza todos los días con echarme si persisto en convertir su tren fantasma en un espectáculo cómico, pero no lo concreta con acto por razón de la influencia de clientes. Hago todo lo que puedo para asustarles, pero no puedo evitar provocar risa involuntariamente. Por mucho que cante “Oh When the Saints” cojeando como Arthur, que rompa huevos contra los rebordes de mi corazón en el silencio de la curva de los candelabros, que toque la lira de mis engranajes para conseguir melodías rechinantes, y que termine saltando de vagón en vagón hasta plantarme encima de las rodillas del público, no importa, se parten de risa. Arruino sistemáticamente mis efectos de sorpresa, mi tic-tac resuena en todo el edificio. Los clientes saben exactamente cuando se supone que voy a sorprenderles; algunos habituales ríen incluso por adelantado. Mélies cree que estoy demasiado enamorado para dar miedo de verdad.

Miss Acacia viene de vez en cuando a dar una vuelta en el tren fantasma. Mi reloj tic-taquea cada vez más fuerte cuando la veo instalar sus nalgas de pájaro en el banco de una vagoneta. Le deslizo algún beso en espera de nuestros reencuentros nocturnos.

Vamos, ven a mi árbol en flor, esta noche apagaremos la luz y dejaré pares de gafas sobre tus brotes. Con la punta de tus ramas rayarás la bóveda celeste y sacudirás el tronco invisible que sostiene la luna. De nuevo caerán los sueños como una nieve tibia en nuestros pies. Tus raíces en forma de tacón de aguja las plantarás en la tierra, firmemente ancladas. Deja que me suba a tu corazón de bambú, quiero dormir a tu lado. Suena medianoche en el reloj. Advierto algunas virutas de madera en la cama; algunas partes de mi reloj se astillan. Miss Acacia desembarca sin gafas pero con una mirada tan concentrada como si tuviéramos un encuentro de negocios.

—Estuviste muy raro anoche, incluso me dejaste marchar sin decirme adiós, ni un beso, nada. Jugueteabas con tu reloj, hipnotizado. Tuve miedo de que te cortaras con las agujas.

—Lo siento mucho, solo quería probar una cosa para que te quedaras un poco más de tiempo, pero no funcionó.

—No, no funcionó. No juegues a eso conmigo. Te quiero, pero ya sabes que no puedo quedarme hasta el amanecer.

—Lo sé, lo sé… Es precisamente por eso que intenté.

—Además, podrías quitarte el reloj mientras estamos juntos, me hace daño cuando me abrazas…

—¿Quitarme el reloj? ¡No puedo!

—¡Claro que puedes! ¡Yo no vengo a encontrarme contigo bajo las sábanas con el maquillaje del espectáculo!

—¡Sí, a veces ocurre! Estás muy guapa desnuda y con los ojos maquillados.

Un ligero claro se apunta entre sus cejas.

—Pero yo no podría nunca sacarme el reloj, ¡no es ningún accesorio!

Ella responde torciendo su gran boca elástica a modo de “No te creo en absoluto…”.

—Ya sabes que me gusta la forma que tienes de creer en tus sueños, pero de vez en cuando hay que bajar de las nubes, hay que crecer. No vas a pasarte la vida con esas agujas que te atraviesan el abrigo —declara ella, con tono de institutriz.

Desde nuestro primer encuentro, jamás me había sentido tan lejos de ella, a pesar de ocupar la misma habitación.

—Pues en realidad sí. Funciona así de verdad. Este reloj forma parte de mí, es él quien me hace latir mi corazón, es vital para mí. Tengo que adaptarme. Procuro utilizar lo que soy para trascender las cosas, para existir. Exactamente igual como haces tú sobre el escenario cuando cantas; es lo mismo.

—¡No es lo mismo, pícaro! —dice dejando resbalar la punta de sus uñas por encima de mi esfera.

La idea de que ella pueda pensar que mi reloj es un “accesorio” me hiela la sangre. Yo no podría amarla si tomara su corazón por un postizo, sea de vidrio, en carne o en cáscara de huevo.

—No te lo saques si no quieres, pero vigila con tus agujas…

—¿Crees en mí completamente?

—Yo diría que de momento creo en un setenta por ciento pero de ti depende que me convenza poder llegar al cien little Jack…

—¿Por qué me falta el treinta por ciento?

—Porque conozco bien a los hombres.

—Yo no soy “los hombres”.

—¿Eso crees?

—¡Exactamente!

—¡Eres un farsante nato! ¡Hasta tu corazón es un artificio!

—¡Mi único artificio verdadero es mi corazón!

—¿Lo ves? Siempre caes de pie. Pero también me gusta eso de ti.

—No quiero que te guste “eso de mi”, quiero que me quieras “a mi entero”.

Sus párpados en forma de sombrilla negra pestañean al ritmo de los tic-tac de mi corazón. Varias expresiones divertidas y dudosas desfilan por la comisura de esos labios que hace demasiado tiempo que no beso. Las palpitaciones se aceleran bajo mi esfera. Una picazón muy conocida.

Ella arranca entonces con su redoble de tambor que llama a las cosas dulces, un conato de hoyuelos se ilumina.

—Te quiero entero —concluye.

Posa sus manos estratégicas, me corta el aliento. Mis pensamientos se diluyen de mi cuerpo. Apaga la luz.

Su cuello está salpicado de minúsculos granos de belleza, constelaciones que descienden hasta sus senos. Me convierto en el astrónomo de su piel, hundo mi nariz en sus estrellas. La acaricio con todas mis fuerzas y ella se hace flor para mí con todas sus caricias. Sus emanan una dulce electricidad. Me acerco aún más.

—Para aumentar mis estadísticas de confianza, te voy a dar la llave de mi corazón. No podrás quitarlo, pero podrás hacer lo que quieras, exactamente cuando te apetezca. De todos modos ya eres la llave que me abre por entero. Y tú, dado que te doy toda mi confianza, vas a ponerte gafas y dejarás que te mire a los ojos a través de los cristales, ¿de acuerdo?

Mi pequeña cantante acepta y se echa el cabello hacia atrás. Sus ojos sobresalen de su rostro de cierva elegante. Luego se pone unas de las gafas de Madeleine inclinando la cabeza a un lado. ¡Oh, Madeleine, si lo vieras, cómo te enfurecerías!

Podría decirle que la encuentro sublime con las gafas, pero como no iba a creerme prefiero acariciarle la mano. Entonces me digo que viéndome tal como soy, tal vez me encontrará menos a su gusto. Me angustio.

Dejo mi llave en su mano derecha. Estoy nervioso, y eso produce un ruido estridente en mi corazón.

—¿Por qué tienes dos agujeros?

—El de la derecha es para abrir, el de la izquierda para dar cuerda.

—¿Puedo abrirlo?

—Está bien.

Hunde con delicadeza la llave en mi cerradura derecha. Cierro los ojos, luego los abro, como cuando nos besamos largo rato.

Sus párpados están cerrados, tan magníficamente cerrados. Es un momento de una serenidad apabullante. Toma un engranaje entre sus dedos índice y pulgar, suavemente, sin ralentizar su funcionamiento. Una marea de lágrimas sube de un solo golpe y me sumerge. Suelta su sutil presa y los grifos de la melancolía dejan de manar. Miss Acacia acaricia un segundo engranaje. ¿Me estará haciendo cosquillas en el corazón? Río ligeramente, apenas una sonrisa sonora. Entonces, sin soltar el segundo engranaje con su mano derecha, vuelve sobre el primero con los dedos de la izquierda. Cuando me aprieta con los labios hasta los dientes, me produce un efecto a lo Hada Azul de Pinocho, pero más verdadero. Salvo que no es mi nariz lo que se alarga. Ella lo siente, acelera su movimiento, aumentando progresivamente la presión sobre mis engranajes. Ciertos sonidos se escapan de mi boca sin que pueda detenerlos. Estoy sorprendido, molesto, pero sobre todo excitado. Se sirve de mis engranajes como si fueran potenciómetros, mis suspiros se transforman en gemidos.

—Tengo ganas de tomar un baño —murmura.

Hago seña de estar de acuerdo; no me imagino con qué no iba a estar de acuerdo, por otra parte. Brinco sobre los dedos de mis pies para ir hasta el baño y llenar una buena bañera con agua muy caliente.

Procedo despacio, para no despertar a Brigitte. La pared de la habitación linda con la de su dormitorio, se le oye toser.

Los reflejos plateados dan la impresión de que el cielo y sus estrellas acaban de caer en la bañera. Es maravilloso ese grifo ordinario que esparce blandas estrellas en el silencio de la noche. Entramos delicadamente en el agua, a fin de no salpicar esta delicia. Somos dos gusanos estrellados de gran formato. Y hacemos el amor despacio; somos los amantes más lentos del mundo, apenas nos rozamos con nuestras lenguas. El chapoteo del agua le haría a cada uno creerse dentro del viene del otro. Rara vez he sentido algo tan agradable.

Murmuramos chillidos. Hay que contenerse. De repente, ella se alza, se da la vuelta y nos convertimos en animales de la selva.

Termino cayendo cuan largo soy, como si acabara de morir en un western y ella se pone a gritar muy flojito. El cuco suena al ralentí. Oh, Madeleine…

Miss Acacia se duerme. La contemplo durante un largo rato. La longitud de sus pestañas maquilladas acentúa la ferocidad de su belleza. Resulta tan deseable que me pregunto si su oficio de cantante no lo habrá condicionado hasta el punto de posar para pintores imaginarios incluso en pleno sueño. Parece un cuadro de Modigliani, un cuadro de Modigliani con una hermosa mujer que ronca un poquito.

Su vida de pequeña cantante que sube y sube retoma curso desde la mañana siguiente, con su manojo de gente que, especie de fantasmas de carne, deambula a su alrededor sin función precisa.

Toda esta fauna perfumada me asusta más que una manada de lobos en una noche de luna llena. Todos son falsas apariencias, palabrería más hueca que un panteón funerario. Aprecio la valentía que tiene de nadar por encima de ese torbellino de barro y oropeles. Cualquier día me la mandan a la luna para experimentar las reacciones de los extraterrestres al erotismo. Cantará, bailará, responderá a las preguntas de los periodistas de la luna, le harán fotografías, y terminará por no volver nunca más. A veces me digo que solo faltaría Joe en el papel de cereza pasada coronando el pastel podrido.

La semana siguiente, Miss Acacia canta en Sevilla. Saco la plancha rodante fabricada por Mélies y cabalgo por las montañas rojas para encontrarme con ella en su habitación del hotel al final del espectáculo.

De camino, la paloma mensajera me entrega una nueva carta de Madeleine. Apenas unas pocas palabras, siempre las mismas palabras que no se le parecen en nada. Habría preferido… Me gustaría tanto que conociera a Miss Acacia. Claro, Madeleine se asustaría a causa del amor que vivimos, pero estoy seguro de que la personalidad de mi pequeña cantante le gustaría. Imaginar esas dos lobas charlando constituye un dulce sueño que no deja de mecerme.

La mañana siguiente del concierto, nos paseamos por Sevilla como una pareja más de enamorados. La temperatura es agradable, un viento tibio nos acaricia la piel. Sin embargo, nuestros dedos resultan torpes cuando quieren hacer cosas de gente normal en pleno día. De noche, telecontrolazos por el deseo, se conocen de memoria, pero, ahora, diríase que se trata de cuatro manos izquierdas a las que alguien hubiera pedido escribir “Buenos días”.

Estamos aturdidos por el día, por la luz; somos una auténtica pareja de vampiros que deambula por la ciudad sin gafas de sol. El colmo del romanticismo. Y para nosotros, besarse a orillas del río Guadalquivir, a plena tarde, es la cima del erotismo.

Por encima de esta felicidad simple y evidente planea, a pesar de todo, una nube de amenazas. Estoy orgulloso de ella como jamás lo he estado de nada más. Pero conforme pasa el tiempo, las miradas extasiadas de los machos de mi especie se ponen cada vez más celoso. Me consuelo diciéndome que, sin gafas, tal vez ella tampoco la vea, esta bandada de hombres que son más atractivos que yo. Me siento solo en medio de esta multitud cada vez mayor que viene a aplaudirla, mientras por mi parte tengo que reacomodarme el papel de extranjero y volver solo a mi desván sombrío.

Y aun más solo en tanto ella no acepta la idea de que eso me hace sufrir. Me parece que sigue sin creer en mi reloj corazón.

Aún no le he contado que, con este corazón postizo, mi comportamiento era tan peligroso como el de un diabético que se atiborra de cruasanes con chocolate de la mañana a la noche. No estoy seguro de que me apetezca contárselo. Si me amparo en las teorías de Madeleine, ahora mismo estoy con un pie en la tumba.

¿Estaré a la altura? ¿Resistiría mi vieja chapuza de corazón?

Y para salpimentar esta salsa ya de por sí bien picante, Miss Acacia está al menos tan celosa como yo. Sus cejas se fruncen como las de una leona dispuesta a saltar tan pronto como cualquier medio adefesio más o menos bien peinado entra en mi campo de visión, incluso fuera del tren fantasma.

Al principio eso me parecía halagador, me sentía capaz de volar por encima de cualquier obstáculo. Mis alas eran nuevas; estaba convencido de que ella me creía. Pero al descubrir que me tomaba por un farsante, me sentí debilitado. En lo profundo de mis soleados nocturnas, yo también he arruinado mi propia confianza.

Ya no es más una salsa picante, nuestra historia, sino una sopa de erizos.